Según otros, la condesa vio que su marido sospechaba algo y de forma precipitada decidió huir, llevándose la joya puesta. Anduvo a lo largo del acantilado, rocoso, indómito, bravío, descendiendo finalmente a ese trozo de la costa que, desprovisto de rocas, formaba una pequeña y arenosa cala. Estaba dispuesta a impedir que su marido la detuviera. A tal fin, había cogido un afilado cuchillo. Y fue entonces, según esta segunda versión de los hechos, cuando surgió, de una gruta incrustada en el acantilado, un horrible y gigantesco pulpo. Con los pies entre la espuma de las olas, la condesa gritó espantada, despavorida, sintiendo que le flaqueaban las piernas. Temiendo caer desvanecida. El pulpo se fue acercando a ella. Ella quiso correr. No pudo. En absoluto. Se había quedado como paralizada. Los tentáculos del monstruo la apresaron. Ella reaccionó entonces, debatiéndose. Pero no le era dado oponer más fuerza que la de un pobre gusano. No obstante, en un momento dado empuñó con fuerza el cuchillo y rasgó la piel del pulpo, entre ojo y ojo, con todas sus fuerzas, dejando allí un profundo surco. Pero fue como si nada hubiera hecho. El monstruo no acusó la herida. Y siguió apretando sus ocho tentáculos, despiadadamente, hasta descoyuntarla, hasta romperle todos los huesos, hasta dejarla hecha cisco. Luego, dicen… que el pulpo se llevó el collar. Menos ocho brillantes que se soltaron y quedaron sobre la fina arena de la cala.
Di unos pasos vacilantes hacia el otro féretro. No quería pensarlo, pero algo me decía que iba a encontrarme con otra espantosa sorpresa. Después de aquélla, ¿qué otra podía haber más fuerte? La sola idea de que fuesen dos los difuntos y que el primero fuese el que yo había visto cara a cara con toda nitidez, me hacía pensar algo delirante, inverosímil, aterrador…Porque acababa de contemplar, en el primer ataúd…, el cadáver de Margie Court, mi extraña compañera de aquella noche de peripecias inquietantes en un lugar llamado Landsbury.Era ella. Ella misma. Idéntica. Como una hermana gemela, pero terriblemente pálida, sobre el fondo de raso púrpura, manchado de rojo bajo su nuca. Rojo de sangre…El segundo féretro sólo podía contener…Grité con voz ahogada, retrocedí, lleno de espanto e incredulidad.—¡Nooo! —aullé—. ¡Ése… es MI CADÁVER!—Sí, señor Clemens —dijo calmosamente el desconocido de negros ropajes, erguido ante el altar de la desierta iglesia—. Ése es su cadáver… Aquí, en Landsbury…, TODOS ESTAMOS MUERTOS…
Aquella forma oscura que volaba silenciosamente, cayó sobre él, derribándole con el impacto. Pesaba y no pesaba, pero era imposible evadir su contacto.Selleman cayó de bruces al suelo, revolcándose frenéticamente. La cosa le envolvió por completo, en medio de un silencio total, sin ruidos de ninguna clase, ni jadeos, ni resoplidos, ni gruñidos…La cosa ardía, quemaba brutalmente. Al mismo tiempo, parecía estar hecha de hielo.En el último instante y, mediante un esfuerzo desesperado, Selleman consiguió disparar el arma. Un chorro de fuego traspasó parte de la cosa, haciendo volar en mil menudos fragmentos algunos trozos de su estructura.La descarga había abierto un boquete en uno de los bordes de la bestia, pero el boquete se cerró a poco. Selleman creía hallarse bajo una enorme manta de repulsivo contacto, ardiente y heladora a la vez.De súbito, sintió como si millones de alfileres traspasaran su cuerpo: la cabeza, los hombros, los brazos, la espalda… hasta los huesos llegaban aquellas abrasadoras agujas.Perdió el conocimiento rápidamente. En el último segundo de su vida, tuvo la sensación de que se disolvía en algo sin nombre. Entraba a formar parte de la bestia, era absorbido totalmente por ella.Luego dejó de sentir.
