El órgano entonaahora una música trémula y solemne. Es el réquiem. Réquiem por el hombremuerto, por el hombre que ayer fue enterrado en Barnaby Hills, el hombre sobrecuyo ataúd vi caer las paletadas de tierra, que golpearon sorda y lúgubrementela tapa de madera barnizada y tallada con alegorías tan inútiles comoostentosas. Recuerdo todavía,mientras en mis oídos suena el réquiem, los últimos momentos en el cementerio,cuando ya el féretro estaba totalmente cubierto por la tierra, y una pesadalosa del mejor mármol —creo que han adquirido un trozo de Carrara, traídoespecialmente de Italia para este caso— cayó definitivamente sobre la últimamorada del difunto. Los deudos, parientesy amigos del hombre a quien habían enterrado allí, se dispersaban rápidamentecon una fingida lentitud que no lo era en el fondo, porque cada cual deseabavolver a sus quehaceres y terminar la ceremonia.
—Estoy convencido, Wynter. Ella me engaña. Hace tiempo que me engaña, lo sé. Y quiero descubrirla de una vez para siempre.
Eddie Wynter no, respondió de momento. Se limitó a extraer humo de su cigarrillo, expeliéndolo después en lentos cercos que parecían reptar hacia el techo de la oficina.
—¿En qué se funda para crear eso? —preguntó al fin—. Linda parece una buena chica.
—Posiblemente lo sea. Pero me esconde algo. Y las chicas como ella tienen un concepto muy ligero del matrimonio, usted lo sabe.
—No comparto su criterio, Lamont. Las chicas de teatro podrán tener sus defectos, como todo el mundo. Pero no todas son como usted las imagina.
Los maravillosos ojos claros de Lya Wren se posaron con expresión humorística en Clayton Wolf, que se había levantado de su asiento y que paseaba arriba y abajo.
La joven pidió con acento suplicante:
—Sé bueno, Clay, y cuéntame algo. Tengo perfecto derecho a escribir mi libro, ¿lo entiendes?
—Me parece bien que lo escribas, pero no te metas en algo que no conoces y que indudablemente es terrible…
—Pero…
Marty Kellog detuvo, su automóvil, un descapotable pequeño, azul y blanco, a la entrada de la ciudad. Había allí un parador de carretera. Un hombre de mono azul celeste, salió a atenderle. Kellog pidió una cerveza bien fría y unos informes. Le sirvieron ambas cosas. La cerveza, helada. Los informes, con palabras rápidas y como disparadas por una ametralladora. Dio el dinero por la cerveza y las gracias por los informes. Luego, puso en marcha el motor y penetró en la ciudad.
Dejó atrás el control de entrada a Junction City. Era igual que haber cruzado una frontera o una divisoria territorial. Lugar gracioso, pensó el mocetón rubio y fornido que era Max Drury, antiguo detective y actual «sin trabajo». Sus ojos, de un azul frío y duro, estudiaban las calles amplias, pulcras y bien trazadas de la población. Los edificios, los numerosos anuncios de cabarets y clubs nocturnos, salas de juego y teatrillos de espectáculos poco edificantes. Aquello era peor que Las Vegas.
Una novia, a las puertas de la iglesia donde va a casarse ve como su prometido cae muerto a causa de un balazo de procedencia desconocida, y procede a buscar y ejecutar a los componentes de una reunion de la que sospecha surgio el disparo. En la novela de Curtis es una joven la que muere al caer, borracha, desde un atico en que se celebra una fiesta. El supuesto novio de la chica es testigo de su muerte, y, al tiempo, algunos de los componentes de esa fiesta comienzan a morir en extrañas circunstancias y dicho novio no aparece donde se le busca. Se da la circunstancia de que antes de esas muertes alguien oye silbar una tonada similar, de procedencia desconocida. Este detalle nos lleva a pensar que quizas se trate de otro homenaje a Irish- Woolrich y su novela La serenata del estrangulador.
Hacía muchos años que no veía todo aquello: el Golden Gate, la Bahía, Alcatraz con sus cercos de gaviotas en derredor…
En un tiempo, habían sido imágenes familiares, cosas de cada día. Ahora, no. Eran como retazos de recuerdos, salpicaduras del pasado en la memoria. Frisco no cambiaba. Pero él sí había cambiado. Siempre se cambia, después de una ausencia tan larga.
