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Te doy la bienvenida a la gran Biblioteca Utopía.
En esta biblioteca podrás encontrar libros en español para descargar y leer. Hay casi 200000 de ellos (y se actualiza periódicamente), así que probablemente hallarás lo que andes buscando.
Este catálogo es muy fácil de entender, no como la primera versión de mi diseño que estaba toda fea.
Básicamente puedes elegir en el cuadro combinado cuántos autores quieres que se muestren, puedes ir a las distintas páginas y lo más interesante, buscar libros por autor, título, sinopsis y género. ¡Bendito GPT!
Puedes descargar los libros individuales, o los autores que quieras con todos sus libros incluidos. ¡Tú decides!
Ten presente que al descargar todos los libros de un autor en específico, presionando sobre el enlace del autor, la página puede tardar en procesar tu solicitud. Entre más libros tenga el autor que quieras descargar, más tardará en comenzar la descarga.
En cada autor puedes encontrar sus libros, los géneros (los que los tienen) y su sinopsis. ¡Así de fácil!
Estoy consciente que muchos libros no tienen sinopsis, pero a medida que voy viendo que no la tienen se las voy agregando. Sin embargo, hay algunos que por alguna razón no tienen una sinopsis registrada por ningún lado. Son minoría, pero también están ahí, para que sepas.
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Marihuana es la historia mágica de una planta controvertida. Es un libro de aventuras, de viaje, de fiesta, de lucha, sanación y persecución, que recorre desde el primer brote en estas pampas hasta los nuevos tiempos de revolución. Es el retrato de una cultura milenaria en plena expansión. Un trabajo prodigioso que abre con uno de sus hallazgos, el kilómetro cero de la historia social del cannabis en la Argentina: la iniciativa de Manuel Belgrano para extender el cultivo en tiempos de máxima tensión con la Corona. El periodista Fernando Soriano traza una ruta intensa y deslumbrante, con crónicas de los africanos en tiempos de Rosas y pango, al ritmo del candombe y de la lírica del tango. O el origen de la demonización mundial pergeñada en Estados Unidos luego de la ley seca. No falta el rock en Marihuana : la bolsa de cogollos con la que Bob Dylan inició a los Beatles, los movimientos impregnados de cannabis del beat porteño, Charly García, Andrés Calamaro y la experiencia intelectual. Ni el cine cómico, como el desopilante debut del actor Emilio Disi con un porro. O escenas de terror. Marihuana es la reconstrucción de una historia negada durante casi un siglo. Aquí están las voces del underground , las batallas judiciales, los avances científicos, la comunidad solidaria de los cultivadores y las fiestas cannábicas. Es una geografía verde, un viaje desde Paraguay hasta los patios y balcones argentinos, a través de la militancia y las comisarías, hasta llegar a la esperanza de una nueva medicina. Nadie nunca imaginó que un libro sobre la marihuana podía contar tanto.
En todas las circunstancias de nuestra vida atravesamos por esencias y atributos (o por sustantivos y adjetivos). En el caso de la literatura podemos identificar los atributos con aquellos condimentos que cumplen la función de matizar o de conferirles cierto sabor a algunos pasajes de una historia.
Estos cuentos de Fernando Sorrentino no son cuentos humorísticos (lo cual sería muy fatigoso para el lector) sino cuentos con cierto humor, ya que alguna que otra gracia funciona, en el tramado general de cada relato, como un condimento tan válido como el patetismo o el espíritu trágico (por completo ausentes, dicho sea de paso, de esta selección narrativa).
Un hombrecillo insignificante muta en una máquina dañina cuando viaja en autobús; un joven enamorado de una bella muchacha se encuentra con que su futuro suegro no pertenece al mundo de lo esperable; una pareja de recién casados debe encargarse, por ley, de tareas carcelarias; el mismísimo autor entra en batalla contra una familia de obsequiosos vecinos y, más tarde (o más temprano), festeja su cumpleaños mediante el recurso de hacer encolerizar a alguna persona desconocida…
Tan parecido, paradójicamente, al mundo real, este mundo del absurdo que nos proponen tales cuentos arrancarán, sin duda, más de una sonrisa al lector y, en ciertos casos, es posible que hasta una carcajada.
