Dos hombres refugiados en una cabaña, de la tormenta había estallado con furia hacía tres días. El sargento Pedro Laborde y el cabo Johe Singleton, oyen ruidos de oso hambrientos. Sale el sargento a investigar y da con un hombre moribundo. Regresa a la cabaña con el herido, pero no hay nada que puedan hacer y muere. Antes de morir pronuncia la palabra Bilbao y entre sus ropas encuentran un diario…
Autor: J. Berenguer seudónimo de Joaquín Berenguer Artés. Guionista de cuadernos de aventura con extensa obra en Toray, Marco y Ferma.
Fue un hombre muy activo, deportista que destacó en el fútbol en su juventud y también en el frontón. Conocido por su laboriosidad por sus familiares y amigos, fue pluriempleado en gran diversidad de oficios: en una fundición, camarero, oficinista, guionista de tebeos y, finalmente, guardia municipal, jubilándose con la categoría de oficial. Hombre de curiosidad inagotable y de poderosa memoria, fue también un voraz lector. Como guionista, dio vida a muchos personajes de historias de acción, héroes de una pieza que cumplían siempre sus objetivos sistemáticamente, adelantándose en el tiempo en la creación de superhéroes a la española y prototipos de la fantasía heroica. Entre sus trabajos más destacados se hallan los destinados a series como Rock Robot, Red Dixon, El Diablo de los Mares o Zarpa de León.
Cuñado del historietista Ferrando.
MONTANA se había recuperado de aquel desastre que aún se recuerda y creó una nueva Era en la cronología del Estado: La Gran Tormenta. Las ganaderías habían vuelto a ser importantes y los ganaderos en su afán competitivo con Wyoming y hasta con Texas y Kansas, seleccionaban su ganado y buscaban las razas más cotizadas y mejores. Siendo entre todas, las más deseadas la Hereford...
Puedes sentarte… No tardaré mucho. Estoy terminando la comida. —No tengo prisa… —¿Qué ha pasado? —Lo que era de temer. ¡Y lo que era de esperar dadas las circunstancias! Apareció la joven en el comedor con el rostro encendido. —¿Estás satisfecho?
Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
No era de oro, sino de plata. Y estaba muy gastada. Tenía la forma de una serpiente enroscada, que se mordía la cola, formando el aro del anillo. Se podía ver claramente la cabeza del reptil, tallada en la plata, así como las escamas del cuerpo. Su aspecto era feo, y debía tener escaso valor. Vio que en su interior llevaba una inscripción, pero a la luz escasa de la celda no le fue posible interpretarla. —¿Qué es esto? —Un anillo que vale mucho más de lo que imaginas, Dan —suspiró confidencialmente Driscoll, bajando la voz, como si en la propia celda pudiera escucharles alguien—. Te arrancarían el pellejo para conseguirlo, no lo dudes. Es la clave de algo. De un viejo crimen que también cometí yo. Y de otras cosas que significan la vida o la muerte para otras personas.
'El Destripador viajó al Oeste', de Donald Curtis (Juan Gallardo Muñoz. Hay cuatro ediciones.Es bien sabido que Juan Gallardo sentía cierta debilidad por los crímenes de Jack el Destripador, y tanto es así que utilizó al personaje en no menos de seis novelas más.'El Destripador viajó al Oeste' es exactamente lo que promete: una historia de cómo Jack se marchó a Estados Unidos huyendo de la justicia británica (un argumento que al señor Alan Moore le daría risa, claro...)La gracia de la novelita estriba en la identidad del asesino (¿o asesinos?), en la destreza con que Juan Gallardo se apropia de una de las teorías reales (concretamente la que en su momento argumentó Arthur Conan Doyle), y en el curioso modo en que el autor le da la vuelta a un buen puñado de situaciones tópicas del Western bolsilibresco, para convertirlas en un Weird Western con todas las de la ley.
Ben Norton, con alegría incontenida, entró en Salt Lake City. Estaba impaciente por abrazar a su padre, que debía esperarle hacía días, y estaría preocupado. Al primer vecino que se cruzó con él, le dijo: —Perdone, buen hombre… Busco el almacén de míster Buck… ¿Podría indicarme?… Se interrumpió sorprendido, al escuchar las carcajadas de aquel hombre.
En la próxima clase, de Botánica, fueron menos los que acompañaron a Rudolph a la salida de la misma. Y a la tercera clase de la mañana, solamente los dos más íntimos acompañaron a Rudolph. El comodoro esperaba a que se terminara el día. Le iban informando de lo que pasaba.