Dave Murdock suspiró, apartándose de la borda del trasatlántico que le devolvía a su tierra. Encendió un cigarrillo, caminando por la cubierta con aire pensativo.
No era como aquellos turistas que llegaban de Oriente y se embelesaban ante las maravillas de la costa californiana. Él no era sino uno que regresaba. Y para el que vuelve, durante un segundo, todo es prodigiosamente nuevo. Al momento siguiente, todo es increíblemente viejo, familiar, aburrido.
No había sido difícil.Apenas unos momentos, unos cortos minutos de angustia, esperando el fracaso de su intento, y con ello el desastre definitivo, y allí estaba ahora. Libre.¡Libre! Era una palabra tan asombrosa. Sintió ganas de echar a correr, unas alas invisibles se agitaban a sus pies, aguijoneándola a lanzarse a la carrera pero no lo hizo. Tuvo serenidad. Sabía que una simple precipitación, un paso en falso, lo echaría todo a perder.
El caso había causado verdadera sensación en todo el ámbito nacional, lo mismo en el momento de producirse el homicidio que en el actual en que iba a juzgarse al homicida. A diario se vertían torrentes de tinta, relatando los menores detalles del hecho, las declaraciones del fiscal, del defensor, del juez y hasta de cualquier persona que más o menos remotamente hubiera podido tener un mínimo de relación con los principales actores del caso: la víctima y su homicida.
—Su salud es a prueba de bomba, mi querido amigo —rió jovialmente Cameron Price, terminando el examen—. Puede seguir tranquilo, sin necesidad de recurrir a mí.—Lo suponía, doctor Price. —Paul Garland se abotonó la camisa, incorporándose de la mesa donde había sido examinado cuidadosamente—. Pero Lori es aprensiva. Ya sabe cómo son las mujeres, especialmente cuando tienen demasiado dinero. Le asustan a uno, por una simple jaqueca o un resfriado.—Sí, lo comprendo. —El médico rió, agitando una mano en forma significativa—. Yo tengo muchos clientes de ese estilo, Garland. La mayoría prefieren que les diga que padecen algo, de nombre interesante, a poder ser, y les mande unos comprimidos, para presumir de dolencias en sus reuniones. Así es el mundo.
Estaban presentes el alcalde, el fiscal y, naturalmente, mi jefe, el Comisionado Hankins. Éste, detrás de su mesa; los otros dos uno a cada lado, flanqueándolo como para recordarle que no debía usar conmigo de debilidad alguna.
Hankins me miró. Carraspeó.
—¡Ejem! Lo siento, Moran; no puede seguir perteneciendo al Departamento.
—Entiendo —murmuré sin amargura—. Mi fama, ¿eh?
—Así es —dijo el Comisionado—. Repito que lo siento, pero últimamente los periódicos se han metido mucho con nosotros… por culpa suya, Moran.
Estaba a punto de estallar, pero supe contenerme.
Kervin Donovan estaba satisfecho.
Siempre era agradable dar por resuelto un caso. Y un caso con chantaje, secuestro y homicidio final. Un bonito asunto para enviar a alguien a la silla eléctrica. Kervin Donovan sabía ya a quién se tenía que sentar en el feo artefacto metálico de la Prisión del Estado.
Con un suspiro de alivio y de satisfacción, volvió la carpeta donde archivaba su caso. Era como un símbolo aquel carpetazo. Cierre final. Asunto resuelto.
Resultaba asombrosa una solución tan rápida. No es que llevara poco tiempo con el asunto. El chantaje inicial databa de casi dos meses antes. Luego, ocurrió lo del secuestro. Posteriormente, el homicidio. Aunque acaso, atendiéndose a una rigurosa técnica legal, los jurados y juez opinaran que era un asesinato en primer grado. Pena de muerte inevitable para el acusado.
