Frankie Farrell sacó su petaca de mal whisky, echó un trago, después otro, e hinchó el pecho con aire de héroe legendario. Se dijo que si ahora no se atrevía, no se atrevería nunca. Un hombre con sólo media botella de whisky en el estómago puede, incluso, vacilar en tales circunstancias. Pero cuando la primera petaca se ha agotado y uno la emprende con la segunda, no hay duda que valga. Así, Frankie Farrell lanzó un suspiro muy fuerte, tapó de un manotazo el manantial de su valor y se lanzó al ataque.
Pierre Montal, mejor conocido por «El Gato», examinó unos instantes la casa silenciosa. Una luz salía por las ventanas a la derecha del piso bajo, pero el resto de ella parecía sumido en las sombras. Alrededor, los árboles del jardín aumentaban la sensación de soledad. Y, no obstante, al otro lado se deslizaba la carretera Cannes-Niza siempre llena de tráfico, especialmente en aquella estación.
Aún tenía queaguardar cuarenta minutos. Le agobiaba aquella espera lenta, enervante,mientras el viejo, allá dentro, tal vez había caído para siempre bajo el plomodel mayor Barrows. Lyne llamaba familiarmente «el viejo» al inspector, aunqueéste no lo fuera tanto como para merecer el calificativo. Llevaban muchos añostrabajando juntos y para Lyne, la policía empezaba y terminaba en el inspectorSanders. Los numerososagentes que rodeaban, a prudente distancia, el chalet donde se refugiaba elmayor Barrows, permanecían inmóviles y en silencio, esperando. Todo se reducíaa esperar. Transcurrieronotros diez minutos. Arreció el viento, empujando algunas nubes que abrieron en el cielo pequeños espacios estrellados. La lluvia, en cambio, había cesado casipor completo.
Richard Miles, aferrado al volante, sentía como el corazón se aceleraba en su marcha y, al enviar la sangre con rapidez a sus venas —poderoso motor del organismo—, un fuego extraño le dominaba, enrojeciéndole. Como en otras ocasiones, duros momentos emocionales, hubo de parpadear con fuerza. La carretera que enlazaba Sing-Sing con Nueva York comenzó a desdibujarse, y el chófer, con un gemido de impotencia, luego de una hábil maniobra, detuvo el lujoso automóvil, un «Ford Zephyr Zodiac», de seis cilindros y 2262 centímetros cúbicos, ganador en 1953 del Rallye de Montecarlo.
Terry Allyson estaba cansada.
Había sido una noche de mucho trabajo. Todas las noches se trabajaba en el «Merlinʼs», pero aquélla aún fue peor. El homenaje a Lena Barrett había sido un éxito, y aquello todavía resultó más perjudicial para las sufridas coristas del local.
Porque Terry era, ni más ni menos, una corista del popular «Merlinʼs», del Washington Boulevard, una chica más entre las lindas bailarinas del « night-club » más frecuentado de Chicago.
Sir Percival Macomber, quinto Barón de Blandford, Conde de Leicester, Caballero de la Orden de Saint-Albano, y otra serie de minucias que ahora no vienen al caso, se hallaba aquella noche en el «pub»({2}) de «La Ballena Sin Dientes», contando sus tribulaciones al propio señor Jones, propietario del establecimiento, que, con los brazos en jarra detrás del mostrador de estaño, escuchaba a Sir Percy con el gesto entre aburrido y resignado, que se suele esbozar cuando la radio del vecino toca esa canción que no nos gusta.
La mujer salió del edificio, después de contemplarse, a la luz del portal, en un espejo de mano. La noche se cernía sobre la primavera romana, trayendo en el aire perfume de flores. La brisa del río se esparcía refrescante por la ciudad. Era agradable salir a pasear. Comenzaba a sentirse el calor, al acercarse el verano. Roma disponía a enfrentarse con la temporada estival, pero recibía con agrado aquella frisca brisa.
Cuando, al cabo de una semana, abrí por vez primera los ojos para tropezar con una preciosa enfermera, pensé, volviendo a entornar los párpados, que debía estar pasando el período más soñador de alguna magnífica borrachera. La voz de ocarina del teniente Fulton vino a zambullirme de lleno en la realidad. Yo, cuando celebro «alguna», no acostumbro a soñar en hombres, y mucho menos en el podenco de Fulton que, desde que a su lado consumí mis mejores años en calidad de guardia raso, no es santo de mi devoción.
Tres veces le salió aquella mujer al paso. Y las tres, la muerte aleteó en torno al corresponsal de guerra norteamericano, Kid Stiwell. La primera fue en los arrabales de Nápoles, recién caído en poder de los aliados. Una multitud famélica y aterrorizada, les salía al encuentro saludándoles histéricamente. El fragor de cadenas de los tanques, el rugir de los motores, quedaba ahogado por aquel impresionante ulular de millares de seres que parecían surgidos de un mundo de pesadilla.
La base de Pearl Harbour yacía bajo el humo del ataque japonés. Aún no habían callado los estallidos de las bombas ni el ronquido de los motores de los ceros{1}. Desde el puerto, se alzaban las llamas que prendían en los buques. La multitud horrorizada, corría de un lado para otro, mientras las defensas recién improvisadas intentaban repeler la agresión. Los heridos eran retirados y los muertos se conducían al hospital, entre el desbarajuste de lo sucedido.
