Afortunadamente, entraron dos parroquianos y el gordo calló, para atenderlos. Bebí otro sorbo para celebrar el silencio. Al otro lado de la barra otro tipo me imitó, hizo una mueca, estremeciéndose, y me devolvió la mirada. Era un fulano de rostro tostado, con barba de tres o cuatro días y cabello revuelto. Tenía unos ojos grises empequeñecidos por el alcohol y me miraba tan fijo que daba la sensación de estar preguntándose quién demonios era yo.
Cuando Doug Wrigth llamó a la puerta de la oficina de Stanley Wilding, se preparó, dispuesto a entrar como fuese. El joven sabía bien que Budy Roscoe, el gorila que tenía Wilding como guardaespaldas, no le dejaría entrar y que le echaría la puerta a las narices. Y se preparó para evitar que pudiese suceder tal cosa. Tardaron bastante en abrirle y cuando lo hicieron fue tomando precauciones. Apenas Roscoe entrevió al visitante, cargó contra la puerta para cerrarla, pero llegó tarde. El pie de Doug quedó clavado en la abertura como una cuña.
Los dos hombres miráronse con seriedad en el amplio y lujoso despacho, mientras, acomodados en los sillones del tresillo, guardaban silencio. Uno de ellos tendría setenta años y, su rostro, de líneas duras, evidenciaba un carácter enérgico. Sus cabellos eran blancos y escasos, principalmente en la nuca. Vestía un batín azul y llevaba anudado al cuello un pañuelo de seda.
Acababa de leer el periódico de la tarde cuando sonó el teléfono. Había pasado más de una hora desde que el gran edificio dedicado por entero a oficinas había quedado silencioso, con los despachos cerrados y desiertas. Solo el aburrimiento y el diario habían hecho que yo siguiera allí todavía.
El teniente se levantó del sillón y alargó su mano. Se la estreché y él dijo: —Celebro que estés de vuelta, George. Quizá esas vacaciones te hayan servido para sentar la cabeza en su lugar. —Seguro. Deberías hacer un viajecito como ese alguna vez, Erny... —Tal vez siga tu consejo. Esos países sudamericanos me encantan, aunque solo los conozca por referencias. —En mi vida había gozado tanto —dije, recordando fugazmente los días pasados—. No será la última vez que vaya...
El edificio era una delirante pesadilla de alucinado. Sin la menor duda, habían conseguido con él dejar boquiabiertos a todos los transeúntes que tuvieran la desgracia de mirarlo, pero, al mismo tiempo, lograron con su erección que cualquiera fuera capaz de recordar dónde estaban ubicadas las oficinas de la World Film Corporation. Nadie podía olvidar semejante monstruosidad una vez vista. Detuve mi convertible en un lugar asombrosamente libre, frente a la entrada. Unos discos indicadores advertían que el espació estaba reservado a los directivos de la compañía. Yo no era ningún directivo, pero me había llamado el máximo mandamás de Hollywood, así que no había necesidad de andarse por las ramas. Caminé a través de la media milla de acera hasta la entrada monumental, la crucé, me detuve en el gigantesco vestíbulo de mármol negro y encendí un cigarrillo, mirando a mi alrededor con asombro.
Arthur Murray se colocó un cigarrillo entre los labios despreocupadamente. Lo encendió y tras lanzar una bocanada de humo cogió el vaso, dispuesto a probar el whisky. Entonces su mirada tropezó con la del hombre. Éste le había llamado la atención poco antes, aunque sin hacerle el menor caso. No se hubiera acordado de él, de no tenerle a su lado y sorprender sus ojos fijos en él.
Realmente, todo comenzó aquella noche de verano, asfixiante, en la que Burnett me encontró en «La Esquina», transpirando y aburrido. Si ustedes conocen Nueva York ya sabrán la clase de noche a que me refiero. El calor se desploma sobre uno como una masa de plomo húmedo y chorreante. Hace tanto calor, y tan pegajoso, que hasta la piel le molesta a uno al menor movimiento. Burnett era un tipejo esmirriado, delgado y macilento, con una piel transparente que daba pena. Pero era astuto y siempre tenía ideas con las que sacar algún dinero. Aquella noche, después de encender un cigarrillo, preguntó: —¿Quieres ganarte uno de cien, Tony?