La densa niebla no ocultaba la espeluznante escena.El hombre caminaba semiencorvado. Las manos casi rozando sus rodillas. Unas manos huesudas. Muy blancas. De un nauseabundo tono lechoso. Las uñas desmesuradamente largas y afiladas.El hombre se detuvo jadeante.Alzó la cabeza.Sus facciones quedaron bañadas por la nívea claridad de la luna.Los cipreses proyectaban fantasmagóricas sombras. La niebla flotaba a un palmo de tierra. Envolviendo las tumbas desordenadamente emplazadas. Un escenario capaz de poner a prueba los nervios más templados.El individuo no vaciló.No tenía miedo.No podía ver nada de aquel silencioso cementerio.Estaba ciego.¿Ciego?
Las cuencas de sus ojos aparecían vacías. Eran dos orificios en aquel deforme rostro. Su boca carecía de labios. Sus facciones, de un repulsivo color verdoso, desfiguradas por cicatrices que palpitaban en carne viva.
Burton sintió que una corriente de aire gélido recorría sus entrañas, congelaba sus vísceras, helaba la sangre en sus venas.La muerte estaba allí, la muerte mencionada por Tabita. Los muertos habían salido de sus tumbas para llevarse a alguien con ellos a las tinieblas del sueño eterno. Porque eran tres cadáveres los que estaban delante de él. Los había conocido en vida. Había asistido a los sepelios de aquellos tres horrores que acababan de aparecer en la cabaña caminando con paso de autómatas, obedeciendo a una fuerza misteriosa, infrahumana, pero carentes de vida propia, de espíritu.La putrefacción de los tres cuerpos llenaba la atmósfera de un olor fétido, un hedor insoportable a carne humana corrompida.Burton retrocedió. Se desorbitaron sus ojos, experimentó aquel terror que Theda había vaticinado que abrazaría a Tony Groover como una maldición de ultratumba.Sacó su pistola cuando su espalda chocó contra la pared de troncos y vio que los tres cadáveres podridos continuaban avanzando hacia él de forma inexorable.Comprobó el cebo, echó atrás el gatillo y disparó.El estampido del arma quebró el denso silencio del paraje. La bala penetró en el pecho del juez Dangler, que iba en cabeza del horrible trío. Pero el cadáver siguió adelante, sin la menor conmoción, sin acusar el impacto. Y al acercarse más, extendió sus brazos hacia la garganta de Burton Conger.
«… Estaba allí, sumido en el hielo, pero perfectamente conservado, como si no hubieran transcurrido en él un millón de años. Era un verdadero gigante, de más de tres metros de altura y, calculo, doscientos kilos de peso, pero de formas perfectamente proporcionadas. No había en las inmediaciones rastro de ninguna nave espacial ni de otro vehículo que pudiera explicar la forma en que el gigante había llegado a la Antártida.»Me dio la sensación de que era un mensajero que llevaba la diadema para coronar a la reina de algún país fantástico. Casi más que diadema, parecía una mitra, aunque no estaba cerrada por la parte superior. Tenía forma ligeramente cónica, de unos cuarenta centímetros de altura, por las dimensiones suficientes para ajustar en un cráneo humano de tamaño normal. El número de piedras preciosas que adornaban el oro —si es oro aquel metal—, era incalculable, y formaban extraños dibujos, de gran belleza, como no se han visto jamás en ningún país de este mundo».Una expedición a bordo del Attruk está navegando rumbo a un punto situado entre el Círculo Polar Antártico y el Polo Sur en busca de una diadema de un valor incalculable protegida por un ser gigantesco atrapado en un bloque de hielo desde hace más de un millón de años…
¿Es el monstruo quien siempre produce el terror?Tal vez sí, por una serie de factores temporales que sería inoportuno mencionar, pero… ¿qué sucede cuando el monstruo puede ser la víctima… y el Hombre, el verdadero motivo de error para todos nosotros?Eso puede suceder a cualquiera. A vosotros mismos, lectores, sin ir más lejos. Para ello, haced algo sencillo. Por ejemplo… INVITAD UN MONSTRUO A CENAR.
