RIVERTON era de los centros ganaderos más importantes de Wyoming. De toda esa zona salía el cuarenta por ciento del ganado que embarcaban en Laramie. El número de habitantes se había multiplicado en los cinco años últimos, convirtiéndose en una población importante. Esta zona ganadera había sido motivo de estudio por las compañías ferroviarias que iban tendiendo sus tentáculos de hierro por todo el vastísimo Oeste. Cruzar esas inmensas llanuras pobladas de millones de cabezas de ganado podía ser un negocio rentable.
OTRO whisky, muchacho? —¡Vamos, preciosa! ¿No crees que ya hemos bebido más de la cuenta? —Si te agrada mi compañía, debes seguir invitándome… ¡El propietario de este tugurio, no nos permite perder el tiempo con los clientes! —Pues lamentándolo mucho, tendré que prescindir de tu compañía… ¡Mi cabeza empieza, a acusar los efectos de la mucha bebida ingerida!
PATTY, apoyada en el quicio de la puerta que daba entrada en su hotel y restaurante, que su padre poco antes de morir lo había convertido en «saloon» aprovechando la enorme amplitud del local, contemplaba las partidas de herraduras que en la plaza, donde el local estaba situado, celebraban todos los domingos a la mañana. Sobre todo, mientras las mujeres acudían a los actos religiosos. Patty hacía unos minutos que regresara de la iglesia.
NO es posible, Jimmy, que perdamos esto! —Todo está en contra nuestra. Es posible que los abuelos no hicieran la denuncia por considerar que, siendo ellos los primeros que se establecían aquí, no sería necesario. Después, nuestros padres ni pensaron en ello… Es el precio al lastre de la fama que circunda la leyenda de los Plummer. Bueno, la verdad es que a nosotros tampoco se nos ha ocurrido hacer la denuncia. Y ahora, con arreglo a la Ley, nos veremos obligados a marchar.
ERA un bello espectáculo de colorido impresionante, el salón rosa donde docenas de parejas bailaban, tras una magnífica cena. Se habían dado cita en la fiesta lo más destacado de Washington. Altos cargos militares. Funcionarios de máxima categoría. Cuerpo diplomático y hombres de finanzas. Las damas vestían sus mejores galas y las más costosas joyas hacían competencia de unas a otras.
LAS fiestas vaqueras de Albuquerque se aproximaban. Para tomar parte en los ejercicios de habilidad, acudían como siempre, atraídos por los tentadores premios, vaqueros de muchos Estados de la Unión. En los ejercicios intervendrían también gran parte de los aventureros que se encontraban trabajando en las obras del ferrocarril, que iba avanzando. Este año había una novedad, que la extravagancia de Alice Fremont prestó calor. Se trataba de un premio sin importancia material, pero que había tenido la virtud de aumentar el número de aspirantes.
NO pudo pegar un solo ojo en toda la noche pensando en JL W su hermano Gregory. A la mañana siguiente preguntó por él y le dijeron que ya estaba mejor, pero que seguía sin querer ser visitado. Conociendo las rarezas de su hermano no quiso ir a verle; sería capaz de echarla de allí. Marchó en busca de Paul y le dijo lo que le sucedió la noche antes.
EL «saloon» de Gail estaba situado en la calle Vargas, cerca del Capitolio y del Tribunal Supremo y no lejos de la misión de S. Miguel. Los miembros de las dos cámaras solían entrar en él y lo mismo sucedía con los acompañantes de las damas que iban a misa a la Misión, muchos de los cuales preferían beber y charlar mientras ellas escuchaban la misa. Y todo esto, había hecho de Gail una especie de institución, en la ciudad y su «saloon» uno de los más frecuentados por las personalidades.
LOS clientes se apiñaban ante el mostrador, tratando cada uno de ser el primero que atendiera Gail. Y todos querían que lo hiciera ella. —¿Queréis callar? —dijo—. No tengo más que dos manos. Y no puedo servir a la vez a todos. Tenéis mesas libres y las muchachas os atenderán. No tenéis prisa la mayoría. Palabras que consiguieron calmar a los más impacientes.
AH, que susto me han dado! Cuando me enteré de la llegada de este hombre supuse sus propósitos y eché a correr; pero al oír los disparos creí que llegaba tarde. —He sido avisado con tiempo, comisario; de todas formas, muchas gracias. Es posible que aún queden algunos más. —Saldremos a dar una batida por los alrededores. Tal vez tenga razón. Debía ser una banda de cuatreros. —No sé por qué ha de pensar así el comisario —refunfuñó Cameron.
