Soplan vientos de guerra en Europa, y la desconfianza entre las grandes potencias provoca el auge del espionaje internacional. El joven y famoso pintor inglés John Kennedy se encuentra de paso en el Gran Hotel Internacional de Ginebra regentado por Cliff Mc Crea, donde coincide con otros viajeros alojados en el mismo hotel, entre los que se encuentran Robert Wilkins y su hermana Fanny, dos compatriotas suyos que viven en Suiza, la mujer del primero, Constanza – una sensual mujer de nacionalidad alemana- , el italiano doctor Manzini, el biólog Fred Pickford, un afamado músico polaco llado Pidurky, y los también británicos Edward Smith y Anthony Brown, entre otros. Muy pronto surge la atracción entre John Kennedy y Fanny Wilkins, aunque la relación entre ambos se vuelve realmente complicada por las circunstancias que se desencadenan en el hotel. Cuando Anthony Brown es asesinado en el momento en que se encuentra registrando la habitación de otro huésped, el exótico e insufrible inspector Winston Smuts inicia una investigación que pronto pondrá de manifiesto que nadie es lo que aparenta.
Apenas servía de nada la lámpara automática con que alumbraba el que marchaba delante. Tan espesa era la niebla que ni siquiera se adivinaban los faros encendidos de los coches dejados en la carretera. Bajando los últimos escalones, el que sostenía el cadáver por las piernas lo soltó e hizo caer al que marchaba detrás. La cabeza de la muerta quedó apoyada entre sus rodillas. —¡Idiota! ¿Qué haces? El otro soltó una risa nerviosa. —No sé… Me pareció que me daba un puntapié. Como si estuviera viva. Los que estaban ya al mismo borde del río, retrocedieron. —¿Qué ocurre?
El telón del «Metropolitan» cayó al fin definitivamente aquella noche, luego de haberse levantado infinidad de veces en honor de Miroslava, la gran contralto checoslovaca que había electrizado al público con la maravilla de su voz. Celebraba la artista su función de homenaje, y los espectadores le rindieron plenamente el tributo a que había hecho acreedora.
La última lección del curso había terminado. De los sesenta alumnos que ingresaran tres meses atrás, solamente diez habían resistido tan dura prueba. El resto fue eliminado por no poder soportar aquel intensísimo aprendizaje a que eran sometidos duramente todos los que aspiraban a ingresar en el «Federal Bureau of Investigation», vulgarmente conocido bajo el anagrama de F. B. I. Harlow Whovy, el profesor, levantó la clase a la una en punto de aquella mañana con esta frase solemne: —Señores alumnos: ha concluido el curso para ustedes. —Y añadió—: marchar a almorzar, y esta tarde quedarán extendidas sus credenciales para que puedan tomar posesión del cargo.
Tharenton se subió el cuello del gabán y se echó hacia adelante el ala del sombrero. Se trataba de un hombre relativamente joven, cetrino, de cabellos negros y ojos diminutos, del mismo color. Los gruesos labios se le doblaban en una sempiterna sonrisa, que tan pronto parecía denotar crueldad como amargura. Su cuerpo, fuerte, distaba mucho de ser elegante, ni airoso siquiera, a pesar de ir siempre vestido con ropas de mucho precio e inmejorable corte. Una ligera desviación ósea hacía que su hombro derecho estuviera varios centímetros más bajo que el izquierdo, deformidad que ningún especialista logró corregir, y que era el nido de la sorda desesperación alimentada por su propietario a través del tiempo.
Alex Bartley temía que de un momento a otro bajase el telón, terminando el segundo acto de Lohengrin. Sin embargo, no es que la obra le tuviese tan entusiasmado para que le disgustase la interrupción. Pero es que precisamente en el segundo entreacto tenía convenido con el inspector Rowley ir a saludar en su palco al general Glemser. Y esto es lo que a Alex Bartley le molestaba. Recientemente, Bartley había acompañado al general en su misión especial por la China nacionalista. Más que como capitán de aviación, fue en calidad de agente del F. B. I. como Alex acompañó al general.
Insensible al cansancio, René Busigny llevaba bastantes horas midiendo con elásticos pasos las reducidas dimensiones de aquella celda en la que estaba transcurriendo su última noche. Dentro de pocas horas vendrían por él, le colocarían ante un piquete y las balas acribillarían su cuerpo joven, pletórico de fortaleza, de ansias de vivir.
Repantigado en el cómodo butacón de gutapercha, con los pies sobre el borde de la mesa y los brazos enarcados asiendo el respaldo, Richard Brettel miraba elevarse hacia el techo las tenues espirales grises que formaba el humo de su cigarrillo, mientras llegaban a sus oídos las reposadas frases de su tío, Thomas Brettel, que paseaba a lo largo del despacho.
Cuarenta y ocho horas antes, inmediatamente después de descubrirse el extraño robo de los documentos cifrados alusivos a planes militares secretos, Alan Prescott se puso en acción, sin descuidar otras pesquisas que se hallaba realizando.
El que los había robado, quienquiera que fuese, desconocía la clave, y también, desde luego, los que ahora los retenían; lo que sería grave, y había que evitar por todos los medios, era que fuesen a parar a manos del agente de la Gestapo, que a su vez los pondría en manos de algún especialista en claves.
Fue un impulso desesperado el que movió a Wilbur Alwin a refugiarse en la estación de Varsovia, cuando acorralado por la policía llevaba dos horas tratando de evitar su captura. Por vez primera, al fallarle uno de sus bonitos negocios, se había visto sorprendido con las manos en la masa, consiguiendo escurrirse de los dos policías que le habían atenazado merced a un truco de su invención para sacudirse peligros inminentes. Había corrido como un loco sólo para llegar a su hospedaje, recoger lo más interesante para él, como era su pequeño maletín con los útiles de trabajo, y reflexionar lo que podía hacer para burlar a sus enemigos. Problema muy complicado, nada fácil de resolver.