El ajedrez y la vida, los dos juegos por excelencia en nuestra existencia, son los protagonistas de esta novela. La necesidad de conocernos a nosotros mismos, a cualquier rival que la vida nos ponga por delante, la necesidad de anticiparnos a los movimientos y el aprendizaje de todo ello se pone de manifiesto en cada página del libro. La inutilidad de cualquier movimiento sin pasión en la vida y en el ajedrez va construyendo el entramado de esta novela en la que resulta fácil para el lector verse identificado en diferentes momentos con los protagonistas. Entendidos y neófitos de este apasionante juego encontrarán motivación para aproximarse al tablero y tocar sus piezas viéndolas de una forma que nunca antes habían pensado. ¿Saber perder? ¿Saber ganar? En el ajedrez y en el Torneo de la vida... siempre Saber Aprender.
Rudecindo Cristancho y su familia se encaminan a Timbalí, principal centro carbonífero del país, esperanzados en un mejor porvenir. Cuando llegan a su destino se encuentran con un pueblo miserable, habitado por obreros que apenas pueden sobrevivir con lo que derivan de su inhumano oficio en los socavones de las minas. Siendo ese el único empleo disponible, Rudecindo tiene que engancharse para poder satisfacer las necesidades de su familia. Como el resto de sus compañeros, trabaja abnegadamente; pero las injustas condiciones a que son sometidos por sus patrones extranjeros, van engendrando en ellos el germen de la rebelión. Con ofensiva prepotencia sus requerimientos son rechazados, no quedándoles otra opción que la huelga. Los patrones responden a esto haciendo traer un contingente de policías que obligan a los obreros a regresar a las minas. Los abusos de la policía son inmediatos y la posición de los obreros se radicaliza; se amotinan, y en una apasionada explosión de ira y dolor se enfrentan inermes a la fuerza pública.
Venezuela atraviesa una situación de mucha gravedad. El conjunto de problemas que sufre es abrumador: crisis económica,conflictividad política sin visos de acuerdo entre las partes para liberar las presiones e implementar las medidas económicas correctivas, criminalidad, pérdida de capital humano por la emigración creciente, aislamiento internacional...
Las distorsiones de la economía venezolana son la consecuencia del sistema de controles y del manejo inadecuado del ingreso petrolero. Pero más que ante una falla producida por una mala administración, estamos ante la quiebra del modelo de desarrollo. No es solamente que las autoridades cometieron errores al gastar la totalidad del ingreso petrolero del boom 2003-2014 sin ahorrar para los malos tiempos, sino que las instituciones que hoy gobiernan la economía ya no tienen vigencia. En este sentido, a las medidas que deben tomarse ante el colapso del modelo rentista petrolero, de inspiración socialista, deben sumarse nuevas instituciones, capaces de regir la economía para evitar las crisis recurrentes y poner al país en el camino del crecimiento
sostenido.
Lo anterior resume los objetivos de este libro, el cual es un aporte de la Fundación Konrad Adenauer y del Instituto de Estudios Parlamentarios Fermín Toro al complejo y duro proceso de recuperación económica de Venezuela. En él intervienen Henning Suhr, José Guerra, Diego Bautista Urbaneja, Asdrúbal Oliveros, Carlos Miguel Álvarez, Fernando Spiritto, Luis Oliveros, José Manuel Rodríguez-Grille, Rafael J. Ávila D., Ronald Balza Guanipa, Sary Levy Carciente, Ruth de Krivoy, Tamara Herrera, Maikel Bello, Pedro Rosas, Francisco Rojas, Roberto Casanova y Ramón Guillermo Aveledo. Esperamos que de sus páginas salga información útil que ayude a encontrar caminos expeditos para alcanzar un crecimiento económico sostenido e igualitario.
Este Diario escrito durante el confinamiento hasta el término del estado de alarma es un texto profundo de sabiduría y espiritualidad, un libro de cabecera para saber lo que no se ha contado, lo que más se necesita en estos tiempos finales para encontrar la paz, la luz, la verdad y las respuestas que se están buscando.
Fue escrito con la única finalidad de ayudar a los demás, hacerles felices y que vean el cielo.
Contiene la clave y las respuestas exactas a lo que pasó, está sucediendo y puede ocurrir.
En el color rojo de la portada se ve la sangre derramada, el negro del título representa el luto por la muerte y el dolor de las víctimas inocentes, el nombre en blanco del autor es un mensaje de amor y esperanza para una nueva vida.
Un Nuevo Orden a escala global ha comenzado: los que mandan en el mundo lo han puesto en el lugar donde querían. El triunfo sobre el virus de poco servirá hasta que no se logre la victoria final sobre la vigente oscuridad.
Es un intento muy serio, escrito desde el corazón, para abrir los ojos a los que no quieren ver y despertar a los que se niegan a vivir.
