El hombre que ocupaba un asiento junto a la ventanilla, en el interior del imponente «Liberator» que surcaba majestuosamente el espacio sobre el Atlántico Norte, sacó el pasaporte del bolsillo interior de su americana sport, y lo examinó con expresión ambigua en su rostro de facciones duras, que revelaban una voluntad indomable.
El Bowery se encontraba en plena animación. Para aquel barrio turbio de Nueva York, la noche era el momento en que todo el mundo salía a la calle y llenaba los bailes públicos, los teatruchos de variedades o los centros de boxeo y de lucha libre. Otros paseaban por la calle, entrando y saliendo de los bares, en los que una pianola mecánica animaba a la clientela. Algunos grupos de jovenzuelos de ambos sexos, que no tenían dinero para entrar en ninguna parte, bailaban desesperadamente en plena calzada, dificultando el tráfico callejero.
Oyó un leve roce de sedas a sus espaldas y se volvió rápido. Una mujer huía. No la reconoció, porque la niebla espesábase de minuto en minuto. Sintió frío en los huesos y la garra del pánico en la garganta. Maquinalmente avanzó, queriendo dar alcance a la desconocida, pero no tuvo éxito; esta perdióse por una de las callejuelas próximas.
Procuró el hombre serenarse. En medio de todo, ¿qué tenía aquello de particular? Lo más probable era que se tratase de cualquier joven de vida airada que iniciaba su deambular nocturno.
Era corpulento, de enormes fuerzas, y así que cogió a Willie de los hombros lo atrajo contra su pecho sujetándole de forma que lo dejó inmovilizado. Mientras, el que había recibido el golpe en el estómago, le rodeó para cogerlo por las piernas sin correr mucho peligro. Willie no se opuso. En realidad era lo que estaba esperando. Así que sus pies estuvieron separados del suelo, puso en juego varios movimientos de contracción y estiramiento, de manera que los que le sujetaban se veían obligados a seguir sus balanceos.
En plena contienda de la II Guerra Mundial, una agente novata del FBI gracias a sus conocimientos en Física, tiene como primera misión escoltar a un importante científico de un país de la Europa del este, especialista en energía atómica, haciéndose pasar por su secretaria. En pleno vuelo hacia territorio aliado, el avión es secuestrado por unos agentes del espionaje alemán. La pareja es trasladada a una base secreta nazi en el mar báltico, donde, a cambio de sus vidas, son invitados de manera «voluntaria» a colaborar junto a otros científicos en conseguir el arma definitiva que haga decantar la balanza de la contienda del lado teutón. Pero el escuchimizado, despistado y cobarde científico esconde un as en la manga…
Le admiraban todos en la academia, pero tal admiración, lejos de exteriorizarse noblemente, se traducía en secreta envidia, en odio reconcentrado por parte de los más.¡Aquello de que el paria, como habían dado en llamarle, obtuviera siempre las mejores notas!…Tristán Mandel, objeto de la aversión, no hacía nada por destruirla. Diríase que se colocaba al margen de todo lo que no fuera el logro de sus anhelos. Reducía el trato con los demás a lo estrictamente preciso y estudiaba a todas horas.Varias veces llegaron a sus oídos comentarios duros:—¡Es un necio!—¡Un presumido!—¡Se cree superior!—¡Nos desprecia!—¡Y el pobre diablo no tiene donde caerse muerto!Tristán, dominando el deseo de encararse con aquellos privilegiados de la fortuna y hacerles tragar los crueles adjetivos, se refugiaba en su cuarto, apretados los dientes, centelleantes los ojos.
Había conocido a Nick, tres años atrás, en «Lou Walterʼs», el cabaret más popular del barrio latino. Por entonces, toda la ilusión de Miriam se cifraba en brillar con luz propia en las tablas o en los «platós». Poseía una figura espléndida y su rostro, enmarcado en la rubia cabellera, resultaba encantador. Walter le había dado su oportunidad, y ya llevaba quince días en el coro. Ella sabía que aquello solo era el principio, pero no dudaba de que, al final, triunfaría. Veía ya su nombre en los anuncios luminosos de Broadway. Su retrato repetido hasta la saciedad en todas las revistas de espectáculos… Hasta que conoció a Nick. La presencia de aquel hombre tuvo la virtud de aventar de su cabeza todos aquellos sueños de gloria.
A partir del día de su regreso todo cambió: salidas misteriosas, ausencias largas, aficiones no conocidas nunca en ellos…
En su fuero interno culpaba a Batterby de la transformación operada en Denny. No le cabía duda de que el temperamento activo e inquieto del primero había influido en el segundo hasta sacarlo de sus plácidas costumbres. Pero nunca se atrevía a exponer tal creencia por miedo a disgustar a cualquiera de los dos.
Wilson Hopkins se miró complacido ante la amplia luna del lavabo de su cuarto de aseo en el «Hotel Regina», y se sintió complacido de lo impecable de su atuendo, de su bien rasurado rostro y de su figura, de la que, varonilmente, se hallaba muy satisfecho. Se sabía un hombre casi perfecto, y había tenido infinidad de oportunidades de comprobarlo a través de sus éxitos amorosos en su joven pero exuberante vida de marino, al servicio de la escuadra de la Muy Graciosa Majestad Británica. Hopkins había llegado a capitán en una carrera rápida y brillante. Hombre amante de su carrera, marino por tradición, pues todos sus antepasados lo habían sido y hombre listo y nada apocado, logró destacarse dentro de su carrera, y su actividad, su ilustración y su talento natural y cultivado, le habían servido para verse favorecido un día con el nombramiento de agregado naval a la embajada de su patria en Berlín.
