En este libro se recogen una serie de relatos que Eric Rohmer escribió y que posteriormente convirtió en sendas películas: los famosos «Seis cuentos morales» que lo consagraron como uno de los más personales directores de la historia del cine. «Todos ellos están concebidos como variaciones sobre un tema: Es la historia de un hombre y dos mujeres. Mientras busca a la primera encuentra a la segunda. Esta relación constituye el argumento de cada película. Al final vuelve a ver a la primera mujer. Y esta es la moral del cuento». Este tema, siguiendo las leyes del género, sufrirá cierto número de amplificaciones, de restricciones y de inversiones, aunque siga siendo fácilmente identificable. La reunión de los «Seis cuentos morales» en un sólo volumen (que en la edición francesa se subtituló significativamente como «novela») permite captar la complejidad de la temática rohmeriana y seguir el juego sutil de sus oposiciones y correspondencias. «¿Por qué filmar una historia, cuando se puede escribir? ¿Por qué escribirla, cuando se va a filmarla? Esta doble pregunta sólo es superflua a primera vista. A mí se me planteó con mucha precisión. La idea de estos “Cuentos” se me ocurrió a una edad en la que yo no sabía aún si sería cineasta. Si los convertí en films, es porque no conseguí escribirlos. Y si bien, en cierto modo, es cierto que los escribí —bajo la misma forma en que se leerán— fue únicamente para poderlos filmar. Así pues, estos textos no están “sacados” de mis films. Les preceden cronológicamente, pero yo quise de antemano que no fuesen unos “guiones”: por tanto, no contienen ninguna referencia a una puesta en escena cinematográfica. Desde el primer momento tuvieron una apariencia decididamente literaria».
Penelope Murray acaba de quedarse huérfana y la escasa herencia de su padre pasa a manos de un familiar lejano, el coronel Burton-Jones. La joven carece de encantos para encontrar un marido y tampoco pone demasiado interés en ello. Como con su exigua renta casi no puede vivir, acepta compartir la casita de campo en la que vive una prima de su padre, en el condado de Morningdale, al sur de Inglaterra. Lo que desconoce Penelope es que uno de sus vecinos será el atractivo, malhumorado y cruel coronel Burton-Jones, un hombre amargado por un terrible secreto que lo destrozó.Ninguno de los dos espera que la vida los sorprenda y, sin embargo, una atracción devastadora que ambos tratarán de refrenar los arrastra sin remedio...
Mi nombre es Marcos. Y soy un Licántropo. Pero esta es mi maldición. No siempre fue así. Yo era un ciudadano ejemplar. Un patriota. Soldado de élite. Hasta que me convirtieron. Iba a ser su cena, pero sobreviví. Ahora soy uno de ellos. Y soy un peligro para todos. Vivo solo, en el bosque. Y ellos siguen intentando matarme. Mi casa es un búnker. Un arsenal. Con cadenas en el sótano. Y entonces apareció ella, herida. En la puerta. Sólo había una forma de salvarla. Convertirla en mi pareja.
Relato, Drama, Fantástico, Psicológico, Romántico, Terror
Horacio Quiroga es considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos. Su obra cuentista, publicada a lo largo de toda su vida activa como escritor, se caracteriza por su abundancia y su dispersión, lo que ha conspirado contra su adecuada difusión. Hubo varias selecciones de sus cuentos, pero esta, realizada por el Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional de Uruguay en 1966, es la más amplia de todas. Busca mostrar la evolución literaria de Quiroga por medio de la selección y ordenación de sus cuentos de acuerdo a un método distinto al empleado en antologías anteriores y se basó en el orden de publicación de los cuentos en periódicos, más cercano al orden de composición, y no en el orden de recolección en libros, ya que el autor no respetaba la cronología y muchas veces incluyó en volúmenes últimos, cuentos de épocas ya superadas. Hay 40 cuentos en total, algunos que nunca fueron recogidos en volumen por el autor —indicados en el apartado «Advertencia» del primer tomo—, y algunos artículos sobre el arte cuentista. La selección corrió a cargo de Emir Rodríguez Monegal (1921 – 1985) docente, crítico literario, articulista y ensayista uruguayo. Fue profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Yale.
