HARRY Sherman había tratado de complacer a su hermano y a los amigos. Quería olvidar su deseo de venganza. Pero era superior a él. Y la fatalidad hizo que leyera una nota sobre algo tan sin importancia en realidad, como era el nombramiento de un senador en Wyoming. Era una nota escueta. Pero el nombre de ese senador coincidía con uno de los buscados por él en el Territorio de Arizona. Cuando estaba seguro que había conocido al personaje de leyenda Saguaro, y que le había ayudado a salvar la vida.
Los que entraban en el local, se detenían junto a la puerta, contemplando con admiración lo que estaban diciendo. Había un gusto exquisito hasta en los menores detalles. Las mujeres eran las que se fijaban en todo. Los manteles que cubrían las mesas de distintos colores y el tapizado alegre de las sillas, hacían del local un lugar enormemente agradable. Se iban sentando los comensales y se saludaban entre sí, erque eran conocidos la mayoría. Y como día de inauguración, ellas vestían sus mejores galas y los caballeros lo mismo. Servía de pretexto para convertir ese local en un escaparate y testimonio de la riqueza de cada cual.
EN la mansión Janesville había un gran bullicio. Las dos jóvenes hijas de la viuda Jane trataban de convencer a su madre, que no sabía negarles nada, para que les permitiese realizar la visita al barco, apoyadas en su petición por los acompañantes, amigos de la casa y francos admiradores de ellas. Para la madre de las muchachas la boda de sus hijas era cuestión de meses.
RODOLFO y César Fernández de Ayala, eran los dos hijos de Laura de igual apellido. Se habían instalado en la enorme casona-palacio de los Fernández de Ayala, que en Santa Fe ocupaba una gran manzana en la parte más céntrica de la ciudad. Y se instalaron al enfermar la abuela Laura, que era una institución en la ciudad y en el Territorio. Y lo hicieron con sus familias: Adela, esposa de Rodolfo, con sus dos hijos: Rodrigo y Guadalupe. Y César con su esposa Carmen y los hijos Juan y José.
EL herrero sin dejar de golpear el hierro candente que tenía en el yunque, miró de reojo y sonreía. Jonás Cooper entraba en el taller y el rostro indicaba lo enfadado que estaba. —¡Deja de golpear, que me has visto entrar! —gritó el visitante. —No puedo dejar que se enfríe. ¿Qué quieres? Si se trata de tu caballo, ya ves que ahora estoy ocupado. Le traes más tarde.
AQUELLOS que pensaban que Laramie, por tener una universidad, era una población amante y respetuosa con la Ley, sufrían un grave error. Y los que por haber doblado cinco años la cuenta de los ochenta después de mil, imaginaban que ya no era posible el imperio de un equipo, y hasta la tiranía de un hombre, también se equivocaban. Para convencerse, bastará que sigan con atención lo que vamos a relatar.
RAMON se mueve, señor. Hace falta un médico. Esta delirando y su fiebre ha de ser muy alta. ¿Podemos ir con el cochecillo de la niña Soledad en busca de un médico? —Espera que hable con mi sobrina. Ahora es ella la dueña de todo. Yo no tengo autoridad. Acercóse a Soledad, que estaba como siempre, rodeada de aduladores y le comunicó lo que sucedía. —Pueden ir a buscar al médico. Pero como es americano que no entre en esta casa. Que vaya a la de los criados —respondió Soledad.
¡ALLAN…! El aludido que estaba sentado frente al fuego, como el resto del grupo formado por doce hombres, miró a su hermano Guy que era el que llamó. —Dime —respondió. —¿Qué le pasa a ese…? —¿Por qué lo preguntas?
ME ha pedido el capitán que te releve en la guardia, Buck. Te está esperando en su camarote. —¿Qué diablos le ocurre? Precisamente me estaba acomodando para descansar un poco. ¿Para qué quiere verme? —No lo sé. Solo me pidió que fueras a verle. —Está bien. No pierdas de vista a los que están junto a la puerta de la bodega. —Descuida. Esos hombres son de confianza.
