En el Oeste había muchos indeseables que enviar al otro mundo como una medida de profilaxis social; pero, entre todos, tres se destacaban por sus actividades peligrosas y por sus depreciaciones condenables. Uno se llamaba Ben Hard («el Cruel»), y operaba en Nevada, en la raya de Utah. Tenía por guarida los montes Calientes, junto al río Mudly, cerca del Colorado, y su hoja de servicios, digna del mejor verdugo, era interminable. El segundo era conocido por Lee Slow («el Torpe»), aunque este apodo debía ser una ironía de sus admiradores, pues, si era tardo para algo, sería para todo menos para disparar su terrible colt. Operaba en las planicies del río Owikee, en Idaho, muy próximo a la divisoria de Utah, y se ignoraba dónde hallaba refugio cuando se veía acosado por los sheriffs y sus ayudantes.
ELKHORN era una localidad situada junto al Little Sandy, entre los montes Atlantic Peak y Tabernacle Butte, y se asentaba en un llano rodeado de abundantes pastos salpicados de granjas y algunos ranchos que se amparaban en las estribaciones de las montañas. Una parte de dichos pastos había sido destinada a las ovejas con gran disgusto de los ganaderos que no podían ver a esta clase de ganado por los destrozos que produce por donde pasa; pero, a pesar de este odio, las ovejas, alejadas de los ranchos, no se mezclaban con éstos y habían sucedido pocos lances desagradables a causa de la rivalidad entre ganaderos y ovejeros. Barnes Parrish tenía su hacienda a milla y media del poblado, próxima al río. Una gran extensión de terreno cercado cobijaba un rebaño bastante crecido y sólo tenía como vecino a Bing, cuyos rediles, abandonados, se mostraban medio derruidos y sin nadie que cuidase de ellos. Las ovejas de Bing habían sido vendidas en pública subasta a raíz de la prisión de su dueño y el terreno, devastado e inculto, se mostraba reseco y amarillento, cubierto a trecho de yuyo y ortigas que crecían a su albedrío.
La situación del rancho «Doble Estrella» era lo más anómala que darse puede. Asentado en lo alto de una extensa meseta, en un cerro de Hanksville, próximo al río Dirty Devil, en Utah, estaba considerado como uno de los mejores ranchos de la región, y en vida, su propietario Adans Evert gozó de fama no sólo de excelente ranchero, sino de hombre probo, honrado y excelente sujeto. Evert fue hasta su muerte un soltero recalcitrante. Se aseguraba que fracasos amorosos en su juventud le llevaron a la misantropía y que renunció de por vida a las mujeres; pero, fuera cual fuere el motivo de su retraimiento amoroso, el caso fue que había llegado a los cincuenta y cuatro años sin pensar en el matrimonio, aunque tuvo excelentes ocasiones de verificar buenas bodas. Evert era un hombre fuerte y robusto, duro como el pedernal, con una salud que amenazaba hacerle centenario; pero un día sufrió, sin saberse cómo, unos ataques terribles de dolores que le privaron hasta del habla y en cuestión de pocas horas pasó a mejor vida.
Sol King, «el Vengador», hallábase casi completamente restablecido de las heridas que sufriese en su última y trágica aventura, luchando con el sanguinario Alexis quien, sin la intervención de «el Jinete Fantasma», acaso hubiese dado fin de la vida del héroe del Oeste. Sol, sentado junto a la veranda del rancho de Magde, fumaba con aire distraído su negra pipa y tumbado en una cómoda hamaca, dejaba vagar sus ojos ardientes y agudos por el glorioso paisaje que se abría ante él. El verano se encontraba ya bastante avanzado y el valle, de un verde pajizo a causa del sol que quemaba la hierba, se extendía hasta donde se perdía la mirada, como una ondulante alfombra que el viento cálido del Sur mecía suavemente. Lejos, envueltas en resplandores dorados, se erguían casi como una línea indefinida las siluetas de los montes Valley hacia el Sur, en tanto que a su derecha refulgía la cinta de plata del río Santa Clara, cortando el valle como una enorme serpiente que tratase de esconderse entre los sembrados.
