Cuando Mike Doyle descendió la escalerilla del avión, en el aeropuerto de Londres, no podía imaginarse que aquel sencillo modo de pisar tierra británica iba a ser el prólogo de todo lo que vendría después. Nada de lo que esperaba, por supuesto, ni nada de lo que a Inglaterra había ido a hacer.
La lluvia estaba batiendo fuerte contra los edificios, y las grandes olas chocaban con violencia contra el muelle, levantando oleadas de espuma y abalanzándose sobre la tierra cual un ejército implacable y devastador. El cielo era una masa de bruma gris por la que aullaban los demonios del viento. No se distinguía un alma ni en las calles ni en los campos, donde se tronchaban los árboles con ruidosos chasquidos, como si fueran simples cañas abatidas por el huracán.
Hollywood podía ser lo más parecido a una ciénaga. El mundo entero podía serlo alrededor de uno, cuando ese uno ha caído tanto como había caído Pat Gilbert.
Se pueden hacer muchas cosas para vivir, se puede ir bajando peldaño a peldaño, siempre aumentando las concesiones a la inmoralidad y la degeneración, pero todo tiene su límite. En otro caso, se dejaría de ser humano. Y Pat Gilbert, bajo su capa de hombre hundido, capaz de todo lo malo y de todo lo indigno, seguía siendo un ser humano, por mucho que algunos lo dudasen.
Frank Ellery, coninstrucciones concretas para ponerse en contacto con el agente federal RushSanders, en Nueva York, emprendió el vuelo desde la capital hacia la ciudad delos rascacielos. Parecía ser que lapoderosa y compleja maquinaria del «Federal Bureau» se había puesto enfuncionamiento alrededor de la personalidad extraña de una mujer rubia quenadie sabía quién era o de dónde procedía, pero cuya presencia en el paísconstituía, ante su solo anuncio, un inminente peligro contra algún engranajede su seguridad interna.
El agente Alexander Reagan abandonó las oficinas del F. B. I., sin nada importante de qué ocuparse. AL parecer las cosas marchaban bastante tranquilas y su jefe no le había encargado nada que realizar. Eran las diez de la mañana, el día se presentaba soleado y primaveral, y Reagan se encaminó a una de las droguerías de Broadway donde, sentado ante una mesa, pidió un whisky. Al llevar la mano al bolsillo en busca de la pitillera, recordó que había guardado en él un diario del día anterior. Había encontrado en sus páginas algo digno de ser estudiado con calma y ningún momento más adecuado.
Aquella mañana el Inspector Jefe de Scotland Yard se encontraba muy preocupado con cierta información que su inspector preferido, Joe Graven, acababa de entregarle. El joven Henry Jenkins, hijo de uno de los más prestigiosos magistrados de Inglaterra, se había suicidado en una avenida solitaria de Hayde Park, administrándose dos onzas de plomo en la sien derecha. Por los informes que el inspector Graven pudo recoger, el asunto era muy espinoso y tenía cierta conexión con otros dos suicidios de jóvenes aristócratas, ocurridos con un intervalo de pocos meses.
Tenía las manosrígidas, agarrotadas, colgando por los lados del lecho, como si hubiera queridoasirse a las dos pequeñas alfombras. Shelby entró en la habitación lentamente,en un estupor silencioso y aturdido, hasta inclinarse y rozar con sus dedos lasmanos del infeliz. Estaban aún calientes, sin el «rigormortis» de un cuerpo que lleve varias horas carente de vida. Se irguió,pensativo, volviéndose hacia la ventana entreabierta del dormitorio. Entoncesla vio a ella. Era la rubia del cuadro de los velos, y si llevaba algo encimade la parte del cuerpo que se veía sobre el alféizar de la ventana, no eramucho más espeso que el velo del cuadro. Estaba allí,mirándole con ojos de profundo terror, como si colgara del vacío, junto a lafachada del edificio, asomándose entre las cortinillas agitadas por el frío airematinal.
