Recostado lánguidamente en la plataforma del catamarán, Rupert Black dejaba acariciar su cuerpo desnudo por el sol y la brisa marina, mientras la embarcación se balanceaba suavemente sobre un mar que casi parecía un espejo. Ni una sola nube empañaba el azul del cielo. Al pie del mástil, Black tenía un cajón con provisiones y una nevera portátil, que contenían hielo y bebidas. Para cualquier observador neutral, Black era un hombre que había salido a alta mar, a disfrutar de unas jornadas de descanso, pescando de cuando en cuando… Si los peces se dignaban a acercarse al anzuelo que pendía de una caña sujeta a uno de los costados de la embarcación de doble casco.
Peter Hampton vació el vaso de whisky.
Quedó con la mirada fija en el fondo del recipiente.
—¿Qué te ocurre, Peter? ¿No funcionan bien las cosas?
Hampton contempló ahora al individuo situado tras el mostrador.
El bueno de Gary.
Siempre preocupado por los problemas del prójimo.
El Banco estaba relativamente cerca de su casa y por dicha razón Terry Miller solía realizar allí sus operaciones financieras, no demasiado elevadas, todo debe decirse. Además, en cierta ocasión, Miller había tenido un pequeño encontronazo con los altos cargos del Banco y sólo por pereza y por evitar nuevas discusiones no había querido trasladar su cuenta corriente a otro, en donde considera le tratarían mejor. Pero, como de todas formas, no tenía que acudir allí a diario, había pospuesto tal cambio para mejor ocasión. Ya lo haría en algún momento en que se sintiese de humor para ello. Aquel día, Miller acudió para ingresar un cheque en su cuenta corriente. Estaba aguardando a que le atendieran, cuando, de pronto, vio entrar a una muchacha que se dirigió rectamente a la ventanilla de caja.
Aquel viernes no fue mi día. Yo trabajaba como agente de seguridad para la Meteor, empresa especializada en productos químicos. Para nadie era un secreto que estaba respaldada por el Gobierno y que lo que se cocía en su interior, en los laboratorios, los primeros en saberlo eran los gerifaltes de Washington. A eso de las once, aquella mañana, cuando mi compañero Evans, el veterano, se había ido al servicio a hacer sus necesidades, apareció un detonante coche deportivo conducido por una joven de veinte años a lo sumo, muy elegante y atractiva, que miraba por encima del hombro, con suficiencia. Le di el alto y le pedí la identificación, pues en mi registro no tenía anunciada su llegada. Es decir, no hice otra cosa que cumplir con mi deber.
—¡Absuelto! Es imposible… El jurado no ha podido cometer un error semejante… —Pues lo ha cometido. Parecían asustados. Y su veredicto no admitía réplica. Fue por unanimidad: inocente. —¡Inocente! ¡Un hombre culpable de más de diez asesinatos… inocente! ¡Y libre! —Libre, sí. El juez parecía anonadado. No podía hacer nada, sin embargo. Se limitó a mirar a los miembros del jurado, que parecían incapaces de resistir su mirada, les dijo que su conciencia era responsable de todo aquello, y se limitó a declarar absuelto al acusado. —¿Crees que hubo soborno?
A Bruce Barsom le fastidiaba sobremanera la tarea que estaba desempeñando, pero no tenía otro remedio que hacerla. Al fin y al cabo, en las «páginas amarillas» se anunciaba para toda clase de servicios. Por tanto, alguien le había contratado para pasear un horrible chucho, que parecía el compendio y summum de toda fealdad, y que, además, tenía un genio espantoso. Barsom, sin embargo, había sabido domesticarlo. El primer día tuvo que aguantar como pudo las trastadas del infecto bicho, que se empeñaba en destrozarle los bajos de los pantalones y los calcetines, sin parar cuenta en que tales prendas cubrían sus tobillos. Al segundo día, salió de casa provisto de un bastón, con el que dio un par de ligeros toques al animal. El perro, en medio de todo, era inteligente y aprendió muy pronto la lección.