Aura emitió un agudo grito:—¡El vampiro!Clinton contempló el cuerpo que yacía en el féretro. Era el de un hombre de unos cincuenta años, vestido de frac y con una capa negra, de vueltas rojas, con un anillo de oro en la mano izquierda, en el que se veía una enorme piedra de refulgente brillo.El hombre tenía los ojos abiertos. Horrorizado, Clinton vio más todavía.Había un par de gotas rojas, como rubíes redondos, en las comisuras de los labios. Por encima del inferior, aunque no demasiado, asomaban las puntas de los colmillos superiores.
Se acercó, alargó el brazo aprensivamente. La llama amarillenta iluminó aquello.Un largo, indescriptible, espantoso grito de terror, brotó de los labios de Sabrina Cole. Sus ojos desorbitados contemplaron solamente un segundo la escena horrible. De su mano escapó el candelabro, que se estrelló en el húmedo suelo, rompiendo la vela y apagando su delgada mecha con un chisporroteo.El grito de pavor continuaba en la oscuridad. Sabrina parecía ver todavía ante ella, a pesar de no haber luces ya, la enloquecedora escena.Aquella cabeza de mujer, pelirroja, joven y hermosa un día… Aquella cabeza horriblemente hinchada y deforme, colgada de un enorme clavo en el muro… Decapitada, mostrando roja sangre, ya coagulada, seca, en su cuello hendido.Y debajo en tierra, como un pelele roto, el cuerpo de ella, sin nada sobre los hombros, salvo un sangriento muñón aterrador, junto a un hacha de enorme hoja y curvo filo, totalmente bañada en rojo, sobre un charco de igual color…
Vince se llenó de aire los pulmones y sólo entonces captó el extraño hedor que reinaba en la estancia.El hedor a moho, a tierra húmeda…Se volvió poco a poco. No tenía más remedio que enfrentarse con aquella pesadilla.La cama estaba revuelta de un modo espantoso; tan revuelta como lo que quedaba del cuerpo de Elinor.Un cuerpo desgarrado, con profundas quemaduras que laceraban la carne de un modo espeluznante.El rostro de Elinor había desaparecido. Ahora era una masa negruzca, chamuscada, en la que sólo quedaba la angustiosa y horrible mueca de la boca abierta.Del cuerpo se desprendía un hedor nauseabundo que poco a poco iba borrando todo otro olor que pudiera haber en el aire. Vince retrocedió estremecido de horror.
Aquella cosa parecía andar, pero se arrastraba por las oscuras y desiertas calles de la aldea. O quizá andaba, pero parecía arrastrarse.Todo era cuestión de matices y de las sensaciones visuales de los posibles testigos, pero, en aquellos momentos, la gente dormía en sus casas. Algún perro ladró, aunque nadie le hizo caso; solía acontecer a menudo y los ladridos de los canes ya no turbaban el sueño de los pacíficos habitantes de Nottyburn.La cosa parecía seguir un rumbo determinado. Su estatura era la de un hombre bien conformado, pero, en cambio, el volumen alcanzaba casi el doble. Su figura recordaba vagamente la de un ser humano: cabeza, brazos, piernas, ojos… y poco más. Sin embargo, la dificultad de sus movimientos era patente.O quizá caminaba despacio debido a que no deseaba turbar la tranquilidad nocturna de la población.La cosa llegó al fin ante una casa, en cuyo rótulo podía leerse se vendía de todo. Una de sus manos —¿garra, zarpa, aleta?— tanteó la puerta. Estaba cerrada. Se acercó a una de las ventanas, escaparate más bien, y miró hacia el interior.
