Era una muchacha de belleza extraordinaria, esbelta, más bien alta para mujer, pero de contornos perfectos. Los que estaban en la posta contemplaban a la joven con admiración. Ella salió, decidida, y una vez en la calle vieron los que estaban en la sala de espera, que se quedó indecisa, mirando en todas direcciones. Uno de los empleados salió para indicar dónde había un hotel.
—¿Puedo echarte una mano? Así no conseguirás herrar a ese caballo. —¡Bill! ¡Qué alegría me da verte! Se abrazaron con viva emoción. —Deja que te vea bien... Has vuelto a crecer, condenado —rio el herrero. —Eso le hemos dicho su madre y yo.
—Escuche, patrona —dijo Waco, entrando en la casa principal del rancho—. ¡Debe despedir a Alex! Etta miró extrañada a su capataz, preguntando: —¿Por qué? —Porque es un muchacho que no me gusta. —¿Quieres explicarme los motivos por los cuales no te agrada Alex? —Hay algo en él que no me gusta. Etta miró detenidamente a su capataz.
Una veintena de carretones se iban deteniendo, formando, según costumbre adquirida durante el largo viaje por tierra de indios, un círculo. El teniente fue a la parte en que un sargento ordenaba hacer otro pequeño círculo, con seis carretones más. —¿Qué tal, sargento? —preguntó el teniente. —Todo bien. Van alegres la mayoría. —¡Hola, teniente! —saludó el que hacía de jefe de estos vehículos—. Estamos cerca del Smith, ¿verdad? —Llegaremos pasado mañana.
—Mira, Ney, ya estamos llegando a Abilene. Tu ayuda nos ha sido muy valiosa. Ven conmigo, los muchachos quieren darte las gracias. —Han demostrado ser excelentes cow-boy. Lástima que todos hayan nacido al otro lado del río Grande. Sin duda, tendréis problemas con esa gente. Frank Windsor se echó a reír. —Más de los que tú te imaginas... Es gente buena, Ney. ¿Por qué no han de tener el mismo derecho que nosotros? El que hayan nacido al otro lado de río Grande, como dijiste hace un momento, no supone ningún delito. Son mexicanos y lo tienen a mucha honra... Mi padre ha pedido ayuda a las autoridades.
—¡Ya está aquí el Huracán, Lorna! Alegra esa cara tan bonita. —¡Aparta esas sucias manazas! Me daría una gran alegría si se marcharan todos... ¿Qué propósito traen? —El de siempre, divertirnos. —¡Temo sus diversiones! —No tienes nada que temer, mujer. Esto es el Missouri; no hay la diversión que en el Nebraska. —¿Por qué no se han quedado allí?
La guerra de Secesión había identificado en la comunidad de propósitos y de peligros a los seres más heterogéneos. Permitió que la intolerancia en ciertas clases privilegiadas se hiciera más flexible por la necesidad de constante convivencia con aquellos seres considerados hasta entonces de inferior categoría, incluso en lo biológico.
Los viajeros miraban con atención y curiosidad al último que ocupó su asiento. Les extrañaba su estatura poco corriente y su ropa que desentonaba de la mayoría. Iba vestido de ciudad, pero con un levitón que le llegaba poco más arriba de las rodillas, pero que por ser tan alto él podría servir de abrigo bien crecido a otro hombre de estatura normal o un poco alto. El levitón era negro, como el pantalón. De corbata llevaba una cinta del mismo color y estrecha, con una lazada vulgar y corriente en el centro del cuello.
El joven no se atrevía a decir que su padre le reñía constantemente y que, si iba a encontrarse con Crosby, era por ignorarlo ellos. Eran diarias las peleas con su padre por esa amistad que no agradaba en su casa. Su padre no quería comprender que era ya un hombrecito. Había cumplido los veintiún años.
No era un secreto para los habitantes de la región el odio que Enrique Mendoza sentía hacia los americanos así como a los mexicanos que les habían ayudado a apoderarse de California. La gran ilusión de don Enrique seguía siendo convertir California en una pequeña república o en un territorio independiente. La hacienda de don Enrique era tan grande, que no podía recorrerse en un día a caballo, pero no obstante, poco a poco había ido adquiriendo terrenos limítrofes hasta poseer una enorme extensión que dedicó a la cría de ganado, y en especial caballos, a los que era muy aficionado. Los suyos triunfaban casi siempre en las carreras de Monterrey.
—¡Papá...! ¡Papá...! —¡Bob...! ¿Qué te ocurre, hijo? —¡Vienen a por ti otra vez, papá! ¡Tienes que esconderte! ¡Por favor, papá, te lo suplico...! —Tranquilízate, hijo. No existe ningún motivo por el que tenga que huir. Si vienen a buscarme me encontrarán aquí. Ahora, entra en la casa. La comida está preparada. ¿Qué te ha dicho Guy? ¿Está de acuerdo con la forma de pago que le hemos propuesto? —Ha sido Guy quien me pidió que te escondieras...