El día en que el jurado dictó su sentencia condenatoria contra «el Jovencito», la gran ciudad de Chicago respiró más tranquila y se sintió más feliz. La Sala de Justicia estaba abarrotada de público, de un público curioso y ávido de emociones, que día tras día esperaba el desenlace de aquel proceso trascendental, con cuyo epílogo pensaba poner fin a las actividades de uno de los criminales más peligrosos del siglo.
En una rústica cabaña de troncos, camuflada entre árboles, en la costa inglesa, frente a las de Francia y frente al aparato transmisor y receptor de radio, que estaba funcionando con intermitencia, cuatro grandes jefes de las fuerzas aliadas anglo-norteamericanas, seguían atentamente y con profunda emoción el mensaje que desde el continente fronterizo les estaba transmitiendo uno de sus muchos agentes secretos camuflados en la nación vecina, dominada por las tropas alemanas. Un día más o menos cercano la muralla del Atlántico sería forzada, y todo lo que se trabajase para debilitar su terrible fortaleza y organizar las quintas columnas que ayudasen a la invasión y desorientasen al enemigo, haciéndole más trágica y difícil su retirada, sería poco para asegurar el éxito.
Ralph Tyndale penetró silbando alegremente por el inmenso salón de redacción del New York Times a cuya plantilla pertenecía, y, con una mezcla de paso marcial y tiempo de fox, avanzó bordeando la doble fila de mesitas en las que las mecanógrafas, a una velocidad de vértigo, ponían en limpio las rotas de los redactores, para ser entregadas a las linotipias. Ralph era un muchacho fino y espigado, rubio de pelo, sonrosado de cutis, con la nariz afilada, los ojos grandes un poco azules, y la barbilla prominente. Bastante bien parecido, acentuaba su buena presencia con una sonrisa alegre y simpática, que muy pocas veces desaparecía de sus labios. Era una sonrisa con guantes amarillos, según expresión gráfica de una de las mecanógrafas de la redacción.
Mabel, llevando en los labios una sempiterna sonrisa triste que aumentaba su atractivo, atendía a unos y a otros, mostrándose siempre amable e inspirando, sin embargo, inexplicable respeto incluso a los más osados.
No tenía turno definido. Ostentaba una especie de jefatura que le permitía acudir a todas partes, vigilar el servicio, procurando que nadie cayese en falta…
Gordon Allen dejó su coche en las inmediaciones de Queensborobridge, lanzó en derredor una mirada recelosa y avanzó a pie hacia una casita de dos plantas, rodeada de pequeño jardín, de la cual no salía luz alguna.
La puerta de la verja hallábase entreabierta. Gordon empujó, cerrando tras sí apenas hubo penetrado; cruzó el estrecho sendero y llamó al timbre de manera especial. Pronto le fue franqueado el acceso al interior del edificio.
La mañana se deslizaba apaciblemente para Randall. La convicción de que muy pronto abandonaría aquella vida rutinaria de Washington, había calmado su impaciencia e irritabilidad de los últimos días. A las once se pasaría por el despacho de Tolson, éste le daría las instrucciones convenientes y, pocas horas más tarde, partiría en el avión para San Francisco, según le oyera decir. ¿De qué asunto se trataría? Randall lo ignoraba. Sólo sabía que muy pronto podría ocupar todas sus horas, y esto le bastaba.
Se abrió la puerta y apareció Elssie Hogan, una muchacha esbelta, de grandes ojos garzos. El empleado de la Compañía aérea pareció extrañarse del aspecto de aquella mujer, que, pese a la expresión de tristeza que había en su rostro, dominaba con tal fuerza la poderosa vitalidad y belleza que irradiaba de toda ella, que al empleado se le antojó paradójico que fuese precisamente ella quien se encargase de la fúnebre misión.
Walter Doyaux había adquirido fama de brusco, soberbio y dominador. A pesar de eso, y aunque llevaba relativamente poco tiempo en Bruselas, hubiera podido contar con grandes relaciones, pues poseía algo infalible: dinero, mucho dinero. Más no lo deseaba. Prefería vivir casi solo y no frecuentar más trato que el de contadas personas. Entre ellas, figuraban en primer lugar la familia del magistrado Oscar Laroque, familia compuesta por este, su esposa Patricia y su sobrina Susana.
Me llaman Dick «el renegado». Nunca me lo han dicho en la cara, pero yo lo sé. En realidad, no me importa. ¿Puede importarme ya nada? Actualmente resido en Nueva York. Ocupo un cuarto en la pensión de Mistress Rowe. Mi ventana da a la South Street. Por las noches, como ahora, me gusta contemplar el espectáculo del East River, surcado periódicamente por las luces de los ferries que, desde el Hudson, dan la vuelta a Manhatan, uniendo Jersey City con Queens, que enciende su luminaria en la otra orilla. Esto al fondo.
Salieron a la pista del club nocturno en que se encontraban, no tardando en llamar la atención. Ella, aunque en el otoño de su vida ya, era una espléndida mujer; Barry, además de su natural elegancia, era poseedor de un atractivo irresistible y de una simpatía que cautivaba, especialmente al elemento femenino. Quizá influyera en ello el correcto desdén con que solía tratar a sus amigas, el cinismo, sin estridencias, que formaba parte de su idiosincrasia.