—Este pueblo, señor Fisher, fue ya morada de Satán, una vez.Me volví. Era Hertha Lehman quien había hablado, con tono singularmente profundo y preocupado. La miré. Era una mujer sobria, inteligente y, tal vez, bastante culta. En su casa había libros, un piano. Sacudí la cabeza.—¿Eso lo dice alguna leyenda? —Sonreí.—Eso lo dice la historia misma de Scholberg —me rectificó ella con frialdad—. Allá en el año 1790, cuando pertenecía al Imperio Austríaco, el diablo eligió Scholberg para morar. Y aquí se llevaron a cabo espeluznantes orgías, sangrientos aquelarres y misas negras de terrible significado. Sólo que, entonces, el diablo adoptó un nombre para morar entre los humanos. Un nombre de ser viviente y mortal: el barón Jonathan von Jorg. El aquelarre dantesco continuaba. Hombres, mujeres y niños, no eran sino espectros auténticos, macilentos, demacrados, ojerosos, con pupilas dilatadas, bailoteando en la nieve, ateridos de frío, amoratados sus labios…Algo espantoso estaba sucediendo entonces, uniéndose al alucinante caos total.¡Cadáveres a medio descomponer, cuerpos purulentos y hediondos, bailoteando entre la gente! ¡Esqueletos vivientes, cubiertos por jirones de carne podrida, grisácea, y por cabellos desmesuradamente crecidos, se movían en macabra danza por la calle principal!
Ayudado por el criado, Hyames cambió de ropajes. Ahora vestía enteramente de negro, salvo un capuchón rojo, que le llegaba hasta los hombros, con dos aberturas solamente a la altura de los ojos.Otro criado trajo un hacha de descomunal tamaño.Hyames la contempló con repulsión. El filo del hacha parecía el de una navaja de afeitar. La hoja media cuarenta centímetros al menos de largo por otro tanto de ancho. El mango era grueso, sólido, capaz de resistir los mayores esfuerzos.—Si quieres vivir, tendrás que matar —dijo el conde.Agitó una mano y unas cortinas se descorrieron ante él. Hyames lanzó un grito al ver a la mujer semidesnuda, atada a un aspa de tronco, sujeto al suelo por la base y reforzado con otros oblicuos, que permitían mantener en alto el horrible patíbulo.—Ahí está tu cómplice —dijo el conde, señalando a la sentenciada con una mano—. Su crimen de infidelidad ha sido probado y la condena es que deben serle cortados todos los miembros antes que la cabeza. ¡Tú serás el ejecutor de mi sentencia o morirás de la misma manera!
Barney Gregson siguió, con el chorro de luz, el movimiento de aquella figura silenciosa. De sus invisibles labios, tras la melena larga, desordenada y lacia, brotó de nuevo aquel escalofriante sonido como un gorgoteo o un estertor, el que podía producir alguien en los límites mismos de la agonía. Luego… el horror se mostró en toda su desnudez ante los ojos súbitamente desorbitados del infeliz Gregson.El alarido que escapó de los labios de éste, se mezcló con una larga, demoníaca, aterradora carcajada, brotando de unos labios totalmente deshumanizados, tras aquella melena que, al apartarse, reveló la carátula espantosa, inenarrable, que Gregson jamás hubiera imaginado ver. Luego, el manto o capa se abrió, desplegándose como las anchas y negras alas de un gigantesco murciélago o un vampiro colosal y terrible.De debajo de los oscuros pliegues, emergieron unas garras que nada tenían de humanas, pese a que la figura lo fuese, e incluso por sus largos faldones hasta los desnudos pies, pareciese una mujer… Garras descarnadas, purulentas, sangrantes y horribles, de piel arrugada e informes dedos curvados. De largas uñas engarfiadas, de epidermis cubierta de llagas, como si una infernal lepra invadiese aquel cuerpo de pesadilla, erguido ante él.
