Rumor de pasos que corren. Un grito femenino. El impacto de un golpe y una maldición mascullada.
Milton Drake se detuvo en seco. Giró sobre los talones. Corrió hacia la callejuela de donde el sonido partía.
Irrumpió en escena cuando más falta hacia su presencia al parecer.
La bailarina india se retiró de la pista entre una salva de aplausos. Los focos se apagaron. Encendiéronse las luces. La orquesta atacó los primeros compases de una música de baile. Poco, a poco las parejas fueron gravitando hacia el centro de la sala para entregarse a las delicias del tango.
Kebble había vuelto. Inesperadamente. Cuando todos le daban por muerto.
¿Al cabo de cuántos años? ¿Quince? ¿Veinte?
Nadie recordaba ya la fecha de su partida Pero la ocasión no podía olvidarse. Por la publicidad que se dio al asunto. Por la aureola romántica de que se rodeó a la empresa.
Una goleta de dos palos y cinco tripulantes. ¿Profesional? Ninguno. Socios todos del «Club Náutico de Baltimore». Si no ricos, acomodados por lo menos. Se recordaba el carácter de los navegantes. Gente joven, sedienta de aventuras. Osada. Contando con su rebosante energía y la firmeza de sus propósitos para contrarrestar su falta de experiencia.
Se detuvo, nerviosa, junto a las cortinas, apretando con fuerza el bolso de teatro cuajado de pedrería contra el pecho. Iba de negro vestido de noche, chaquetón de piel, un guante puesto y otro quitado.
La mano desnuda sujetaba el borde del alzado cuello como para ocultar, todo lo posible, el semblante. Los dedos asían con tal fuerza, que los nudillos blanqueaban. Casi llena la sala, desde la pista hasta las inmediaciones de la puerta. Las luces, amortiguadas Una bailarina trenzaba, en aquellos instantes, los complicados pases de una exótica danza.
Pensaba Leila en el sorprendente cambio que se obrara en su jefe cuando introdujo el llavín en la cerradura y entró en la casa de Glenning. No vio a Ben en el vestíbulo. Seguramente se hallaría en la cocina fregando la vajilla, si es que Glenning había comido en casa, cosa que no hacía con demasiada frecuencia. Oyó como si descorcharan una botella de champaña en el despacho y supuso que su jefe tendría visita. Aunque le extrañaba. Porque, ni era bebedor el abogado, ni amigo de invitar a los que acudieran a verle.
Salió, apresuradamente, de la biblioteca, donde habían estado celebrando el conciliábulo y, momentos más tarde, abandonaba Druid’s Hollow en el cochecito de dos plazas. Sonrió torvamente cuando, al salir a la avenida de Pensilvania vio en el espejo retrovisor que otro coche viajaba detrás del suyo y a corta distancia. Los hombres de Iblis, por lo visto, tenían la orden de no perderle de vista un solo instante.
El viento huracanado barría la superficie del mar. Las encrespadas olas, convertidas en acuáticas murallas, avanzaban inexorables para estrellarse contra el acantilado, y alzarse luego, pulverizadas, hacia la cima. Los relámpagos se sucedían sin interrupción, iluminando vivamente, con su tétrico resplandor, la tarde sumida en la oscuridad por la tormenta.
El año 1835, sin ningún motivo aparente que lo abonase, Arnold Farrow liquidó de la noche a la mañana sus plantaciones de Carolina del Sur, traspasó la propiedad de cerca de un millar de esclavos, y se trasladó, con toda su familia, a Baltimore.
Seca la voz. Ominoso el gesto. Preñada de posibilidades letales la palabra, como el cañón de la pistola que se le había interpuesto entre el rostro y el libro del conserje.
La contempló con sobresalto. Palideció intensamente. Empezó a levantar los brazos intentando, en vano, dominar el temblor convulsivo que le sacudía el cuerpo.
Eran las diez de la noche. Los reclusos descansaban. Los celadores rondaban por los pasillos manteniendo su acostumbrada vigilancia. Reinaban la tranquilidad y el silencio. Nada hacía suponer que iba a figurar aquella noche como fecha memorable en los anales de la Penitenciaría del Estado de Arkansas.
La casa constaba de planta baja y un piso. Parterres por delante. Parque por detrás. Bien separado de la vivienda y al otro lado de la pantalla de vegetación, había un edificio menor. Era su aspecto el de un simple cobertizo. Pero albergaba uno de los laboratorios mejor equipados de todo Norteamérica.
El profesor Claxton tendría unos cuarenta y cinco años escasos, pero ya se había convertido en una especie de leyenda. A él se debían numerosos descubrimientos, a él la solución de diversos problemas que en vano intentaran resolver con anterioridad químicos de altura. Por eso le había construido el Estado aquella casa junto a la bahía. Por eso trabajaba ahora por cuenta del Ministerio de la Guerra.
