Las horas pasaron lentamente. Lewton había trabajado mucho aquel día y sentía la pesadez del sueño, que cerraba sus párpados, pese a los desesperados esfuerzos que hacía por mantenerse despierto. Pero al fin, el sueño terminó por derrotarlo y su cabeza se dobló sobre el pecho. De repente, despertó, terriblemente sobresaltado. Fue a echar mano de su revólver, pero no lo encontró. —No lo busques —dijo la mujer que estaba situada frente a la mesa. Lewton sintió pavor. —Dahlia… Ella vestía enteramente de negro y tenía en la mano un revólver de metal pavonado.
Josef Holzmayer creía saberlo. Estaba seguro de saberlo. Le había costado tiempo percatarse de ello, pero ahora casi podía jurarlo. Y la significación tremenda de esa certeza, le había provocado una excitación poco frecuente en él. Josef Holzmayer había sido siempre un hombre frío, cerebral, sereno y equilibrado hasta la exageración. Había quien decía de él que no tenía sensibilidad ni acusaba emoción alguna, ya fuese de complacencia o de contrariedad. Y muy posiblemente, quienes eso afirmaban tenían toda la razón del mundo. Esa mañana, Holzmayer se sentía particularmente inquieto y nervioso, cosa todavía más insólita en un hombre de su carácter. Pero existían razones poderosas para ello, razones que desgraciadamente no hubiera podido exponer a nadie en estos momentos. Y a su secretario o a su amiguita, menos aún que a ninguna otra persona.
EL atraco les ha salido perfecto a los forajidos. Doscientos mil pavos de botín y ni un fallo. La operación ha resultado óptima. Aunque, sí, han tenido un pequeño fallo. Pero no tiene demasiada importancia. A fin de cuentas, el muerto no pertenece a la banda que asaltó el Banco. Se trata de un infeliz que pasaba en aquel momento, un transeúnte de los muchos que circulaban por las inmediaciones del lugar donde se ha producido el suceso. Bah, para ellos, menos que nadie.Los atracadores salían ya con su botín, sin que se hubiese producido la menor alteración, ni una voz más alta que otra, ni un solo disparo. Entonces fue cuando pasaba aquel pobre hombre. Debió ver algún conocido, porque levantó la mano, para llamar su atención. Los atracadores han creído que se trataba de un policía que hacía señas a algún compañero apostado en las inmediaciones. Entonces, uno de ellos le ha metido cuatro balas en el cuerpo, así como suena. El pobre hombre ha caído sin decir ni pío, sin saber siquiera lo que ocurría.
Mi nombre es Hawk, John Hawk, y soy uno de los ayudantes del sheriff del condado. Esta es una tierra árida, bastante inhóspita, cercana al desierto, en el sudoeste del país. Fenell County no es más que un condado pequeño, minúsculo diría yo, dentro del gran Estado al que pertenece, apacible, tranquilo, sin grandes problemas, del cual apenas se acuerda nadie. La capital se llama Fenell City y es una ¿ciudad? de unos veinte mil habitantes. Los otros lugares del condado, pocos y muy diseminados, son vulgares pueblos o aldeas que no sobrepasan las mil almas; incluso en algunos no llegan al centenar. Borracheras, peleas a puño limpio, algún que otro caso de drogadicción, robos, una esp
SALÍ a cubierta y me tumbé en la toldilla de popa con la cabeza zumbándome. Demasiado whisky y demasiadas chicas, pensé. Allá abajo oí las risas, la música y el vozarrón del peludo Arthur contándole sus experiencias a alguna de las voraces muchachas que en esa temporada se daban como los hongos. Era una noche oscura como la entrada del infierno. No había luna, pero millares de estrellas jugaban a guiñarse el ojo unas a otras, mientras una brisa cálida susurraba sobre las quietas olas.
La prisión de Foxs Hill, en el estado de Texas, era una de las menos confortables de los EE. UU. Enclavada en la tórrida colina que le daba nombre. Totalmente aislada. Lejos de la civilización. Los funcionarios del penal podían considerarse también como prisioneros. El peor castigo era ser destinado a Foxs Hill. La mayoría de los carceleros habían llegado allí tras un expediente disciplinario. Y descargaban su mal humor sobre los reclusos. Lo normal.
