Todo empezó con la trágica muerte de un filántropo suizo, aparentemente sin razón alguna, en una universidad norteamericana. El instrumento del crimen era un punzón y, la única huella, un papel con el símbolo torpemente dibujado de una oscura religión. El doctor Ashwin, profesor de sánscrito, y el estudiante Martin Lamb, investigan el hecho. Tras un segundo asesinato, el profesor, sin haber salido de su gabinete una sola vez, resuelve el enigma. No hay libro policial más probo que éste de Anthony Boucher: el autor indica desde el comienzo qué personajes no son culpables y, en la recapitulación final, que precede a la solución, señala las claves del problema y la numeración precisa de las claves del problema. El desenlace, a pesar de esta advertencia, asombrará al lector. En 1942 la novela original en inglés, se reeditó con el título 'The case of the seven sneezes'
Tarde en la noche, tras una amarga disputa con su mujer, Ian Kane partió al campo en su automóvil, a gran velocidad, sin saber demasiado adónde iba ni qué estaba haciendo. En un camino, entre árboles, el automóvil salió de la huella y cayó en la zanja. Kane durmió en el bosque y, al despertar, en las tinieblas del alba vio a dos hombres que estaban enterrando un bulto. Kane veía con un solo ojo; había perdido el otro en la guerra. Pero lo que su ojo vio en aquel amanecer bastaba para perder a esos dos hombres; tal vez para llevarlos al patíbulo. Este libro trata del plan de los criminales para destruir el ojo que podía identificarlos; del terror de Kane ante el atroz peligro que lo amenazaba; de su lucha en la oscuridad, donde no distingue al amigo del enemigo.
El estilo directo, casi prosaico, en que se refiere esta historia macabra, acentúa singularmente su horror. Una determinada tarde neblinosa no ha dejado ninguna huella en la memoria de Philipson; en esa tarde desapareció su hosco vecino, el granjero Marhall. No hallaron el cadáver, pero la sospecha de un crimen estaba en todas partes, y en los ojos de la viuda de Marshall —joven, disoluta y estúpida, pero tan vívida que Philipson había cedido a la tentación de pintar su relato— se adivinaba una culpa.
Todo empezó un sábado a la noche en la lujosa residencia de Andrew Lloyd. Después de la comida, Miss Larue se retiró a su habitación. Según el testimonio de la mucama, se tendió en el lecho y le dijo que esperaría un rato antes de desvestirse. Estaba tan bonita así, inmóvil, y tan trágicamente distinta de lo que encontraron después.
De regreso de París para hacerse cargo de un importante puesto en el expreso de Nueva York, Bruce Carter y su pequeña hija Pam se ven envueltos en una compleja trama de intriga y violencia cuando uno de sus vecinos desaparece y otro es asesinado. Luego el crimen entra en las propias oficinas del express. Entre los posibles culpables está Bruce, pero Pam ha sido testigo accidental del crimen.
Las amenazas se ciernen sobre un alto dignatario de la Corte de justicia y su vida corre serio peligro. ¿Quién deseaba la muerte del juez Barber? ¿Acaso Pettigrew, su enconado rival? ¿Baemish, el secretario?, ¿Hilda, su exquisita esposa? ¿O Happenstall, el exconvicto? El imprevisto y verosímil final sorprenderá al lector.
Cada uno de estos cuentos, obras maestras de violencia y crimen, ha de mantener al lector en tensión constante: la pareja desesperada, la joven de los claveles rojos y el hombre con una cita en el patíbulo; la exactriz que no logra convencer a los testigos oculares sobre su inocencia; la americana perdida en el mundo salvaje y primitivo de su rival azteca; el hombre, que cometió el fatal error de visitar la Estatua de la Libertad.
Si se les hubiera preguntado a Amy y Wilma por qué hicieron el fatal viaje a México, ninguna de las dos mujeres habría sabido que responder. Una de ellas muere en este país y la otra desaparece. Dos hombres se lanzan a buscar a la mujer desaparecida y a aclarar el crimen. Hay otra muerte y un tensión casi insoportable, hasta llegar a la solución, una verdadera obra maestra en la larga historia de la novela de misterio.
El detective Kempson se ve abogado a la ardua tarea de atrapar a un asesino que actúa veloz y despiadadamente. Ocurren tres asesinatos antes de que la policía logre desentrañar el misterio y descubrir la asombrosa verdad. Los lectores habrán también de apelar a sus mejores recursos si desean descubrir al criminal antes de que el autor lo revele en un emocionante final.
El detective privado Joe Quinn juega… Así es como perdió su trabajo, automóvil, ropa y novia; Es por eso que hace autostop de Reno a California. En The Tower, un complejo rural que alberga un culto religioso, Quinn está jugando de nuevo cuando la hermana Blessing le pide que localice a Patrick O’Gorman. No es una tarea fácil: O'Gorman está muerto, y Quinn supone que no tan accidentalmente como todos insisten.
El viernes por la noche Barbara Markle, agraciada adolescente, concurre a su primer baile. El sábado queda sola en su casa todo el día. Pero cuando su madre regresa ella ya no está. Ningún vecino puede dar noticias de la joven. Fred Fellows, jefe de Policía de Stockford, será el encargado de investigar las causas de su desaparición y descifrar el enigma. Todo está aparentemente en orden, salvo una pequeña mancha de sangre en la alfombra. En un verdadero derroche de ingenio, Fellows reúne indicio tras indicio para llegar a la solución del misterio.
