El ruido era producido por las grandes puertas correderas de los vagones del tren «Chicago-Burlington & Quincey», que estaban siendo descorridas con violencia. En primer lugar sonaba el trueno de la pesada puerta, deslizándose por el carril. Luego, una voz que preguntaba algo. Y después, golpes, golpes leves propinados sobre el hierro, con otro hierro.
EL camino estaba bordeado de viejos muros de piedras sueltas, cubiertos de trepadoras. Tras de ellos se prolongaban los bosques, ya amarillentos por el otoño que se iniciaba, de olmos y hayas. Y en cada entrada, en cada camino lateral que conducía a alguna pequeña casa de piedra y pizarra, las flores estallaban: tornasoles, malvas rosas, fucsias... Flores modestas, las últimas del año, sobre las praderas amarillentas, doradas.
No vamos a tener tiempo para visitarla. Hay muchas cosas por hacer y esta ocasión, el turismo tendrá que ser sacrificado. Y es una lástima porque, según todos nuestros informes, la visita merece la pena efectuarla. No obstante, habrá que dejarlo para otra ocasión. ¿Otra ocasión? ¿Acaso estamos seguros de que la tendremos? La aventura que nos disponemos a emprender no deja de ser peligrosa.
Giles Hogben era cuatro días antes un vigoroso sujeto de unos cuarenta años, en la plenitud de su poderío físico. Pero el angustiado ser que el doctor Baxter acogió en su consulta era poco menos que un anciano al borde de la decrepitud.
LA inimaginable criatura tenía ante sí un mundo tenebroso y helado. El paraje que le rodeaba era desolado, con áspera vegetación donde las gélidas corrientes de aire murmuraban medrosamente.
Aquel ser de otros mundos miró al negro cielo donde titilaban las lejanas estrellas, de donde procedía... Luego reflexionó que le iba a ser muy difícil sobrevivir en un lugar donde reinaban tan bajas temperaturas; tenía sus reservas casi agotadas, por lo que perecería a menos que encontrase un cobijo lo suficientemente caldeado, imprescindible para su organismo.
Siempre le había ido bien. Era un negocio que, a pesar de las falsas apariencias podía hacer rico a cualquier persona con dos dedos de frente y el suficiente sentido común para saber llevarlo adelante. Casi estas mismas palabras le había dicho su padre hacía muchos años en Israel, antes de emigrar hacia el Oeste. Aunque tenía la nacionalidad norteamericana, Isaac era judío de nacimiento y espíritu, y estaba orgulloso de ello.
Max Delver era el guarda nocturno de aquella obra, empleo que le había buscado un antiguo amigo y compañero que había prosperado y que en la actualidad era un modesto pero pujante contratista de obras. Max no había tenido tanta suerte, la bebida primero y la artrosis después, que deformó de tal manera sus manos que apenas si podía servirse de ellas, no le habían servido precisamente de estímulo para escalar los peldaños de la condición social.
«Anoche salí de la tumba.»Había temido tanto por ese momento…»Cuando uno muere y es amortajado, cuando la tapa del féretro se cierra encima, y se escucha el golpe seco de las cerraduras ajustando el fúnebre arcón, se sabe que de allí ya no va a salir el cuerpo, sino convertido en huesos salpicados de jirones de tejidos podridos, o acaso hecho carne corrompida, maloliente, con vello desordenado y los gusanos pululando en las vacías cuencas donde antes hubo unos ojos llenos de vida. Eso es la Muerte. De ella, no se vuelve. Nadie ha vuelto, que yo sepa. Yo, sí. Yo volví de mi ataúd para vivir una segunda existencia que nadie hubiese creído. Yo regresé de las tinieblas del panteón, como terrible emisario de ultratumba. Yo, Jason Shelley.»
