Las puertas de la prisión se abrieron y el que ya era ex recluso se apresuró a llenarse los pulmones del aire de la libertad. Buck Spencer contempló con melancólica satisfacción aquel paisaje, del que sólo había entrevisto diminutos retazos desde la ventana de su celda, durante los tres años que había permanecido encerrado. En la mano llevaba un modesto maletín y veintidós dólares en el bolsillo. Era todo cuanto tenía, aparte de las ropas puestas. En circunstancias ordinarias, Spencer no se habría dejado desanimar. Tenía veintiocho años y su salud era de hierro. Cualquier hombre en sus condiciones, podía labrarse un futuro sin demasiada dificultad.
El dardo mortal partió en medio de la llovizna de aquel día trece de junio en que se jugaba la jornada inicial a las cinco de la tarde, hora local de la World Cup Soccer 74, en Frankfurt. Bajo el cielo nublado, la muerte alcanzó a la persona elegida, con trágica precisión. Luego, sigilosamente, el asesino se perdió en el panorama gris y bullicioso de la ciudad de Frankfurt, aquel jueves festivo del deporte mundial. En otro punto, algo alejado de aquél donde fue presionada la moderna cerbatana de tipo electrónico, un hombre emitió un roncó grito de agonía. Y cayó sin vida, con una fina y mortífera aguja hincada en su garganta, justo sobre una de sus carótidas, llevando a la sangre, vertiginosamente, el veneno demoledor de que estaba impregnada la sutil pieza de punzante acero.
El hombre caminaba ligero, con las manos en los bolsillos y una canción en los labios. Johnny Earle se sentía feliz: tenía algún dinero ahorrado y se iba a casar antes de un mes. Aquella noche se había quedado en la oficina de su patrón, haciéndole algunos trabajos extras. Era una forma de incrementar los ingresos, y Johnny, a pesar de que mandaba una cuadrilla de cargadores, era hombre que entendía también de cuentas
Con las manos de finos dedos, rematadas en unas uñas de color rojo oscuro, se dio los últimos toques al pelo. Luego, encima de las brevísimas prendas de sutiles encajes negros, se puso un peinador hecho de infinidad de velos escarlata. Los tacones eran altísimos, lo que aumentaba todavía más la estatura de la hermosa mujer. Casi en aquel momento, sonó el timbre de la puerta. Ella se dio los últimos toques de perfume detrás de las orejas y, taconeando indolentemente, se dirigió hacia la entrada.
Se llamaba Milton Jarrod. Había sido él la persona elegida, porque quizá nadie como Milton Jarrod podía ocuparse de una tarea semejante. Los que lo escogieron sabían lo que hacían. No actuaban, ciertamente, guiados por ningún instinto o por una corazonada. Ni tampoco al azar o guiados por simpatía alguna.
Levantó la pistola. Era un arma poco común. Un «Colt Special», calibre 45, muy peculiar, con cañón pavonado. El enorme silenciador, remataba con su maciza forma la colosal automática. Aquella especie de cañón portátil hizo fuego. El sonido del disparo no salió nunca. No es que el arma hiciera el típico «ploc» ahogado de un arma vulgarmente silenciada. Es que, sencillamente, no hubo nada. Si acaso, el silbido de la bala en el aire. Un silbido tenue. Ni estampido, ni sonido ahogado, ni nada. Era el silenciador perfecto, total, absoluto. Las balas eran mudas, pero mortíferas.
—Juro que está haciendo oposiciones para que le encierren —sentenció Gray.
—¿Te refieres a McShane?
—¿A quién si no?
La atmósfera era tan espesa que hubiera podido cortarse con un cuchillo. El humo del tabaco flotaba igual que una niebla.
McShane vació la copa y miró de través a los dos detectives. Arqueó una ceja y gruñó:
—Cualquier día de estos alguien va a encontrarse con los dientes en la nuca.
Para Frank Gifford, un idílico fin de semana campestre se acaba convirtiendo en una pesadilla. Intentando huir del ruidoso y contaminado Los Ángeles, Gifford, dibujante de cómics de profesión, busca un apartado lugar para dejar su estresante vida aparcada. Sin embargo, la irrupción de una misteriosa mujer acaba implicándolo en una trama que si al principio era digna de un bolsilibro de Punto Rojo, acaba siendo un Servicio Secreto en toda regla. Un sheriff corrupto, un extraño pueblo de nombre Grawsville, agentes del FBI, tres mujeres que buscan salir de una terrible asociación criminal, cadáveres y robos… todo esto y más en esta entretenidísima novela de a duro de Adam Surray donde la portada de Desilo tiene ciertamente que ver con el interior… o al menos en parte.
Los asesinos eran tres. Los tres parecían iguales entre sí. Y quizá lo eran. Nadie hubiera podido saberlo con exactitud. En realidad, no pretendían parecer diferentes. Y tenían éxito en su empeño. Eran asesinos. Asesinos profesionales. Cuando tenían que cumplir una misión, no acostumbraban a fallar. En esta ocasión, no tenía por qué ser diferente. Y no lo sería.
—Será mejor que no se muevan, señores. Esto es un secuestro.
Lo había empezado a sospechar así unos momentos antes. Justo cuando vi asomar el acero frío y pavonado, en la mano morena de mi vecino de asiento, al otro lado del pasillo del «Boeing 707» de la Transworld Airlines.