El sol batía la carretera con ramalazos de fuego que no conseguían evitar la buena marcha del automóvil. En mangas de camisa, Roy Graham conducía con relativa negligencia, la mano derecha en el volante, mientras la izquierda acompañaba el compás de la canción que entonaba entre dientes. Los ojos de Graham estaban protegidos por unas gafas de color. Delante de él, a derecha e izquierda y detrás, se extendía la inmensa llanura del desierto. «Un ambiente perfecto para la persecución de la diligencia por los apaches», pensó. La carretera hizo de pronto una ligera pendiente. Cuando rebasaba la máxima cota, divisó una figurita a un lado, pocos metros más adelante.
San Francisco es una ciudad con infinidad de teatros. Incluidos algunos teatros chinos, donde se representan, alternando con obras de estilo europeo, tragedias del viejo Kabuki, de éstos, la mayoría están en su populoso Chinatown.
El Ambassadorʼs Theater era uno de los tantos teatros de San Francisco.
Su propietario-empresario, Nicholas Caldwell, era uno de esos hombres que en el negocio teatral se hacen indefectiblemente millonarios o las pasan moradas para mantenerse.
Era un día soleado y hermoso, como casi todos los de aquella primavera que tocaba a su fin. Desde la concurrida terraza del Golden Bar se podía observar el tranquilo y azul mar, salpicado de numerosos veleros blancos, mientras se saboreaba un combinado. Miramar Beach hacía buenos los slogans publicitarios: paz, belleza, sol, mar… el lugar ideal para su descanso, para recobrar sus ganas de vivir.
Todo comenzó con un vulgar secuestro. Vulgar, porque la moderna historia del mundo está llena, día tras día, de sucesos análogos en cualquier parte del planeta. Vulgar, porque los diarios, los boletines informativos de la radio y los telediarios de cualquier nación, acostumbran a llevar noticias así a todos los hogares día tras día. Un acto de violencia en alguna parte, un avión o un buque secuestrado por un grupo de hombres armados, la agresión a una Embajada, sea del país que sea, el secuestro de una personalidad del mundo de los negocios o de la política. Todo forma parte de los tiempos actuales. Todo ello son piezas de un complejo rompecabezas hecho de atentados a todo lo que, hasta hace poco tiempo, era sagrado o inviolable en el mundo civilizado.
Los exultantes labios de Judith Howard succionaron el emboquillado. En un delicioso mohín que, sin proponérselo, resultó lascivo. Judith era así. Todo sensualidad. Rebosaba lujuria por los cuatro costados. El solo abanicar de sus largas pestañas ya despertaba pensamientos pecaminosos. Aunque Ralph Frawley y Sylvester Scott únicamente pensaban en dólares.
Rasgó el sobre con una plegadera de plata, con empuñadura ricamente adornada, y una fotografía y una cuartilla cayeron sobre la carpeta de su mesa.
En la fotografía estaba él, retratado hasta los hombros. Había una cruz blanca, hecha con delgados hilos, cuya intersección se producía directamente sobre la sien izquierda.
Alcé la cabeza y entre el denso humo que llenaba el local encontré la sonrisa sempiterna de Doug Latimer. Era un tipo alto, moreno, vigoroso, de treinta años de edad, que se me asemejaba bastante físicamente. Pero yo carecía de su sonrisa. Y no era para menos. Consumiendo una botella de whisky había llegado a la triste conclusión de que uno carecía de libertad, que era totalmente imposible hacer lo que deseaba y que estaba condenado inexorablemente a lo que el entorno quisiera hacer de mí. No sabía por qué, el destino se había encaprichado por arrojarme a un pozo. Y cada vez me hundía más.
De aquel centro psiquiátrico —antes llamado por todos el manicomio de San Patricio—, se habían escapado tres enfermos.
—Son peligrosos —había dicho el director—. Hay que avisar inmediatamente a la policía.
