El hombre estaba sentado en el borde de un pequeño acantilado, que caía sobre el mar desde una altura de cuatro o cinco metros. Las olas rompían mansamente contra las rocas, despidiendo espumas que olían a sal y a yodo. A lo lejos, el sol era una inmensa bola roja que corría rápidamente hacia su ocultación. Abstraído en sus pensamientos, el hombre, más bien un muchacho, ya que pasaba muy poco de los veinte años, arrojaba piedrecitas contra el mar, mientras una indefinible sonrisa, en la que se mezclaban diversos sentimientos —satisfacción, alegría, placer de haber realizado un duro trabajo—, flotaba en sus labios. Un objeto negro, triangular, surcó velozmente las aguas a Una docena de metros de la costa. En aquel lugar, el océano estaba relativamente tranquilo y había ocasiones en que su superficie parecía un espejo, que devolvía duplicada la imagen del astro rey en su ocaso. El muchacho cogió una piedra y la arrojó hacia el escualo, no acertándole por pocos centímetros. Indiferente, el tiburón, continuó evolucionando por aquellos parajes en busca de una presa fresca para su insaciable apetito.
La noche era espléndida. Y Mark Hudson se sintió optimista a pesar de que no había tenido un buen día en lo que a su trabajo se refería. Había pateado mucho, pero las ventas fueron exiguas. La cartera quedó en su pequeño apartamento y con ella el aparato de hacer demostraciones. Se trataba de un nuevo tipo de aspirador, más reducido, de menos consumo y que daba gran rendimiento.
Caminaba despacio, con la cabeza hundida entre los hombros, la mirada huidiza y un gesto extraño en el rostro. De vez en vez, se detenía para observar en todas direcciones, como si esperase a alguien. Solo entonces sus ademanes denotaban inquietud y sus facciones se crispaban en un gesto angustioso, desesperado.
Sentí deseos de correr, como si una fuerza superior a mí me empujase de manera incontenible. La angustia de aquellos instantes era más fuerte que mi voluntad. Algo tenía que ocurrir, seguro. Sentía el sudor inundarme el cuerpo, tanto por el calor como por el miedo. Era una noche calurosa, pero no tanto como para transpirar como lo estaba haciendo. Había sido un loco. Si por lo menos me hubiera llevado dinero cuando me escapé...
La niebla se enroscaba insidiosamente en torno a la ciudad, como un pulpo de mil tentáculos. Lentamente, ascendía del río no demasiado lejano, arrastrada por una débil brisa apenas perceptible y luego, poco a poco, acolchaba los edificios bajo su manto de impalpable opacidad, que incluso parecía amortiguar los sonidos.
Eran pasadas las seis de la tarde cuando Daniel Haley dejó a su último pasajero en Baker Street. Estaba anocheciendo y hacía frío. Después de consultar el reloj del cuadro de su automóvil, Dan calculó que todavía podría llegar a tiempo de esperar a su hermano y encontrarse en el andén de la estación Terminal cuando éste se apeara del tren. Pedro haría una mueca y se sorprendería mucho al verle con el uniforme y la gorra de taxista, pero Dan se mostraría inflexible con él y le exigiría el importe de la carrera que señalara el taxímetro cuando llegaran a casa. Llevando la bandera alzada para que no corriera el taxímetro, Dan Haley subió por Baker Street hasta Fell Street y dobló a la izquierda bajando por esta última vía de nuevo en dirección a la bahía. La jornada había sido muy dura, como correspondía a una ciudad como San Francisco en vísperas de la Navidad. Todo el mundo parecía tener que comprar algo por aquellas fechas.
La lluvia caía a torrentes, como si hubieran abierto las esclusas de una gigantesca presa. En alguna parte, el cataclismo líquido debía haber causado una avería en las líneas de luz, porque los faroles se habían apagado hacía ya quince minutos y todo semejaba una masa negra, sin formas ni contornos. Sólo al final de la callejuela, al otro lado de las vallas metálicas que circundaban el campo de aviación, refulgían, mortecinas a causa de la espesa lluvia, las luces de situación. Había algunos coches apareados a lo largo de la calleja. Sobre las carrocerías, la lluvia crepitaba arrancando una extraña sinfonía que se mezclaba con el fragor del agua y el chapoteo sordo de las cloacas.
El aparato parecía haber recibido una mordedura en el vientre y daba la sensación de que se encogía. Habían descendido mucho desde que notaron la primera embestida. Algo iba mal en los motores. Rateaban, los dos lo mismo y de pronto callaron. —¡Vamos a planear!… ¡Pero usted láncese, Carver! ¡Que quede uno para contarlo!
