Todo en Dean Wyler engañaba. La mayoría se dejaba influenciar por su rostro aniñado, sin percatarse del peligroso brillo de aquellos ojos azules. Unos ojos donde se reflejaba la mismísima muerte. Ante ellos habían desfilado infinidad de cadáveres.
Aquella mañana, como casi todas, Amita Daniell había salido muy temprano de su rancho, y en su carrito de compras, tirado por «Felipe», recorría el pintoresco sendero del pueblo, aquel camino estrecho y largo que serpenteaba por el llano y atravesaba el poblado, perdiéndose después en las lejanas cumbres.
ANDREWS Wydden se halló, de pronto, con la sensacional sorpresa, de que era rico. Una herencia inesperada acababa de ponerle en posesión de una inmensa fortuna. Lo supo aquella mañana, al abandonar el rancho donde trabajaba como vaquero. Se dirigía hacia el pueblo en busca de diversiones cuando se tropezó con el automóvil de Taylor Howe. Taylor Howe era el notario de Annawill, un pueblecito de Montana.
Turk Miller acabó de limpiar y engrasar sus armas. Era un hombre alto, de caderas estrechas y anchas espaldas, característica de los hombres que pasan la mayor parte de su vida sobre la silla de sus caballos. La nota más sobresaliente de sus facciones, correctas, la daban sus pálidos y penetrantes ojos en su tez morena. Clenn Hetch, a su lado, acabó también de limpiar y engrasar sus armas. Un pesado rifle 'Sharp' y dos 'Colts' de calibre 45. Clenn tenía bastante más edad que su compañero. Su rostro, extremadamente alargado, mantenía siempre la expresión más lúgubre que pueda imaginarse.
La escuela de Carsten City se hallaba muy concurrida. Se habían reunido en la mayor de las aulas. Todos los pupitres, ocupados. Ninguno de los presentes bajaba de los veinticinco años de edad. Hombres de poblada barba y ademanes violentos. Con aspecto de mineros. Hombres rudos, que desentonaban en el aula de una escuela.
Los cinco hombres estaban sentenciados. Lo sabían. Sabían que les quedaban pocas horas de vida. Tal vez minutos. Sin embargo estaban dispuestos a morir. Con las armas en la mano. Por ninguno de ellos pasó la idea de una posible rendición. No. Hombres como aquéllos mueren, pero no se rinden.
La acción se inicia con Lord Gregoryn, un hombre de avanzada edad, años atrás un osado explorador, que hoy se encuentra aterrorizado por una supuesta maldición que persigue a todos los que hace años participaron en una incursión en Africa de la que volvieron con una valiosa joya robada de un templo bantú que representa al ibumbuni, una criatura de la mitología africana dotada una poderosa cola con la que sujetaba a sus víctimas hasta matarlas.
Cada uno de los tres hombres –Gregoryn, Thompson, y Burkon- que volvieron de esa infame expedición, de la que nunca quieren hablar y que preferirían olvidar, conserva una parte de la sagrada joya, y todos y cada uno de ellos han sufrido a lo largo de los años una serie de desgracias que sólo con los años han ido asociando a la maldición.
Gravemente enfermo, convencido de que en breve morirá a manos del ibumbuni, al que constantemente oye rugir desde el interior de la caja fuerte donde guarda su fragmento de joya, Lord Gregoryn decide encargar a su hijo, el apuesto y valiente Joe Gregoryn, que devuelva la joya a su ubicación original, a la sombra del Kilimajaro, con el fin de acabar con la maldición.
>Con los dos fragmentos que le entregan su padre y Thompson –cuyo hijo lleva desaparecido años- debe dirigirse a la bahía de Ungama (Kenia), donde vive Burkon, el tercer componente de la expedición original, para que le entregue el tercer fragmento de la joya, y desde allí ir a buscar un cuarto trozo que fue escondido en una gruta en el corazón de la jungla por uno de los nativos que servía de guía a la expedición.