Era el que tenía el equipo más numeroso y la mayor cantidad de reses. Su carácter era violento. En realidad odiaba a la humanidad en general, porque a su enorme fealdad se unía la cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda, deformando más su espantoso rostro. Era cierto que su esposa se vio forzada a casarse en virtud de amenazas hacia su familia. Y todos sabían que Wylie era muy capaz de cumplir tales amenazas. Eran varias las personas que habían sido muertas por él. Dos de ellas, colgadas.
Dos semanas después de la muerte de Mindem, presentóse el juez Walker en el rancho y solicitó hablar con Nye, a lo que éste accedió, sin poder ocultar su miedo, que consideraba justificado.
Segundos después, un grupo formado por seis hombres partía hacia las afueras del pueblo. Durante el camino, el forastero, no pronunció una sola palabra. Iba encabezando el grupo y, con disimulo, miró hacia atrás por el rabillo del ojo y vio al de la placa hablando con el doctor. El forastero detuvo su montura y todos le imitaron.
El joven vestido de vaquero fue el primero en levantarse.
Escribió unas cartas, que entregó al guardaestación para que las llevara la muchacha en su viaje de regreso.
Cuando Walter se levantó, Spencer, que así se llamaba el vaquero, se mostró inquieto por la tardanza de Olivia.
En los lujosos salones de la casa del gobernador de Virginia se celebraba una gran fiesta, a la que habían acudido los ciudadanos más distinguidos de Richmond, capital del territorio, con sus respectivas esposas. El Ejército del Sur hacía dos años que había entregado sus armas en el día de la fecha. Aprovechándose de las circunstancias fueron muchos los que se enriquecieron, matando si era preciso.
En Cheyenne, capital del territorio de Wyoming, un hombre, de edad avanzada, era conducido por las autoridades de la ciudad a uno de los locales más importantes de la misma para ser juzgado.
Watson Peck, cuya fama como criador de ganado había atravesado todas las fronteras del territorio, era un hombre de los llamados altos, pelo canoso y de constitución fuerte. Sus vivos ojos bailoteaban nerviosos no dando crédito a lo que estaba ocurriendo.
Varios vaqueros entraron en el local hablando entre ellos.
Ana, la dueña, les contemplaba en silencio. Para que entraran, hubo de apartarse de la puerta, ya que estaba apoyada en el quicio de la misma.
El barman, que se hallaba limpiando el mostrador, miró hacia ellos y exclamó:
—¡Habéis madrugado! Estamos de limpieza aún.
No era posible moverse en el local.
Era amplio, pero tal la cantidad de clientes que se hacía difícil dar un solo paso.
Todos los que estaban en el mismo miraban con atención cuánto había en él y que denotaba un lujo asiático a la vez que un gusto exquisito.
Se inauguraba ese día y fueron varias semanas de espera de este acontecimiento.
En la población había por lo menos trescientos locales más de ese tipo; pero ninguno, desde luego, decorado con tanto gusto y lujo parecido.
El piso estaba alfombrado y en las paredes cuadros y espejos valiosos. El mobiliario a tono con la ornamentación.
Después de marcar el último ternero, Víctor se limpió el sudor que corría por su frente. Abandonó el hierro de marcar junto al fuego y buscó la sombra de un sicomoro, cerca del arroyo, y se dejó caer completamente rendido. Era un hombre de buena figura, más bien delgado y, sin embargo, en sus antebrazos, al aire por tener la camisa remangada, se apreciaban fuertes y fibrosos músculos. Las sienes tenían la blancura que dan los años, aunque no parecía muy viejo. Si acaso, unos cuarenta años.
Era de estatura normal, de cabello bronceado y de ojos muy azules y grandes. Pesaría poco más de la mitad que él, pero había en su aspecto una fuerza extraña y una gran decisión de carácter. Como por fenómeno telepático, ella observó de igual forma al vaquero de gran talla y armónicas líneas. Su rostro era a veces inexpresivo, y otras, sus ojos oscuros adquirían un brillo que debía imponer a los demás. Todo en su persona radiaba confianza en sí mismo. Lo que más le sorprendía a ella eran aquellas manos tan largas y delicadas que no armonizaban con el atuendo de vaquero ni con las seguridades dadas por él de ser un hombre de fuerza. Y su expresión no era ruda. El tono de su voz era acariciador y agradable. Vestido de otra forma podría pasar muy bien por un caballero de ciudad.