Larry Baxter entornó los ojos. Ocultó así el peligroso brillo que en ellos se reflejaba. No quería provocar a sus visitantes. El teniente Paul Loewe lanzó una semicircular y burlona mirada por el despacho. Lujoso. Bien amueblado. Desde el ventanal podía divisarse las tranquilas aguas del Lake Michigan. —¿Es ésta tu pocilga, Larry? ¡Infiernos…! Eres un tipo afortunado. Mi sueldo jamás me dará para una cosa así. Te envidio. Dos individuos acompañaban al teniente Loewe.
El hombre, vestido con una bata blanca, estaba inclinado sobre un microscopio, tan absorto en su labor, que ni siquiera levantó la cabeza cuando oyó el ruido de la puerta que se abría. Con el ojo todavía pegado al ocular del aparato óptico, emitió un gruñido de bienvenida. —Buenas noches, doctor —dijo el recién llegado. —Hola —contestó el hombre de la bata blanca. —¿Doctor Steimler?
Cuando Jim Markham llegó a Ballyport, pensó que había sido víctima de una de dos circunstancias: una tomadura de pelo o la exageración de algún fanático enamorado de aquellos parajes, como debía de serlo el recomendante, buen amigo suyo. No cabía la burla al aconsejarle que pasara sus vacaciones en Ballyport, por lo que era preciso pensar que su amigo estaba chiflado por aquella aldea de pescadores y el panorama circundante. Ballyport estaba en el fondo de una especie de medio cráter de gran amplitud, parte del cual se adentraba en el mar, formando como una bahía semicircular, con sus extremos bastante accidentados. La costa no tenía grandes accidentes, que permitiesen considerarla como un lugar digno de continua admiración: había trozos muy bajos, prácticamente playas guijarrosas, y algunos escarpados de no demasiada altura, aunque tampoco debía de resultar agradable ser sorprendido en el mar por una tormenta, en un esquife y en las proximidades de alguno de aquellos acantilados.
Algunos le llamaban Ariete; otros. Gorila; muchos, El Feo, y no faltaba quienes le llamaban cosas impublicables. El nombre auténtico era Gregor Wallace Lane, por lo que había muchos que le llamaban Greg, si bien la mayoría empleaban el apodo que le había dado una ardiente panameña: Toro. Por su acometividad, claro. Pero a él le gustaba, y lo mismo le daba usarlo en español que en su idioma nativo, el inglés. Por tanto, muchos le llamaban Bull.
Crucé Alamogordo sin detenerme porque la única vez que estuve allí, años atrás, me llenaron la cabeza de historias atómicas, mostrando el orgullo legítimo de quienes saben más de energía atómica que Openheimer. De modo que no me detuve. Ellos estaban realmente orgullosos de haber presenciado el estallido de la primera bomba nuclear de la historia. Yo preferiría sentirme orgulloso de ver estallar la última y poder contarlo. La autopista de El Paso cruza ciento treinta y cinco kilómetros de desierto. No hay más que cactos, lagartos, mesquites y arena. El infierno. Es una zona muerta que sólo sirve para realizar pruebas con cohetes y para ensayar nuevas armas capaces de hacernos polvo, cada una en menos tiempo. Para eso mantiene el Gobierno ese territorio dantesco. No hice caso de los innumerables rótulos que se ven a lo largo de la autopista. Están escritos en inglés y en español, para que no haya confusiones. Todos ellos prohíben taxativamente internarse en el infierno que se extiende a ambos lados de la autopista.
La casa estaba completamente a oscuras. Era una mansión de lujo, con dos plantas y ático. Estaba rodeada por un extenso jardín, plantado con árboles de gran altura y frondosa copa, y en el que abundaban los espacios con verde y jugosa hierba. También, naturalmente, una piscina, en cuya superficie líquida podría maniobrar sin dificultades un patrullero de la Armada. Pero al ladrón fantasma no parecía interesarle el decorado exterior de la casa. Nadie le había visto de cerca hasta entonces. Si alguno lo hubiera conseguido, se habría llevado una gran sorpresa. Era de mediana estatura y vestía una malla negra, de una sola pieza, con capucha integral, que sólo tenía cuatro orificios, para los ojos, nariz y boca. Visto de espalda, hubiera parecido un muchacho esbelto y aficionado a los deportes.
