La llamada angustiosa, perentoria, vibrante, sacó al multimillonario de la especie de letargo en que se hallaba sumido. La voz era inconfundible: era Sonia la que con tanta urgencia le llamaba.
Sin esperar a ver el resultado de su disparo, oprimió el gatillo de nuevo, corriendo hacia la ventana. Saltó por ella arrastrando tras sí ramas y flores sin darse cuenta de que las había tocado siquiera. A poca distancia de la casa, corriendo en dirección a la verja, un hombre se volvió un instante para dirigir un tiro a su perseguidor. La bala pasó por encima de la cabeza de Milton que, deteniéndose para apuntar mejor, devolvió el fuego.
Garth no se hallaba ya con él. Había recibido instrucciones y marchado a obedecerlas. Milton se guardó el telegrama y fue a visitar a unos amigos y, un par de horas más tarde regresaba al hotel con una invitación en el bolsillo. Como había previsto, cuatro telegramas urgentes le aguardaban, todos ellos de Mavis, y todos ellos dándole cuenta de que faltaba media hora menos que en el momento de haber sido expedido el anterior.
Había llegado el día anterior en compañía de Sonia Larding y Oliver Grimm, con mucho más retraso del originalmente acordado. Recordarán nuestros lectores la promesa de Sonia de presentarse con él mucho antes. No la había cumplido, por deseo expreso de los padres. No habiendo el matrimonio Drake trazado ningún plan definitivo para entonces, habían preferido, en el último instante, dejarle en el colegio hasta que finalizara el curso, cosa que acababa de suceder.
Miami resplandecía como una joya. Era un islote luminoso anclado en un mar de tinieblas. Como gajo desgarrado de su costa y arrastrado por la corriente, el «Druid» navegaba mar adentro, dejando tras sí una estela fosforescente. Pero de la luminosidad del islote se había llevado muy poco al desprenderse: sólo un manchón rojo a babor, otro verde a estribor, la luz blanca a proa y otra luz, blanca también, colgada del mástil, cinco metros más alta que la primera.
Milton Drake obtuvo del conserje las señas de una librería donde pudieran encontrarse obras extranjeras, y se dirigió a ella con el propósito de adquirir publicaciones sobre Haití y aprender algo de la isla. La librería era grande. Tenía una sección dedicada al libro extranjero. Y los estantes reservados a obras norteamericanas e inglesas estaban atestados de libros.
Tres cosas hicieron impacto en el subconsciente de Milton: el ruido de un disparo, el eco de una queja ahogada y un golpe sordo como el que produce un pesado cuerpo al dar en tierra.
El conjunto bastó para despertarle, aunque sin que recordara qué era lo que, le había sacado de su profundo sueño.
Se puso el sombrero. Salió a la calle. Se detuvo bajo la marquesina con el cigarrillo en la mano.
No llegó a encenderlo. El sol hirió su retina al centellear sobre un objeto de acero.
Se tiró al suelo de bruces.
La comitiva desfiló lentamente por las calles de Baltimore. Los comercios habían cerrado. Eran catorce los ataúdes y las autoridades presidían el duelo.
Catorce víctimas. Catorce seres inocentes que habían perdido la vida en el espantoso siniestro, culminación de la serie que sembrara el pánico entre las más importantes compañías de seguros de Norteamérica.
La piragua se deslizaba silenciosamente por los canalizos. El canalete no hacía ruido alguno al sumergirse en el agua a uno u otro costado de la embarcación, ni pronunciaba palabra alguna el hombre que lo manejaba. Parecía centrar todo su empeño en internarse más y más por la pantanosa región donde el sol, al filtrarse por entre las ramas, parecía tejer un fantástico enrejado de luz y sombra y proyectarlo sobre las plantas acuáticas de que estaba sembrada la líquida superficie.
La cena había terminado. Los invitados se habían esparcido por el jardín en su mayoría, aunque algunos habían formado grupos en la sala y charlaban animadamente.