El auto rodaba a una marcha normal por la autopista. Una sola persona viajaba en su interior. Tenía unos treinta y cinco años y era de físico muy agraciado. En el momento actual, Walter Braddalon se sentía sumamente contento. Una dama, que durante algún tiempo, se había sentido particularmente reacia a aceptar sus galanteos, se había rendido al fin.
En la sala de conciertos de Andrew Carnegie se habían dado cita las figuras más destacadas de Nueva York No pocos políticos, financieros y diplomáticos se trasladaron desde Washington y otras poblaciones para escuchar a Giovanni Melotti en el único concierto que dirigiría en los Estados Unidos. El eminente músico pensaba ir a Europa para refrendar, mía vez más, su indiscutible genio.
Max Basehart, pianista mundialmente famoso por su «Sinfonía Espacial», es también todo un conquistador a pesar de la ceguera provocada por un accidente. Envidias y conflictos de intereses económicos y sentimentales llevan a su cuñado Robert Bennett a atentar contra su vida, la de su secretaria, el marinero mexicano que los acompañaba y su perro Mystic. Confabulado con Madga, esposa de Basehart, ambos denuncian la desaparición de Max a las autoridades… Sin embargo, pronto los problemas empiezan a multiplicarse. Basehart parece estar haciendo extrañas visitas post mortem a su viuda y hermana de Bennett y el perro Mystic aparece sano y salvo. Lund, íntimo amigo de Max Basehart, se propone llegar al fondo de un turbio asunto lleno de recovecos.
Ernie Holker pegó la espalda en la pared y miró hacia el vigilante situado a corta distancia, pero que en aquellos momentos no se ocupaba de ellos. Luego, a los dos hombres que tenía delante. Eran jóvenes, pero muy distintos. Sam «Lightfingers» Prowsett, de treinta y dos años, alto, delgado, de cabellos rubios y cara afilada, ojos claros y boca fina, estaba cumpliendo una condena de doce años por robo con lesiones. Joseph «Rough» Leskowitch, de veintiocho, cumplía veinte por homicidio. Ambos tenían a sus espaldas un interesante historial. Ahora permanecían muy atentos a sus palabras. El propio Ernie «Dum-Dum» —Ernie para sus amistades y la policía— estaba considerado como uno de los inquilinos más importantes de San Quintín. Se había librado de la cámara de gas únicamente a causa de la destreza de su abogado y la desaparición muy oportuna de cierto testigo de cargo, pero cumplía cadena perpetua por homicidio en primer grado. Contaba treinta y siete años, era alto, fuerte, de duras facciones y fríos ojos negros. Había ido a la Universidad y fue teniente de «marines» en Corea hasta que alguien reveló en un periódico que solía convertir en balas «dum-dum» los proyectiles de su pistola y su metralleta. Eso le costó un Consejo de guerra y la pérdida de su graduación, más cierta permanencia en una prisión militar, dejándole el apodo y también un profundo rencor hacia la milicia en particular y la sociedad en general. Puesto en libertad y desmovilizado, no había tardado en demostrar sus sentimientos, culminando con el asesinato a sangre fría del periodista que lo descubrió, asesinato que no le pudieron probar, aunque centró sobre él la atención de toda la Prensa del país. Gracias a eso, meses más tarde era capturado, convicto de un nuevo crimen de sangre, y recluido en San Quintín, donde gozaba de mucha consideración entre sus camaradas.
Hay pocos días en la vida de un niño que no dejen en él un recuerdo que perdura en su mente durante un tiempo. Para el chiquillo, al que la vida se abre ante sus ojos como un maravilloso misterio, todo es nuevo, todo debe ser estudiado, experimentado. Todo merece su atención. Y lo recuerda, piensa en esas novedades que sólo lo son para él, y luego las olvida, cuando otra cosa más excitante remplaza a lo ya conocido. No obstante, Jimmy Shurk no olvidaría jamás aquella noche, por años que viviese. Jimmy había cumplido recientemente los ocho años, lo cual le confería, ante los ojos de sus amiguitos más pequeños, una categoría casi matusalénica.
