Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
El llamado Mills obedeció, aunque refunfuñando. Taylor y él fueron a sentarse a la mesa que había al lado del otro grupo, donde no conseguían ponerse de acuerdo tampoco. La conversación entre éstos y Taylor fue iniciada de un modo accidental. Había que tener un local para vender las reses que los cazadores irían matando. De las otras sólo aprovecharían las pieles, que era lo que en el Este tenía valor.
Se puso muy colorada Betsy, al oír hablar así al vaquero. Miró a Jerry, pero éste miraba en otra dirección, y no se dio cuenta. Salieron del bar en que se hallaban, y se encaminaron al almacén de Pamela, siguiendo las instrucciones que les había dado el vaquero. Ante la puerta del almacén había dos mujeres, apoyadas en el quicio de la misma. Les miraban con esa indiferencia de las personas acostumbradas a ver extraños.
Más de dos horas estuvieron hablando los dos solos, ya que la muchacha salió ante el temor de ser sorprendida por su padre. Y Joe dijo no interesaba enfadarle. Más que convencido de la inocencia de Tom, salió Joe de la prisión. Marchó al hotel, donde al descender del tren había solicitado habitación y dejó su equipaje. Cuando había caminado unas cuarenta yardas, se dio cuenta que le seguían dos vaqueros.
El tren se detuvo lentamente. Tratábase de un apeadero, ya que no había más edificación que la ocupada por el jefe de estación. En cambio, a unas doscientas yardas, había un pequeño pueblo. Al que debían pertenecer los curiosos que estaban mirando al tren. Y de éste, descendió un joven vestido elegantemente, que miraba en todas direcciones. Junto a él una enorme maleta.
Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
Maxwell, con sus cincuenta años cumplidos, resultaba aún un tipo de hombre digno de la pléyade de colonizadores que se establecieron a lo largo de la llamada ruta del Oeste, aquella famosa ruta de caravaneros, que partiendo de San Luis o Independence, atravesaban los estados de Misuri y Kansas, para penetrar en Nueva México por las divisorias de Colorado y Oklahoma y terminar en la famosa ciudad de Nueva México, tras un dramático recorrido de más de dos mil millas, luchando con las inclemencias del tiempo y la hostilidad trágica de los indios.
TED Golwing galopaba desesperadamente por las ásperas estribaciones del monte Gerónimo, dejando a su espalda el peligroso vano que se abría desde Flagstaff, en la línea del Sud Ferrocarril, en una distancia de veinte millas que había recorrido pidiendo a su caballo el máximo de velocidad y resistencia. Los cascos del poderoso animal rebotaban sobre el esquisto, levantando chispas al clavarse en ellos fieramente y el jinete, rabioso, seguía espoleando a su pobre montura para alcanzar cuanto antes el intrincado laberinto de cañones y cortadas, donde la cuadrilla de su jefe, el más que popular forajido, Elk, «Mano de Acero», tenía su inexplorable guarida.
JONATHAN Burcley, gozó durante la última etapa de su azarosa y espectacular vida, un apodo irónico que la mitad de los habitantes de San Francisco de California, le adjudicaron a fines del pasado siglo y que, de un modo justo, le acompañó hasta la tumba, en compensación a haber abusado de la frase en sentido irónico para los demás. Se le conocía por Jonathan Burcley, «Descanse en paz», frase que pasó a ser del dominio público a través de sus labios. Era la oración fúnebre que siempre tuvo para sus víctimas, las cuales, según testimonios ajenos, fueron bastantes.
LULIO de 1855. El pueblo de Lawrence en Kansas, situado a unas cuarenta millas aproximadamente de la frontera de Missouri, empezaba a surgir fuerte y vigoroso en virtud del espíritu tenaz y emprendedor de los colonos que, procedentes del Norte, habían ido a establecerse a pocas millas de la divisoria del Estado vecino, no para vivir una existencia mansa y bucólica, sino para sufrir todos los sobresaltos de una embrionaria y encubierta guerra civil.
El extraño caso que más tarde la gente dió en llamar «El caso de las tres horcas», pero que en su desarrollo fue «El caso de las tres sombras», resultó algo dramático, que tuvo con el alma en un hilo a todos los habitantes de Elk City, en Oklahoma y que sólo fue resuelto de modo trágico, gracias a la valentía, la audacia y la sagacidad de Van Clinton, quien tomó a su cargo el descubrimiento de la infame asociación, a causa de la trágica muerte de su hermano Tony, víctima de «Las tres sombras», por haber intentado también desentrañar el incógnito.
