Era propietario de un hermoso rancho en las inmediaciones de Tucson (Arizona), donde varios miles de cabezas de ganado vacuno pastaban a su antojo en los terrenos de la extensa propiedad, y que era la envidia de quienes le conocían. Si a esto se le une el haber contraído matrimonio, dos meses antes, con Dorothy Caddie, considerada como una de las mujeres más hermosas de todo Arizona, no era extraño y mucho menos ilógico que la mayoría de los vecinos de la comarca cayesen en uno de los siete pecados o vicios capitales como es la envidia, y al que se opone la virtud de la caridad.
Ella fue a la puerta del local y se asomó contemplando la calle. Las empleadas seguían limpiando. A pocas yardas había otro saloon parecido. Y unos veinte en la misma calle. El sheriff entró en el que estaba más cerca del de Jill. Sentóse frente al dueño, que ocupaba una mesa y conversaba con dos amigos.
Desmontó lentamente, mirando, curioso, en todas direcciones. Echó sobre la barra las bridas del animal y ascendió. Empujó las puertas de vaivén con suavidad. Y al avanzar hacia el mostrador se iba quitando los guantes de piel y se echaba el sombrero hacia atrás.
Hacía ocho meses que Roy Adams huía de la persecución de un obstinado federal y empezaba a sentir un oran cansancio de estar constantemente sobre su montara, que por cierto estaba demostrando una fortaleza de hierro, yendo de un lado para otro y sin poder permanecer en el mismo lugar más de cuarenta y ocho horas. Tedy Sheridan, como se llamaba su infatigable perseguidor, debía haber hecho cuestión de honor el darle caza.
David Friedman recorría la casa en un sillón de ruedas, que manejaba con una rara habilidad, sorteando muebles y obstáculos para salir al patio central de la enorme casa que fue una centuria antes convento de franciscanos. Había quedado semiparalítico a consecuencia de una caída del caballo y los primeros tiempos del accidente pasó una verdadera crisis, ya que no se habituaba a su actual estado. Pero poco a poco fue acostumbrándose y adquirió un extraño dominio del vehículo en que paseaba.
Peter Sanford, sentado a una de las mesas del local de su propiedad en compañía de varios amigos, charlaban animadamente mientras echaban un trago. Un hombre de edad avanzada, se aproximó a la mesa diciendo: —Míster Sanford, ¿puedo echar un trago a la cuenta? Éste contempló con detenimiento al viejo vaquero, diciéndole: —Puedes hacerlo, Stone. Tienes algo que decirme, ¿verdad? —¡Ya lo creo!
Mike Barton, huyendo de si mismo, como si ello fuera posible, habia cabalgado sin rumbo. No tenia meta determinada ni deseo de llegar a ninguna parte. Quería huir de su pasado y de su presente. Quería huir de todo y de todos. Había encontrado una cabaña abandonada y vacia al pie de una enorme montaña. La bolsa de los víveres estaba casi agotada. Había perdido la cuenta de los días que caminó sin entrar en poblados y alejándose de ranchos y granjas.
Los reunidos en el saloon contemplaron con curiosidad al muchacho que acababa de entrar. Debía ser forastero, ya que nadie le conocía. El joven vaquero se aproximó al mostrador sin prestar la menor atención a los que se hallaban en el local, aunque dándose cuenta del interés con que era observado. —¡Un doble de whisky sin soda! —pidió al barman después de haber saludado al mismo.
Lentamente, se recostaba el barco sobre el muelle, en el que había centenares de curiosos.
Una banda de música en el puente alto de la nave para llamar más la atención.
Y en el puente bajo, la dueña de la embarcación saludaba con las manos a los que la vitoreaban entusiasmados.
La joven estaba gozosa, con lo que su gran belleza resaltaba más
—¡Soooo!… ¡Quietas, bestias!… —gritaba el carretero, tirando de las bridas que le permitían manejar el vehículo sobre el duro y seco suelo, que parecía una plancha de metal puesta al horno.
Cuando hubo conseguido que se detuvieran, echóse el sombrero hacia atrás y miró a las aves que describían círculos que eran sintomáticos para el carretero.
—¡Esperad aquí! —dijo, dirigiéndose a los animales—. Tengo tanta prisa como vosotros en llegar a la cantera. Pero hay algo por ahí que tal vez requiera mi ayuda…
Y con un paso inseguro por las dificultades del terreno, avanzó con firmeza.
Calculó mentalmente en unas trescientas yardas la distancia que le separaba de la parte en que las aves vigilaban.