La rutina del día se vio rota por la aparición de aquel hombre joven y atlético, bien parecido, que se identificó como policía. —Mike Madox, detective de primera —mostró a la vez su placa, en un estuchito de piel. Lorena Clayton, secretaria de la Foster Company Ltd. parpadeó sorprendida. ¿Qué podía querer de ella un policía? Sus compañeros y compañeras de trabajo en aquella amplia sala cesaron en sus tareas, tanto de revisar papeles como de mecanografiar.
Dominique Bouquet esbozó una sonrisa, divertida por el grupo de turistas que se apretujaban en la tercera plataforma de la torre Eiffel. Moviendo de un lado a otro la cabeza para seguir las indicaciones del guía. Tratando de descubrir la Plaza de la Estrella, con su Arco del Triunfo, hasta la Plaza de la Concordia con su no menos famoso Obelisco. Unidos por los paradisíacos Campos Elíseos.
El guía centró su plática en la torre Eiffel.
Primero hizo un poco de historia remontándose al día de la inauguración de la torre por Eduardo VII, rey de Inglaterra. Luego cometió el grave error de hablar de cifras.
La chica era alta, esbelta, con la figura de una maniquí y el cabello reluciente como las hebras de oro puro. Dirk Spotter se quedó cautivado instantáneamente al observar la gracia con que se movía y la sencillez del menor de sus ademanes.
Era una mujer encantadora. A su paso, dejaba una estela de tenue perfume, muy personal, y los hombres volvían la cabeza sin poderlo remediar, aunque estuviesen en compañía de otra mujer y aunque ésta fuera la propia esposa. Spotter no iba a ser la excepción, y se quedó contemplándola embobado, olvidando por completo la tarea que estaba realizando.
En el bar de Simpson, el personal no hacía otra cosa que realizar comentarios sobre la nueva figura tenística del país: John McEnroe. El muchacho había ganado el Masters celebrado en el Madison Square Garden, tras haber dejado en la cuneta al flamante Jimmy Connors y derrotado en la final al morenito Arthur Ashe. Ya teníamos otro ídolo. La masa necesita de ídolos para seguir arrastrando el gusano por este perro mundo. A mí me importaba todo aquello un rábano. El suceso de aquel día, para mí, era otro muy distinto. «Crazy Old» había entrado quinto en la sexta del Aqueduct, y me había dejado con lo puesto. Posiblemente han leído muchos principios como éste, pero lo cierto es que los tipos como yo, cuando no hay trabajo y sólo queda la calderilla en el bolsillo de la chaqueta, va y tenemos la ocurrencia de echar el resto a la suerte.
Willie Sanders, alias «El Bondadoso», se sentía de un magnífico humor. Willie había hecho el negocio del siglo, el que le iba a permitir vivir sin trabajar el resto de sus días. Y todavía era joven, porque no había cumplido los treinta y cinco años. Sí, tenía mucha vida por delante. Sería una existencia regalada, sin preocupaciones, una casa con jardín y piscina, servidumbre, viajes de vacaciones al Caribe… La perspectiva no se podía presentar mejor. Le había costado un poco de trabajo, pero eso, ¿qué importaba? Al final, la gente decente siempre recogía la recompensa por sus buenas obras.
Ned Altman empequeñeció los ojos. Tal vez para centrar mejor su mirada en el individuo. Un individuo joven. De unos treinta años de edad. Abundante y descuidado pelo negro. Ojos oscuros. Nariz perfilada. Mentón cuadrado… Sus facciones, aunque correctas e incluso atractivas, acusaban una sempiterna indiferencia. Una expresión de hastío que resultaba irritante. Vestía chaquetilla de pana que pedía a gritos un pase por la lavandería. La camisa con los dos botones superiores sin ajustar. El nudo de la corbata desplazado. El pantalón había perdido la raya. Los zapatos también requerían un buen lustre.
La había visto en muchos sitios, aunque nunca personalmente y menos tan de cerca. Para él, Dagmar Pelham lo tenía todo: juventud, belleza, inteligencia; era rápida, vivaz, sobresaliente en buen número de deportes, excelente pianista… Si hubiera querido dedicarse al canto en plan profesional, sería ya una estrella de ópera. Stuart Smith, con la copa en la mano, viéndola desde un rincón discreto del jardín en donde se celebraba la fiesta a la que asistía, se preguntó qué hada habría derramado todos sus dones sobre aquella hermosa muchacha. No, se dijo, un hada sola no había sido. Imposible, se necesitaban al menos un centenar, o Dagmar Pelham no sería lo que era actualmente.
