En Hamburgo, un mensajero llamó a la puerta del apartamento ocupado por Otto von Hartzow. El propio Von Hartzow fue quien abrió la puerta y contestó afirmativamente cuando el mensajero le preguntó su nombre. —Bien, señor, este paquete es para usted. Tendrá la bondad de firmar en el libro… Von Hartzow estudió el paquete durante unos segundos. Parecía una caja de cigarros habanos, muy bien envuelta en vistoso papel, atado con una ancha cinta de color rojo, rematada en un espectacular lazo. Von Hartzow firmó y dio un marco de propina al mensajero. Luego, el destinatario del paquete se retiró al interior de su departamento y se dispuso a saborear uno de los cigarros que le habían enviado. Tenía bastantes amistades, algunas de ellas, femeninas y muy interesantes. Se preguntó quién de ellas era la autora del obsequio.
La luna brillaba con todo su esplendor en lo alto del cielo, aunque hacia el este ya se divisaba una tenue claridad que anunciaba el nuevo día. Tranquilamente, con la vieja pipa de saúco entre los labios, Ronnie Beagan caminaba en dirección a las luces que se divisaban a lo lejos, cuando, de repente, oyó el ruido metálico de una herramienta que chocaba contra la roca del suelo. Beagan se detuvo en el acto. Los dos burros que iban tras él, cargados con diversos pertrechos, se detuvieron también. A menos de cincuenta pasos de distancia, alguien se quejó. —Esto es duro, tú. —Más duro es para él. Anda dale al pico… y cierra el ídem. Se oyó una risotada.
Fué una endiablada concatenación de circunstancias capaz de hacer polvo todas las leyes de la probabilidad, una sucesión de casualidades tan asombrosa que en la vida de una generación quizá no se diera nunca más. El destino quiso que se diera entonces, en aquellos precisos momentos. No antes ni después. Justamente cuando debía darse. Y, cuando el destino decide jugar con las vidas de los hombres, hay que ponerse a temblar. Era el día en que Anthony Carella había quedado cesante. Voluntariamente, y con no pocas dificultades, pero cesante al fin y al cabo.
El automóvil se detuvo frente al garaje de la casa, después de haber remontado el sendero encementado que atravesaba el bien cuidado césped. Una célula fotoeléctrica entró en funcionamiento y la puerta del habitáculo se alzó por sí misma.
Satisfecho de la vida, Mitt Fulbert hizo avanzar el coche, hasta dejarlo por completo dentro del garaje. A su izquierda, al fondo, había una puertecita lateral, sobre una escalera de dos peldaños, la cual conducía al interior de la casa.
La puerta del garaje se había cerrado por sí sola. Fulbert cortó el encendido y se apeó.
Para mí, todo empezó aquella madrugada. Cuando abandonaba el hotel Ambassador, en el Quai des Berges de Ginebra, para tomar uno de los trenes vía Berna, hacia Zúrich. Quizá había empezado mucho antes, sin yo saberlo. Pero creo que, volviendo la vista atrás, ese instante marca para mí el inicio de lo insólito que el destino me reservaba en las jornadas siguientes. Y por ello evoco ahora ese momento preciso, definido. La mañana todavía sin luz, salvo las brillantes del alumbrado callejero de la ciudad del lago Leman, en una atmósfera limpia, despejada, carente de contaminación.
Phillip Jackson.
Ése es mi nombre.
Un tipo con mala estrella.
Me encuentro en una comarcal. A más de cincuenta millas de Chicago. Con un sol de fuego sobre mi cabeza. Acabo de perder el autocar Buttonsville-Chicago por cuestión de segundos. El próximo servicio pasará dentro de seis horas.
Dos años soñando con tomar ese autobús.
Y lo pierdo.
Así soy yo.
Tilly acabó de dar instrucciones al criado y salió a la terraza. Una ligera brisa llegaba de las montañas, y esa brisa era ya fresca, casi fría.