Pierre Vallon se plantó sobre sus largas piernas y se quedó contemplando la escena con el máximo interés. Diez largos años de ausencia recorriendo todos los caminos del mundo no le había quitado totalmente el recuerdo del paisaje donde había transcurrido su niñez, y ahora se regodeaba contemplándolo, casi con el mismo sentimiento del que recobra un juguete perdido...
Todas las fuerzas de seguridad de Filadelfia fueron movilizadas. Numerosos coches oficiales circulaban por las amplias calles, casi desiertas pese a no haber anochecido aún. Las zonas próximas a los ríos Delaware y Schuylkill, entre los que se alza la ciudad, estaban siendo evacuadas ante la certeza del desbordamiento de ambos cursos de agua. Un clima de angustia, habíase creado con las advertencias lanzadas por prensa, radio y televisión. El cielo, gris plomizo, oscurecíase más y más y un viento fuerte anunciaba a los vecinos de la gran población, denominada popularmente «Ciudad de las Viviendas», que las predicciones meteorológicas eran ciertas, que no se trataba de una falsa alarma.
La habitación era subterránea, semejando un inmenso bunker de cemento y acero, y estaba llena de personas, hombres en su mayoría; y a excepción de unos cuantos, todos iban vestidos de uniforme, con distintivos que señalaban las diferencias de graduación de cada uno de ellos. Pero, a pesar del elevado número de seres que había en aquel subterráneo, el silencio era casi absoluto, ya que las conversaciones, escasas, se desarrollaban en voz muy baja.
El ascensor se detuvo y cuando la puerta se deslizó a un lado, cuatro hombres salieron al amplio corredor, brillantemente iluminado. Titubearon un segundo y luego se dirigieron a una puerta situada unos metros más adelante.
Los cuatro hombres llevaban abrigo y sus ojos estaban velados por la inclinada ala del sombrero. Había uno que parecía ser el que, sin hablar, sólo por gestos, dirigía a los demás, con plena aquiescencia por parte de éstos.
JOE GALENTO avanzaba con parsimonia por las obscuras callejuelas del barrio portuario. Los faroles de luz amarillenta recortaban su alta silueta hercúlea. De vez en cuando, alguien le decía, con cierta premura: —Ciao, Joe. Galento hinchaba el tórax poderoso, satisfecho de su popularidad. Otras veces era él mismo quien advertía: —Adiós, Chuck.
Era una rubia impresionante, de esas que uno sigue por la calle durante un largo trecho, tratando en vano de romper el hielo con galanterías, las más de las veces trasnochadas.
Pero Mark Graham no la seguía por esas razones, ni su seguimiento se limitaba a un trecho, ni siquiera a una calle. Mark cobraba por hacer aquello, y aunque cualquiera hubiese meditado que obtener dinero por tan grata tarea era una bendición del cielo, a Mark se le llevaban todos los diablos por tener que continuar tras el paso cimbreante y rápido de aquella blonda sensacional.
Doris abrió los ojos.
Era la primera vez que lo hacía, en mucho tiempo. Ella no sabía exactamente cuánto. En realidad, no sabía nada de nada desde el momento en que sucedió aquello. Era un espacio nulo de su mente.
Ahora, al alzar los párpados y serle heridas las pupilas por aquel fuerte resplandor, se vio obligada a cerrarlos de nuevo y esperar unos instantes, dejando que la sensación de luz brillante se filtrase a través de la piel, hasta habituarla a la misma.
Cuando volvió a alzar las pestañas y miró en derredor, su mirada había adquirido algo más de firmeza, y pudo permanecer sin ocultarla casi tres segundos. Porque en el acto volvió a sumirse en la benéfica sombra, huyendo insistentemente de la claridad.
Emma contempló con asombro la expresión de aquel hombre. No parecía lógica en una sala de baile donde todo el mundo se estaba divirtiendo de aquel modo. Acodado en el mostrador, examinaba a la multitud con los ojos bien abiertos, mientras sus facciones se contraían en un gesto doloroso. De él emanaba un aire de cansancio indecible y de abandono, como el de un niño perdido en el bosque. La música tronaba los ámbitos con los compases del «rock and roll», un cantante se contorsionaba en el estrado ante la orquesta y las parejas evolucionaban como presas de una histeria colectiva. Los que no bailaban, seguían el compás de la música como si no pudieran contener los miembros y los nervios.
Contemplándose en el espejo, Stanley Mac Coy hizo un vago gesto de ironía. Estaba muy pálido y tenía grandes ojeras. Sentía náuseas. Abrió el grifo del agua fría y mantuvo las manos durante un rato dentro del lavabo, dejando que el agua cayera con fuerza sobre sus muñecas. Luego se alisó un poco el cabello, dio media vuelta y salió con paso vacilante.
Los pasos de Marck Ray al subir las escaleras, daban una sensación de pesadez, de cansancio; carecían de la agilidad normal en el joven agente, quien, al llegar al rellano correspondiente a la puerta del departamento que compartía con Patrick Hillton, se pasó la mano por la frente, cual si con aquel ademán pudiese librarse del agotamiento que sentía.