Era dulce y bonita, largos cabellos dorados. No tendría más allá de los veinte años. —¿Es usted Stuart Douglas, el detective privado? —me preguntó con una voz casi angelical. Le dije que sí y me hice a un lado para franquearle el paso al interior de mi oficina. Una vez nos acomodamos en mi despacho, con la luz del mediodía entrando a chorros por el amplio ventanal que daba al Lincoln Park, ella dijo: —Estoy preocupada por Amos.
El jurado estimó que el acusado era inocente y, en consecuencia, el juez decretó fuese puesto en libertad, exculpado por completo de todos los cargos que se habían formulado contra él. Enormemente satisfecha, Diana Dubbs abrazó a su defendido. El fiscal cruzó la sala para felicitarla. —Un buen trabajo, miss Dubbs —elogió. Diana agradeció los cumplidos. Recogió sus papeles, que guardó en la cartera y, con ella en la mano, se dirigió hacia la salida.
Ben Colby entró aquella mañana en los laboratorios del pabellón de investigación química de la Universidad de Berkeley, California. Fue una visita casual, casi rutinaria, para reunirse con un compañero de profesorado, David MacIntire. Pero de ese simple hecho dependió su futuro y el de muchas otras personas. Si Ben Colby, al terminar demasiado pronto su clase de Lógica y Psicología, no hubiera pensado en reunirse con MacIntire, para ir luego juntos a almorzar, como hacían muchas veces, las cosas hubieran sido muy diferentes para él y para cuantos vieron influido su destino por la persona de Ben Colby.
Los dos hombres terminaron pronto su tarea. Mientras uno la sujetaba por los brazos, situado iras ella, el otro, arrodillado, ceñía a su tobillo izquierdo una ancha argolla de acero, que cerraba mediante un candado unido a su vez a un largo y flexible cable de metal, cuyo extremo opuesto iba a pasar a una anilla firmemente sujeta a uno de los muros de la pared. Luego el que había puesto el grillete en el tobillo femenino se incorporó, e hizo saltar la llave con la palma de la mano un par de veces, y miró sonriente a la cautiva.
LLEGUÉ a las pistas universitarias por la mañana, bien temprano. El sol aparecía débilmente en el firmamento, limpio de nubes. Un grupo de muchachas corrían por él recinto exterior, mientras tres chicos saltaban altura en uno de los extremos. Me fijé bien en la mujer que comandaba el grupo de muchachas. Era Sylvia Thompson. Me había llamado la noche anterior: —Quiero contratarle, señor Ryan. Nos podemos ver mañana, a las nueve y media, en las pistas universitarias.
El cliente se llamaba Kent Parker y se trataba de un joven de veinticinco años, bastante tímido e inseguro de sí mismo, con un flamante título universitario bajo el brazo —abogacía—, que deseaba unos informes precisos acerca de su novia, con la cual tenía el proyecto de casarse en breve. El chico, por lo que dejó entrever, parece ser que quería presentarse en su pueblo natal con el título y una esposa. Un abogado en Harryville —lugarejo perdido de la mano de Dios, con dos mil habitantes escasos— iba a resultar una fiesta y una mujer como Deborah Stevens algo así como el estallido de la dichosa bomba de neutrones. La chica estaba sensacional, yo lo había podido comprobar, sólo con la vista, claro. Desde el principio ya me pareció un tanto extraño que una hembra así pudiera unirse a un joven como Kent Parker. El muchacho también debía tener algún mal presentimiento y por eso me contrató.
El humor de Theodore Harmel, Kip para los amigos, era pésimo en aquellos momentos. Tenía que hacerlo, no le quedaba otro remedio, pero, de haber sido posible, hubiese pagado algo bueno por no entrevistarse con Milt Conover.
Los informes que tenía de Conover no podían ser más deprimentes. Era un sujeto de reacciones impredecibles. Lo mismo podía invitarle a una copa que pegarle un tiro. Quizá adoptase una solución intermedia, romperle una silla en la cabeza, por ejemplo. No obstante, Harmel presentía que las posibilidades del encuentro violento eran de diez a uno.