Sabía que nunca volvería a ver todo el lujo que tenía alrededor. Quizá por eso paseó la mirada en torno con una suerte de melancólica nostalgia. Suspiró, mientras cerraba la maleta en la que había amontonado apresuradamente lo más imprescindible para una mujer elegante y de buen gusto. Ya podía marcharse. Llevó la maleta al pequeño hall, donde ya esperaba un neceser de viaje. Volvió atrás para apagar las luces del dormitorio.
La mujer estaba sentada tranquilamente frente al televisor y el sonido de las imágenes que aparecían en la pantalla apagó por completo todos los demás ruidos. Detrás de ella, se abrió una ventana con un ligero chasquido, apenas perceptible. Un hombre entró en la sala, sin que Alice Baxter se percatara de su presencia. La señora Baxter no supo nada, hasta que notó un fino cordón de seda que se enroscaba en torno a su cuello. Las manos del asesino estaban cubiertas por unos guantes negros. Era un hombre joven y fuerte. Alice Baxter estaba ya próxima a cumplir los sesenta años.
El panorama no podía ser más desolador. Debía cuatro meses en el aparcamiento, mi saldo en el banco ascendía a dieciocho dólares con cincuenta centavos, y el frigorífico no contenía más que hielo y una lata de foie-gras a medio consumir. Días antes había leído en la prensa que algunos centros hospitalarios pagaban hasta cien dólares a quien se comprometiera, ante notario, a donar su esqueleto a la Ciencia cuando ya no le hiciera falta. Estaba considerando la cuestión cuando alguien golpeó tímidamente el cristal esmerilado de la puerta.
Mark Crabbe lo siguió con gesto huraño. Miraba los muros grises con expresión distante. Le parecía un sueño encontrarse precisamente esa noche allí. Un mal sueño del que deseaba despertar lo antes posible. Se detuvieron finalmente ante una celda de puerta de barrotes desde el techo al suelo. El preso era visible en su interior, bajo una cruda luz vertical, que marcaba extrañamente las sombras y contrastes del hombre y su entorno, como en un duro film negro de los años cuarenta.
Están buscando mi cuerpo en las aguas del río. Puedo verles desde aquí, buceando y dragando ese cauce turbio y sucio que serpentea entre los árboles y los cultivos, en dirección a no sé dónde. Es el mismo río que he visto tantas veces desde aquella maldita ventana. Están seguros de encontrarme. Y me encontrarán, eso me consta.
Dan Kright abandonó su Audi 100GS en un parking situado frente al 95 de Baker Street y a paso gimnástico atravesó la concurrida calle londinense. Era un hombre alto, fuerte, rubio, de treinta años. Se paró en el número 102. Profundizó por el vestíbulo de entrada hasta el ascensor automático que le dejó en la cuarta planta.
Aquella tarde encontré tres motivos por los que estar de buen humor: había dejado de llover, la rubia oxigenada del Droste Bar lucía un suéter malva de escote más que generoso y los cinco pavos apostadas por «Lady», mi yegua favorita, se habían convertido en cinco de los grandes. Reflexionaba sobre esta triple circunstancia, envuelto por el humo blanquecino y aromático de mi propio habano, cuando alguien golpeó con los nudillos el cristal velado de la puerta.
Era un tipo duro, de eso no había duda. Casi me había volado la cabeza cuando entré. Ahora, pese a que le había roto la mandíbula a juzgar por el crujido de sus huesos al lograr conectarle un derechazo brutal en el mentón apenas sentí el roce candente de la bala en mis cabellos, volví a la carga sin muchas contemplaciones.
Mi Dodge rojo dejó escapar unos runruneos intermitentes, dio algunos pequeños brincos, y se detuvo. La carretera era todo lo polvorienta que uno pueda imaginar, el termómetro andaba rondando los cuarenta grados centígrados y la única sombra existente era la proyectada por los postes de telégrafos.
La joven se hallaba sentada en un alto taburete, junto al mostrador, iluminado en rojo. La concurrencia era extraordinaria. A veinte pasos escasos, se hallaba la pista de baile, donde una multitud se agitaba frenéticamente, al ritmo de la música que vomitaban lo que parecían millares de gigantescos altavoces. Los barmen se afanaban continuamente en servir bebidas de todas clases. En algunos rincones, parejas se acariciaban lascivamente, sin preocuparse en absoluto de las miradas de los demás.
Cuando todo aquello empezó, yo era el tipo más pacífico y rutinario de la creación. A veces leía en los periódicos las hazañas de los gangsters y pistoleros, o los éxitos de arriesgados policías y detectives que resolvían un caso peliagudo a tiro limpio y pensaba que eran gentes de otra galaxia, hombres distintos de los demás. Realmente, cuando uno lee todo eso en los diarios nunca piensa que la cosa pueda sucederle a él. Siempre es algo que les ocurre a los demás, a desconocidos con los que no quisiera tener jamás el menor trato.
