El coche se me paró cuando más falta me hacía. Cinco minutos después de haber comprobado que la avería, por los medios de que yo disponía en aquellos momentos, era irreparable, estaba maldiciendo a todos los fabricantes de automóviles en general y al del mío muy en particular. La cosa no era para menos. Estábamos a mediados de noviembre y el invierno se anunciaba particularmente crudo. La noche se acercaba a pasos agigantados, obscureciendo el ambiente con rapidez, me encontraba a doce millas de mi punto de destino y, por si fuera poco, caía un espeso aguanieve que reducía considerablemente la visibilidad, a la par que abrillantaba el asfalto de la carretera.
El chasquido de la lluvia contra los cristales, fue despertándole, con una sensación de que los disparos de ametralladora seguían tanteando el sampán a bordo del cual dejó la costa china.
Pero cuando verdaderamente sufrió una conmoción que lo obligó a incorporarse fue al darse cuenta de que se hallaba tendido en un lecho, entre sábanas blancas.
No pudo reprimir una exclamación de asombro. Al momento, una enfermera acudió a su lado.
La noticia sacudió a la ciudad con el mismo estruendo que hubiera provocado la explosión de una bomba atómica.
Reuben Symington, el millonario y prominente hombre de negocios, había sido hallado muerto de un balazo en la biblioteca de su lujosa mansión, situada en el número 2485 de Riverside Planters.
La sacudida fue tan fuerte que llegó incluso hasta el lugar donde yo me hallaba de vacaciones. La distancia a la ciudad era de ochenta millas, pero aun así, los ecos de la explosión provocada por el asesinato me atronaron los oídos como si los hubiera tenido situados en la misma espoleta de la bomba.
Chick Power dejó su automóvil en la playa de estacionamiento.Atravesó después la calle, nada frecuentada, para embocar en la calle siguiente.Advirtió el joven que un hombrecillo le sonreía a la vez que apresuraba el paso para salirle al encuentro.El hombrecillo debía andar más próximo a los sesenta que a los cincuenta, sus movimientos eran vivos y su manera de vestir, modesta, como vestían tantos y tantos ciudadanos americanos.Poco antes de llegar a la altura del joven, se destocó el hombrecillo, que preguntó:—¿Chick Power?
El asesino era un humorista. Como tenía que anunciar su muerte a seis personas, a las cuales había jurado matar un día u otro, estimé que era demasiado trabajo escribir las cartas a mano o a máquina, por lo que las hizo en una multicopista.
King Morton, empresario del «Comedy Theatre», ubicado en el mismísimo Broadway, señaló un asiento a Jack Driscoll y a continuación se dejó caer en su sillón, situado detrás de su amplia mesa, en la que, además de cuatro teléfonos de diferentes colores, había gran cantidad de papeles. Dio un manotazo en la mesa, apartando un montón de papeles y murmuró para sí:—¡Es imposible! Terminaré por volverme loco. Driscoll contempló el grueso rostro del empresario como para darle la razón; pero su mirada se sintió irresistiblemente atraída por las piernas de Gipsy, la secretaria de Morton, piernas magníficas, impecables de línea y que se exhibían generosamente en gracia a lo corto y lo estrecho de la falda
Al terminar el baile, Kev propuso salir a la terraza. Muy cerca tenían el puerto, convertido en un estallido de lucecitas.Eida Raybel accedió. Su vestido le perfilaba la figura, de sobrias líneas. Su boca suave, de labios llenos, sonrió al tiempo que sus ojos grandes, castaño claros, quedaron fijos en su acompañante.—Pero tendrá que hablarme de la selva, capitán Burgan…—¡Desde luego, Eida! —rió el hombre.La cabellera de la joven se volcaba sobre los hombros desnudos, en suaves ondas, y refulgía tanto como sus ojos. Su acompañante, Kev Burgan, quedó medio paso rezagado, para poder apreciar el andar felino de la bella.
La mujer miraba aterrorizada la boca del cañón de la pistola que estaba situada a dos pasos escasos da ella. Su rostro estaba tan blanco Como el yeso de la pared en que se apoyaba y sus ojos parecían querer ir a saltársele de las órbitas. —Por favor… —susurró, haciendo un tremendo esfuerzo para hablar—. No…, no me mate.El asesino meneó lentamente la cabeza.—Lo siento, señora Rivers. Me pagan para ello, precisamente —contestó con voz impersonal, como si fuera un vulgar empleado atendiendo al público en la ventanilla de su oficina.
Los tres diarios vespertinos de Rapids City daban una sumaría reseña del juicio, en el cual el gangster Don Gabinno había sido absuelto de la imputación de asesinato en la persona de Carl Merryman que le había formulado el fiscal del distrito. Todos daban una reseña más o menos acomodada a los gustos del público, pero el único de los tres que se había atrevido a formular un comentario por su cuenta, había sido el Courier, debido a la pluma de su redactor de sucesos, Lemmuel Ryan.
La bala abrió un pequeño orificio estrellado en el cristal y destrozó un jarrón de porcelana situado sobre una consola, haciéndolo volar en mil pedazos.
Respingué. No lo pude evitar. Por muy bien templados que uno tenga los nervios, no se puede sino pegar un salto en el asiento cuando, sin previo aviso, alguien le dispara un tiro y la bala pasa a menos de un metro de distancia.
La mujer me dijo:
—No tema, señor Glengan. No le disparan a usted. —Tomó un sorbo de su refresco con toda tranquilidad y luego, levantándose de su silla, se acercó a un cordón que pendía de la pared, al cual dio un par de tirones.