Del pasado de Jefferson Halliday viene Rima Marshall. No tiene nada que perder: está hundida casi hasta dónde puede llegar una mujer. Pero ella todavía sabe lo suficiente como para poner a Jefferson en el asiento caliente. Y él sabe que ella sabe. Con la baraja amontonada de esta manera, el chantaje se convierte en un arma peligrosa mortal con la que…
«Mi nombre es Ernest Sellers y estoy encerrado en la cárcel de Midland. Se me ha acusado injustamente de asesinato… Me van a ejecutar y soy inocente… Sólo usted puede salvarme de la silla eléctrica». Esta carta logró intrigar a Fred C. Fellows, jefe de policía. Después de estudiar el caso, Fellows llega a la conclusión de que faltaba descubrir varias claves del caso, con las que cree que va a producir una violenta conmoción en el pueblo, pero lo que le interesa al jefe de policía es la verdad y en su dirección se dirige, imperturbablemente.
¿Qué hace una niña cuando llega a creer que su padre adoptivo, a quien adora, ha cometido un crimen, sobre todo cuando ella es la única depositaria de la información que podría establecer su culpa? Aterrorizada y para evitar el inevitable interrogatorio de la policía, se esfuma en Manhattan. Luego la búsqueda desesperada de la niña por el padre y la policía ante el peligro que corre. El misterio apasiona, y sorprende la solución que llega en momentos en que la tensión y el suspenso han llegado a su clímax…
Una joven inglesa, de vacaciones en la riviera se encuentra de pronto transformada en blanco de alguien decidido a matarla. Paul Hedley, pintor de cierto renombre, está lejos de adivinar que esa joven acosada, que se sienta inesperadamente a su mesa en el Café de París, le ha de hacer compartir su odisea, transformando las pacíficas vacaciones en una incesante aventura, en la que el peligro, visible o latente, mantiene a los protagonistas -y al lector- en un clima de constante suspenso y tensión hasta el inesperado final...
Archie Sinclair acude a su viejo amigo William Deacon, destacado colaborador de una famosa revista, para que le ayude a aclarar un misterio: un sujeto llamado Brillhart aparece constantemente en las columnas de las noticias de teatro de Broadway, de fiesta en fiesta con hermosas mujeres, trabajando en una comedia musical, etc. Pero según Archie, esto es absurdo, pues Brillhart está muerto. Las pruebas que presenta son terminantes y como Deacon no cree en fantasmas decide investigar. Un misterio hábilmente aclarado por quien sabe cómo enredar al lector en la trama, sin darle un minuto de sosiego hasta llegar el desenlace, magistralmente urdido.
El era joven, había estado en presidio y, ya recuperada la libertad, estaba dispuesto a ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa para obtener dinero. La propuesta que le hace una mujer hermosa y cautivante le parece fácilmente realizable y económicamente tentadora. Analiza en detalle la situación para evitar posibles traiciones y sorpresas desagradables. Prevé todas las circunstancias menos una, que en ningún momento entra en su análisis: un asesinato. Luego, la larga lucha para salir de la trampa tendida y poder empezar una nueva vida.
La policía de White River ha encontrado un cadáver. El sheriff Jim Shapely tiene muy claro quien ha sido. Han encontrado el cuchillo y el camisón lleno de sangre de la asesina. Se trata de la sobrina, Cathy Sinclair, que ha desaparecido junto con el dinero. El asunto parece claro, el detective Steve Gregory la busca para entregarla a la justicia, ¿la encontrará?
Paul Forrester era ingeniero, uno de los mejores expertos en misiles. Había desarrollado un metal ultraliviano. Muchos querían apoderarse del secreto: el Pentágono, los chinos, los rusos, y sobre todo Herman Radnitz, oscuro empresario capaz de vender cualquier cosa por un buen precio. Pero Forrester estalló al encontrar a su mujer en la cama con otro hombre. Ahora está encerrado en un asilo exclusivo, vigilado de muy de cerca por el gobierno norteamericano. En algún lugar de su mente torturada guarda la fórmula. Radnitz tiene que conseguirla cueste lo que cueste. Aunque eso signifique una pila de cadáveres…
La víctima del asesinato era una muchacha y su asesino, un hombre. Eso era todo lo que sabían el jefe de policía Fred C. Fellows y el sargento Sidney Wilks. Mientras más investigaban, más difícil se hacía el trabajo y mientras más datos descubrían acerca del asesino, más se alejaba éste, hasta que una sensación de frustración llevó a Wilks a decir: «Conocemos dos de sus alias, tenemos su fotografía, una muestra de su escritura. Sabemos la marca y el número de patente de su coche, conocemos las joyas que ha robado. Tenemos todo, hasta una muestra de sus huellas digitales. Y con todo eso no podemos dar con él. Si creyera en los fantasmas, diría que nos las estamos viendo con uno». Pero Fred C. Fellows no creía en fantasmas y cuando le fueron fallando, una tras otra, pistas que él consideraba seguras, se elevó a la estratosfera para obligar a su presa a descender a la Tierra.