Sol galopaba por la soleada y polvorienta carretera pidiendo a «Stard» todo cuanto éste podía dar de sí en la carrera. Era aquella la carrera de la muerte, que sería ganada por el que más resistencia tuviese para galopar y quien en el supremo instante manejase con más rapidez y maestría el revólver. Nada le importaba al «Vengador» que sus enemigos fuesen muchos y él uno solo. Lo principal era localizarles, descubrir la guarida de su cruel jefe, que después ya se las ingeniaría él para irlos batiendo uno a uno hasta llegar al salvaje cerebro que había ideado aquella repugnante emboscada. A la hora de galopar como un meteoro fue encontrando a los peones más rezagados. Sus caballos, menos resistentes, iban aflojando el trote, y aunque los jinetes, furiosos, les espoleaban sin piedad, los pobres animales no podían dar más de sí. Sol cruzó como una flecha por entre ellos, dejándoles atrás entre gritos de. salvaje alegría y sombreros que se agitaban en el aire, saludándole con cariño. Todos confiaban en él y el hecho de que se lanzase a semejante pelea en tan críticos momentos denunciaba que estaba dispuesto a no regresar hasta que el último de los forajidos hubiese mordido el polvo con el pecho atravesado a balazos.
David Navas es secuestrado en los Pirineos por una «espacionave» que, de camino a una prueba de resistencia de navegación estelar, pierde a uno de sus tripulantes y necesita enrolar a alguien urgentemente para cumplir con los requisitos que la competición exige.Desde ese momento, y haciendo honor a tan disparatado incidente, su vida se convierte en una sucesión de increíbles aventuras en las que conocerá a robinsones estelares, tendrá que vérselas con extraños seres de otros planetas y se enfrentará a un histriónico y despiadado aventurero epacial que alberga oscuros planes para el satélite terrestre.
A Clean Copperhair le faltaba algo más de un mes para abandonar el penal del estado. Su estancia en el penal se la había tomado con mucha filosofía. Eran dos años, dos años de su vida y muchos le habían dicho que había tenido mucha suerte, que era un hombre afortunado porque a otro, en su lugar, lo habrían ahorcado.
Enrique Sánchez Pascual fue un novelista y guionista de cómic español (1918 - 1996). Usó multitud de seudónimos, como Alan Starr, Alan Comet, W. Sampas, Alex Simmons, Law Space o Karl von Vereiter CUANDO Ben Luden extendió su mano, ancha y fuerte, y señaló con el dedo índice a 'Old Dreader', se hizo un silencio expectante en la sala y se pudieron oír, con toda claridad, las frases que el ranchero Strowter le dirigía a Pol Simmons, la traviesa camarera.
JACK GREY seudónimo del escritor Rafael Segovia Ramos La voz de Richard Lawrence nació suave, casi sin fuerza, pero cargada de seguridad, con el acento propio de quien está convencido de lo que dice. Totalmente convencido. Luego volvió a sonar la voz de Dalton, el sheriff de Jefrey.
El vaquero apuró la copa y siguió inmediatamente al dueño de la taberna. Se abría este paso entre los mirones que cercaban las mesas de juego. Su actitud no indicaba deferencia alguna, y todos los de aquel poblado se habían fijado en este detalle. «Buck Larsen es un orgulloso. Un tipo endiabladamente soberbio».
A su lado, un viejo mulo triscaba la fresca hierba que crecía en abundancia por el húmedo terreno. Avanzó algunos pasos y murmuró entre dientes: —Dentro de media hora aparecerá la luna y me permitirá continuar mi camino. No comprendo cómo hay hombres que sean capaces de caminar detrás de una carreta uncida con bueyes hasta esas lejanas comarcas donde aún los pieles rojas mantienen su hegemonía por la defensa implacable de sus territorios de caza.