En un mundo sin amor y sin fe, entregado a la deriva, dominado por el poder del dinero y la sumisión esclava a los sentidos, sólo Dios puede salvarnos.
No vivimos una crisis financiera y económica pasajera, sino los efectos de un gran tsunami geopolítico y social en el mundo: el gran cambio. Es el final de una larga etapa de expansión de Occidente y una basculación de poder y riqueza a otras partes del mundo.El liderazgo de los países emergentes y la irrupción de las nuevas tecnologías han convertido en obsoletos los modelos de negocio tradicionales.
Una superglobalización que, inesperadamente, se ha vuelto contra los países ricos que la promovieron. Los políticos trataron de preservar los Estados del bienestar mediante un nuevo esquema internacional de deudas que solo agravó las cosas. Una huida adelante. El relevo occidental era inevitable. La clase política devino una burocracia negligente y corrupta, forma de gobierno que bien puede desembocar en el final de los grandes partidos y en la transformación de los modelos de representación ciudadana. Protagonizamos un periodo histórico de destrucción creativa. Entraremos en una nueva era que, tras destruir, abrirá también oportunidades a emprendedores y empresas.
¿Qué curiosa lógica pudo llevar a que un neerlandés antes sensato viese como un buen negocio cambiar su casa por un tulipán? ¿Qué paralelismos existen entre nuestra crisis inmobiliaria, la burbuja de los Mares del Sur y la del Japón de los noventa? ¿Qué extraño síndrome ha llevado a tantos a tomar los ladrillos por lingotes de oro o a invertir todos sus ahorros en acciones de una compañía en pérdidas de la que sólo sabe el nombre? En definitiva, ¿por qué hasta el más prudente puede transformarse en un necio que, como decía Antonio Machado, confunde valor y precio? En 2008 el mundo ha vivido un crac financiero sólo equiparable por su magnitud y alcance al de 1929. Muchos dirán que no era previsible, pero ¿de verdad no había señales que advirtieran de la crisis actual? Y mirando al futuro, ¿cuál será el signo de este período de recesión? ¿Significará, como se apunta desde ciertas tribunas, un regreso a los valores esenciales? ¿Qué cabe esperar? En «El hombre que cambió su casa por un tulipán», Fernando Trías de Bes, reputado economista y autor de obras como «La buena suerte» y «El libro negro del emprendedor» ofrece respuesta a todas estas preguntas y, de forma sencilla y directa, analiza las burbujas más irracionales de la historia. A partir de ellas proporciona las claves del panorama actual con el objetivo de extraer conclusiones, evitar futuras burbujas y otras posibles euforias financieras y afrontar con garantías el presente y el futuro que nos aguarda. El libro está dividido en dos partes. La primera realiza un breve y didáctico repaso por las principales burbujas de la historia de la economía para comprobar su por qué y, desde ahí, su rabiosa actualidad. La segunda se dedica a detectar los síntomas que revelan una crisis y las acciones preventivas que las erradican.
Ser emprendedor constituye una postura vital, una forma de enfrentarse al mundo que implica disfrutar con la incertidumbre y la inseguridad de qué sucederá mañana. No existen ideas brillantes que, por sí solas, den lugar a negocios redondos: lo esencial es cómo un concepto se pone en práctica. Sin embargo el 90 por ciento de las iniciativas fracasan antes de cuatro años y sólo el 3 por ciento de los manuales de empresa se dedican a explicar por qué. De ahí la relevancia de este libro. Fernando Trías de Bes, coautor de La buena suerte, analiza los factores clave del fracaso y define los rasgos que debe reunir un verdadero emprendedor: motivación y talento para ver algo especial en una idea que puede que otros ya conozcan. Pero, por encima de todo, es necesario disponer de un espíritu luchador: no fracasan las ideas, sino son las ilusiones las que se dejan vencer por falta de cintura, imaginación y flexibilidad para afrontar imprevistos.
Políticos, ejecutivos de grandes corporaciones y representantes del poder financiero manipulan la economía sin escrúpulos. Hemos convertido una disciplina al servicio del ciudadano en una oscura ciencia para el poder y protección de intereses de los gobiernos, los bancos y las grandes empresas. De la economía hay una versión oficial: la inflación es un aumento de los precios; el marketing busca satisfacer necesidades del consumidor; los bancos custodian nuestro dinero… Y se nos oculta la versión prohibida: la inflación se usa como forma encubierta de cobrar impuestos; el análisis del consumidor detecta necesidades accesorias por las que la gente ignora que paga un sobreprecio; los bancos apenas guardan el dos por ciento de lo que depositamos… Información que no interesa que sepamos, una realidad ocultada, prácticas cuyas consecuencias han desprestigiado a la economía. Devolvámosle su fundamento original, su condición de herramienta en pos de la solidaridad y la justicia. Si el tono es divertido e irónico, el mensaje que encierran estas páginas es absolutamente serio: hemos de aprender a defendernos, cuestionando ideas establecidas; debemos saber que hay otros sistemas posibles; que, frente a la versión oficial de las cosas, existe siempre la real.