Resultaba impresionante el silencio que reinaba a semejantes horas en aquel barrio residencial de Túnez «La Blanca», la hermosa capital norteafricana, de inconfundible aspecto por su encalado caserío deslumbrante de blancura y por sus numerosas mezquitas de esbeltos almilares.Pero a Dick Matews no le impresionaba aquello en absoluto y ni siquiera se fijaba en ello. Sus sentidos estaban pendientes de una lujosa mansión rodeada de frondoso jardín y en la cual le había parecido ver moverse siluetas que calificó de misteriosas.
Irguió sus seis pies de estatura, enfundados en el « tweed » arrugado y fuera de moda, y estiró la mano hacia un gabán de color gris azulado, tan rugoso y descuidado como el traje. De haber vestido bien, Wade hubiera parecido un galán de cine, y él lo sabía. En principio, porque había vestido así en ciertas ocasiones dichosas, cuando aún no había cometido el estúpido error de casarse con Paula Hickey, taquimecanógrafa de un cliente importante en aquellas fechas. Después porque Wade era sincero incluso consigo mismo, y sabía reconocerse virtudes y defectos. Los defectos eran tantos que valía la pena no mencionarlos. Y las virtudes le parecían superfluas en una profesión como la suya.
Era el día de ventas más importante de todo el invierno, en Siracusa como en todas las ciudades, más o menos populosas, de la nación entera. Aquella noche, tránsito de unas horas para la fecha de Navidad, las gentes se harían regalos unas a otras, y la sombra de un generoso Santa Claus se proyectaría en la hora feliz de todos los cristianos.
Se deslizó sigiloso, llegó hasta la puerta y volvió a observar por la mirilla. Y seguro ya de las posiciones que ocupaban sus dos adversarios, se dispuso a actuar.Abrió de improviso y descargó con la rapidez del rayo un furioso golpe en la cabeza de uno de los hombres, empleando para ello su pistola la cual había empuñado por el cañón.No había perdido de vista al otro hombre, advirtiendo su gesto de sorpresa.Le vio llevar la mano a su cuchillo, pero antes de que llegase a él le asestó un puñetazo que lo lanzó violentamente de espaldas.
—Mark Scott. Dado de alta…
Le tendieron una tarjeta azul con un sello. Encima de la tarjeta, brillaban unos gruesos cristales. Detrás, unos ojos fríos e impersonales, como todo lo de aquel lugar. El azul parecía más intenso en la cartulina, contrastando con la blanca bata del hombre que se lo tendió en la ventanilla.
Se apartó del hueco. El hombre nombró a otro. Y le dio otra tarjeta azul. Pero eso ya no le importaba al hombre que caminaba hacia la salida del largo corredor blanco, pisando firmemente el suelo embaldosado y pulcro. Era su tarjeta la que contaba. Su tarjeta azul.
Dado de alta… Eso habían dicho. Ya podía volver a la vida.
El sargento asintió en silencio. No esperaba más del forense. Era todo lo que él suponía de antemano. Se echó hacia atrás el sombrero, pensativamente, y luego recorrió con una nueva ojeada la habitación. Estaba harto de mirarlo todo sin ver nada especial. Se acercó otra vez al cadáver tendido sobre la cama, con el brazo izquierdo colgando hasta rozar la alfombra con sus dedos rígidos. Poco más allá, estaba aún la jeringuilla, con su aguja centelleando al herirla un rayo de sol que se filtraba por entre las persianas de la ventana. Todo seguía igual, sin haberse alterado nada.
PETER DALE vio por primera vez a aquella prodigiosa criatura que era Dora Castillo cuando se encontraba lo suficientemente sereno para admirar sus encantos. Se la mostró aquel sonriente y moreno mozalbete que era Skip Sanders. Skip podía parecerle a cualquiera un nativo de Cuba, y muchos se hubieran asombrado al saber que era tan yanqui como el propio Peter Dale, por ejemplo. Skip Sanders había dicho, señalando con un guiño el cartelón, tras previa comprobación de que la rubia acompañante de Peter no se hallaba demasiado cerca: —¡Bienvenido, señor Dale! ¡Esa chica sí que le va a gustar!