Estaba en el antedespacho del señor Wolff, su superior. El agente, un tipo alto, fuerte y elegante, de unos treinta y dos años, de tez morena, ojos negros y pelo liso, brillante y bien peinado, avanzó elásticamente hacia el despacho. Dickson vestía con elegancia, aunque sin destacarse demasiado, pero apto para no hacer el ridículo en ninguna reunión de personas elegantes. Era un hombre al que se le podía confiar cualquier papel en la sociedad, seguro de que al menos, en presencia, no fuera nota discordante.
Lionel Blake dio una orden al «abadís» que conducía el carricoche, y éste se detuvo.
Echó pie a tierra, pagó espléndidamente, obteniendo con ello reverencias y bendiciones, y quedé unos momentos contemplando el edificio, rodeado de jardín, que se ofrecía a sus ojos. Era grande, destartalado y tétrico. Por encima de la verja, a base de barrotes y chapa de hierro, realizado con el fin de que desde la calle no pudiese verse el interior, aparecían las copas de unos árboles añosos, retorcidos, faltos de savia.
Aquélla era la mansión de Melwyn Thorbun, polifacético hombre de negocios establecido en El Cairo, donde había cimentado una cuantiosa fortuna.
Acampado en la extensa llanura de la isla Wake, a poca distancia de la playa, el tercer batallón de Infantería de Marina de los Estados Unidos preparábase a asestar a los restos de la guarnición japonesa de dicha isla, el golpe de gracia que terminara con la resistencia. Los nipones, después de la batalla sostenida con los «marines» al desembarcar éstos en la isla, hubieron de replegarse hasta las montañas de origen volcánico que formando una cordillera atravesaban de punta a punta la isla.
En el instante en que Jesse Peyton se inclinaba un poco para aplastar con el pie el cigarrillo que acababa de írsele de las manos, a consecuencia de un empujón de la multitud hacinada en el departamento del Metro en que iba, un periódico doblado cayó sobre sus rodillas. Sólo en un caso tan especial como aquél, el repórter Jesse Peyton se había decidido a tocar con sus manos un ejemplar del hediondo «Amplifier News», del que no sentía ningún deseo de acordarse.
Temporalmente, la libertad terminó para Edgar Blakell al ingresar en la oscura celda de la penitenciaria de Prospect. De ahora en adelante solo sería un número: el 9.523. Paseó la mirada de sus ojos, negros y penetrantes, por las desnudas paredes de la celda, depositando su interés en el tipo que ocupaba el camastro inferior al que ocuparía él. El tumbado, grandote y con cara de mala persona, reparó en la presencia de Edgar, al parecer extrañado de su juventud y buena presencia, pues nuestro joven poseía cierto aire señorial a pesar de ser un condenado por la justicia.
El agente Sax Howie repasaba mecánicamente el «New York Times», mientras tomaba el aperitivo. El célebre diario dedicaba la mayor parte de sus páginas a defender la política exterior del Presidente y apenas si en sus numerosas columnas había nada que pudiese interesarle. Únicamente en la sección de sucesos se hablaba del suicidio de un morfinómano, algo que estaba ocurriendo muy a menudo, desde que en Nueva York las drogas circulaban con una prodigalidad terrible, sin que se consiguiese localizar sus fuentes de distribución.
Desde una de las ventanas percibíase un ángulo del aeropuerto Tempelhof, situado en el sector americano. El coronel Brown, jefe del servicio de información, se quedó mirando el cielo opaco, rayado de continuo por un ir y venir en cadena de fortalezas volantes.
—Era preciso —dijo de pronto, sin volverse ni dejar de mirar al espacio.
Detrás de él, sentado a un ángulo de una ancha mesa escritorio, se hallaba el capitán Bert Bakler.
Eran muchos los que habían abandonado el salón para salir a la terraza o bajar al jardín. La finca, situada en las afueras de Nairobi, servía aquella noche de punto de reunión de lo más destacado de la colonia británica en Kenya. Había también algunas personalidades africanas, de marcada tendencia occidental. Y algún que otro colonizador europeo establecido fuera de Kenya, como el padre de Neida, Pietro Fellini, que desde Eritrea se había desplazado a la zona oriental inglesa para estudiar a fondo el sistema de colonización británico y al mismo tiempo, para convivir con viejos amigos.
Rodney Henderson, dejando en el suelo el estuche de pinturas, miró en torno suyo. Merecía la pena haber abandonado la grata compañía de Susan y la Exposición de Crisantemos de los jardines de Dango-Zaka para contemplar tan hermoso paisaje. Sobre la colina de Maruyama, en el Parque Shiba, el más popular de Tokio, por centrarse en él hasta 1877, los sentimientos budistas de un pueblo profundamente religioso, Rodney Henderson tenía a sus pies la gran puerta Sammon, único vestigio del derruido templo de Zojoji, erigido por la secta «Yadó». Los «Monumentos Mortuorios», maravillas del arte japonés, alzábanse, pregoneros de la milenaria cultura de una raza fuerte.
Cuando se dio la orden de arriar los botes, ya nadie pudo oírla. El buque escoraba deprisa, hundiéndose de popa. El oleaje saltaba la borda, a la busca de escotillas abiertas. Las próximas explosiones alcanzaban con su relámpago las espasmódicas contorsiones del buque que harto de zigzags, optaba por la definitiva voltereta. Por cubierta, agarrándose a cables, veíanse a hombres pugnando por alcanzar un bote, que medio destrincado, balanceábase con movimiento de péndulo.
La cabeza de Douglas golpeó en el vientre al atracador, quien rodó por el suelo, perdiendo la automática. Para Waring fue un juego aprovechar la sorpresa del ataque, y reducir al joven mediante una «llave» de lucha libre. Apoderándose del arma del que quiso desvalijarle, le dijo...