Sí, ta sé que antes de iniciar este relato debería presentarme. Pero ¿qué les voy a decir de mí que no lo hayan dicho ya mis amigos? ¿O mis enemigos? Sin embargo, como no quiero pecar de descortés, diré que me llamo Lloyd Duncan, y que ando ya muy cerca de los treinta. ¿Lo que he hecho de provecho en mi vida? Muy poco, la verdad. Vivir tratando de no fastidiar a los demás. Que ya es algo en estos tiempos tan revueltos en que la gente está demasiado interesada en meter la nariz en las vidas de unos y otros. Mi estatura es de un metro ochenta y siete centímetros. Y peso alrededor de los ochenta y tres kilogramos.
—Quiero el divorcio, Ernest. Ernest Robson, que consultaba los resultados de la última carrera en el hipódromo Golden Gate Fields, desvió la mirada del periódico para posar sus ojos en la mujer. Judith. Veintidós años de edad. De una belleza imposible de describir con justicia. Incluso en aquellas primeras horas de la mañana, recién despertada y con el cabello desordenado. No importaba. Judith era como una diosa.
Bannister hizo saltar la llave en la palma de la mano. Sí, se imaginaba qué puerta abría. El número figuraba en la llave. Entonces, bastaba ir a la estación de autobuses de Halfton Mili, abrir uno de los armarios de equipajes, extraer el envío y… Bannister volvió a suspirar. —Ocho años —dijo, a media voz. Pero valía la pena haber esperado. Sí, los ocho años habían pasado como un soplo y ahora iba a encontrarse con lo que resolvería sus problemas de un modo punto menos que definitivo. Ya no necesitaría tener que amarrarse a un escritorio, por una suma semanal poco menos que irrisoria… Probablemente, montaría su propio negocio… Las ideas se agolpaban en su mente. ¡Podían hacerse tantas cosas con ochenta mil libras!
El coche rodaba velozmente por la irregular llanura, abrasada por el sol, dejando una densa estela de polvo que, merced a la quietud del ambiente, la atmósfera permanecía largo rato suspendida en el aire. El conductor, que viajaba solo, ignoraba que había unos ojos que espiaban su viaje, situados tras unos potentes prismáticos. El hombre de los prismáticos tenía además un pequeño transmisor portátil de radio. Estaba situado a media ladera de una loma de irregulares contornos, detrás de unos resecos arbustos que disimulaban por completo su figura. Más a lo lejos, se extendía la llanura calcinada del desierto, en la que apenas si crecían algunos raquíticos cactos y mezquites.
Contempló el teléfono. Dudó. No sabía si descolgarlo y llamar. O dejarlo como estaba, no acercarse a él, no marcar ningún número, no hablar con nadie. Se pasó una mano por el rostro. La retiró mojada. Su piel estaba húmeda de sudor. Especialmente en la frente, surcada de arrugas profundas. Notaba frías gotas deslizándose hasta sus cejas. Sin embargo, no hacía calor. Por el contrario, la noche era desapacible y brumosa. Había llovido con cierta intensidad por la tarde y, de ser cierto lo que dijera el meteorólogo en la televisión, volvería a llover fuertemente durante la madrugada.
El coche dobló una curva cerrada sobre dos ruedas, los neumáticos chillando sobre el asfalto. Dio unos tremendos bandazos y al fin logró enfilar la recta a creciente velocidad, mientras tras él las sirenas de un auto-patrulla aullaban en la noche. El sedán aún aumentó la velocidad en aquella recta, manteniendo una gran distancia entre él y el coche de la policía del estado. Incluso consiguió aumentarla. Luego intentó reducir la marcha al aproximarse a otra curva. Los dos policías del auto-patrulla vieron espantados cómo el coche se alzaba en el aire, girando y dando tumbos y desapareciendo más allá del pretil de hormigón que protegía el viraje de la carretera. —¡Se han matado! —exclamó el conductor.
El Sydow Hotel no era el mejor establecimiento de Miami. Tampoco el peor. En los boletines de información del turismo se le clasificaba como «moderado». Todas sus habitaciones contaban con baño, aire acondicionado, teléfono y con una paradisíaca vista de la playa.