Se levantó un rumor de marea en la sala cuando abandoné el estrado de los testigos. Como ya había experimentado otras veces, las miradas que se clavaban en mi eran dardos cargados de desprecio.
Atravesé la valla y eché a andar por el estrecho pasillo. Las cabezas se volvían para verme, y, a pesar de que yo mantenía la vista al frente para no tropezar con aquellos ojos, me daba perfecta cuenta de que, quién más quién menos, estaba comparándome con una mofeta.
Llegué a la puerta de salida en el momento en que se declaraba cerrada la vista. Salí, y mientras se cerraban las puertas a mis espaldas el rumor creció hasta cesar bruscamente cuando se cerraron del todo.
Un hombre estaba apoyado en la pared, fumando. Levantó la cabeza y sonrió.
Herr Paggan fumaba una larga pipa de porcelana, artísticamente construida, y lo hacía con profunda concentración, sumiéndose de lleno en la fascinante tarea de saborear el humo del tabaco, alternándolo con algunos tragos a la cerveza contenida en un enorme jarro, que parecía hacer juego, por los dibujos y relieves, con la pipa. Le miré sorprendido. Paggan había pronunciado la frase sin asomo de ironía, Era un hombre cincuentón, vigoroso, de pelo muy rubio y los ojos intensamente azules, con la tez requemada por el sol de las montañas austríacas.
—Lo siento, Doug, pero queda despedido. Y como si el decir esto hubiese sido algo superior a sus fuerzas, mi jefe se recostó con indolencia en su asiento. Era muy natural. Había faltado a mi obligación, largándome sin pedir permiso a nadie. Allí no solía consentirse que los redactores se tomasen las vacaciones por propio impulso. Había perdido mi empleo en el «Journal». Tomé la cosa con filosofía, y dando media vuelta salí del despacho de mi director.
El local era demasiado grande, con demasiada luz y demasiados espejos alrededor que aumentaban ficticiamente la perspectiva. Apenas si había una docena de clientes entre las mesas y el bar, pese a que la una de la madrugada había quedado atrás en todos los relojes. Una pequeña orquesta de negros hacía esfuerzos desesperados para infundir animación al ambiente sin conseguirlo. Las pocas parejas que seguían el ritmo en la pista lo hacían con desgana, igual que si estuvieran cumpliendo una obligación.-
Un indio, vestido de blanco, con zapatillas del mismo color, cubierto con el clásico sarape o capote de monte mejicano, que masticaba sin cesar hojas de «coca» para, privando a la planta de sus nervios, hacer una bola y, mezclándola con cal, precipitar la cocaína, noche tras noche llamaba la atención a Peter Cochano, habitual contertulio a «El As de Trébol», una taberna con pretensiones de «nigth-club». Siempre le encontraba al entrar. ¿Cómo conseguía los fondos para que no le faltara el toxicó? El indio no reparaba en lo que sucedía en torno suyo. Sentado en la acera, con la espalda apoyada en la pared, sacaba del bolsillo hojas frescas que añadía a las masticadas. Sus movimientos eran los de un autómata.
Una ligera neblina difuminaba los contornos de los objetos y abrillantaba el asfalto con su humedad. De cuando en cuando, un soplo de viento aclaraba el ambiente, pero a poco, la neblina, con insidiosa lentitud acababa por enseñorearse de la noche y las casas y las pocas personas que circulaban en aquellos momentos por la calle volvían a adquirir de nuevo su aspecto irreal y fantasmagórico. El rumor de un coche que se acercaba al extremo de la calle rompió de pronto el opaco silencio. Se oyó claramente el siseo de las gomas al rodar por encima del reluciente asfalto y sus faros apuñalaron la neblina, semejando las pupilas de un animal monstruoso que salía de su cubil por las noches para buscar sus piezas de caza. El automóvil se detuvo al fin frente a un edificio aislado, rodeado por un pequeño jardín enmarcado por una valla baja de madera pintada de blanco. Junto a la puerta se hallaba el poste que sostenía el buzón para el correo del dueño de la mansión, en uno de cuyos lados se veía el nombre y el número de la calle.