EN Amarillo se daban cita muchos vaqueros, que esperaban el paso de las manadas, en espera de ser contratados como conductores. Siempre estaban a la puerta de los locales de diversión, confiando en la llegada de algún jefe de equipo, en camino hacia Dodge City, que precisase conductores. Estos hombres eran una eterna preocupación para las autoridades de la ciudad, y, en especial, para el sheriff que era el encargado de mantener la ley y el orden. Preocupación lógica, ya que por estar acostumbrados a una vida de sacrificio y agotamiento por la conducción de centenares de reses en un terreno inhóspito y, constantes peligros, eran hombres rudos y violentos, autores responsables de cuantos motivos alteraban el orden público.
EL timbre asustó a los reunidos en el salón rojo. Se miraron sorprendidos entre ellos. Y el mayordomo que estaba en la cocina salió para abrir la puerta. —¡Señorito Ellery…! ¡Qué sorpresa más agradable! Y al decir esto guiñó un ojo en señal de inteligencia.
DE hecho, George Gadner era el dueño de Minden, pequeño pueblo del Estado de Nevada situado a orillas del río Carson. Tenía a sus servicios hombres sin escrúpulos, entre los que destacaban por su crueldad Joseph, Losey, Clint y Telly. El primero estaba en un almacén, Telly en otro y los otros dos eran quienes le acompañaban siempre y los que se encargaban de hacer desaparecer todo obstáculo que se opusiera a los deseos de Gadner. Los mejores razonamientos que empleaban eran siempre los «colts», que usaban con una habilidad demasiado sospechosa.
HOWARD Stronger estaba apoyado en el quicio de la puerta de su local, contemplando la calle con la mayor indiferencia, siendo saludado por los que pasaban por ella. Respondía a los saludos con un movimiento de mano a los que pasaban algo distanciados y de palabra a los que lo hacían más cerca. Solían frecuentar su casa los militares que tenían el fuerte bastante cerca.
NO quiero que mi hija visite nuevamente al detenido, ¿sheriff. Confío que en otra ocasión sepa evitarlo. —Lo lamento, míster Kane, pero nada haré por evitar que su hija visite a Vidor… No sería correcto por mí parte evitarlo, después de haberle prometido que podía volver siempre que quisiera. —Se opone, olvidando su promesa a mi hija, ya que así lo deseo…
KANSAS City. Ciudad que estaba a caballo del este y del oeste. Enlace ferroviario entre varias líneas regulares. Lo que daba a la población una demografía de aluvión o de paso, y que se traducía en pingües beneficios para los infinitos locales de diversión. Su número no guardaba relación alguna con el número de habitantes. La realidad era que estaban montados para esa población flotante que le daban el ferrocarril y el río. Los habitantes, como los transeúntes, vestían de ciudad y de cow-boys.
POBRE Tom! —exclamó el sheriff—. Siempre sospeché JL que terminaría mal, pero no podía esperar que se suicidara. Debemos avisar a míster Newman. Fue su socio y amigo durante muchos años. Tengo entendido, cosa que no debes ignorar, que tu patrón adeudaba a míster Newman una elevada cantidad de dinero. —Tan sólo le adeudaba ya dos mil dólares —dijo Andy.
EDMUND Hayd y Lewis Bland, hacía una semana que habían salido huyendo de Las Cruces y seguían galopando sin mucha prisa hacia el norte de Nuevo México. Desde que se vieron en la necesidad de salir huyendo no habían entrado en ninguna población. Después de bañarse en el río Grande, en uno de los descansos y cuando estaban tumbados bajo unos árboles para huir del sol inclemente que aquellas horas del mediodía daba la impresión de abrasar como si de plomo derretido se tratase, comentó el viejo Edmund Hayd: —Debemos estar cerca de Albuquerque.
EL viento huracanado silbaba con furor como si protestase de que aquellos dos seres pudieran caminar a pesar de su violencia. Trabaron más firmemente aún los caballos, que después de los primeros minutos de pánico terminaron por adaptarse sin la menor nueva preocupación. Regresaron al carretón, metiéndose bajo él, para no manchar con su ropa mojada a las mujeres.
YA se había tranquilizado la gente que años antes se encrespó con un ganadero que llevó a su rancho varios vagones de ovejas. Fue una decisión francamente revolucionaria en la tierra de los cornilargos, donde no se conocía otro ganado que no fueran las vacas y los caballos. Le costó serios disgustos durante meses. Y no fueron pocos los amigos que dejaron de hablarle y eso que no dejó de criar terneros y bastante mejor raza que la que tenían los protestantes. Solía decir para justificar su acción que quería aprovechar los pastos de la montaña. Pero ese ganado en Texas estaba considerado como un sacrilegio.