—El otoño, ya —murmuró.
El lago estaba en calma. Sólo una lancha se veía en él. Al fondo, las montañas imitaban a una tarjeta postal.
Volvió a entrar. Sus padres le habían escrito una carta comunicándole que aún tardarían cinco días en volver. No le importaba. Estaba a gusto sola, aunque echaba de menos el verano. El invierno resultaba muy largo.
Lo primevo que hizo fue apagar las luces del departamento. Luego, con un extraño objeto en las manos se acercó a la ventana. El objeto era un tubo de metal negro, mate, muy ligero, de unos cinco o seis centímetros de diámetro, acodado en los extremos. Su longitud era de unos tres metros. Se lo había construido un amigo de la Marina de Guerra. El, por supuesto, había proporcionado los materiales, baratos y fáciles de obtener: los trozos de tubo y las lentes. En resumidas cuentas, era un periscopio.
Era mala cosa quedarse sin trabajo. Y era peor aún, que eso hubiera sucedido precisamente allí. En aquel lugar. Pero había sucedido. No valía pensar en otra cosa, porque hubiera sido inútil. Él era a veces un soñador. Pero no con el bolsillo vacío, y el estómago más vacío aún. Entonces, se convertía en un hombre terriblemente práctico, aunque eso no sirviera de mucho.
Quizá no tuvimos demasiada imaginación al hacerlo. Pero le bautizamos así. Creo que, desde un principio, coincidimos todos en darle ese nombre, quizá porque él mismo nos dio la pauta con sus propios métodos. Con aquella especie de… de «firma» que subrayaba sus horribles crímenes. Lo cierto es que todos, prensa, opinión pública y policía, coincidimos en el nombre aplicado al misterioso asesino. Le llamamos «X». Simplemente «X».
Las bandas de música atronaban el ambiente. Había banderas y colgaduras y gallardetes y pancartas con inscripciones, y un par de cuadrillas de majorettes habían animado el desfile previo con sus evoluciones, Se soltaron varios globos gigantescos, de los que pendían cartelones con rótulos alusivos al acto. Incluso había un pelotón de fusileros de la Infantería de Marina al mando de un sargento, a fin de recordar que el homenajeado había pertenecido a tan heroico cuerpo.
El hombre apuró el resto del licor que había en su copa y luego se inclinó hacia adelante con todo descaro. La rubia le rechazó jovialmente.
—No te aproveches, Max —dijo.
—La culpa es tuya, por no ir vestida como la decencia y la modestia mandan —dijo Max Evans sarcásticamente—. Claro que tú desconoces el significado de esas palabras…
A Kitty Michaelson le gustaban los grandes escotes y los vestidos muy ceñidos. Y le gustaban los hombres que admiraban su opulenta silueta, pero, más todavía, los que le demostraban su admiración con buenos billetes de Banco.
—En esta época, todos desconocemos el significado de esas palabras, Max —contestó ella filosóficamente—. Sobre todo, tú.
Estaba sentado en un coche, eso era seguro porque a una pulgada de mi nariz había un volante y más allá el salpicadero anticuado, y el parabrisas, y aún más allá una oscuridad absoluta. Aquello era un coche, pero estaba ladeado de un modo muy curioso. Mi cuerpo descansaba contra el respaldo y era igual que si el morro del coche apuntara a las estrellas. Sacudí la cabeza. O intenté hacerlo, porque el primer movimiento brusco empezó a dolerme como el infierno. Resultó una llamarada que se extendió por el resto del cuerpo y ya no hubo una pulgada de mi piel que no doliera con creciente intensidad.
ANTES de llamar a la puerta, Dally Crown sujetó con las rodillas el enorme ramo de flores de que era portador y luego sacó del bolsillo un extraño adminículo, que solía usar en ocasiones muy especiales, porque conocía el irresistible poder de atracción que tal adminículo causaba en algunas mujeres. El rostro moreno y enjuto de Crown, unido a una frondosa cabellera, aunque no melenuda, y unas enormes patillas, junto con el parche sobre el ojo izquierdo, le conferían el aspecto de un pirata vestido con ropajes actuales.