Restaurante, grill, piscina, night-club, pista de tenis y varios salones sociales eran los principales servicios ofrecidos por el Sydow Hotel.
Un edificio de ocho plantas.
La muchacha del cabello color fresa miró atrás. No descubrió nada sospechoso. Nada de lo que ella temía, cuando menos. Sus ojos estaban muy abiertos, tras los vidrios color dorado espejeante de sus modernas gafas de sol. Y continuaban asustados. Como lo habían estado durante todo el recorrido del taxímetro hasta el Aeropuerto Kennedy. Sin embargo, ningún otro automóvil había seguido al taxi durante el recorrido. Y ahora, cuando ya el vehículo se alejaba de regreso a Nueva York, tras haberla depositado en el aeropuerto internacional, ella continuaba pendiente de la presencia de cualquier otro coche, de cualquier persona que pudiera despertar en ella renovadas sospechas.
El hombre estaba agazapado en la azotea, con el fusil en las manos y los ojos fijos en el edificio del otro lado de la calle. Había un rótulo, sobre el gran frontón de la fachada, sustentado por media docena de columnas estriadas, con capiteles dóricos, y las pocas letras que componían aquel rótulo indicaban sobradamente la utilidad del edificio.
Recordaba vagamente que había una rubia en algún lado. Y una morena y otra rubia. Y todas parecían decididas a contarle sus historias, que eran iguales entre sí, intercambiables, al tiempo que él las «investigaba» minuciosamente. Y otro trago y otro. Sin parar. ¿No había propuesto alguien bañarse en la piscina? Eso era cuando él se había evaporado, trastabillando entre el jardín, para alcanzar la calle y buscar un taxi. Luego... nada. Hasta despertar ahora, en su piso, hecho un desastre. Y tenía que trabajar. Tenía que ir al periódico y escribir una crónica sobre... ¿sobre qué, Santo Dios?
Yo terminaba de salir de la ducha y estaba a medio vestir cuando oí que llamaban Insistentemente a la puerta de mi apartamento. No estaba citado con nadie. Y deseaba descansar, relajarme, tras un día de trabajo que había sido más bien duro. Dispuesto a no permitir que nadie me fastidiase, terminé de peinarme. Insistían en la llamada.
Shylo Harding, joven escritor norteamericano de novelas pulp, viaja a Londres de vacaciones para visitar la famosa mansión-museo de Sherlock Holmes situada en el 221 de Baker Street. Tras recordar algunos de los famosos casos del conocido detective, Shylo Harding hace, por sorpresa, una pregunta al guía: Estamos en la casa donde vivió y resolvió sus casos Sherlock Holmes, pero ¿cuál fue la causa de su muerte? El guía, sorprendido por la insólita pregunta, y ante las irónicas sonrisas de alguno de los visitantes, responde, balbuciendo, que Sherlock Holmes fue un personaje de ficción; que no sabe nada sobre su muerte… Al salir del museo, Shylo Harding, es parado por una joven que había escuchado la conversación, y le habla de un caso ocurrido en 1897, que quedó sin resolver, y por el cual ahorcaron, en su día, a un hombre inocente. Lo llamaron, entonces, Los Crímenes del Degollador. Al día siguiente, después de recorrer otros lugares turísticos de Londres, al volver al hotel, el conserje entrega a Shylo Harding un antiguo manuscrito, que alguien dejó para él, con datos de la época sobre Los Crímenes del Degollador…
Scarlett podía volver a cantar. Y a tocar su guitarra. Sobre todo, tocar su guitarra. Los temas folk saldrían fácilmente de su vibrante garganta. Siempre había sido así. Pero ella no era un jilguero. Cuando se veía enjaulada, no podía cantar. Y había llevado un tiempo en la más desagradable de las jaulas imaginables. Ahora, todo eso quedaba atrás. Acababan de abrirle las puertas de la prisión. Le habían devuelto sus cosas, incluso su guitarra. Y unas guardianas, le habían deseado suerte. Y que nunca más volviera allí. Scarlett, en ese sentido, fue concreta, rotunda. Casi agresiva: —Seguro. No volveré. Nunca. Si alguna vez he de ir a alguna parte… será a la Morgue. Pero nunca aquí. Lo juro.