Filtrábase el sol a raudales por las rendijas de la persiana de la alcoba, cuando Virginia, iniciando un gracioso movimiento de párpados para eludir la acción molesta de un indiscreto rayo solar, desperezóse con desmadejamiento. Luego, tras un momento de duda dulce y perezosa, se arrojó del lecho con gracia felina y requiriendo el rameado salto de cama que la doncella había dejado sabiamente doblado sobre un soporte de la percha, cubrió su esbelto cuerpo de líneas armoniosas, ahuecó los rebeldes rizos de su rubia cabellera, un tanto desordenados por la acción de las almohadas, y abriendo el amplio balcón, se inclinó sobre el barandal, abarcando con sus agudos y luminosos ojos el desconocido paisaje que se extendía a sus pies.
Aquella tarde dominguera de mediados de julio, la pequeña estación de Villaplana, pintoresco lugarejo con ínfulas de poblado, mecido blandamente por la brisa serrana de los picachos de Gredos, encontrábase concurrida como pocas veces en el año.
Mayo, jocundo, estallante de azul y oro, derramaba pródigo sus galas sobre la capital, envolviéndola en una perfumada apoteosis de alegría y optimismo. La tarde dominguera, borracha de luz, invitaba a pasear bajo la caricia suave del sol, y las calles, pletóricas de transeúntes, semejaban ríos humanos que se volcaban desde el centro a la periferia, para revertir más tarde desde la periferia al centro en un flujo y reflujo mareante.
Felipe echó un rápido vistazo al modesto equipaje que el mozo acababa de depositar en la redecilla de la litera y, tras asegurarse de que todo estaba en orden, entregó un billete de cinco pesetas al empleado y le despidió con un gesto nervioso. Luego levantó el cristal de la ventanilla y, acodándose en la jamba, paseó su mirada aguda por el andén.
Moría la tarde en una apoteosis de celajes violáceos y rojizos, como si el resplandor de un gran incendio surgiese de las turbias aguas del Sena para elevarse amenazador hacia la grácil silueta de la Torre Eiffel, dispuesto a devorarla con el ansia homicida de su lumbrarada. Desde el inclinado ventanal de aquel tabuco rayano con el cielo, que en el corazón del viejo barrio latino tenían alquilado «El cuarteto de las Bellas Artes», como pomposamente se denominaban ellos mismos, Pepe Ramírez y Carlos Ibarra contemplaban la maravillosa puesta de sol, sin casi atreverse a respirar para no romper su encanto.
Aquella misma noche Eduardo partía para Barcelona, donde pensaba establecerse definitivamente como abogado. Nada le retenía ya en Madrid, ni nadie tenía derecho a mezclarse en su vida para exigirle un cambio de actitud que hubiese sido su ruina física y moral. Fallecida dos años atrás su madre, única parienta allegada que poseía en el mundo, el resto de sus parientes, primos y tíos segundos nada significaban para él y se consideraba más libre que el aire para tomar las decisiones que estimase convenientes, sin tener que dar cuenta a un tercero de ellas.
A Pepe no se le había perdido nada en Zarzalejo. Sabía que era un balneario de moda, algo cursi, al que acudían niñas bien atraídas por el ambiente propicio al flirteo; pero jamás había estado allí ni acertaba a comprender por qué Antonio había elegido tal lugar, cuando no padecía del hígado, afortunadamente para él, y cuando precisamente su plan era marchar a Suiza a pasar el verano, como acostumbraba a hacer todas las temporadas.
El señor Cabarrús, encerrado en su despacho de la gran fábrica de hilaturas «El Airón Blanco», se dedicaba nervioso a ordenar un inmenso montón de papeles que había extraído de su caja fuerte, del clasificador que se erguía junto a su mesa de trabajo y de los cajones de ésta, abiertos y en completo desorden.
Cuando Claudio Robledales penetró cansino y vacilante en el café, dirigiéndose directamente al rincón más apartado del mismo, el camarero de aquel turno—un viejo canoso y gordinflón, que había visto correr un cuarto de siglo por los desvencijados divanes del establecimiento sin que el tapicero pusiese en ellos sus manos piadosas—hizo un gesto de resignación y con paso tan cansino y desmadejado como el del cliente se acercó a éste, preguntando con tono desabrido...
Ernesto Clay se arrojó del lecho, vistióse con un precioso albornoz listado de azul y amarillo y colocándose ante el gran espejo que le ofrecía su biselada luna al otro lado de la estancia, se contempló complacido, pasando sus finos y blancos dedos por los ensortijados mechones de cabello revuelto, para echarlos hacia atrás y poner mejor al descubierto su frente tersa, bajo la cual brillaban alegres y luminosos dos hermosos ojos que eran el tormento de muchas docenas de admiradoras.