La abertura daba entrada a un pequeño sótano, hacia donde, en aquel momento, se filtraban los dos últimos rayos de sol. De un sol que se perdía en medio de un ocaso rojo, violento, ensangrentado.Y dentro de aquel sótano, ¡horror!, se veían muchos esqueletos… Todos ellos con la espina dorsal torcida, curvada, delatando la deformidad de una joroba.
Un sudor frío, helado, gélido, perló la frente de lord Morggine, que había hincado una rodilla junto a aquella cavidad para mejor percatarse de lo que había en ella.
En aquel instante, del interior del sótano, surgió una voz. Una voz cavernosa que no parecía humana. No, no debía serlo. Sin duda pertenecía a alguno de aquellos muertos.
—Has interrumpido nuestro reposo… La maldición caiga sobre ti, lord Morggine. Todos tus hijos serán jorobados, como lo fuimos nosotros… Si alguno te nace normal, morirá de manera violenta… Sí, morirá de manera violenta —repitió la voz—. Todos aquellos hijos que tengas normales… Sólo te vivirán los que nazcan jorobados…
El resplandor de la luna giró con el transcurrir del tiempo. Incidió al fin sobre aquel rincón, en los aledaños de las mohosas rejas de las mazmorras. Una de las grandes rocas se estremeció y poco a poco se desplazó hacia fuera y finalmente cayó con sordo impacto.La oscura cobertura mostró una oquedad profunda, sombría como la muerte. De ella salió primero un hedor nauseabundo, la pestilencia de la putrefacción.Después, dos puntos rojos parecieron brillar en la negrura. Dos pupilas diabólicas, fijas, que no parpadeaban.Hubo un apagado gruñido y luego otro más débil pareció responderle al primero. Las pupilas llamearon como taladrando las tinieblas.Después de esto, reinó el silencio y el fulgor demoníaco de los puntos rojos fue apagándose paulatinamente.Ya sólo se escuchaba un leve jadeo, entrecortado y bronco, que sonaba en dos tonos igualmente siniestros, uno más débil que el otro…
El diluvio se hizo torrencial, y la magnitud de la tormenta cobró caracteres casi apocalípticos, en especial para quienes no estuvieran demasiado habituados a residir en aquella parte del país.Lógicamente, muchas personas fueron sorprendidas fuera de casas, en el cumplimiento de sus labores profesionales, en desplazamientos o viajes, movidos por diversas circunstancias, favorables o no, e incluso por simple placer de excursionista.Todos ellos sufrieron las molestas consecuencias de un temporal semejante. Pero eso, sucede muchas veces, y en cualquier lugar del mundo.Lo que no siempre sucede, es que un grupo de personas que jamás se vieron entre sí, coincidan en un mismo refugio, intentando huir de la furia del temporal. Y lo que, por fortuna, sucede menos aún, es que esas personas, agrupadas por una simple y trivial jugarreta del destino, se encuentren con un refugio particularmente incómodo y extraño, como había de suceder aquel fin de semana, en plena furia de los elementos desatados, en las proximidades de Durham, junto a la carretera de Newcastle.Así que, a fin de cuentas, huyendo de los rigores de la tormenta que sacudía la región norte de Inglaterra… ¿quién iba a hacer ascos a un edificio cuya puerta abierta les ofrecía refugio contra todo ello?¿Quién vacilaría en cruzar aquella puerta de hierro, oscilante e invitadora, para sentirse confortablemente acogido, bajo un techo, entre unos muros, aguardando a que pasara la furia de la tormenta?Ciertamente, nadie rechazó la invitación casual.Ni siquiera cuando, antes de cruzar el umbral del singular edificio, levantado entre los rígidos árboles, supieron que se trataba de aquella clase de edificio. Era un panteón funerario.
