El «Hombre Grande de Hollywood» levantó la cabeza cuando entré en su despacho. Pareció un tanto sorprendido al verme. —¿Qué demonios quiere usted, Ballinger? —bramó. —¿Yo? Regístreme. Usted me ha mandado llamar, señor Solomon. Arrugó el entrecejo. Empezaba a recordar para qué me había hecho acudir a su presencia cuando el teléfono vibró con un sonido agudo. Lo descolgó, cambió el enorme puro de un lado a otro de su boca grande como un cepo y gruñó: —¿Qué pasa ahora? —Me hizo una seña—. Usted, Ballinger, siéntese… ¿Cómo? —aulló al teléfono—. ¡Maldita sea! No me importa dónde estuvo anoche, ni con quién estuvo ni qué hicieron. Pago a esa fulana una fortuna diaria para rodar unas escenas. ¿Lo has olvidado, Mugsy? ¡Tráela! Eso es…, aunque sea a rastras. El presupuesto no permite demoras. ¡Me importan un pimiento las jaquecas de esa pájara! Si no puede aliviárselas que se corte la cabeza… cuando haya terminado el rodaje. Y, entre paréntesis, ¿para qué infiernos te pago a ti si no puedes solucionar esos inconvenientes?
Cuando oyó pronunciar su nombre por primera vez, Joyce Breffat se volvió en redondo y miró en torno suyo. Estaba en el tocador de señoras de una elegante cafetería de la Quinta Avenida. Era una hora relativamente temprana, las diez y media de la mañana, debido a lo cual, el establecimiento, que ordinariamente tenía una gran clientela, se hallaba en aquellos momentos casi por completo vacío.
Estaba redactando unos informes, para poner punto final a la jornada de trabajo, cuando creyó oír un ligero ruidito en la sala contigua a su despacho. Víctor Ferguson alzó la cabeza. ¿Era ilusión suya aquel ruido o un reflejo de los que le llegaban de la calle? Su oficina era pequeña: un despacho, una sala de espera y los servicios de aseo correspondientes. Por el momento, Ferguson no podía aspirar a más. Era joven, sin embargo. Acababa de cumplir los veintiocho años, tenía una salud a prueba de bombas y un optimismo inmoderado. Para Víctor Ferguson eran condiciones, inteligencia aparte, no escasa por cierto, más que suficientes para triunfar en la vida. Sólo faltaba una oportunidad. Un día la encomiaría y…
El que hablaba era alto, delgado sin exageración, de mirada vivaz y rostro extraño, quizá debido a la nariz ganchuda y prominente, lo que le daba el aspecto de un ave de rapiña. Su aspecto, sin embargo, no repelía, debido a que el resto de las facciones eran correctas y a que la expresión de la cara denotaba inteligencia y sinceridad. A veces los labios se distendían en una mueca agradable, poco común. Era un hombre con personalidad, uno de los que se destacan siempre entre las gentes.
Vernon Taylor —secretario de míster George Alfred Emerson, cónsul de los EE. UU. en Estocolmo—, era un hombre joven quizá demasiado para el cargo que ocupaba, de aspecto agradable, facciones un tanto risueñas, aire de public-relations, desenfadado y al mismo tiempo muy cauto. Lo que nadie podía discutir era su inteligencia y preparación. Con su habitual jovialidad, recibió al detective Russell, invitándole de seguido que tomase asiento al otro lado de la mesa. Dijo, con abierta sonrisa: —Casi es un honor conocerle, Waldrip.
Soy un cold turkey encerrado en la «lata de conservas» de la penitenciaría de Trenton. ¿Mi condena? Diez años. Continúan instruyendo sumarios contra mí. A juzgar por la primera sentencia tendré que cumplir unos trescientos cuarenta y ocho años de presidio, aproximadamente. —¡No me lo harán! Sería el Matusalén carcelario. Un personaje famoso. Hasta quizá pudiera escribir mis memorias. Las memorias de un delincuente fino, que después de vulnerar todas las leyes, va a vivir a perpetuidad por cuenta del Estado sin asomarse a ese cuartito pequeño donde hay una silla con abrazaderas metálicas. Estafas, violencias, tráfico de drogas… Toda una serie de actos piadosos. Sin sangre. Al menos, sangre que echarme a la cara. Eso dice mi expediente.