Roy Pearson dio varias vueltas a la papeleta impresa que acababan de entregarle. Era una citación. Y según rezaba allí, para presentarse ante el honorable juez Markham, para un acto de conciliación con su esposa. Roy no tenía motivo alguno para reconciliarse con Milly. En primer lugar, porque ni siquiera había existido disgusto previo entre ellos. Al parecer, ella no era de la misma opinión. Y el motivo de la citación, estaba allí consignado con total claridad.
Hacía calor.Era un calor húmedo,pegajoso, sofocante, que provocaba torrentes de transpiración aun no efectuandoel menor movimiento y que anunciaba la inminencia de una tormenta. La ventana estabaabierta de par en par, pero no entraba por ella el menor soplo de aire. Lascortinas de muselina barata pendían lacias, inmóviles. Estaban tan inmóvilescomo el hombre que, con excepción de un pequeño «slip», yacía desnudo sobre lacama. No dormía. Estabadespierto, y sus ojos se fijaban tenazmente en el agrietado techo de lahabitación.
Martin Rice apretó los labios. Sus dedos estrujaron la carta. Imaginó un bonito titular, que podría cubrir una edición especial del “Daily Clarion” aquel mismo día: “¡Carta póstuma del condenado! La voz del muerto, clama inocencia desde su tumba”. Y luego, un aumento de sueldo posiblemente. Y las felicitaciones de sus compañeros, del director, de todo el mundo… Rice tuvo una mueca amarga. Nadie le podía impedir hacerlo, auparse unos escalones más en su senda profesional. Cualquiera de sus compañeros hubiese dado dos años de sueldo por una carta como aquella. Y él la tenía. Allí, entre sus dedos. Bastaba llevarla al fotograbado, reproducirla a toda plana, rodearla de una orla negra y ponerle titulares rojos. Eso siempre gustaba. El rojo y el negro son colores que gustan a la fiera. Y el público es esa fiera. Insaciable, voraz, cruel y repelente…
La mano cayó sobre su boca. Luego, sobre la nariz.Chorreó sangre, y el paladar sintió el salobre, viscoso gusto. Sacudió la cabeza, justamente cuando recibía otro bofetón tremendo. Ahora le alcanzaron en la sien, y su cabeza se llenó de zumbidos, luces y punzadas lacerantes.—Dejadlo —dijo alguien.Jack Mulligan le agradeció eso a aquel alguien. Le parecía que era el capitán Bakers, pero no estaba seguro. No podía estarlo de nada. Uno de los golpes le había partido la ceja y también de allí salió sangre, cegándole. No veía nada. Y los oídos, sólo parecían útiles para registrar zumbidos enloquecedores.
Estaba solo. Había despedido a mi secretaria y me había parado en pie ante la ventana, contemplando el magnífico espectáculo del ocaso sobre Manhattan, cuando los últimos rayos del sol poniente se confunden con los primeros chispazos en tecnicolor de los anuncios luminosos. Una leve neblina se elevaba del cauce del Hudson, motivada por el sofocante calor que había hecho durante el día y que no parecía tener trazas de disminuir en las horas nocturnas.
El jueves, al salir de su oficina, Jerry Logan vio a una rubia estupenda paseando por la acera.
Jerry se echó hacia atrás el sombrero, silbó, se ofreció galantemente para prohijarla, y la rubia, poniéndose unas gafas negras, dobló la esquina.
El viernes, al ir a entrar en un drugstore a comprar cigarrillos al otro extremo de la ciudad, volvió a encontrarla mirando un escaparate de ropas interiores. Era una casualidad, y antes de espantarla nuevamente, se dedicó a contemplarla con arrobo. Vargas, para su célebre calendario de la «Coca-Cola», no hubiera encontrado una modelo con unos perfiles más de reglamento.
¿Qué significaban aquellas MUÑECAS SINIESTRAS que llevaban la muerte por de pasaban? ¿Quiéra tenía interés en apoderarse de ellas, y por qué? ¿Podría Dick Travers, un alcohólico, enfrentarse a la policía y a los asesinos, solo. en la ciudad tropical, y sin ayuda ni fe de nadie?...
¡Tenía que luchar porque una de las MUÑECAS SINIESTRAS estaba en poder de la persona amada... y ésta tenía los minutos contados!