Comienza así desde Southampton un viaje en barco plagado de peligros, donde el protagonista, acompañado de una letal caja donde guarda los fragmentos de la joya, compartirá travesía con cuatro enigmáticos personajes: Helen Custer, una bella joven que tiene la intención de robar la joya, para lo que intenta seducir a Joe; Emil Golding y Alma Bradford, una pareja de supuestos cafeteros que también intentan hacer amistad con Joe con pérfidas intenciones, y Gordon Mac Lean, un polizón huido de la justicia, que chantajea a Helen obligándole a compartir camarote con él.
Un viaje en el que los protagonistas conocerán el miedo, la traición, y por supuesto, el amor, como mandan los cánones.
En el campamento del «americano», como conocían vulgarmente a Fulton Bruce, había un gran movimiento esa mañana, antes de salir el sol, cosa que ese día no iba a verse porque una de las frecuentes tormentas lo impediría. Siempre que se presentaba una de estas tormentas, había una gran efervescencia en el campamento para proteger los víveres de la lluvia y la serie de utensilios que llevaba para su trabajo al que iba destinado.
El dardo, al clavarse en uno de los árboles inmediatos a Harry Lamborn, produjo un ruido vibrante, estremecedor. La caravana se detuvo y todos miraron espantados la lanza pequeña, arrojadiza. Una liebre saltadora cruzó como un meteoro por entre las piernas de Alicia Collins, quien no pudo contener un grito de terror, al que siguió un comentario con voz no muy firme:
—No es nada. Tengo los nervios deshechos y…
Un joven de unos treinta años, muy alto y en cuyas manos llevaba un rifle en disposición de disparar, tranquilizó a la muchacha...
El avión volaba rítmica, plácidamente. Arriba un estallido de luz azul, cegadora. Abajo, un infinito mar amarillo, deslumbrante, como recién salido del tubo de pintura. Entre los dos únicos colores, el azul del cielo y el amarillo del sahariano desierto, la máquina humana, repleto su vientre de ejemplares idénticos a los que la habían construido, era la única nota discordante en plata y zumbido de motores. Un zumbido que se extendía en invisibles esferas durante kilómetros y kilómetros de inacabable soledad, llenando esta con las conmociones de la atmósfera provocadas por las continuas y vertiginosas revoluciones de las dos hélices, convertidas en refulgentes discos, del «Dakota» norteamericano de transporte.
Quiero dar las gracias a quienes, con el ruego de no dar su nombre, me han permitido revolver en sus valiosas bibliotecas y han puesto a mi disposición las notas personales, tomadas de sus viajes a África Central con objeto de cazar fieras. Uno de estos amigos, gran conocedor de aquellas tierras ha dado conferencias y publicado libros a este respecto.
Todo sucedió con tan increíble rapidez que Margaret Langley y Donald Cookman no tuvieron tiempo de lanzar un grito de espanto. El profesor Raymond, que marchaba a la izquierda del guía de la expedición, fatigado por el tremendo esfuerzo de caminar por un terreno pantanoso, apoyó su diestra en el tronco de un árbol. Una serpiente de anteojos, que se hallaba agazapada en las ramas bajas, molesta, por la presencia inmediata del hombre o temerosa de ser atacada, movió rápidamente la cabeza, “en golpe de hacha”, según frases de los indígenas, para asestar a Raymond Langley una pequeña mordedura en la mano izquierda, desapareciendo enseguida de la vista de los miembros del safari.
Toinette La Motte contemplaba desde la puerta de su casa, la plantación que desde allí se dominaba en gran parte, y el río que frente a ella desfilaba rugiente, engrosado por las intensas lluvias de aquellos dos días.
Se estaba haciendo de noche y sus criados, todos negros, empezaban a encender las luces.
La del día iba cambiando de tonalidades hasta convertirse en una mancha levemente sonrosada, en la que surgían pinceladas oscuras con gran rapidez.
