Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
—No seas estúpido, Crane. Tú estabas con los del Norte y colaborabas con el Sur. Yo lo sé. De la misma forma que he sabido que estabas aquí. Nadie te hubiese dicho entonces que llegarías a ser sheriff. Lo más probable es que te hubiesen colgado de llegar a enterarse de tu traición. Las guerrillas de un misterioso individuo llamado Petter Wilson asaltaron muchos correos oficiales en los que se transportaba el oro para pagar a los soldados de la Unión. Tú, gracias a estar destinado en el Estado Mayor, informabas. Ya ves que hasta hoy no te he molestado...
Ya era muy tarde. El saloon iba a cerrar.
Dat Given se levantó de la mesa y se dirigió al mostrador.
La mayoría de los clientes ya estaban saliendo.
—¿Cómo te ha ido la noche, Dat? —preguntó el barman.
—No ha estado mal
Desde la altura, Burt Hayden contempló pensativamente los edificios que se hallaban en medio del llano, a unos doscientos metros de distancia. La loma en que se encontraba él apenas si merecía el nombre de tal; era poco menos que una minúscula verruga de tierra en una planicie que no parecía ir a tener fin nunca. Al fondo, sin embargo, se divisaban las primeras estribaciones de una cadena de montañas, en cuyas cimas debían de quedar todavía buena parte de las nieves invernales. Hayden no podía verlo, porque una espesa capa de nubes tapaba las crestas de la cordillera.
Desde la altura, Burt Hayden contempló pensativamente los edificios que se hallaban en medio del llano, a unos doscientos metros de distancia. La loma en que se encontraba él apenas si merecía el nombre de tal; era poco menos que una minúscula verruga de tierra en una planicie que no parecía ir a tener fin nunca.
Max Keith recibió la impresión de que la conversación entre la atractiva ranchera Elsie Bowers y el polifacético James Pearson no era muy amigable. No le extrañó. El carácter de Elsie tenía cierta propensión a la violencia. Y se había vuelto más agresiva a medida que sus asuntos económicos comenzaron a ir de mal en peor. En cuanto a James Pearson, era difícil ser amigable con él. Y de eso Max sabía bastante.
La diligencia llegó a Gunsight a la hora de costumbre, sobre el mediodía, cuando el calor era tan fuerte que hasta los lagartos buscaban la sombra. No obstante, había por lo menos una docena de curiosos esperándola delante del almacén de Bates, que al mismo tiempo era hotel y estafeta de Correos. De los curiosos, sólo dos eran yanquis; los restantes indios, mexicanos o mestizos, gente que nunca parecía tener nada que hacer. Un hombre joven, fuerte, de rostro totalmente rasurado y vestido con ropas polvorientas pero, sin lugar a dudas, cortadas en el Este, se apeó, paseó la mirada lentamente a su alrededor y luego se volvió para recoger las dos grandes maletas y el maletín de cuero rojo que constituían su equipaje.
Lloyd Van Dike frenó su caballo al acercarse a la margen izquierda de río Puerco y, levantando la mano, dijo:
—Rock, creo que no hay dificultad alguna en pasar al otro lado. Aunque el Puerco trae bastante agua, el vado no ofrece dificultades.
Rock, mordiéndose las uñas, replicó:
—¿De verdad que sigues creyendo que ese hatajo que ponen a subasta merece la pena de pujar por él?
—Siempre que no se pase de veinticinco dólares por cabeza, será un negocio no muy grande, pero negocio. Tenemos buenos pastos, y en un par de meses, habrán ganado más de veinte libras; mal vendidos, los pagarían a treinta dólares.
La partida no tenía mirones, aunque Alice Power, sentada cerca de la mesa en donde jugaban los tres hombres, miraba de vez en cuando a los jugadores, recibiendo la impresión de que la partida no era regular. Alice, linda morena de fino talle y graciosas formas, terminaba su merienda-cena, antes de ir a acostarse, lo cual deseaba hacer temprano para reanudar su viaje. Anthony Rusell, uno de los componentes de la partida, moreno, de elevada estatura, delgado, ágil y fuerte, era quien más había llamado la atención de la joven.
No había nada ni nadie en un centenar de millas a la redonda, pero cada vez que Ruskin trepaba a lo alto de la colina roja tenía por costumbre otear despaciosamente el desierto circundante como si esperara ver surgir en cualquier momento a una cabalgada de vagabundos peligrosos. Así lo había hecho durante cinco meses y así estaba haciéndolo por última vez. Bajo el violento sol de la tarde, el desierto aparecía tan vasto y solitario como siempre. Arriba volaban los mismos buitres impávidos. Y eso era todo… Ruskin suspiró y miró hacia abajo, en la ladera, al lugar donde estaba su campamento, aquel agujero entre las rocas donde habían, él y Walton, descansado sus quebrantados huesos cada noche durante cinco largos meses. Ahora casi le dolía pensar que iban a abandonarlo para siempre. Y eso que durante un centenar y medio de días lo había maldecido con toda su alma…
Los restos del carro humeaban sin ruido en la llanura. En tomo al mismo se veían, los cadáveres de dos hombres y cuatro mulas, acribillados a flechazos. Había otro carro a treinta pasos de distancia del primero, cuyos animales habían podido ser salvados. El vehículo estaba intacto. Reinaba un silencio total en la herbosa llanura. Los ojos de los hombres tendidos en la cima del pequeño montículo escrutaban ansiosamente el panorama. —¿Cuándo vendrán? —preguntó uno de ellos, muy nervioso. Slim Gooner se encogió de hombros.
Jack Turpin llegaba de vender las reses que su patrón Myron Stone le había confiado. Con Jack regresaban los muchachos que le habían acompañado hasta Dodge. El carro que había viajado con ellos cargado hasta más de la mitad, se había retrasado considerablemente y no estaría de regreso hasta dos días más tarde. Ellos habían sido capaces de adelantar a la diligencia. Y Jack, una vez en Naturita, dijo a los muchachos: —Seguid hasta el rancho, que yo iré para allá con el patrón. —¿Crees que estará en el pueblo?
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
La residencia oficial del gobernador era un edificio suntuoso, decorado con gusto y amueblado con lujo. Este y el Capitolio eran el orgullo de los ciudadanos de Colorado y en especial de los que vivían en Denver. Hacía cuatro semanas que se había hecho cargo de la más alta magistratura del estado el nuevo gobernador y daba una fiesta para celebrarlo a los amigos, a las llamadas fuerzas vivas de la población.
No era sencillo, ni mucho menos, entenderse en el bullicio que existía en el local. Los que estaban ante el mostrador exigiendo bebidas; los que más atrás no conseguían ser oídos en sus demandas; los que hablaban entre ellos por grupos en el centro del saloon... Todos, en suma, organizaban tal murmullo, que para entenderse, unos y otros levantaban la voz. Y al levantarla, obligaban a los vecinos a gritar más a su vez. Sin embargo, las dependientas se entendían perfectamente con la clientela.
La tarde estaba mediada cuando Steve Conrad dejó la manada acomodada en las corralizas comunales. —Ahora sólo nos queda esperar la subasta, Oskar —comentó con su capataz. Estaban cubiertos de polvo, con la fatiga de la larga conducción impresa en sus rostros. Pero siempre era agradable llegar al final del viaje; sobre todo si, como en aquella ocasión, no se había perdido ningún animal. —Los caballos alcanzarán un alto precio, Steve. Bastará con que los compradores vean la calidad… Steve Conrad observó, con orgullo, el medio centenar de caballos que se movían en el interior de las corralizas.