El valle está circundado a la derecha por el río Santa Clara y a la izquierda por el Ash, formando entre ambos un cerrado círculo, que solamente se abre al Norte con salida al Valle Escalante, próximo a la línea del ferrocarril. Los citados ríos van a confluir en el Virgin, que, en un gracioso recodo, se adentra en Utah desde Arizona, para volver a esta región e internarse en Nevada, dejando encerrado en una barrera fluvial los abruptos montes Walley, ingente cordillera recta y prolongada que avanza audazmente hacia el Norte, para morir enlazando con otro ingente monumento granítico llamado Monte Irom. Dentro de ese círculo se asienta Pine, protegido de los vientos del Este por la cordillera, y a todo lo largo del glorioso valle se asientan un buen número de ranchos prósperos y florecientes, que constituyen la mayor riqueza de este bonito rincón del país de los mormones. Pine, en la época en que empieza nuestra historia, contaría con un censo de unos dos mil habitantes, incluyendo en él todos los peones de los distintos ranchos alejados entre sí por un buen puñado de millas, pero adscritos al poblado con todos sus derechos ciudadanos de voz y voto.
La diligencia era un viejo armatoste, alto de caja, duro de armazón, pesado de ruedas, que llevaba rodando más de diez años sin que la casa de Postas se hubiese ocupado una sola vez de dar una mano de pintura a su deslucida armadura, ni en reponer el sucio y desgarrado paño que un día adornara por primera vez sus toscos asientos. Teomey, el mayoral, un tipo gordo y viejo, de arrugada cara tostada por el sol y los fríos, formaba parte integrante del vehículo. Fue el primero que poseyó el honor de conducir los cuatro fogosos caballos del tiro el día que se inauguró el servicio y durante todo aquel tiempo había vivido pegado al pescante, amenazando con no desprenderse de él hasta el día que el vetusto carricoche se deshiciese en una cuesta del camino, acabando así su gloriosa carrera.
Austin, el estratégico y populoso poblado del Estado de Texas, uno de los lugares más concurridos del Suroeste de Norte América, hallábase aquella tarde más animado que nunca. Buen número de vaqueros, conductores de manadas de reses que hacían la llamada ruta de Texas, desde la frontera mexicana a Dallas, habían recalado en el pueblo con la animación y el ansia de divertirse, propia de quien ha pasado muchos días por los valles y cañones pendiente de las reses, sin más distracción que la peligrosa y agotadora que produce la conducción de los hatajos, y un anhelo loco de desquitarse de las fatigas de las rutas, animaba a aquellos hombres broncos y selváticos, que, cuando perdían el freno de sus nervios, eran peor que una «estampida» de los hatajos que conducían.
El panzudo Ellem, con su abultado abdomen, sus piernas terriblemente arqueadas de montar a caballo, sus brazos cortos y musculosos y su apimentonado rostro, en el que el bigote era como un recto y áspero cepillo colocado bajo su nariz, y el pelo un reparto antiestético de vellones rizados de lana, había girado como un sacacorchos sobre el ancho tablón que cruzaba el espacio de lado a lado para evitar que los que tenían que pasar de un extremo al otro de la calle, se enfangasen de barro hasta la rodilla, y luego de iniciar unos movimientos de brazos, cómicos y estrafalarios, había caído de bruces sobre el fango, en el que hundió su abultado rostro como si pretendiese demostrar que era preferible bucear en el barro de la calzada que habitar en aquel poblacho escondido, donde la vida de la gente carecía de todo valor moral y espiritual. Y allí quedó como un objeto inútil y abandonado, con el brazo derecho extendido y en cuya mano aún aprisionaba como un tesoro la dorada manzana que estaba desayunando, cuando recibió al unísono y como si se hubiese tratado de uno solo, los tres proyectiles del 48 con que le obsequiaron los tres hermanos Saff, como prueba de reconocimiento por los «apreciables» servicios que en vida les había prestado.
Sol King, «el Vengador», caminaba al trote lento de su caballo por un paisaje triste y deprimente, que la nieve hacía más angustioso aún. Diciembre se mostraba pleno de rigor. Un viento agudo como un cuchillo venía soplándole de espaldas desde que muchos días atrás dejase el Norte Salt Lake City, para emprender un camino largo y pesado siguiendo paralela la línea del Sud Pacific, y la nieve que había empezado a caer lenta, pero pertinaz, desde que cruzara por los montes Tintic, había alfombrado su camino de manera tozuda, amenazando con no permitirle divisar una brizna de hierba hasta que alcanzase el Llano Escalante, próximo al rincón de Utah donde viera la luz primera. Sol, tras haber resuelto algunos asuntos terribles en diversos lugares del Oeste, sintió un día el aguijón de volver, siquiera fuese para tomarse un descanso, al pequeño y riente pueblo donde había sido tan feliz hasta la muerte de su padre, y sin saber por qué, guiado por un impulso irrefrenable propio de su carácter decidido, tomó el camino más corto desde el Norte de Utah y se dirigió hacia Pine, añorando volver a contemplar unos ojos negros y profundos que un día dejaran huella en su ánimo y que de manera muda, pero elocuente, le hicieron una promesa de amor que estaba seguro de merecer algún día, cuando diese por conclusa la misión que se había impuesto cumpliendo el juramento que hiciese ante la tumba de su padre.