La señora Vestry estaba encantada del éxito de la fiesta a la que habían acudido muchos más personajes de los que había esperado. Los Vestry, marido y mujer, eran de procedencia humilde y habían hecho fortuna en muy pocos años aprovechando una serie de circunstancias favorables.
Una familia que había dedicado, evidentemente, su vida a la Ley.
Buscó el timbre y no lo encontró. En su lugar vio el tirador de una campanilla. Llamó. Llegó a sus oídos el tintineo lejano. Aguardó.
Transcurrieron los segundos sin que ningún otro ruido procediera de dentro. Volvió a llamar. Y, apenas se apagó el eco del segundo campanillazo, la puerta se abrió silenciosamente unos centímetros sin que se hubiera oído, previamente, el rumor de los pasos de nadie.
De su breve estancia en la villa y corte no guardaba muy buen recuerdo. A raíz de su llegada había caído en manos de secuestradores cuyo evidente objeto era impedir que se personase en casa del notario a tiempo y perdiera, por consiguiente, todos sus derechos a la herencia. Fallada la primera intentona, se le había atacado de nuevo en la habitación de su propio hotel; pero tampoco habían logrado sus enemigos consumar sus nefastos propósitos.
Enfrentado con la idea de tenerme que entregar, temió que la explicación que él diera de su presencia estuviera en pugna con mis declaraciones y no vio más solución del problema que matarme. Pero esto también ofrecía sus dificultades.
No estaba él muy tranquilo, porque era demasiado falsa su posición. Por eso apenas se dio cuenta de que pensaba en alta voz, costumbre que suelen adquirir todos los que viven solos y tienen poco trato con sus semejantes, caso en el que se encuentra, indudablemente, nuestro amigo.
El inspector Tobares se puso en pie. No llamaba él franqueza, sino cinismo, a lo que el doctor Cabrales había mostrado; pero no valía le pena discutirlo. Comprendía que el paciente había dicho cuanto pensaba decir y que era inútil continuar interrogándole siquiera y salió del cuarto.
La azafata, de espaldas en aquello momentos, no se dio cuenta de nada. Los demás viajeros no parecieron dar al incidente la menor importancia. Milton Drake, que había observado la maniobra, miró a su esposa, que estaba sentada a su lado, y vio reflejada en sus ojos la misma extrañeza que lo sucedido le causaba a él. Porque a los pasajeros les estaba vedada la entrada a la parte de proa de la aeronave, y no existía motivo alguno para que ninguno de ellos hiciese caso omiso de la prohibición.
Llamaba la atención. Iba sin sombrero, y el negro y ondulado cabello le caía en cascada sobre los hombros. En contraste, la blancura del ovalado rostro de ojos grandes, los pulposos labios rojos y la nariz exquisitamente modelada le daban un aspecto exótico que atraía hacia ella todas las miradas.
Eran tres los hombres que viajaban con Yvonne Sobraski. Uno conducía, otro le acompañaba en el pescante. El tercero se hallaba sentado junto a ella en el interior. Yvonne estaba contenta. Tenía en sus manos algo que cualquier nación del mundo hubiera dado una fortuna por poseer.
Abrió la cajita. Sacó de ella el dije. Lo sacudió sobre un papel para desalojar la película que contenía. Y, mientras la colocaba en el aparato con ayuda de unas pinzas, el inspector y el coronel tomaron asiento en una de las tres filas de butacas que completaban el mobiliario de la estancia.
En el círculo de mortecina luz proyectado por el farol del muelle, los dos hombres se encontraron.
Mediaron palabras: conciliadoras unas, insultantes las otras. Brilló, siniestro, un puñal. Un grito de sorpresa, de dolor, de rabia. Un silbato puebla la noche con sus estridencias.
El asesino mira a su víctima, lanza el puñal al agua, gira sobre los talones y se pierde por la vecina callejuela perseguido por el vigilante que, momentos antes, diera la alarma.