Jim Hamer vio al sheriff John Berger en la puerta de su oficina, inmóvil y expectante, como todos. Tres mozos, cargados con el equipaje de los tres viajeros que habían acompañado a Jim en la diligencia, aullaban, pidiendo paso para ir al hotel. Jim no había traído equipaje alguno. Se había quedado inmóvil en la acera y, mientras sacaba los avíos de fumar, miró a la multitud que permanecía cerca de él. Vio caras conocidas. Algunas habíanse aviejado considerablemente en aquellos largos cinco años. Summers, el herrero, se había quedado completamente calvo.
En medio de la ventisca, la figura de aquel hombre parecía una sombra borrosa, desdibujada por la niebla. Acababa de oscurecer, y los abetos, con sus blancas cabelleras cubiertas de nieve, ofrecían fantástico aspecto. Las tierras de Montana aparecían desiertas y desoladas. El extraño viajero cruzó por entre la maleza, bajó al llano y, sin saber qué dirección seguir, se detuvo al pie de un álamo. A pesar de la baja temperatura, sudaba copiosamente.
Solo hay algo que rompe la monotonía del paisaje, aunque sea, tal vez, para darle un carácter más sombrío y desértico, si cabe. Ello es una gigantesca aspa formada por el cruce de dos caminos rectos, infinitos en su desolada extensión. Ocho hombres habían llegado a pie hasta el vértice de los dos caminos y se ocultaron cuidadosamente entre los matorrales y rocas, mientras el que parecía jefe de todos ellos permanecía en el centro de la encrucijada.
Al paso de su caballo tordo, sin apartarse de las sombras de los campeches que bordean el polvoriento camino de Hough a Keyes, buscando amparo contra el implacable sol de aquella calurosa tarde de agosto, caminaba Frederick Burlington canturreando una copla muy en boga, que repetía una y otra vez, monótona y cansadamente. Desde que salió de Hough se había visto obligado a seguir la carretera, porque las tierras que se extendían a derecha e izquierda eran calcinados eriales, sin árboles ni plantas que pudieran servir de refugio; pero ahora, al empezar las ondulaciones del terreno, el campo se cubría de verde, y los pequeños bosques y chaparrales se sucedían y prolongaban hasta las márgenes, no muy lejanas, del Cimarrón.
Una limpia mañana de abril, un hombre cruzaba apresuradamente por el Home Park, de Windsor. Asistió, confundido entre el público, a una ceremonia en la que estuvieron presentes la reina Isabel II y el príncipe Carlos. El individuo en cuestión tenía unos ojos de córnea brillante, seca como porcelana, en la que el iris destacaba con un negro intenso. La falta de humedad en la retina, lo rotundamente negro del pigmento, provocaban en la persona a quien mirase una sensación de fricción, de herida en la piel. Quizá por ello llevara gafas oscuras. Con ellas puestas, su rostro era vulgar y se perdía en el conjunto. Faz cuadrada y sin salientes, pelo liso, negro. Estatura mediana. Su traje tampoco llamaba la atención.
Los torsos desnudos de los dos hombres brillaban sudorosos bajo la luz amarillenta que arrojaba la única bombilla que alumbraba el recinto. Milton Rubel se volvió a mirar a su acompañante. Y sonrió con el mismo agrado que si fuera a mostrarle una preciada joya. —Marión —dijo—, aquí tienes un bello ejemplo de integridad. Estos dos bravos hombres se sacrifican por su patria. Han resistido con admirable entereza cuantas seducciones les han cercado. De igual modo, la humillación y el castigo. ¿No es confortante?
El agente especial del F. B. I. se inclinó sobre la mesa. —Me pones nerviosa, Phil. ¡Deja de mirarme! Phil Janssen continuó con los ojos fijos en la muchacha. Era comprensible.
El tren en que viajaba David Gadner entró en agujas en la estación Unión, toda ella de mármol blanco y magníficos grupos escultóricos en la fachada principal. El joven saltó al andén antes de que el convoy se detuviera y buscó la salida entre el gentío. Llevaba sólo un maletín de viaje, un traje gris rayado, un sombrero de fieltro ajado y una gabardina, no mucho más nueva, doblada sobre el brazo.