LA plata, en la época de la ilusión y del espejismo del oro, no fue atendida, y mucho después se desesperaban de no tener un centavo cuando habían tenido a su disposición minas riquísimas que despreciaron por ir detrás del oro. Nadie se preocupó de él y avanzó entre aquella muchedumbre con la máxima atención en las retinas, buscando algún conocido. No vio un solo rostro amigo, pero al apoyarse en el mostrador solicitando el whisky que pudieran darle por solo veinte centavos que le restaban, oyó decir a su vecino de sitio: —No te preocupes, muchacho. Yo pago, toma un doble.
EL jinete no podía creer que fuera verdad y, sin embargo, allá lejos aún veía, sobre la inmensa blancura que como sudario cubría de nieve la tierra, el parpadeo de una lucecita. Había caminado siguiendo los raíles del tendido del ferrocarril sin que hubiera visto pasar un solo tren en las horas que llevaba luchando con la tormenta. Los raíles habían desaparecido bajo la nieve espesa que caía durante horas.
YA sabes lo sucedido en el pueblo, Marylin? —No —respondió la joven ranchera. —Dayton se ha visto obligado a matar a un par de vaqueros. Marylin palideció ligeramente, preguntando: —¿Fue provocado?
COMO se llama ese pistolero a quién buscan? ¿Son ustedes autoridades? —No. No es necesario. Cualquier ciudadano de la Unión debe ayudar a que se termine con los que hacen la vida imposible a las personas honradas, pero tienes razón… No se nos ha ocurrido preguntar cómo se llama. —¿Cómo le vais a encontrar? Es necesario saber el nombre de la persona a quién se busca. Estoy seguro que no trabajáis ninguno de vosotros y que vivís de las mesas de juego de los «saloons» que es donde os permiten «trabajar». ¿Me engaño? No hay más que mirar esas manos que no están acostumbradas a trabajo manual alguno. Los naipes no suelen hacer callos.
LOS clientes del local miraban sorprendidos a los visitantes. Deborah les miraba con indiferencia y sin moverse del mostrador. Pero una de las empleadas le dijo que el gobernador le rogaba fuera a la mesa que habían ocupado. Obedeció y saludó a los tres personajes. —Puedes sentarte…
UN jinete desmontó de su brioso caballo, de estampa admirable, a la puerta del «Sofía-Hotel», que a la vez, era el «saloon» más concurrido de Lubbock, siendo contemplado con admiración y curiosidad. Y esto no era sorprendente, ya que se trataba de una joven preciosa, que vestía como un vaquero más. El jinete era Ana Lane, propietaria de un hermoso rancho, situado a unas ocho millas al noroeste de la ciudad.
NICK Steel, se reía ampliamente de su hermana Linda JL VI al ver la lucha que tenía entablada con el potro que trataba de domar. Y cuando era derribada y caía en las posturas más inverosímiles, la risa se convertía en carcajadas sin que ella se inmutara. Todo lo que hacía, era mirar a su hermano con frialdad y de vez en cuando le decía que esperaba que él lo hiciera mejor. Los vaqueros no se atrevían a reír cada vez que salía despedida. Conocían el carácter impulsivo y violento de Linda. Y era muy capaz de darles con la fusta.
LOS domingos por la mañana, en los días que hacía sol y la temperatura era agradable, ante la iglesia y los dos «saloons» que había en la plaza, solían jugar a las herraduras los vaqueros que acudían al pueblo. Y se cruzaban apuestas sobre quiénes serían los ganadores. Apuestas que no pasaban de medio dólar con el que pagar la bebida. Gary Belting era el herrero que había en McCall, pueblo pequeño de Idaho en la línea ferroviaria entre Missoula y Boise. Pero no le hacían jugar nunca y eso que, a veces, se pasaba alguna hora viendo jugar. Y censuraba a los jugadores. Que no le hacían mucho caso.
JAMES Corliss entró decidido en uno de los locales de diversión de Yuma. Cuando después de abrirse paso entre la mucha clientela consiguió apoyarse en el mostrador, metió la mano en el bolsillo e hizo recuento de sus haberes. Una leve mueca, que quería ser una sonrisa, iluminó su rostro de ensimismado. Sus ahorros ascendían a treinta dólares con cincuenta centavos.
