Bajo un árbol, cerca de la casa principal, sentóse a leer de nuevo la carta. Le tenía intrigado lo que decía esa misiva. Miró la fecha de la carta y, poniéndose en pie, marchó de nuevo a la casa. Tocó con los nudillos una de las puertas y solicitó permiso para entrar.
Los dos jinetes llegaron a lo alto del promontorio.
El sol bañaba con sus dorados rayos el valle. El zacatón y la saladilla eran acariciados por una suave brisa. Las flores silvestres parecían danzar, balanceándose de un lado a otro. Un río de tranquilas y cristalinas aguas serpenteaba por el valle. El trinar de los pájaros era como una dulce y placentera melodía. Un paisaje paradisíaco de paz y belleza.
Clint Sommer se despojó del sombrero de ala ancha. Descubrió rebelde y abundante cabello rubio, que ahora asomó a mechones sobre la frente. Los ojos de Sommer eran azules. De sempiterno brillo. En sus correctas facciones se acusaba el polvo y el sudor. Un polvo rojizo que también se acumulaba sobre su vestimenta. Camisa cremosa, chaleco de piel con botones plateados y pantalones embutidos en botas de altas cañas. Del cinturón canana pendía un Colt del cuarenta y cuatro modelo militar.
Clint Sommer entornó sus azules ojos.
Edward Janssen quedó unos instantes con el hacha en alto. Los ojos entornados. Fijos en un lejano punto del horizonte. Dejó caer la pesada hoja sobre el tronco para seguidamente pasar el dorso de la mano por la frente.
El rostro de Edward Janssen bañado en sudor. Gruesas gotas de sudor que trazaban surcos en su polvoriento rostro. Las cejas muy pobladas. La nariz ancha. Boca grande. Un individuo fuerte y corpulento.
Janssen se apoyó en el largo mango del hacha. Manteniendo la mirada fija en la lejanía.
Edward Janssen no estaba solo.
Le rodeaban cerdos, gallinas, patos, una cabra... y a poca distancia, en los establos, un par de vacas con sus correspondientes terneros. También un caballo de labranza y tres de montar.
El jinete desmontó ante la puerta del hotel-saloon, bautizado, según decía en un letrero que ocupaba toda la fachada, con el nombre de Mississippi. Palmoteó cariñoso en el cuello del animal y miró a las muchachas que estaban a la puerta del hotel y sonreían al verle acariciar al caballo. Sacó el rifle de la funda, cogió un envoltorio que iba en el borrén y, con paso lento, se encaminó al local.
El jinete se recortó durante unos instantes en lo alto de la colina. Con los rayos del sol en la cima del horizonte. Cayendo perpendiculares. Un sol agostador. Virulento. El caballo, un cuatralbo de plateadas crines, resopló agitando la cabeza. No parecía acusar cansancio, aunque sí el sofocante calor reinante. El jinete palmeó el cuello del animal para seguidamente presionar con suavidad los ijares. El caballo obedeció dócil. Inició el descenso del montículo. A un buen trote. En dirección al arroyo del valle. Cercado por frondosos árboles. De allí surgía la tenue columna de humo. El jinete tiró de las riendas aminorando el galopar de su caballo. En un deseo de hacerse ver por más tiempo. De no irrumpir con brusquedad en el pequeño bosque. Al llegar al arroyo descubrió la carretera. Un carromato Conestoga que acusaba miles de millas recorridas. Sin duda pionero en las ya legendarias rutas de Santa Fe, Oregón y California. El caballo de tiro, un cansino y viejo cuaco, había sido desenganchado del carruaje y pastaba en el cercano prado.
Enrique Sánchez Pascual fue un novelista y guionista de cómic español (1918 - 1996). Usó multitud de seudónimos, como Alan Starr, Alan Comet, W. Sampas, Alex Simmons, Law Space o Karl von Vereiter
El anciano arrugó instintivamente la nariz. También entornó sus diminutos ojos. Hasta convertirlos en pequeñas rendijas.
—Una pareja... ¿Sólo una pareja?
—Eso es, Ernest.
En el ajado rostro de Ernest Sybill se acentuaron aún más las entrelazadas arrugas. Sacudió un par de veces la cabeza.
—¡Por todos los...! ¿Esperabas ganarme con una pareja?
El individuo sentado frente al anciano esbozó una sonrisa.
La tarea que Clinton Swanson y Nash Rogers se habían impuesto, siguiendo a caballo el brioso trote de los equinos que arrastraban la diligencia que aquella mañana había partido de Yuma con dirección al norte, era dura y agotadora, pero los dos tenaces jinetes entendían que la fatiga, el esfuerzo y el fiero sudor que brotaba de todos sus poros, bajo la fiera caricia del sol abrasador del mes de agosto, merecía la pena de todo cuanto hubiese que aguantar hasta llegar a su destino, que no era el suyo precisamente, pero que lo hacían de su propiedad, por el beneficio que podía reportarles.