Nadie se atrevió a seguir hablando con el herrero, porque si llegaba a oídos de Malcolm Elkins, podían tener disgustos con él. Se había convertido Malcolm Elkins, en el transcurso de los años, en el hombre más importante de esa parte de Montana. Sabía que no le estimaban y hasta que era odiado por toda la ciudad y la comarca.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
—Doc… ¿Qué queréis beber?
—Para mí, whisky. Este muchacho no sé qué querrá… Ya no debieras preguntarme nada sobre ello. Debes conocerme bien.
—Pero no vienes solo —dijo el barman y dueño.
— Whisky también —pidió el acompañante de Doc.
—Tiene mal genio, pero no es mala persona. Suele fiarnos hasta que cobramos.
—¿Lleváis en cuenta lo que debéis? A mí no me gusta que me fíen de ese modo. Siempre es en beneficio de ellos.
El jinete que marchaba delante explorando el camino, volvió grupas. Desde el coche apenas se le podía ver, borrado por la densa cortina de lluvia. Alrededor del coche iban dos jinetes más, con las solapas del capote levantadas, los sombreros de fieltro convertidos en cubos, el ala mustia. A cada momento soltaban una maldición, no muy alta porque temían que les oyeran los ocupantes del coche. —¡El puente se ha hundido!—gritó el que venía de explorar el terreno. Desde el pescante, el conductor, una masa informe envuelta en pieles de venado, inquirió: —¡Eh! ¿Qué diablos dices? —¡Que el puente está destruido!
—¡Me molesta ese cartel, Gribbs! —aulló uno de los cinco jinetes, levantando la tremenda pieza de metal niquelado que constituía su armamento.
—¡No dispares, Hodman! —gritó el que parecía llevar la voz cantante del inquieto grupo.
Pero ya era tarde. El llamado Hodman había empezado a apretar el gatillo con una celeridad impresionante, ayudándose a repetir los disparos «palmeando» sobre el percutor, con la experiencia que suele ser fruto de una prolongada práctica.
Billy Blake se había despertado aquella mañana con el corazón brincándole de júbilo y de excitación. Estaba seguro que iba a ser su gran día. Por fin dejaría de ser un pobre desgraciado para convertirse en un hombre con un oficio digno y remunerador. Mientras se abrochaba los botones de la camisa, echó una mirada en torno, despidiéndose de todo aquello. Se hallaba en la cuadra pública de Cheyenne, de la que era el mozo encargado de cuidar los caballos y darles la comida. Era un empleo miserable que, si no lo había abandonado hacía ya tiempo, era porque le permitían dormir en un pequeño cuarto donde todo el mobiliario se reducía a una colchoneta de paja y a unos cuantos cajones viejos, en los que guardaba sus escasas pertenencias.
—¿Estás contenta? No hay una sola mesa vacía, ni una silla sin ocupar… ¡Y todos bebiendo whisky o champaña!
—¡Es maravilloso el aspecto de este local…! Con lo que no estoy de acuerdo es con el gasto de las alfombras… No pueden durar mucho.
—Ten en cuenta que sólo es en esta parte del saloon… Allí no hay. Es donde han de bailar. Las alfombras serán las que impidan que los bailarines lleguen a esta parte y obstaculicen el trabajo del mostrador…
—Hay de todo… —aseveró.
—Así es. Desde senadores a mineros.
La melena muy negra, alborotada por el viento en el galopar de uno de los caballos más veloces de California, y acariciada por el sol intenso, parecía de plata a distancia.
El jinete desmontó ante la mole gigantesca de una casona de estilo colonial español, con gran habilidad.
La muchacha estaba encendida de pasión. Sus ojos brillaban intensamente.
Era alta, esbelta y ya hemos dicho que era morena.
Renata de nombre, era conocida por el de Capulín con que de niña fue, bautizada por uno de los criados indios de la hacienda.
Tanto se la llamaba Capulín, que, incluso ella, había olvidado el verdadero nombre y hasta las compañeras en el colegio se acostumbraron al mismo.
La melena muy negra, alborotada por el viento en el galopar de uno de los caballos más veloces de California, y acariciada por el sol intenso, parecía de plata a distancia.
El jinete desmontó ante la mole gigantesca de una casona de estilo colonial español, con gran habilidad.
La muchacha estaba encendida de pasión. Sus ojos brillaban intensamente.
Era alta, esbelta y ya hemos dicho que era morena.
Renata de nombre, era conocida por el de Capulín con que de niña fue, bautizada por uno de los criados indios de la hacienda.
Tanto se la llamaba Capulín, que, incluso ella, había olvidado el verdadero nombre y hasta las compañeras en el colegio se acostumbraron al mismo.