Uno de ellos se llamaba Frank. Alto y fuerte, de unos treinta y cinco años, perdió la razón luego de asesinar a hachazos a su esposa y a su hijo. Se cebó en ellos de una forma tan atroz, tan honorífica, que la verdad es que los cuerpos de ambos acabaron en pedazos en medio de un charco espeluznante de sangre. Al parecer la esposa le era infiel y el hijo era de su amante.
El otro, llamado Robert, bajo y recio, de mediana estatura, había asesinado, asimismo con un hacha, a su hijastra, una niña de unos doce años por la que se sentía atraído sexualmente. La había asediado en incontables ocasiones, de noche y de día, y al ser una vez más rechazado por ella, le quitó la vida sin contemplaciones.
La mujer que estaba a cargo de la oficina de empleo dio un respingo y miró de nuevo al solicitante. A través de los gruesos cristales de sus gafas, con montura negra, vio a un hombre joven, fornido, anchísimo de hombros, de casi un metro noventa y de rostro feo, pero enormemente atractivo. Mabel Trutloe esbozó una tímida sonrisa. Philo Dennison sonrió también. —En todos los asuntos de crímenes, cine o novela, el mayordomo es siempre el asesino —añadió jovialmente. —Ah, busca un empleo de mayordomo.
La puerta no produjo el más leve ruido al abrirse. Los ojos astutos y fríos asomaron al corredor. Recorrieron de un extremo a otro su desierta extensión tenuemente alumbrada en la madrugada. Las manos enguantadas sujetaban la hoja de madera, tras haber hecho girar el pomo y la llave sin siquiera un chirrido. Previamente, ambas cosas habían sido cuidadosamente engrasadas para evitar ruidos. Al fin, la figura humana pisó la moqueta esponjosa del corredor con total silencio. Aquel calzado de goma negra no odia producir roces en el pavimento, sobre todo teniendo en cuenta el sigilo con que se movía su propietario.
Como casi todos los días, Corey Randall Tucson se detuvo ante el puesto de periódicos, sacó una moneda, la lanzó al aire y sonrió mientras el vendedor la atrapaba con la mano. Luego se inclinó para coger uno de los diarios de la tarde.
—¿Todo bien, señor Tucson? —preguntó el vendedor.
—No puedo quejarme, Randy —contestó el cliente.
—Lo celebro.
—Gracias.
Cuando Amos Carpenter me comunicó que debía personarme en el despacho de Gregg Forster, el todopoderoso, no pude evitar un cierto sentimiento de temor. No era nada habitual ese tipo de llamadas. Sólo habíamos hablado largamente en una ocasión, a mi llegada a la empresa; luego únicamente nos limitábamos a saludarnos al vernos. —¿De qué se trata? —Ya lo sabrás. Ve allí.
Cuando llegaba al término de su viaje, William «Sonny» Sharmax se encontró con el primer semáforo. Estaba en rojo y se detuvo, mientras tabaleaba con los dedos sobre el aro del volante y paseaba la vista a su alrededor. Se preguntó si habría acertado al aceptar el cargo que le había sido ofrecido. Podía fracasar y ello representaría su ruina profesional. Pero si tenía éxito, su reputación aumentaría enormemente y ello le permitiría en lo sucesivo ser más exigente con quienes le ofreciesen un trabajo similar.
Las mujeres, que eran todas jóvenes y ninguna fea, aunque había distintos grados de belleza entre ellas, lógicamente, parecían muy contentas y parloteaban sin cesar, mientras contemplaban los regalos de boda que había recibido la que se iba a casar muy pronto. Reinaba una gran animación en el grupo. Una doncella iba y venía sirviendo el té de la tarde. La novia era una joven de poco más de veinticuatro años, alta, bien formada y con una preciosa cabellera dorada, que caía en largas ondas sobre sus hombros. La gente solía decir que había pocos ojos azules tan bonitos como los de Carolyn Hutton. También se hablaba mucho de su fortuna.