Eddie Kingsby accionó suavemente el volante. Conocía aquella carretera como las rayas de la palma de su mano. Con igual suavidad que la impulsada al volante, las ruedas del largo y rojo “Cadillac” doblaron la pronunciada curva que seguía a las estaciones de servicio situadas en las afueras de Wabash Springs, Indiana. El familiar signo curvo y la vertical indicadora del peligro, quedaron atrás, engullidas por el azul intenso del atardecer. Poco después, Eddie tuvo que encender los faros, y continuar por la carretera general con su ayuda. Ahora el tramo era recto y llano, lo cual le permitía correr con tal comodidad. Aún faltaba bastante para alcanzar North City. Encendió un cigarrillo y siguió conduciendo con una sola mano, absolutamente tranquilo.
Apenas el capitán Ernie Short hubo traspuesto la entrada de la amplia dependencia, vestido de forma un tanto descuidada, con negligente elegancia, el sargento Wellesley, que estaba operando con unas fichas, se apresuró a ponerse en pie. Aunque Short, lo mismo que Wellesley, vestía de paisano, el sargento había adivinado en él al militar, y más aún, al militar de mayor graduación. —Por favor, no se moleste. Debo ver al señor Thorpe. —Sí, señor, enseguida. Publicada por editorial Bruguera en la colección Seleciones Servicio Secreto con los números 26 y 242.
Eran ya las seismenos cuarto cuando su «Dodge» verde penetró en el amplio aparcamiento deltransbordador de la Estatua de la Libertad. Adquirió un billete y subió abordo. Soplaba un airehúmedo en la bahía, agitando su liviano traje claro y sus cabellos revueltos,ligeramente adheridos a las sienes por la transpiración. Se acodó en la borda,viendo alejarse de él los altos edificios de la ciudad. Parecía tan fácil. Comosi aquella distancia pudiera ir creciendo, creciendo, poniendo ante él y sudestino una infranqueable barrera de agua. Todo un mundo, que ni siquieraJohnny Moran podría salvar, porque fuera de su imperio apenas si era nadie. Ysu imperio moría allí donde muriesen los límites de la ciudad de hierro ycemento vertical.
Rasgando la oscuridad de la noche con la doble puñalada blanca de sus faros, el coche volaba por la carretera, dejando tras sí una estela de ruido promovida por su potente motor, que lo impulsaba hacia adelante con la fuerza y el ímpetu de un proyectil de cañón.
El automóvil era un convertible deportivo, tipo europeo, de largas y finas líneas, cuyo color blanco parecía haberse transformado en una mancha borrosa a causa de la enorme velocidad desarrollada en aquellos momentos.
Las manos del piloto no temblaban lo más mínimo al tomar las curvas, con un absoluto desdén hacía todas las leyes de la dinámica. Convertido en parte integrante del vehículo, el conductor parecía dirigirlo más con el cerebro que con la acción conjunta de los músculos de los brazos y de las piernas.
El fiscal se irguió lentamente, dando unos pasos calculados, dramáticos, en dirección al acusado. Los miembros del jurado y el propio magistrado cuya blanca peluca asomaba como una cumbre nevada sobre el alto estrado de Old Bailey, siguieron su paseo en silencio, esperando la declaración final del acusador público.
Súbitamente, éste dio un brusco, teatral giro y se quedó apuntando con su índice extendido, al hombre sentado en el banquillo.
—¡Ahí tienen ustedes, señores, al asesino de una mujer inofensiva y buena, que jamás trató de amargarle la vida y sí, por el contrario, de confortar sus difíciles momentos de fracaso y de abatimiento, con la energía y la ternura de su dulce corazón de esposa amante!
La fortalezainexpugnable, los muros de enorme espesor y gran altura, las torretas metálicascon agentes armados de ametralladoras y de potentes reflectores, el sistemaelectrónico e infrarrojo detector de fugas, la misma nutrida fuerza policial dela prisión, todo, en suma, había sido inútil para evitar la desaparición delcondenado a muerte. «El Reptil» habíadesaparecido como evaporado en el aire. O al menos, ésa fue la creenciageneral, hasta que el reverendo regresó al despacho del alcaide, cerca ya delmediodía, con el teniente Harris, de la guarnición especial de Sing-Sing.