Está sentada delante de mí. Es una mujer que tiene todo lo que en Hollywood se precisa para llegar a la cumbre, y lo tiene en abundancia. Incluso su rostro es una perfección de rasgos ardientes, pero no exentos de esa ingenuidad que nos hace desear intimar mucho más con ella, tal vez para que deje de ser ingenua.
Estaba arrodillado junto a la caja fuerte, alumbrándose con una pequeña linterna, sujeta a la frente por medio de un aro flexible de acero, cuando de pronto sintió pasos en las inmediaciones. Levantó la cabeza, sorprendido. No esperaba una ronda de los vigilantes a aquellas horas, pero, quizá, las normas habían cambiado y el personal de seguridad que vigilaba por las noches efectuaba sus revisiones de forma irregular, sin sujetarse a un horario determinado.
No reconocía ni mi propia voz. Mis ojos amenazaban estallar, cegados por los dos poderosos focos centrados sobre mi cara. No podía ver a ninguno de la media docena de «polis» que me atormentaban. Estaban colocados en semicírculo, manteniéndose fuera de la brillante luz de los focos. Las preguntas eran disparadas de todas partes, de cualquier lado surgían, secas, sus voces, como dardos al rojo martirizando mi cerebro.
Los ojos de Carroll estaban fijos en la enorme trucha que merodeaba plácidamente por el remanso, sin hacer mucho caso del anzuelo y del señuelo que Carroll mantenía pacientemente. El pez parecía más predispuesto a disfrutar de la tranquilidad del lugar que a lanzarse a la caza de la mosca que se hallaba tentadoramente a poca distancia de sus fauces.
Wade soportó el epíteto. En el fondo compartía esa opinión conyugal, pero se abstenía de manifestarlo en voz alta. Dar la razón a Paula, hubiera sido lo último que hiciera en la vida. Irguió sus seis pies de estatura, enfundados en el «tweed» arrugado y fuera de moda, y estiró la mano hacia un gabán de color gris azulado, tan rugoso y descuidado como el traje. De haber vestido bien, Wade hubiera parecido un galán de cine, y él lo sabía.
El detective Al Sanger es contratado por el dueño de una funeraria que ha sido allanada, y por Rimmer, el dirigente de la más grande corporación de salones de juego y locales de ocio de la ciudad. El lugarteniente de Cotten, un mafioso recién llegado a la ciudad, aparece muerto, y los esbirros de Rimmer parecen los principales sospechosos. Todo amenaza una explosión de violencia entre bandas, que terminará con la aparente paz de la ciudad. Ni a Sanger, ni a la policía, ni al propio Rimmer, les interesa que esto ocurra. Y sólo el buen hacer de nuestro detective logrará poner fin a la incipiente violencia.
Eran siete las personas que se encontraban en la habitación, cuyas cortinas, de espeso terciopelo rojo, estaban corridas sobre los amplios ventanales. Sólo una lámpara, situada en un rincón, daba luz a la estancia, dirigiendo su haz principal de rayos hacia determinado punto. Había una mesa semicircular y siete sillas. Frente a la mesa se veía otra silla. Cinco de las personas eran hombres. Había dos mujeres.
Abrí la puerta y entré. Dejándola abierta, quedé inmóvil, mirando lo que, hasta la noche de ese día, era todavía mi oficina. ¿Quién vendría a instalarse en ella cuando yo me hubiera ido? Todo seguía igual. Las revistas atrasadas sobre la mesilla de centro, las sillas esparcidas por la sala de espera, la mesa abierta por abajo para que los hipotéticos clientes pudieran admirar las rodillas de mi secretaria, Sheila… ¿Qué estaría haciendo ella ahora, en su nuevo empleo?Sacudí la cabeza y dejé de pensar en todo esto. Atravesé la sala de espera y entré en lo que había sido, o era todavía, mi oficina privada. Lo que había venido a buscar estaba allí.
El hombre yacía boca abajo, con una pierna doblada y el brazo derecho extendido, como si quisiera agarrar algo. Pero sólo había cogido un puñado de hierba medio seca. Tenía un agujero en la parte posterior de la cabeza.—La muerte ha tenido que ser instantánea —dijo Ned Bane, comisario de Sittakaw.Su ayudante, Hank Norris asintió.—Cuando uno recibe una bala en esa región del cuerpo, no tiene tiempo de decir «ay» siquiera. Pero, me pregunto, quién era el tipo, quién se lo cargó y qué hacía por esos andurriales.