Hilary Master, con su impecable uniforme blanco, sus dorados galones en la bocamanga, su gorra de plato y el rostro congestionado por el agobiante calor que reinaba aquella tarde en Koala Paya, penetró en el bar de los plantadores dispuesto a beberse un buen refresco y calmar un poco el sudor que inundaba su cuerpo, antes de hacer la visita oficial al Residente inglés a cuyas órdenes debía ponerse para tomar posesión del mando del pequeño barco, que remontando la corriente del Sanggor debía vigilar el orden en las plantaciones de caucho y velar por la moral, buenas costumbres y tranquilidad de aquel pedazo de dominio que abrasaba el sol malayo.
Don Sebastián Cantillana, simpático sesentón, atildado, tieso, muy pulcro en el vestir y muy cuidadoso de su persona, se paseaba cabizbajo por el suntuoso despacho, donde permanecía encerrado las horas de la mañana, trabajando con ahínco en la resolución de sus negocios que nunca quiso abandonar, a pesar de disfrutar de una posición desahogada que no le exigía el esfuerzo cotidiano para tener asegurado los pocos años que podían quedarle de permanencia en el mundo.
Nunca en su vida habíase sentido Ricardo tan emocionado ni con el espíritu tan impregnado de romanticismo como esta tarde de finales de florido y perfumado mayo, en la que el ambiente, el escenario y la bella y dulce imagen que tenía ante sus ojos, parecían haber sido reunidos por Dios para formar el cuadro poético y armonioso que debería servir de fondo a su tantas veces contenida declaración de amor.
Tati Junquera no es la clase de mujer que se realiza a la sombra de un marido tradicional. Hija de un artista de vanguardia, se ha criado en un ambiente abierto y ha culminado su brillante carrera académica ganando la oposición a Cátedra de Historia en un instituto. Pero Bernardo, su marido, un prestigioso ginecólogo, no asimila esta circunstancia. Él quisiera tener a su lado a una mujer servil y atormenta a su esposa con sus obcecados celos, mientras la engaña con algunas de sus pacientes. Tati se siente decepcionada, pero el destino le hace un regalo: en el Instituto se reencontrará con Nicolás, un amigo de juventud que ha pasado toda su vida amándola en silencio. Ahora su colega de trabajo será el confidente de sus temores y su infelicidad.
Dicen, se habla, se comenta que las novelas románticas son muy previsibles, que desde el inicio se sabe cómo van a terminar. La boda suele ser el recurso utilizado en el noventa por ciento de los casos y esta no va a ser la excepción. Pero ¿para qué esperar? Por eso he pensado que lo mejor será que te cuente mi historia mientras nos tomamos una copa de champán (o las que surjan) y damos buena cuenta de la tarta nupcial. Querid@ lector@, ponte guap@ porque nos vamos de boda ya desde el prólogo. Tres días en un cottage en los Cotswolds para asistir a una boda. ¿Qué puede salir mal? Mejor ni pensarlo. ¿Qué puede salir bien? Todo… y algo más.
Una mujer con una esperanza y un solo hombre que puede ofrecérsela.
Iowa 1870. Después de luchar en la guerra, Nathan Forrester ha levantado una granja con el sudor de su frente. Junto a un amigo, se dedica en cuerpo y alma a sus tierras para ver realizado el sueño que una vez compartió con su padre.
Todo cambia cuando su vecino le pide ayuda. Se acaba de prometer con una desconocida y le es imposible acudir a la cita con ella. A pesar de sus reticencias, Nathan acepta ir a buscarla. Sin embargo, a su regreso, la situación da un giro inesperado y no podrá resistirse a ayudarla.
Virginia desea alejarse de su familia y comenzar una nueva vida en un hogar que pueda considerar suyo. Para lograr sus objetivos, acepta ser una novia por correspondencia, lo que le brindará la oportunidad de alcanzar la dicha que siempre ha deseado.
Cuando todo se desmorona, Virginia solo cuenta con la generosidad de Nathan, por lo que trata de hacerse indispensable mientras busca una solución que no la obligue a regresar. Al mismo tiempo que intenta demostrarle lo útil que puede resultar una mujer en la granja, empieza a sentir un afecto que la hará anhelar un futuro junto a él. Aunque alcanzar ese atisbo de felicidad no será tarea fácil.
¿Podrá Nathan corresponder a esos sentimientos? ¿Estará preparado para darles una oportunidad como pareja? ¿Abrirá su corazón para entregarse sin reservas? ¿Será capaz de admitir que están hechos el uno para el otro?