Se quedó muda de espanto ante la aparición. Instintivamente se envolvió con la toalla y musitó sin voz:—¿Quién…?Entonces, Gina gritó y retrocedió presa de espanto.Una mano apartó violentamente la negra envoltura. En la mano brillaba el acero de un herrumbroso cuchillo. El movimiento fue tan violento que hizo que la capucha del aparecido se deslizara hacia atrás…Y entonces Gina vio algo horrendo, tan increíble, que su razón se negaba a admitirlo.Un rostro espeluznante, como roído por una legión de ratas hambrientas, y en el que brillaba un ojo maligno, con toda la crueldad del infierno fijo en ella. La otra pupila era una masa oscura y vacía. Los labios no eran más que un retorcido tajo informe y violáceo y se movían sin que ningún sonido brotara de ellos.Aquella cosa aterradora siguió moviéndose, acercándose a la hermosa muchacha. Gina ya ni siquiera veía el cuchillo. Todo el espanto, el horror de que era capaz, se centraban en aquel rostro de pesadilla, aquella cosa monstruosa que estaba cada vez más cerca, más cerca…, más aún…Se sintió morir. Y gritó.Su grito fue un alarido horripilante que hubiera levantado en vilo a toda una ciudad…, si alguien hubiera podido oírlo.Pero nadie podía oírla. Sólo le respondió el suave golpeteo de la lluvia en el tejado, en las hojas de las palmas, en el follaje del jardín.Después, el grito murió en medio de un espantoso gorgoteo, cuando el cuchillo empezó su delirante tarea…
… Y escrito está… El nosferatu nunca muere… El vrolok siempre vive en la noche, si la sangre de los vivos devuelve la vida a su cuerpo en reposo… Y aquellos a quienes muerda el vrolok, pasan a ser también no-muertos y obedecen cuanto él dice, y viven también en la noche… Y solamente aquel que sepa dominar y controlar a los hombres-vampiro, o las mujeres-vampiro, que tanto importa el sexo de los muertos-sin-descanso, será capaz de llegar a convertirse en amo de la vida y de la muerte… Así, las hermanas Todten, de la familia Todten de Transilvania, todos cuyos miembros tuvieron fama de vrolok o vlkoslak, que de ambas maneras se llama a los vampiros o seres-lobos, como en otras regiones eslavas más al Este se las denomina vurdalaks, todas ellas fueron en su día ajusticiadas por la ley británica en Yorkshire, en las postrimerías del siglo XVIII, cuando el gran justicia Geoffrey Stower, probó ante la Corte que todas tres eran mujeres endemoniadas, poseídas por el poder de los vampiros a quienes ellas dominaban a su vez diabólicamente, gracias a sus artes nefastas… Y probó el investigador religioso de entonces, el muy honorable señor Ralph Dorian, que todas tres debían ser sepultadas sin signos de cristiandad en sus tumbas, por mucha que fuese su fortuna personal, aisladas y condenadas de toda cristiana clemencia, porque su reposo eterno, tras la debida tortura y ejecución, eterno debía de ser. En caso contrario, ellas tres, sedientas de odio, de venganza y de sangre, poseedoras del poder satánico del mal, capaces serían de conceder a otros hombres el poder de su maldad, para pasar a ser sus leales servidoras como mujeres no-muertas o vampiros, Y ese poder, sólo mediante la sangre de otros seres vivos, goteando fresca en sus bocas yertas, aun después de la muerte, dicen los escritos de los sabios que podría retornar a ellas, si alguien profanase sus tumbas malditas por los siglos de los siglos…
Aferró una sábana más, la tercera mesa a su derecha. Tiró violentamente, encarándose con otra macabra hilera de cuerpos ya cosidos por los precipitados cirujanos de la autopsia, descuidadamente, como si fuesen odres en vez de envolturas humanas…Una de esas figuras no era un cadáver devuelto por el Pabellón de Anatomía Forense. Por el contrario, vestía enteramente de negro, con ropas muy ceñidas. Yacía tendido entre dos helados cuerpos, sin importarle que el brazo de uno rozara su propio cuerpo, y una helada nariz casi se pegara a sus cabellos.Gritó roncamente el vigilante nocturno, alzando su pistola contra el intruso.Éste fue más rápido, apenas saltó sobre sí mismo, como movido por un juego de muelles, para mover su enguantada mano derecha y pegar un tajo bestial en pleno rostro del guardián, con un cuchillo largo y ancho como un machete.El alarido del infortunado conserje fue terrible, cuando su cara, virtualmente, se partió en dos, diagonalmente, allí donde el tremendo filo se hincara. La sangre saltó violenta, le cegó por completo, y salpicó de rojo las sábanas y los cuerpos céreos de los difuntos…
De pronto, vio alzarse ante él a una negra sombra y sufrió un fuerte estremecimiento.—Eh… ¿qué hace aquí? ¿Quién es usted?El sujeto estaba delante de una lámpara, lo que dejaba su rostro en sombras.—¿No me reconoces, Vilmorin? —dijo con voz tétrica.—¿Cómo? —Los dientes de Vilmorin castañetearon—. No… Imposible, tú…, usted… Te guillotinaron…—Así es. Me cortaron la cabeza. Pero he vuelto de la tumba para vengarme.El individuo retrocedió un paso y se situó directamente bajo la bombilla, al mismo tiempo que echaba hacia atrás la capa de alto cuello que le cubría. Lleno de terror, Vilmorin pudo ver la delgada línea roja que había en torno a la garganta del desconocido.—La marca de la guillotina —sonrió el intruso—. Es la misma que tú llevarás dentro de pocos momentos, pero… ¡para siempre!