La aldea era pequeña, pero limpia, de casas con tejados inclinados, oscuros, y la viguería de madera al exterior destacando sobre la relativa blancura de las paredes. Al fondo de la calle principal de Gellygagh, en línea recta con ella, pero a unos mil doscientos metros de distancia, se divisaba la colina. Denis Framley detuvo su coche ante la puerta de la posada. Un cartel balanceante, suspendido de una retorcida barra de hierro, proclamaba el nombre del establecimiento: The Sthayrʼs Arms. Un gran perro negro, con colmillos de plata y ojos escarlata, constituía la divisa de la posada.
Un viaje en tren, la guardia en un policlínico y la encrucijada mágica de un sueño con alquimia, son los escenarios donde se posiciona esta novela que emula con una noche infinita. Su protagonista, sin nombre pero con cientos de voces que lo rondan, nos devela el surrealismo inobjetable de una isla, conformada por la suma de todas las pasiones y utopías. La elipse que describe desde su página primera hasta la última, es el recorrido mítico de una generación profetizada como la del hombre nuevo, en un siglo XXI de crisis y conflictos, donde el compromiso con la posteridad le exige de manera ineludible a sus escritores, escribir con la mayor objetividad posible
El letrero luminoso anunciaba Porky’s, en grandes letras de color naranja que se encendían y se apagaban alternativamente. El hombre miró distraídamente al interior a través de los cristales y luego, penetró en el local. Una oleada da aire caliente y humo de cigarrillos lo envolvió. No había mucha gente en el mostrador. Un par de muchachas que le miraron con atención profesional y dos bebedores solitarios con la mirada fija en sus vasos. Eran las doce y media. El recién llegado se sentó en un taburete junto a una de las chicas y pidió bourbon. Lo tomó de un trago y pidió otro. —Se ve que tiene sed —dijo la chica.
El night-club más en boga de la famosa Via Broadway, eje de la vida nocturna de la considerada ciudad más cosmopolita del mundo, es, sin duda, el Music Tropical. Concurre allí la gente que maneja los «grandes» sin muchos reparos. Pero el Music corresponde a los dispendios de su clientela haciendo desfilar por el escenario las atracciones más famosas, cotizadas y admiradas. En ello radica principalmente su éxito. Aquella noche el programa superaba en mucho, que ya es decir, al presentado en días anteriores. Una pareja de coreógrafos mundialmente cotizada; un cantante melódico, primero en la última edición del San Remo, y una bailarina hindú, fidelísima exponente del difícil y complicado arte genuinamente oriental.
James Easton era un agente de banca y bolsa de cierto renombre en la ciudad de Nueva York. James Easton, era en realidad, un marrullero. Siempre jugaba a la baza fácil y bien remunerada. Para Easton los negocios eran los negocios. No sentía el menor escrúpulo de conciencia al meter la mano en algo que no fuese demasiado limpio. ¡Había que vivir! Vivir costaba «pasta». Y había que agenciarse el dinero de la forma que fuese. Cuanto más cómoda y con menos esfuerzo, por supuesto, que mejor.
—¿Qué motivos le impulsaron a solicitar su ingreso en el FBI, señor Drake?
Y en vista del silencio del otro, insistió:
—¿Qué motivos?
Después, sin formular más preguntas, esperó a que el muchacho decidiera cuál era la mejor respuesta para dar.
Milton Drake reflexionó, sin ponerse nervioso, por espacio de un par de largos minutos. Luego, vino su respuesta. Que sonó conspicua, comedida:
—Lo cierto es, señor, que nunca me he detenido a hacerme esa pregunta. Pero quizá si no me lo he preguntado es porque, precisamente, deseaba y deseo ser agente del FBI por encima de todo.