LA ausencia de luz era total, absoluta. La negrura la sumía en una terrible incertidumbre. Sus ojos trataban de horadar las tinieblas, pero no podía ver nada. Quizá nada existía. Ni ella misma. Solo aquella espantosa negrura húmeda que la envolvía como un sudario, una mortaja impalpable. Con los ojos cerrados, suspiró y luego los abrió. Siguió sin ver nada. La lluvia continuaba empapando su impermeable. El agua de lluvia y el sudor de angustia resbalaban a lo largo de sus mejillas. Notó que las palmas de sus manos estaban demasiado frías…
Janet Hogan terminó de ordenar pendientes en el amplio escaparate de la joyería. Su jefe, un rumano evadido de su patria, Lascar Bratiano, la miraba desde la caja con expresión satisfecha. La jornada había sido magnífica, con una venta superior a los cincuenta mil dólares, y aún faltaba una hora para el cierre del establecimiento, situado en Cedar Street, frente a la Clearing House, en las inmediaciones de Broadway. El negocio prosperaba y, justo era reconocerlo, debíase en gran parte a la amabilidad y al don de gentes de Janet Hogan. Lascar Bratiano le daba, a título de gratificación, el cinco por ciento de los beneficios, con lo que ella podía vivir lujosamente, frecuentando los mejores círculos sociales de Nueva York. La mujer puso en la amplia vitrina la bandeja de terciopelo negro y regresó al mostrador para atender a un caballero que acababa de entrar en la tienda. —¿Qué desea? —Decirle que es usted preciosa y…
Jessy llenó las tazas de café y ofreció una a Clive Dalton. Éste dijo: —¿Dónde está Tora? —No lo sé, Clive. Confieso que estoy inquieta por él. Pasa todo el tiempo fuera de casa… Y nunca me dice dónde va. —Ha transcurrido una semana desde el proceso. Ya debería haber comprendido que él no puede cambiar nada. Sorbió su café. Los grandes ojos rasgados de la muchacha, no se apartaban de él. —Clive… —Dime. —¿No se puede hacer nada?
Su nariz era una gárgola y, al darle fuego el otro surgió del mechero de gas una llama demasiado grande. Stransberry tuvo que echar atrás la cabeza para salvar la nariz. —¿Es que quiere señalarme, Hasson? —preguntó, mirando furioso al que sostenía el encendedor. Los dos estaban excitados. Ya llevaban media hora diciéndose cosas desagradables. Stransberry era el gerente artístico de la productora de films para la televisión. Hasson, guionista.
La voz de Cinderella Jones era dulce y cálida como un arrullo, pero a él le sonaba siempre como un clarín de ataque. Una hora y veintidós minutos más tarde su Aston-Martin deportivo de color azul oscuro se detenía delante del número 226 de Runnymere Street, frente a un edificio moderno de cinco pisos dedicado a oficinas. Entró en el edificio, saludó cortésmente al portero y subió al piso tercero, yendo a llamar a una puerta sobre la cual se leía: «J. C. Browniston. Enterprises».
La habitación estaba en penumbra, aunque para un recién llegado, habría creído en el primer momento que reinaba una casi total oscuridad. Sin embargo, había claridad. La fuente de dicha luz estaba a ciento cincuenta millones de kilómetros y era el Sol. Un rayo penetraba a través de un redondo orificio, de un centímetro de diámetro, practicado con una barrena en los cerrados postigos de la ventana. El rayo empezaba en el Sol y terminaba en la mejilla izquierda de un hombre. El hombre estaba sentado sobre una silla, cuyas patas se hallaban sólidamente atornilladas al suelo. Fuertes ligaduras le inmovilizaban en absoluto. Ni siquiera podía mover la cabeza. El respaldo tenía una prolongación a la cual había sido sujeto el cráneo, por medio de una ancha banda de cinta adhesiva.
A Frank Rymer siempre le habían gustado las mujeres altas. Tal vez era porque sentía complejo de bajito. En realidad, Frank no lo era. Ciertamente, tampoco era un hombre alto. En realidad, no se le podía considerar como esa imagen estereotipada del mozallón norteamericano, alto, rubio, de anchos hombros y mirada entre cándida y resuelta que tanto han popularizado revistas gráficas, cine y televisión.