Las duras, secas palabras del viajero, no hicieron sino confirmar mis temores. Por si ello fuera poco, al final del corredor se levantaron dos personas más: un hombre y una mujer.
Ya había llegado. Aquello era Belfast. No se puede decir que resultara particularmente acogedor, aquel viernes por la noche, cuando abandoné el barco en el muelle, amplio y silencioso. Había llovido recientemente, y el suelo parecía charolado y negro, reflejando algunas luces, muy pocas, de trecho en trecho. Sobre la ciudad, el cielo era un apelmazamiento cárdeno de nubes. O mucho me equivocaba, o continuaría lloviendo aquella noche. Y en días sucesivos. La verde Irlanda tendría abundante humedad para sus pastos, evidentemente.
Caminaba deprisa. Temía llegar tarde a la cita. Por dicha razón, absorto en sus pensamientos, Walt Carpenter no oyó la voz del hombre que reclamaba su atención con urgencia: —¡Teniente! Walter Carpenter, de la policía de Hattonville, no oyó siquiera al individuo. Éste, al ver que su llamada era desatendida, echó a correr tras el robusto teniente de policía, que caminaba con paso rápido a unos metros de distancia.
Alan Foreman, escritor de profesión y practicante de karate, está en Hong Kong buscando historias sobre las que escribir cuando decide ir al cine al estreno de la última película de artes marciales protagonizada por su famoso amigo y compañero de entrenamiento Burton Lane. Tras salir del cine los dos amigos quedan para verse al día siguiente pero esa misma noche Lane morirá asesinado de manera brutal. A partir de ese momento Alan se adentrará en un mundo de intrigas, conspiraciones y violencia para resolver el asesinato de su amigo.
Riendo entre dientes, Indro Bran se alejó hacia los cortinajes del fondo del local. Al otro lado de ellos había un salón más reducido, con paredes imitando roca y unos hachones sujetos a la piedra, que esparcían una luz difusa a su alrededor. Los únicos ocupantes del saloncito eran un hombre y una mujer sentados en torno a una diminuta mesita. El hombre tendría unos treinta años a lo sumo, era delgado y apuesto, con una espesa cabellera negra y ojos irónicos. La mujer merecía capítulo aparte.
Market Lane era un pozo de sombras, olía a infiernos y estaba desierto.
Arriba, donde terminaban los edificios sórdidos e insalubres, se recortaba, lejano, un retazo de firmamento estrellado, sombrío, pero quizá lo único limpio que podía contemplarse, desde el pudridero que era el estrecho callejón.
La sombra más negra que se guarecía en el quicio de un portal tal vez pensaba en eso, mientras aguardaba.
Era solamente un helicóptero. Iba pintado de color amarillo y azul, y lucía en su cola una especie de estela fosforescente en el atardecer, anunciando una famosa marca de cigarrillos americanos con filtro. Era, por tanto, un simple helicóptero publicitario, de los que sobrevuelan con tanta frecuencia el cielo de cualquier ciudad, especialmente si se trata de una ciudad americana.
Harold Hawkins alzó el vaso de whisky. Con una amplia sonrisa en los labios. —Eres el primero en saberlo, Warren. Nancy aún no quiere que se conozca nuestro compromiso; pero es cosa hecha. Poco a poco irá tanteando el terreno con su padre. ¿Te das cuenta? ¡En un futuro próximo me convertiré en el yerno del gran Peter Tuchner! Dejaré de ser un vulgar empleado de la Tuchner Paper para pasar a máximo dirigente de la compañía. El viejo Tuchner pronto cederá el mando y… ¿Qué diablos te ocurre, Warren? Cualquiera diría que te estoy comunicando el fin del mundo.
El hombre estaba plácidamente sentado en la terraza de su lujosa suite del hotel, a veintidós pisos de distancia del suelo, y en medio de plantas exóticas que embalsamaban el ambiente e impedían llegasen hasta su pituitaria los malévolos efluvios de los cientos de coches que desfilaban continuamente por la avenida. Desde arriba, el hombre, cómodamente repantigado en una tumbona, contemplaba aquel maravilloso paisaje que era la playa de Copacabana, con sus alegres bañistas y el abigarrado movimiento que se percibía en ella en todo momento.
El protagonista de esta novela, ambientada en Londres, se apellida Eastwood, pero sólo es un ex deportista que ahora trabaja en televisión de comentarista del medio. Está a punto de casarse, cuando un día se cuela en el apartamento de su prometida y encuentra un sobre con una foto suya, y una orden de matarle. Cuando, días después, le pide explicaciones por teléfono, ella le cuelga y desaparece, y cuando la va a buscar al trabajo —actúa como modelo— le dicen que abandonó el empleo unos días atrás…
El recepcionista del hotel levantó la mirada y vio al hombre alto plantado allí como si hubiera brotado de la tierra.
El hombre era, además de alto, fuerte y de aspecto muy rudo. Un auténtico atleta, sólo que endurecido en un deporte que no se enseña precisamente en las escuelas ni los estadios.
El hombre alto sacó algo de un bolsillo. Lo dejó sobre el mostrador y dijo con voz seca:
—Busco a ese individuo. Debe alojarse aquí, aunque ignoro con qué nombre. Usted me lo dirá.