LUCILLE clavó sus pupilas en Adam Verse. Nunca, desde que se conocieron, le había visto así. Nunca, antes, con aquel aspecto sombrío, con la mueca que ahora curvaba sus labios tensos, casi blancos por la fuerza con que los fruncía.
Allá en el Palacio de Justicia, el profesor Lamming se paseaba de un lado para otro de su celda dando vivas muestras de impaciencia. Tenía un plan para recobrar la libertad perdida. Pero necesitaba ayuda, la de un simple intermediario que transmitiera un mensaje del que esperaba resultados positivos. No es fácil conseguir un enlace cuando se sabe que todo aquél que con uno intente entrevistarse será sometido a vigilancia. Existía, no obstante, un medio, y a él había recurrido: exigir que se le proporcionara un abogado.
Estaba subida a un roble. Acurrucada en la bifurcación de una rama. Los bejucos, pendientes en festones, formaban densa cortina y un medio de acceso a los árboles colindantes para una persona ágil. Pero ¿de qué servía emular a los monos si con ello no se lograba alejar la amenaza?
De los colmillos. De aquellos curvos colmillos largos que la hubiesen deshecho el cuerpo y que la estaban aguardando. Veinticinco centímetros medía cada uno por lo menos. Amarillos, retorcidos, goteando aún sangre de la pantera que yacía inerte a pocos pasos.
Pasó junto a él. Como una exhalación. Después de pedir, con insistencia, paso. Una mujer iba al volante, rubia, hermosa, cuadrada la mandíbula, comprimidos los labios, fija en la carretera la mirada. ¿Huyendo? ¿De quién?
El bramido de una bocina le obligó a ceñirse a la cuneta de nuevo. El segundo automóvil silbó al pasarle, inclinado sobre el volante su conductor, con un brazo por la ventanilla el que le acompañaba.
Los escogidos fueron trasladados en avión de ventanillas translúcidas al punto que había de convertirse en residencia suya y lugar de trabajo durante tiempo indefinido. El aparato empleado fue siempre el mismo. La dotación, escogida por la F. B. I., de absoluta garantía. Y ya estaba todo dispuesto para iniciar el traslado de materiales, aparatos y documentos, cuando la aeronave sufrió un accidente en el que perecieron carbonizados cuántos la tripulaban.
La nueva desaparición de Yola había dejado a Milty alicaído. La posibilidad de que volviese a Norteamérica y se cruzaran nuevamente sus caminos era tan remota, que a las pocas horas de abandonar el aeródromo había cristalizado en su cerebro la idea de no esperar a que la casualidad volviera a reunirles. Iría él en su busca. Cruzaría el Atlántico con la esperanza de encontrarla.
La indecente rapidez con que se dio sepultura al difunto Wainwright, el hecho de que no se llevara a cabo investigación alguna, ni se hiciera la autopsia, ni se tomase declaración al personal de la mina, despertó tal curiosidad en ciertas esferas, que un periódico de Wyoming despachó a un redactor con el exclusivo objeto de que investigara por su cuenta el suceso. Pero cometió un error: el de anunciar su partida y misión a bombo y platillo. Nada de particular tuvo, por consiguiente, que a las diez horas de su llegada a las inmediaciones de la mina Campbell, apareciera el desgraciado periodista colgado de uno de los árboles del camino.
Se la había tragado la tierra. No encontraba rastro suyo por ninguna parte. De Yola. Ni de Sobraski. Inútil movilizar agencias detectivescas por todo Francia. Inútil correr de uno a otro extremo del país siguiendo una posible pista. Todas, a fin de cuentas, conducían a lo mismo: al fracaso rotundo y completo.
### Descripción del producto
Buscando un cambio de aires que le ayudara a superar la reciente perdida de su madre, Jade Queens y su padre llegan a Harlle. Nada parecía ser capaz de aliviar la profunda tristeza de Jade, hasta que un inesperado choque parece ser el inicio de un total cambio en su vida.
No solo acababa de conocer a los tres hombres más hermosos de la tierra y descubierto que muchas veces un rostro hermoso podía esconder un pésimo carácter sino que había descubierto que no siempre los mitos eran mitos.
Ahora, enfrascada en la misión de demostrar que un perro mal entrenado se puede reentrenar, solo había tres cosas que no podía permitirse olvidar:
1\. Rendirse, prohibido.
2\. Boca, sellada.
3\. Enamorarse ¡ni en sueños!
“Y en tu inmensa oscuridad una preciosa piedra como el jade será tu luz”