Jack leyó por dos veces el aviso y sintió un frío especial en la médula. Aquel caballero a quien el destino le había concedido un patronímico como el suyo, debía ser una fiera carnicera, peor que un oso enfurecido o que un tigre con sarna. Jack se notó molesto leyendo el aviso y hasta instintivamente llevó las manos a los dos pesados colts que pendían de su estrecha cintura, pero las retiró como si hubiese tocado un hierro ardiendo.
El trabajo que realizaba Edson Rainer era peligroso y estaba muy mal pagado. Edson lucía sobre el pecho la estrella de comisario del sheriff y cada noche tenía que enfrentarse a la violencia con su propia violencia. Un mes antes estuvo dispuesto a devolver aquella insignia porque ocurrió algo que no le gustó nada.
Era difícil el puesto de sheriff en el pueblo. Había que ganarlo a pulso. Primero con los votos de los ciudadanos, y después con eficiencia, audacia y destreza con las armas. Sandy había sido elegido por dos veces consecutivas. La primera porque fue el único candidato que se presentó a las elecciones. Nadie quería ocupar un cargo donde había que ganarse el sueldo a pulso, haciendo frente al peligro casi de un modo continuo.
Llevaba los revólveres al estilo de los gun-man. De la silla de montar colgaba un rifle. Una manta y el menguado saco de provisiones completaban el equipo. Durante algunos instantes permaneció inmóvil, intentando decidir sus próximos pasos. No había nadie que le esperase ni lugar alguno al que deseara regresar. Estaba solo, total e irremediablemente solo./p>
EL ambiente en el almacén de Boogh era tan espeso que, según expresión gráfica de Allormy, el granjero, «las palabras se clavaban en él».
Aquello podía tomarse como una declaración importante, porque Allormy era Beaverly Sun City un hombre de categoría, que pensaba las frases lo mismo que los pasos.
PASADAS las horas del mediodía, apenas si transitaba ya nadie por las retorcidas y sinuosas calles de Shaddock, huyendo de los quemantes dardos que un sol de fuego suspendido sobre sus cabezas lanzaba a plomo sobre la tierra en una acometida brutal, desconsiderada.
ERA una semana de sorpresas para Rory Stacy. Indudablemente que lo era.
Hacía sólo una semana que el muchacho se encontraba tan feliz en el rancho del Humboldt, en Nevada. En ese rancho donde prestaba sus servicios como simple «cow-boy», con un sueldo de 40 dólares al mes, comida y alojamiento en el galpón del equipo.
Sí, sólo una semana.
Y ahora estaba en otro Estado…
En el Estado de California, vecino al de Nevada.
Y aquella ciudad, Sacramento, era la población más grande y populosa que nunca hubiera visto.
Y aquel hotel…
MESA Brava estaba situada en la falda de una colina amarilla.
Sus últimas casas alcanzaban una hondonada por la que discurría un pequeño riachuelo y desde allí, hacia el sur, partían un buen número de granjas, siguiendo una cadena de sucesivas lomas y algunas colinas escarpadas color cobre.
Richard Stabber se quitó la gorra, rascándose la nuca. Se había afeitado y su rostro sin barba acrecentaba la violencia de sus rasgos delgados.
—Mesa Brava, Mike —apuntó con simplicidad.
Mike Tither hizo caminar a su montura hasta emparejarla con la de su compañero. Se pasó la mano por la boca y miró en torno no sin cierta sorpresa.
ERAN tres hermanos.
Estaban alrededor de una destartalada mesa contemplando entusiasmados los cuarenta mil dólares.
—Creo que hemos hecho lo más conveniente —dijo Albert Perkins, el hermano mayor.
—Seguro —rió Edward.
Albert y Edward se llevaban dos años. Físicamente era muy parecidos. Fuertes, musculosos y de facciones correctas ocultas tras espesas barbas. Un par de pesados revólveres del 45 pendían de sus respectivos cinturones canana.
El tercer hermano permanecía silencioso, con un cigarrillo a medio consumir entre sus finos labios. Era el más joven. Tenía veintiocho años. Al contrario que sus hermanos, era amante del aseo personal.