—Desde que estamos aquí, has mirado el reloj un centenar de veces, muchacho. ¿Tienes alguna cita? El vozarrón de Leo Brown sobresaltó al barman, que nos miró con cierto reproche. Yo solo dije: —No se trata precisamente de una cita, pero quiero estar en casa a las diez en punto. Brown hizo una mueca de disgusto y bebió los restos de su whisky. Sobre el fondo del vaso tintinearon los trozos de hielo que todavía quedaban. Abandonó el vaso y refunfuñó: —Tú llegarás lejos, OʼNeil. Tienes la rigidez de los horarios de servicio metida en la sangre. Apuesto a que aspiras llegar por lo menos a fiscal de distrito.
La víctima se hallaba sentada en un sillón, de espaldas a la puerta. Era una muchacha rubia, muy bonita y de formas agraciadas, y observaba una actitud apacible, como si estuviese esperando a alguien, sin demasiadas prisas o escuchando con deleite algún concierto por la radio. El sillón estaba situado casi en el centro de la estancia, aunque lo suficientemente cerca de un ventanal, para que la muchacha pudiera ser vista desde los pisos del edificio de enfrente, separados por una distancia de unos veinticinco o treinta metros. Acababa de anochecer y la luz estaba encendida, por lo que podía verse con toda facilidad lo que sucedía en la estancia.La puerta se abrió sigilosamente. Un hombre entró. Tenía los hombros encorvados, cojeaba de una manera pronunciada y se apoyaba en un bastón para caminar. Pese a todo, el detalle más significativo de su aspecto era el mostacho y la perilla estilo mosquetero, de pronunciado color negro, que adornaban su rostro.
DE haber estado durmiendo —aunque tenía el sueño muy ligero— es posible que Luis de Soto no hubiera oído el leve ruido al otro lado de la puerta de su habitación. Pero como no estaba dormido —a pesar de ser más de las dos de la madrugada— sí que lo oyó. Levantando la vista de la novela con que buscaba llamar al sueño, miró hacia la puerta. Alguien estaba hurgando en la cerradura con sumo cuidado. Ahora bien; cuando a tales horas de la madrugada alguien intenta abrir la puerta de un departamento de hotel en París o en Shanghai, no suele ser con el exclusivo objeto de llevar un ramo de flores a su ocupante. Luis de Soto lo pensó así y obró en consecuencia.
Los dos sepultureros comenzaron a tirar paletadas de tierra dentro de la fosa. La tierra resonó como un repiqueteo sobre el ataúd. Nadie se movió y cuantos estábamos asistiendo a la ceremonia teníamos los ojos clavados en el agujero dentro del cual iba a pudrirse el que había sido brillante periodista. El pastor, tras su panegírico sobre la muerte y el difunto, inició una plegaria. Algunos la siguieron, otros continuaron mudos, inmóviles. El sol caía cual fuego líquido, sobre nuestras cabezas. La brillante luz se le antojaba a uno falta de respeto hacia el muerto. Saqué mi pañuelo y lo pasé disimuladamente por el cuello. El calor era de castigo. La tierra seguía cayendo sordamente dentro de la fosa. El pastor dio por terminada la plegaria y los asistentes al entierro iniciaron el desfile. Yo seguí todavía unos minutos más allí, pensando en Jerry Haldane, en su condenada pluma y en la borrascosa amistad que nos había unido.
Casi dos meses. Habían transcurrido casi dos meses y todavía no me había acostumbrado a la extraña sensación de la libertad. Sin ningún esfuerzo, podía recordar cada hora, cada minuto, cada segundo de aquel día; las despedidas, los comentarios, las miradas de los hombres que habían compartido mi encierro durante años, cargadas de nostálgica envidia, algunas con el brillo húmedo de las lágrimas apenas contenidas. Luego, las recomendaciones del alcaide, las sonrisas de los guardianes al estrecharme la mano, como un homenaje a mi buen comportamiento… Y el sol. El sol que cayó sobre mí tan pronto crucé la puerta del penal.
Vista desde el aire, Raramaui parecía un enorme violoncelo verde, al que se hubiese desprovisto del mástil con las cuerdas y las clavijas y luego se hubiera arrojado al mar, de un azul deslumbrante, manchado de blanco en la línea de la costa, frecuentemente bordeada de arrecifes, contra los cuales rompían las olas que venían de muy lejos. Escorzando un poco la cabeza, Flash Del Río pudo captar la larga faja amarillenta que era la pista de aterrizaje, situada en la base del violoncelo, allá donde, por el sur, terminaba la Central Range, la ridícula cordillera que era el nervio y la espina dorsal de la isla y cuya cota máxima, el Blue Peak, (Pico Azul), no rebasaba los 450 metros.