Acababan de pasar por Telfs y continuaban por ese encajonamiento maravilloso que es el Innthal. A veces, el tren parecía suspendido en lo alto de un despeñadero de vertiginosa altura, y un momento después discurría traqueteante por las riberas del Inn, esmaltadas de flores. Con el rabillo del ojo, Herbert examinó a la muchacha que acababa de subir en Telfs. «Desde luego, no es austríaca», pensó, contemplando aquella espléndida mata de cabello castaño y los ojos de un azul muy oscuro, casi violeta, según los hiriera o no el sol.
Mi nombre es Bill Mac Patrik y mi profesión matar el tiempo. Quiero decir con esto que me ocupo en varias tareas a cuál más agradable. Cuando la guerra mundial estaba prestando servicio en las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, con el grado de capitán piloto. Allí conocí a Franklin L. Chang, un americano de remoto origen chino, doctor en medicina. Nos hicimos grandes amigos y estuvimos en contacto casi todo el tiempo que duró la tremenda conflagración.
—He venido a matar a un hombre. —¿Por qué? —Por lo que siempre se mata a alguien cuando uno no es un asesino. Por ajustar cuentas. —¿La ley del talión? —Algo así.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Seudónimo utilizado, junto con Russ Tryon, por el escritor español Francisco Cortés Rubio. Prolífico autor de más de cincuenta títulos de intriga y misterio en los años 70 y 80 publicados en novelas cortas por la editorial Andina.
Joaquín Murrieta (Murieta) (1829-1853), también llamado el Robin Hood de El Dorado, fue una figura legendaria mexicana en California durante la Fiebre del oro de la década de los años 1850. De uno u otro modo, para algunos activistas políticos su nombre ha simbolizado la resistencia latinoamericana ante la dominación económica y cultural de los angloparlantes en las tierras de California.
Eduardo de Guzmán Espinosa (n. 19 de junio de 1908 en Villada, Palencia, Castilla La Vieja - f. 25 de julio de 1991 en Madrid) fue un periodista, anarcosindicalista y escritor español. Escribió sobre todo novelas policíacas y del oeste bajo los seudónimos Edward Goodman, Eddie Thorny, Richard Jackson, Anthony Lancaster y Charles G. Brown.
Seudónimo utilizado, junto con Russ Tryon, por el escritor español Francisco Cortés Rubio. Prolífico autor de más de cincuenta títulos de intriga y misterio en los años 70 y 80 publicados en novelas cortas por la editorial Andina.
—Esos aparentes enfrentamientos de nuestros dos enterradores es algo que me tiene seriamente preocupada. El interlocutor de Nicole, la dueña del local, sonriendo cínicamente replicó: —Vas a conseguir que Casper se enfade y ordene a Robert tu detención. —¿Tantas aspiraciones tienen esos dos malditos enterradores? Tendrían que enterrarme gratuitamente porque… Se interrumpió la dueña del local, al observar que se abría la puerta, por la que se asomaba una joven. —Puedes entrar, Urna —añadió Nicole.
Larry Dawson levantó el vaso y lo miró al trasluz durante unos instantes. Tenía los ojos ribeteados de rojo y los párpados le pesaban terriblemente. Pero esto era algo que no le preocupaba demasiado.