Sol King, «el Vengador», caminaba alegremente por la llanura endurecida por las heladas del mes de enero. Había dejado muy a la espalda Milford, donde resolviera de una manera trágica el misterio de la muerte del ranchero asesinado alevosamente por su sobrino Link, y ahora se aproximaba rápidamente a las tierras que le vieron nacer y donde suponía que alguien se acordaría de él y le estaría esperando con cierto anhelo. El día, aun frío, había sido soportable. El sol lució entre jirones de nubes plomizas, que poco a poco el viento fue barriendo hacia el Norte, y Sol, bien abrigado con su manta de recia lana, recibió con gusto la caricia del aire, cargado de imperceptibles agujas de nieve arrastradas de los montes, que se le clavaban en el atezado rostro. El joven sentía un ansia loca de volver a Pine. Había dejado en él algo que no se apartó de su memoria durante los varios meses que había empleado en recorrer parte del Oeste en busca de aventuras dramáticas y se sentía sin fuerzas para continuarlas, si antes no dejaba reposar su espíritu bajo el fuego de unos ojos negros y expresivos, que se habrían clavado muchas veces en la llanura, con ansia, oteando el camino en una espera infructuosa de su regreso.
Una tibia y soleada mañana de principios de otoño avanzaba por el valle Escalante, camino de Walley Pine, un jinete montado en un precioso caballo bayo, el cual, a juzgar por el polvo que cubría sus flancos y lo que se marcaban en ellos los huesos de las ancas, debía haber realizado una larga y áspera caminata y debía tener sobre sus cascos muchos cientos de millas de recorrido. El jinete, a pesar de que el sol era agradable y la mañana no se manifestaba hostil, viajaba envuelto en su manta de recia lana. Se apretaba ésta al cuerpo con cuidado y las alas de su polvoriento sombrero se inclinaban sobre sus ojos como si tratasen de ocultar su rostro. A pesar de esta precaución, podía apreciarse en la cara del jinete las huellas del sufrimiento. Los ojos le brillaban como si en ellos ardiese el rescoldo de una viva fiebre, tenía los pómulos reciamente marcados, los labios exangües y las orejas traslúcidas. No obstante, se descubría en él la energía y la voluntad para resistir la fatiga del viaje, y cualquiera que se hubiese cruzado con él en el valle, le hubiese reconocido al punto, a pesar de las huellas que una aparente enfermedad o dolencia habían dejado en sus rasgos.
Era alrededor de las dos de la tarde cuando Sol King, «el Vengador», hacía su entrada en Sierra Blanca, un pequeño y lindo pueblo de la frontera de Texas con México, a no muchas millas del famoso río Grande. Sol había caminado muchas millas a lomos de «Stard», para, desde el sudoeste de Utah, atravesar la región del Colorado y, bordeando los montes de San Juan, en Nueva México, alcanzar el curso del gran rio hasta El Paso, la dinámica y turbulenta ciudad divisionaria, donde todos los abigeos, ladrones de caballos, tahúres, indeseables y pistoleros del Oeste se reunían con la mirada fija en el río para pasarlo a nado a la primera señal de alarma que se produjese. En El Paso había podido observar tipos bastante extraños que tentaron sus deseos de echar el ancla allí y esperar a que surgiese algún estruendoso lance en el que intervenir; pero intrigado por el consejo del sheriff de Lund, que le recomendó se diese una vuelta por el famoso pueblo, había dejado setenta millas más atrás El Paso y, siguiendo las estribaciones de la cordillera, había alcanzado, por fin, Sierra Blanca.
En el Oeste había muchos indeseables que enviar al otro mundo como una medida de profilaxis social; pero, entre todos, tres se destacaban por sus actividades peligrosas y por sus depreciaciones condenables. Uno se llamaba Ben Hard («el Cruel»), y operaba en Nevada, en la raya de Utah. Tenía por guarida los montes Calientes, junto al río Mudly, cerca del Colorado, y su hoja de servicios, digna del mejor verdugo, era interminable. El segundo era conocido por Lee Slow («el Torpe»), aunque este apodo debía ser una ironía de sus admiradores, pues, si era tardo para algo, sería para todo menos para disparar su terrible colt. Operaba en las planicies del río Owikee, en Idaho, muy próximo a la divisoria de Utah, y se ignoraba dónde hallaba refugio cuando se veía acosado por los sheriffs y sus ayudantes. Y al tercero se le conocía por el apodo de «el Flaco», pues, realmente, Bob Lank era flaco como un pollino del desierto, pero ágil como una ardilla y escurridizo como una anguila.