Esperó todavía un poco más. Ahora se sentía más tranquila. Más segura. Desde Whitechapel Church, llegaron dos campanadas. Las tres y media. Había transcurrido demasiado tiempo. Y no sucedía nada. Quizá se dejó impresionar tontamente, a causa de los nervios que provocó en ella su acceso de melancolía de aquella noche, y la siguiente disputa con el marinero.«No puede suceder nada se dijo a sí misma. Es una tontería…».Se armó de valor. Arrebujóse bien en su raída capa. Avanzó, decidida. Asomó a la calleja para comprobar que no había nadie alrededor.Un alarido terrible brotó de su garganta.Fue el último…
Alzo la cabeza, mis ojos se clavan en el espejo dorado, de cristales tamizados para el reflejo.Un nuevo ronquido horripilante brota de mis labios, que ya son fauces. Mis colmillos han crecido. Babean de forma repulsiva. Mi rostro es una masa aplastada, velluda, de ojos sanguinolentos, enrojecidos y crueles. De mi nariz, convertida en un hocico húmedo, que despide mucosa y aliento maloliente.Ya no soy yo… Ya no me controlo. Mi mente se nubla, se vuelve todo rojo, se deforma, se distorsiona, como en una maldita pesadilla abominable.Ahora, ya queda poco del caballero Bellamy, dentro de estas ropas elegantes y bien cortadas. Ahora ya no soy siquiera un hombre, un ser humano…Ahora, yo…, yo, Claude Bellamy, soy…, soy… ¡hombre y lobo!Acabo de dejar de ser hombre para convertirme en lobo…Por las rendijas del balcón cerrado, se filtra una luz plateada. Es de noche. Medianoche. Y las nubes se han abierto.Hay plenilunio.Emito un rugido bestial, inhumano. Y me lanzo rabiosamente sobre la puerta cerrada. Me lanzo para abatirla, para buscar a mis víctimas futuras, ávido de sangre…
—A mal sitio viene usted y en mala época, señor —decía el cochero—. No soplan buenos vientos en Schmüntzburg… Mejor dicho, yo diría que no han soplado jamás en este maldito pueblo… Parece como si pesara sobre nosotros una terrible maldición…—Vamos, vamos, Hans, no vaya a decirme que cree usted en supersticiones —exclamó Wittleman, riendo.—Hablo de hechos, señor, hechos horribles que creíamos fueran leyendas del pasado y se han convertido en realidades… Me refiero al conde Von Kinnus, por supuesto. En Schmüntzburg muchos creen que es el diablo en persona. Otros, en cambio, dicen que los verdaderos diablos son los cuatro perros que tiene, casi tan grandes como estos caballos, y, al lado de los cuales, el más fiero león africano resultaría un corderillo…»Unos dicen que son demonios que le obedecen y otros que son sus criados, que se transforman en fieras cuando él lo ordena. Yo le he visto galopar, seguido de sus perros y, créame, cada vez que eso sucedió, los pelos se me ponen de punta… Todos los perros son verdaderas fieras, pero el peor de ellos es la única hembra del grupo, una perra llamada Miffy…
Señoras y señores, al fin…Al fin hemos llegado a la…CÁMARA DE LOS HORRORESSu guía soy yo. Entren, entren, por favor. No se queden en la puerta. El frío que sienten en su nuca en estos momentos, no es el frío de una simple corriente de aire, sino… el helado aliento que surge de una tumba abierta…Pronto van a sentir también el fétido olor de la putrefacción humana.Y después… todo lo que está más allá de la vida, en las tinieblas de la Muerte y de lo Oculto, vendrá hacia ustedes…Cuidado. Pasen, pasen…No se preocupen de ese escalofrío que notan en la espalda, ni ese roce helado que toca su nuca ahora. Ni esa sensación de que les miran, les observan desde atrás, a espaldas suyas, en la oscuridad, debe de inquietarles…No, eso no es nada. Miren, miren ante sí… ¡y entonces sí sentirán horror!Pero es sólo diversión. Esparcimiento sano. Usted pagó ya su boleto. Entre, entre conmigo a nuestra única y maravillosa Cámara de los Horrores…¿Mi nombre? Ah, sí… Curtis Garland, querido amigo. Soy su guía. Sígame… sin temblar.