Los mastodónticos autocares maniobraban uno tras otro en el amplio espacio de la gran terminal a medida que rendían viaje, algunos procedentes de miles de millas de distancia, en el Oeste.
Un público, cansado y malhumorado se desparramaba por los andenes en busca de las salidas y los taxis. Los ligeros equipajes eran manejados con profesional descuido por los mozos, ante las miradas abúlicas de quienes sentían sus huesos encajados por las largas horas de permanencia en los asientos.
El coche que conducía Clark Willows atravesó el sólido puente de entramado de madera que cruzaba el cauce del Bremerton, cuyas sucias aguas se agitaban a menos de un metro del suelo del puente. La anchura no era excesiva, unos ocho metros, pero el cauce era bastante profundo en aquellos momentos. El lecho del río era prácticamente un profundo canal, por el que corrían las aguas a gran velocidad. Sus paredes eran casi verticales y una persona que tuviera la desgracia de caer en la corriente, pasaría indudablemente un mal rato, a menos que supiese nadar muy bien.
Muriel Hyer miró el reloj. Eran ya las siete y media. Aprovechando que estaba sola, se desperezó. No es que estuviese cansada, ya que había tenido poco trabajo, pero sentía un voluptuoso placer en estirar todos los músculos del cuerpo tras de haber pasado casi cinco horas sentada ante su mesa. Sólo dos pacientes habían pasado aquella tarde por su consulta.
Les he dado mi palabra, y aquí estoy… porque he venido.
Como también vino Curtis Teller.
Recuerdo que era una mañana en la que yo no tenía absolutamente nada que hacer y en la cual, luego de leer varios prospectos propagandísticos de Florida, llamé a Lulú (que ya he dicho que tiene las piernas mejor formadas que su compañera), para que tomase unas cartas en taquigrafía dirigidas a varias agencias de viajes.
Un agente especial de los servicios secretos norteamericanos tiene la misión encomendada de aniquilar al mas peligroso y a la vez escurridizo espiá soviético. La pista que toma para seguirle el rastro es una escultural chica que trabaja en locales de no buen renombre y que al dar con su domicilio los secuaces del espía le preparan una emboscada donde cae muerta la chica…
El «Z-2» era uno de los muchos bares y snacks que existían entre las Calles 42 y 50 Oeste de Nueva York. Bueno, en aquella zona, además de bares y snacks, se ubicaban un total de 45 cines y teatros, de los cuales, entre una y dos de la madrugada, surgía una auténtica e ingente masa de público que iba a desembocar cual una riada humana enfrente de la enorme y luminosa X que, en Manhattan, al cruzarse, formaban la Séptima Avenida y la Vía Broadway.
La mayoría de los pasajeros habían desembarcado ya. La pasarela estaba desierta y el oficial descendió por ella, encaminándose a las oficinas de la Aduana. Scott Jordan, acodado en la borda, le siguió distraídamente con la mirada. Un cigarrillo humeaba entre sus labios. No parecía muy seguro de lo que debía hacer. Las sombras del anochecer se extendían sobre el puerto. Más allá de él, en todo lo que alcanzaba la vista, los millares de luces de San Francisco parpadeaban, como impacientes por la oscuridad total que tardaba en llegar. En lo alto, el brillo de Telegraph Hill semejaba presidir aquel torrente de luz. Un hombre se aproximó a Jordan procedente de una escotilla. —¿Qué le pasa, quiere sentar plaza de marinero, Jordan?
EL coche se detuvo con agudo rechinar de frenos delante de la valla que enmarcaba un jardín poco cuidado. Un hombre se apeó del vehículo y contempló durante unos instantes la casa situada al fondo, a irnos veinticinco metros de distancia. Era todavía joven, a pesar de que tenía las sienes plateadas, detalle que le confería una edad mayor que la que realmente poseía. Una mueca amarga curvaba sus labios hacia abajo en un gesto escéptico.