Los que vieron pasar los dos coches por la aldea, camino de la frontera, sonrieron, sabiendo que pronto estarían de regreso, rechazados por la nieve.
Hacía ya dos días que la carretera estaba interceptada. Los que iban en los dos coches no podían alegar ignorancia, pues habían tenido ocasión de leer varios avisos en el camino.
Ya era de noche cuando los dos vehículos se detuvieron. Podían seguir unos cuantos kilómetros, pero no parecía ser lo difícil del camino lo que les había impulsado a detenerse.
Fuera de la carretera, perdida entre los árboles, había una cabaña en cuyas ventanas se veía luz. Los dos coches habían quedado en sentido transversal, de cara a la cabaña. Y encendieron los faros, para apagarlos en seguida.
El hombre que me abrió la puerta de la archilujosa mansión, tenía estampada en el rostro y en su aspecto personal la profesión. Podría haberse puesto sobre el pecho un cartel: PISTOLERO; el resultado habría sido el mismo. Se conocía a la legua lo que era. O quizá esté mejor dicho lo que había sido.
En el continente americano habían hecho tres escalas, a simple vista un poco absurdas. Primero, en un aeropuerto costero situado muy al sur, adonde llegaron con los depósitos de combustible casi vacíos. Había aeropuertos más propicios para repostar. De allí, inmediatamente volaron hacia el interior. Y otro aterrizaje, este aparentemente innecesario, en un insignificante aeródromo casi en la divisoria de Bolivia y Brasil.
Estaba apoyada en el farol de la esquina, con un cigarrillo apagado entre sus labios gruesamente pintarrajeados de rojo. Vestía una blusa blanca de algo parecido a la seda, cerrada hasta arriba, sin mangas, y una falda negra, abierta en el costado izquierdo hasta bastante más arriba de las rodillas. Del hombro izquierdo le pendía un bolso negro de plástico, imitación al cuero, y se calzaba con unos zapatos de inverosímil tacón, de un tipo ya algo anticuado, sujetos a los tobillos por unas correíllas del mismo material.
La persecución había empezado. El automóvil era el único medio que tenía para escapar de los hombres que me perseguían. No podía utilizar el ferrocarril, ni el avión y ni las líneas de autobuses que atraviesan la nación de parte a parte, ya que todas las estaciones y aeropuertos estarían vigilados por los innumerables tentáculos de aquel colosal pulpo de cuyas garras trataba de escapar.
La vi por primera vez al abrir los ojos después del accidente.
Estaba en pie, a unos pocos pasos de distancia del lugar en que yo me hallaba tendido sobre la húmeda hierba del prado vecino a la carretera. Me miraba fija, quietamente, sin hacer el menor sonido, silenciosamente asombrada de encontrar un hombre en aquel lugar.
Pese a mi aturdimiento, pude captar en pocos instantes los menores detalles físicos de la mujer. Era elevada de estatura, muy hermosa, de formas llenas y armoniosas, ojos muy azules, labios rojos y carnosos, y cabello rubio ceniza, color natural por lo que más tarde pude juzgar. El cabello era muy largo y le pendía suelto por los hombros y la espalda, cayéndole como una cortina de hebras metálicas desde la cabeza.
Al oír el zumbador, levanté la vista del libro que estaba leyendo y apreté dos botones, uno tras otro. El primero accionaba el mando de apertura de la puerta. El segundo... Bien, dentro de unos instantes lo sabrán ustedes. Puse una señal en la página del libro, lo cerré y me puse en pie, justo en el momento en que una dama penetraba en el aposento. Era una mujer espléndida, una mujer en todo el sentido de la palabra. Alta, de cintura de avispa y cabellos negros como el ébano, dejados caer en ondulante cascada a lo largo de los hombros, redondos y perfectos.
El río corría a poca distancia. Bajo la intraspasable bóveda de la selva, el ambiente estaba sumido constantemente en una vaga penumbra que aun en las horas más fuertes de luz del día semejaba la proximidad del ocaso. Las aguas del Hka corrían mansamente, negras, casi aceitosas y sin un susurro, como si fueran también jarabe. Una barca remontó la corriente. En la popa, un birmano movía la pértiga. Su mujer, con un crío en la espalda, estaba acuclillada cerca de la proa, limpiando el arroz que constituía, con algunas migajas de pescado seco, su nocturna colación.
En su silenciosa inmovilidad, poseía la helada belleza de la muerte. «Caronte» Smith mantenía levantada una punta de la sábana para que Jay Armand pudiera contemplar mejor aquella belleza. Smith era el vigilante de la Morgue o depósito de cadáveres, y Jay Armand un joven periodista.Aun después de muerta conservaba plenamente su magnífica hermosura. Yacía con los brazos a lo largo del cuerpo, bello y blanco como una estatua de mármol modelada por Fidias, y los negros cabellos recogidos bajo la cabeza. Tenía los ojos cerrados y en sus labios, que apenas habían perdido el color, parecía flotar una débil y enigmática sonrisa.—¿Se sabe quién es el asesino? —preguntó Armand en voz baja, como si le doliera quebrantar aquel silencio.>El vigilante sacudió la cabeza.
Al llegar al hotel, se dispuso a darse un baño. Creía tener tiempo. Hasta la hora de la cena no se entrevistaría con el superior. Pero aún no había abierto las maletas, sonó el teléfono. Era el jefe, citándole en un club situado en la misma manzana en que se encontraba el hotel. Renegando, Drek cambió de traje y se encaminó al establecimiento donde el superior, el inspector Rowe, lo había citado.