La voz de Hattie se hizo opaca, casi ininteligible. Algo saltó de su boca, rebotó un par de veces contra la mesa y cayó al suelo.Malone bajó la mirada instintivamente. Estupefacto, vio que se trataba de un diente. Volvió los ojos al rostro de la mujer: no había sangre en la boca de Hattie.Un enorme pedazo de carne del brazo izquierdo empezó a desprenderse, convirtiéndose rapidísimamente en un líquido espeso, repugnante, que despedía un olor insufrible. Sus facciones desaparecieron; era como si se tratase de una estatua de cera, sometida a un calor intensísimo.Hattie permanecía inmóvil. Ya no respiraba.El bello pecho de la joven se convirtió en una sustancia de aspecto indescriptible. Parte de sus cabellos se desprendieron. Sopló una leve brisa y los esparció por doquier.Malone estaba aterrado.Aquella mujer se deshacía ante sus ojos y, sin embargo, nadie parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría.De repente, la cabeza de Hattie, casi completamente descarnada, sin la mayor parte de su cabello, se desprendió del tronco y cayó al suelo. Rebotó lúgubremente unas cuantas veces y luego, por la leve pendiente del suelo, rodó hasta el borde de la piscina.
—Tengo miedo a morir asesinada —le tembló la voz—. Mucho miedo… Esto me hace vivir con el alma en un hilo…—¿A morir asesinada? —Richard no pudo tomárselo en serio—. Pero ¿quién va a querer asesinarte a ti?Y la sorprendente respuesta fue:—Algún muerto.—¿Cómo? —Se había quedado perplejo—. ¿Qué has dicho? Creo que no he terminado de entenderte.—Sí, me has entendido perfectamente. He dicho algún muerto.—Pero ¿desde cuándo los muertos matan? —A pesar suyo, Richard se removió, incómodo, en el asiento—. Los muertos ya no tienen vida, y permanecen quietos y silenciosos por toda la eternidad.—Te equivocas, Richard. Yo puedo asegurarte que no todos los muertos se resignan con su suerte y que algunos se rebelan y gritan…—¿Gritan? —inquirió—. ¡Tía Carol, que tú nunca has estado mal de la cabeza! No vayas a decepcionarme a estas alturas.—Sí, gritan —necesitó un nuevo trago de whisky—. Y yo por las noches les oigo… Llegan sus voces desde el cementerio. A veces, son voces simplemente quejosas o doloridas. Otras veces es peor, gritan de espanto.
El tipo, canoso y vestido modestamente, siguió inmóvil, con la cabeza caída sobre su pecho. Se apoyaba con ambos brazos, casi amorosamente, el doblado abrigo sobre su pecho.Malhumorado, el acomodador se decidió a zarandearle con más fuerzas, al tiempo que mascullaba ásperamente:—¡Vamos, vamos ya! Es tarde, despierte de una vez…El abrigo cayó de sus manos. Los brazos cayeron a ambos lados, dejando al descubierto el pecho. El cuerpo del hombre osciló, antes de caer hacia adelante.El alarido de horror del acomodador, no tuvo nada que envidiar al que Dolly Doll profería desde la pantalla. Los cabellos del hombre se erizaron, cuando advirtió las dos cosas: el enorme manchón de sangre que empapaba violentamente la camisa y la chaqueta del espectador, sobre su pecho, hasta cubrir incluso sus pantalones… Y el enorme, afilado cuchillo carnicero, que emergía del plexo solar del mismo, tras haber sido incrustado en el cuerpo del hombre, atravesándolo, no sin antes atravesar el respaldo de la silla, desde detrás de ésta.Al caer el cadáver ensangrentado al suelo, se quedó en la butaca, afilado y bañado en rojo intenso, aquel tremendo cuchillo puntiagudo, que sirviera hasta entonces para mantener clavado a su butaca al último espectador del Griffith Cinema…