La lluvia tenía la virtud de llevarse miríadas de mosquitos, lo que permitía que los mosquiteros pudieran permanecer levantados.
Un rinoceronte es una fiera de más de dos toneladas que, visto de cerca inspira cualquier sentimiento, menos cariño maternal. Quizás fuera ese el motivo por el cual mi cliente, Bruce Látimer, se pusiera nervioso hasta el extremo de descerrajar la cabeza, con un tiro de rifle, a uno de los porteadores negros de la safari, que se encontraba a más de veinte metros del animal.
—¡Marisa! ¡Marisa!
La voz bronca de Harold Tuner espantó a una bandada de pájaros de vistosos colores que se habían posado en la pequeña explanada que daba acceso, desde el bosque, a la casa de troncos, en cuya puerta, con expresión inquieta, hallábase una mujer cuya edad frisaba en el medio siglo.
—Esa chica acabará dándonos un serio disgusto. Tú tienes la culpa de ello, Harold, por haberla educado igual que a un muchacho.
—Todos estos son los documentos que se han podido reunir, después de varios siglos de minuciosa búsqueda, en los archivos de El Cairo y Alejandría sobre la «expulsada de Tebas». Es como ves, una labor paciente de toda una generación de «ratas de biblioteca». Mi abuelo aseguraba que sabía perfectamente dónde se detuvo la embarcación que llevaba a la belleza de Tebas con su carga de alhajas como no se ha vuelto a ver otras en el mundo de igual belleza y valor. Las primeras leyendas, como verás si tienes paciencia para leer todo eso, aseguran que llevaba todas las fastuosas alhajas de los Ramsés. Y esto no se niega en ninguna de las leyendas que siguieron.
EL hechicero, vestido extrañamente con ropas entre las que predominaban las pieles de animales salvajes, alzó ambos brazos echando la cabeza hacia atrás con tanta violencia que los que integraban el safari dirigido por el profesor Arthur Evatt temieron que el cuello del negro se quebrase o que fuera víctima de un ataque epiléptico.
En una fiesta benéfica de Palm Beach, en Florida, comenzó lo que había de convertirse en un dantesco asunto que costaría varias vidas a millares de millas de la playa elegante de los Estados Unidos.
Las elegantes damas que se encuentran periódicamente en la célebre playa de Florida, estudian el modo de allegar fondos para instituciones de caridad y que al mismo tiempo les permita divertirse.
Las fiestas que con tal motivo se organizan, son de lo más variado, ya que el ingenio humano es ilimitado.
Las mansiones que cuestan miles de dólares abren sus puertas a los invitados, que a la hora de la tómbola sienten saqueados sus bolsillos.
El fugitivo se detuvo entre los matorrales, para contemplar el poblado que se alzaba junto al río. Por un momento, sintió un profundo alivio al contemplar los edificios de madera con sus techos de paja y las amplias cercas donde se encerraban las fieras.
En torno a ellos, se extendía la selva, tupida y absorbente. El sol brillaba sobre el poblado, extendiendo sus cálidos rayos que aturdían los sentidos. El fugitivo se tendió en el suelo. Estaba hambriento y fatigado. Pero bajo su reluciente piel negra se extendían los músculos duros y potentes. En su semblante de facciones achatadas brillaban la astucia y la decisión.
Las hogueras iban apagándose lentamente sin que los dos blancos, un hombre y una mujer, y los negros que como porteadores, formaban parte del safari, repararan en el enorme peligro representado por las numerosas fieras que merodeaban en torno al campamento situado en las estribaciones de los montes Muchinga, cerca del río Luangua, en territorio del Nyasa... Conforme las llamas decrecían, los rugidos de los animales carnívoros percibíanse más cercanos y en la oscuridad, entre los árboles inmediatos al claro del bosque, brillaban los ojos de los felinos al acecho de sus presas.