Elliot Cassady tiró de las riendas al llegar a lo alto de la colina.
Se despojó del sombrero descubriendo un pelo abundante y rebelde que asomaba a mechones sobre la frente. Su rostro bañado en sudor. Un rostro de aniñadas facciones acentuadas por unos ojos azules de sempiterno destello burlón. Aunque con una barba de varios días, se adivinaba un rostro de correctas facciones. Atractivo para las mujeres. Tal vez por despertar en ellas un instinto maternal o de protección.
El aniñado rostro de Elliot Cassady resultaba engañoso.
Era un individuo que sabía protegerse solo.
Richard Foster tocó con los nudillos en la puerta, siendo invitado inmediatamente a pasar. —Hija, ese muchacho ya ha llegado. Joan Foster, joven de veinte años, rubia y atractiva, continuó observándose en el espejo al tiempo que decía: —Ahora bajo. El padre se mostró remiso a marcharse. —Joan...
El jinete desmontó delante del establo público y echó un vistazo en torno suyo antes de decidirse a entrar con el caballo sujeto de las riendas. Era un hombre joven, pues todavía no había alcanzado la treintena, y poseía unas facciones enérgicas y firmes. Llevaba un revólver en el lado izquierdo, con la culata hacia fuera.
Aquella vez el «Brazo de la Ley» se había excedido en su proverbial osadía y la mano tendida corría el riesgo de perder uno de sus dedos, tal vez el mejor, uno de aquellos dedos que atenazaban el crimen dondequiera que se realizara dentro de la vastísima área de casi cuatrocientas mil millas cuadradas que la División «N» de la Real Policía Montada del Noroeste tenía por misión vigilar.
El lema de la División «K» de la Real Policía Montada del Canadá había sido durante muchos años: «Persigue y Captura». Haciendo honor a este lema, la historia de la División «K», magnífica y trágica cual todas aquellas que nacen y se forjan a través de vicisitudes difíciles —de sangre y sudor— exhibía capítulos inolvidables, páginas que la hicieron célebre en todo el territorio del Noroeste, desde los puestos más avanzados y remotos, junto a la punta del cabo Chidley, en la región septentrional del Labrador, al establecido en la isla de Herschell, enfrente de la costa ártica y a los situados en el estrecho de Hudson.
En una noche de huracanado viento, el buque ballenero «Tanaga» se estrelló contra las rompientes. El capitán desapareció de cubierta y cayó al mar, desapareciendo entre las olas. Tres hombres murieron ahogados y los cinco restantes pudieron embarcar en un bote. Uno de ellos, llevaba debajo del brazo un cofrecito…
En aquella desolada e inhóspita región, donde la temperatura media durante siete u ocho meses del año oscila entre los 25 y los 30 grados bajo cero, si raro es ver un pájaro o un herbívoro peludo, mucho más lo es hallar un ser humano. Sin embargo, de vez en cuando se da tal circunstancia y cuando eso ocurre, de veras resulta un acontecimiento para quienes se encuentran. Acontecimiento que motiva gran alegría, pero que asimismo entraña y causa, con la sorpresa de verse, profundo desasosiego y singular recelo.
Se llamaba J. L. Keyton y era miembro de la Real Policía Montada del Noroeste. Desde su ingreso en ella había pertenecido a la División «M» y durante siete años fué uno de sus más destacados números. Después ascendió a cabo y por espacio de otros cuatro años distinguióse meritoriamente hasta conseguir el empleo de sargento. Como tal siguió nominalmente en la División «M»; pero, desde su segundo ascenso, cuántos servicios realizó le fueron encomendados por la Superioridad y en los archivos del Cuartel General de la R.N.W.M.P. quedaron los informes del sargento Keyton depositados bajo la clasificación de «misiones especiales».
Desde la víspera, mucho antes de que la luz del sol se extrudiese y Jim Carrigan decidiera acampar en espera del día siguiente, se había dado cuenta él de que se hallaba, poco más o menos, en uno de los parajes más apartados del mundo civilizado, tal como lo había deseado y buscado durante seis largos meses. Esa certidumbre le hizo sentirse tranquilo y le causó profunda satisfacción, tanta, que hasta se atrevió a cantar a plena voz, rompiendo el absoluto silencio de las montañas y riscos, provocando ecos, prolongados y tenues, que se repetían por las oquedades.
Pancho Dinamita, se escapa de la cárcel, es un hombre perverso, de instintos criminales y capaz de las peores fechorías. Esperaba llegar al Valle del Silencio en cuatro días. Una vez allí, buscaría la forma de conquistar a los indígenas, para convertirse en un pequeño reyezuelo del noroeste. Por el camino va dejando un rastro de sangre...
Richard Harvey, en un arrebato de celos mata al amante de su mujer, en Quebec. Logró escapar del calabozo ydesapareció de Quebec sin dejar rastro. Ayudado por su secretaría Dora planean llegar a hasta la Bahía de Hudson. Para ello contratan un guía con trineo...