EL jinete entró en Benson, pequeña localidad de Arizona, con lentitud y calma, mientras sus ojos iban de un lado a otro, mirando todo con curiosidad. Nadie se preocupaba de él. Y quienes en él se fijaban, lo hacían con indiferencia. Desmontó ante el único almacén existente en la pequeña localidad.
¡LIZ…! —Ahora salgo, Greta… Momentos más tarde apareció Liz, la dueña del almacén, limpiándose las manos con el mandil. —Estaba fregando los cacharros… —decía—. ¿Querías algo…? —¿Tenéis algún barril de whisky…?
ABILENE…! ¡Diez minutos…! —gritaba el empleado de la estación. Y lo hacía varias veces recorriendo el andén. Un viajero, muy alto, fibroso y con el rostro muy curtido por el sol y los vientos, descendió con una maleta que estaba de acuerdo con él. Dejó la maleta en el suelo y corrió hacia los vagones de ganado que iban unidos a los de viajeros.
NO os detengáis en la puerta. Pasad a conocer el «Paraíso de la Bahía». Hallaréis toda clase de diversión dentro. Los amantes al juego tendréis la oportunidad de conseguir con facilidad billetes de curso legal que os recompensará… —Da la impresión que te dan cuerda para hablar. —¡Richard!
NO debe dudarlo, sheriff… ¡Mi padre era el ganadero más honrado de Arizona! Si no lo cree, pregunte a los otros ganaderos. —Lo sé y no sospecho de él; en cambio no podemos pensar de Gary Baker lo mismo. Está reclamado por varios Estados… y debiera usted dar gracias a que haya llegado antes que ustedes el equipo de Anthony Power, que es quien me ha puesto al corriente de todo.
VAMOS, Tim. Nuestros amigos deben estar esperándonos. Hoy será distinto, tú me darás suerte. —Creo que no debíamos volver a entrar más en este «saloon». Recuerda lo que te dijo ayer Red. —¡Bah! Red no entiende una palabra de estas cosas. Me confesó en una ocasión que jamás había jugado al póker.
LA riqueza minera de Leadville había eclipsado en parte la gran importancia ganadera de la zona. Fueron bastantes los pastos que desaparecieron destrozados por la ambición de los buscadores. Y de nada sirvieron las protestas de los propietarios y de las autoridades. Tuvieron que ser amenazados con la intervención de los militares. Sin embargo fue la fatiga y la decepción la que devolvía esas tierras a sus propietarios.
EN la enorme casona conocida por el «Palacio de Morgan», considerada como la propiedad urbana más importante de California y a la que a su mobiliario y objetos se le daba un valor de varios millones de dólares, los criados se movían con el mayor sigilo. El «Emperador», como llamaban a Ched Morgan, se estaba muriendo. La noticia conmovió a San Francisco.
LAS cosas se agravan por momentos —decía uno de los reunidos en el despacho de Peter Howard—. Presiento que el capitán Murray, se dispone a atacar. No nos permitirá marchar con el ganado. —¿Dónde están los dos que te acompañaban? —preguntó Peter al que hablaba. —No sé… Me dijeron que marchaban a pasear.
PARA Joe era un gran espectáculo ver avanzar el tren con su característica lentitud en la parte montañosa por la que veía el penacho de humo marcando la marcha del mismo. La respiración humosa de la máquina hacía siempre sonreír al cazador que fumaba en silencio contemplando el reptil articulado arrastrándose por la vía férrea. Había salido para recoger sus trampas y vio lejano aún el tren que como todas las mañanas, iba hacia Minot, a muchas millas todavía.
UNA ovación cerrada recibió a las muchachas del tablado, haciéndose un silencio casi absoluto en los espectadores. Un joven alto se abrió paso hasta el mostrador, preguntando entre miradas de odio de sus vecinos por no dejarles oír con más claridad la canción picaresca de las muchachas. —¿No sabría decirme dónde puedo encontrar a Sheldon Ruger?