EL encuentro del padre con la hija fue emocionante. Y evitó que las dos mujeres siguieran hablando. Los que llegaron al fuerte abrazaban a la muchacha con verdadero cariño. —¡Papá! ¡Este es Lenny…! ¡A quien debes el que tu hija pueda ser abrazada por ti…! —¿Por qué no venís al fuerte? Pero antes de hacerlo, muchas gracias… —y tendió su mano a Lenny que la aceptó sonriendo. —Luego iremos, papá…
UNA multitud de curiosos rodeaba a la diligencia cuando se detuvo. Allí pasarían la noche. Hasta la casa de postas llegaba el sonido inconfundible de varias orquestas de dos «saloons» que estaban a pocas yardas. El primero en descender fue el silencioso, que en casi dos días no había hablado nada. Tayma, una de las viajeras, iba muy molesta con él y así se lo hizo saber a su amiga y compañera de viaje, Francis.
EL sheriff al entrar en casa, pateó las sillas y se dejó caer en un sillón. —¿Qué te pasa? —dijo la esposa. —¡Nada! No me pasa nada. ¡Estoy desesperado! —¿Es que crees que puedes arreglar el mundo tú solo? —No quiero arreglar nada, pero es una vergüenza.
EL jinete avanzó decidido hasta el mostrador. Las miradas de los reunidos, ni le preocupaban. Al apoyarse al mostrador, dijo: —¡Un doble con mucha soda! ¡El calor es sofocante!
¿QUE miran ésos? —decía Loretta desde el mostrador. —Debe ser por un vaquero que acaba de desmontar. Y ¡vaya estatura la suya! —Viene hacia acá… —dijo la otra empleada. Y las dos entraron antes de que el aludido se presentara en la puerta. Nada más entrar, exclamó Loretta: —¡Chester! ¡Qué alegría volver a verte!
DEJO de discutir el sheriff y en los momentos en que iba en silencio pensaba en lo que le decía el juez, teniendo que admitir que era sensato y lógico. Pero había muchos ranchos en los alrededores y no podía sospechar de ninguno de ellos de una manera concreta. Desde entonces serían sospechosos para él todos los vaqueros.
ES mucho lo que se ha escrito sobre la transformación de la ciudad de Dallas, en Texas, por la aparición del petróleo. Esta riqueza supuso un cambio total en la población ganadera. Cambio que despertó las más encontradas pasiones y una ambición que no tenía límite. Pero por mucho que se haya escrito y se escriba, no será sencillo recoger más que una minúscula parte de la realidad.
CUANDO salió el visitante, el procurador general retiró el sillón un poco hacia atrás y quedó pensativo. Se asomó el ayudante pidiendo permiso para entrar. Y una vez en el despacho, dijo: —No quedan más visitantes… —Me alegro… Podremos ir a beber algo. Estoy sediento. —Han sido muchas las visitas de esta mañana. —Y algunas muy interesantes —dijo el procurador sonrien
DAN Show, después de salir huyendo de Cheyenne, para evitar el tener que demostrar que era más peligroso con las armas que como había demostrado serlo en el naipe, cabalgaba pensativo. Desde que salió de Kansas City, meses atrás, por las mismas causas o parecidas que de Cheyenne, se había prometido mil veces dejar de jugar sin que lo consiguiese. Llegando a la conclusión, de que era un hombre sin voluntad.
NO era frecuente que al entierro del dueño de un «saloon» acudieran tantas personas para acompañar a los restos del muerto. No se había visto un acompañamiento tan numeroso. Maud, la encargada del «saloon», ordenó que se cerrara el local durante ese día y el siguiente. Ella y las empleadas, así como los dos barman, lloraban como si el muerto hubiera sido el padre de ellas. Gene Gilford había sido el propietario de un local como ese, más respetado y querido. Fuera del local era saludado con respeto y afecto.
LOS carros de la caravana daban un ambiente especial al Fuerte. Y los caravaneros en la cantina suponían un magnífico ingreso para el cantinero que hacía votos porque la tormenta continuara. Entre los caravaneros había un grupo que aun estando en esa latitud vestían con lo que se dio por llamar en el este uniforme de ventajistas. Y que no era otro que el traje de ciudad. Este pequeño grupo pasaba las horas jugando al póker.