La mujer se irguió. Debía continuar huyendo, correr para escapar a aquello que había tras sus pasos, y que ni siquiera sabía a ciencia cierta qué era, en realidad. Pero sí sabía que estaba allí, acechándola en la oscuridad, convertido en negrura.Se apartó del tronco del pino, respirando con anhelo el gélido aire que dañaba su garganta.Inesperadamente, vio los puntos de luz. Una extraña fosforescencia a corta distancia, entre los troncos. Dos ojos, tal vez. Ojos verdes, salvajes…Su imaginación le sugirió cuerpos informes, horrorosos. Colmillos ensangrentados y garras capaces de despedazar su cuerpo estremecido…De nuevo corrió, tropezando, cayendo y levantándose una y otra vez, sin poderse librar de lo que fuera, que seguía sus pasos.Sabía que no podría escapar de aquel terror sin nombre. Ahora oía el extraño jadeo, brutal y quejumbroso, tras ella, en los lados…
La señora Edwards había visto en sus bien conservados cuarenta años muchos fenómenos meteorológicos, entre los cuales, por supuesto, figuraba la lluvia, pero nunca había visto llover lo que aquel mediodía llovió en su jardín, cayendo de un cielo sin apenas nubes.De pronto, algo cayó de las alturas y se estrelló con sordo «chap», contra la hierba del jardín.El caniche ladró de nuevo. Luego se acercó a la cosa caída del cielo, la husmeó y volvió a ladrar. Finalmente, se arriesgó a cogerla con los dientes, hecho lo cual, volvió junto a su ama y le tocó en una pierna con su patita delantera, para llamarle la atención.La señora Edwards volvió la vista. Entonces pegó un chillido que se oyó en cientos de metros a la redonda.Tenía motivos para chillar. Lo que Potty sostenía entre sus colmillos era una mano humana, cortada a ras de la muñeca. Todavía había algo de sangre fresca en el sitio donde se había producido la amputación.
La oscuridad era intensa, cerrada. El cielo se hallaba encapotado. Había empezado a llover.La silueta del caserón se perdía entre aquellas intensas sombras, sobre la leve colina.No había iluminación en sus ventanas. En ninguna de ellas.Todos sus ocupantes debían estar durmiendo, pues era ya más de medianoche. Por lo menos esto era lo más natural, sencillo y lógico de suponer.Sin embargo, alguien en la casa estaba despierto.Y acababa de salir de su dormitorio, con pasos medidos, sigilosos, para que no se oyeran.Esta persona, tras permanecer unos instantes inmóvil, agudizando el oído para asegurarse de que los demás reposaban en sus respectivas habitaciones, siguió adelante por el pasillo.Al llegar a la escalera, la enfocó hacia arriba, hacia el ático. Lentamente, con prudencia, pero sabiendo bien adónde iba y por qué iba.Fue directamente hacia el cuarto oscuro…Antes de entreabrir la puerta, vaciló, dudó. Pero no mucho. Sólo unos breves instantes.Como si se lo hubiera estado pensando mejor. Pero se lo tenía ya bien pensado.No iba a volverse atrás.Debía llevar a cabo lo que se llevaba en la cabeza.Abrió la puerta, pues, y entró… Y allí dentro estuvo bastante rato. Tuvo que estarlo. No le quedó otro remedio. Iba a encontrar algo y debía dar con esa cosa…
De pronto, sacó las manos que, hasta entonces, había tenido escondidas bajo la mesa.La derecha ofrecía un aspecto normal. A la izquierda, en cambio, le faltaban varias falanges de los dedos.En el anular, se veía un hueso blanco, completamente al descubierto. Era la segunda falange y, a partir de la articulación, la carne tenía un horrible color gris.Con los pelos de punta, Quax pudo ver el leve polvillo que se desprendía de la mano de Kenner, como si fuese de auténtica ceniza, agitada por una ligera brisa. Quax sintió que se mareaba.De repente, el hueso de la falange se desprendió. Cayó sobre la mesa, rebotó un poco, rodó hasta el borde y acabó en la alfombra.—Y no siento el menor dolor, pero vivo, me estoy convirtiendo en ceniza.