Oh, amigo, cuánto me alegra haberle encontrado. Me llamo Robert Malcolm. —Bob para los amiguetes— y cuento treinta años de edad. La imagen que el espejo da de mí es la de un tipo de un metro ochenta de estatura, setenta y cinco kilos de peso, una complexión que no está nada mal, y facciones de rasgos enérgicos. Las mujeres dicen que estoy pasable, y los hombres que soy soportable. Mi profesión es la de detective privado.
Stephen Holdridge depositó el gin-tonic sobre la mesa.
En su diestra quedó el vaso de whisky.
Una buena dosis de líquido.
Sin hielo ni soda.
Se acomodó en el largo sofá accionando el control a distancia del televisor.
Surgió la sintonía previa al noticiero.
Dos muchachas sentadas en el bar del «Salón Azteca» interrumpieron su conversación cuando entró, y le siguieron con la vista a medida que fue avanzando lentamente por detrás de los escabeles hasta la puerta de la sala. Llevaba las manos en los bolsillos. Al llegar a la puerta se detuvo y paseó por la sala una mirada circular. En el estrado, la orquesta desarrollaba, sobre el batir pegajoso del bongo, una melodía lenta y sensual. No había mucha gente: turistas norteamericanos en su mayoría y los habituales. Una docena de parejas se balanceaban en la pista. La luz se concentraba encima de los músicos, dejando el resto en una semiobscuridad que hacía destacar, por contraste, los rotulillos rojos de las salidas de emergencia y el verde de la entrada a los lavabos. A ambos lados de la sala estaban los palcos, recogidas simétricamente en todos las cortinillas de su ventana rectangular. Sobre el antepecho de uno se apoyaba un brazo desnudo de mujer, cuya propietaria quedaba en la sombra. En otro se avivaba a intervalos la brasa de un cigarrillo. Los turistas charlaban en las mesas, altos y rubios, desgarbados como peleles junto a la gracia lánguida de los camareros mejicanos.
El teniente Lew T. Dart había terminado ya su turno de servicio y regresaba a su casa. El día, afortunadamente para la sección de SWAT de que era jefe, había discurrido con normalidad. No había habido ningún jaleo y Dart se sentía tranquilo y satisfecho.
Dart conducía su coche particular y vestía ropas civiles: un «polo» de color, oscuro, cazadora clara, de tejido liviano y pantalones azules. Cualquiera que le mirase vería en él a un hombre común y corriente, que regresaba de su club, tras un recorrido de dieciocho hoyos, con los palos de golf. Lo que restaba de día para Dart sería la cena, que se prepararía él mismo en su departamento de soltero y luego un libro hasta la hora de acostarse.
Era una pequeña estación después de Cayeux-sur Mer, antes de llegar a Boulogne-sur-Mer. El tren de París-Amiens-Calais, que tenía su origen en la Gare du Nord parisina, y enlazaba con el ferry que cruzaba el canal hasta Folkestone, en las Islas Británicas, se detenía escasos minutos en aquella estación. Escasos, pero suficientes para que los viajeros, si los había, bajaran a tierra. Habitualmente no eran muchos, e incluso a veces no había ningún viajero, pero el furgón de cola del convoy ferroviario aprovechaba el momento para depositar en la estación el correo y la prensa del día. Al solitario viajero de aquella tarde, le bastó con un solo minuto para bajar sus dos maletas y descender él mismo al andén.
La voz del rifle levantó ecos en todo el bosque, haciendo que millares de pájaros emprendieran el vuelo, chillando y batiendo alas con estruendo. La bala arrancó un buen pedazo de corteza de un grueso tronco y aulló, perdiéndose más allá de John Cannon, agazapado junto al árbol, herido. «Esta vez sí —pensó—. Esta vez van a conseguirlo».