Érase una vez un tipo corriente que vivía en un sitio aleatorio, en un pisito común, con una hipoteca de por vida. Nada fuera de lo normal. Salvo por una afición de juventud, quizás una obsesión: el estudio del sistema reproductivo de las hormigas de cabeza roja, afición esta a la que no se podía dedicar por falta de tiempo y que con el paso de los años resultaría ser… ¡una bomba de relojería! «¡Ay, si fuera dueño de mi propio tiempo!», se quejaba nuestro tipo corriente. Este es el protagonista de nuestra historia, un anónimo ciudadano que, con una irracional idea de negocio en la que nadie cree, pone en jaque a la sociedad de consumo. Un tipo corriente que demuestra que cualquier sistema económico que no respete los derechos esenciales de los individuos está abocado al fracaso. Con una ácida e irónica visión de la empresa, del mundo industrial y del advenimiento del marketing de masas, Fernando Trías de Bes nos recuerda que son los ciudadanos los que sostienen las economías y que puede llegar el día en que los productos de consumo se conviertan en armas para una rebelión silenciosa de los ciudadanos contra los excesos y la irracionalidad del sistema. Con este libro el lector adquiere mucho más que unas páginas impresas, escritas con inteligencia por un autor de reconocido éxito y encuadernadas en un bonito formato. ¡Está adquiriendo tiempo! ¡Su tiempo!
Nos enfrentamos a la mayor recesión económica desde el crac de 1929 y la crisis financiera del 2008, pero solo será así si reaccionamos dejando que el miedo guíe nuestras decisiones y actuando de forma individual. «Por miedo a que me despidan, dejaré de consumir», piensa el ciudadano; «Por miedo a que los ciudadanos no consuman, reduciré plantilla», piensa el empresario. Este libro revela una posible estrategia económica para evitar una recesión prolongada y profunda a causa de la pandemia del COVID-19. Trías de Bes la ha bautizado como la solución Nash. El premio nobel de Economía John Nash defendió que hay situaciones en las que la mejor opción individual de los agentes económicos conduce al peor de los escenarios para el conjunto. La economía está ahora en tal situación. La solución Nash consta de dos medidas: la compra de tiempo por parte del Estado y la orquestación entre agentes económicos. Está en manos de todos que la crisis del COVID-19 quede en un tiempo muerto económico. Y algo todavía más importante: si superamos el miedo y el Estado compra tiempo, demostraremos que, gracias a la comunicación digital, la unión del interés individual y el colectivo puede lograrse conservando a su vez la libertad individual de decisión.
Vallecas. Junio de 2010. Un camarero en paro recibe una llamada de una ETT. Hay una oferta para él. Son solo dos semanas. Y en un crucero de lujo. No pueden darle más detalles. Cuestión de seguridad nacional. El camarero de Vallecas acepta. En el transatlántico se encontrará con los principales líderes políticos mundiales, invitados a la boda de Berlusconi con una conocida modelo en aguas internacionales. Pero sufren un naufragio en alta mar. Obama, Zapatero, Aznar, el propio Berlusconi, Emilio Botín, Florentino Pérez, Flavio Briatore, Fernando Alonso, Jordi Pujol, Ibarretxe, Carla Bruni, o el fantasma de Michael Jackson son algunos de los delirantes personajes que, junto al camarero de Vallecas, irán a parar a una isla desierta, donde tendrán que organizarse para sobrevivir.
El libro comienza con Johann Walbach, dueño de una librería de préstamo llamada “Tinta” que ve cómo su vida queda trastocada al caer su mujer bajo un enigmático hechizo. Dedicará cinco años de su vida para solucionar el problema, leyendo de forma compulsiva todos los libros de su librería creyendo que allí encontrará las respuestas que busca. La visita a la librería de un enigmático matemático, dará un giro inesperado a su búsqueda. Juntos se propondrán escribir el libro de los libros, la obra perfecta, que ofrezca las respuestas a su particular sinrazón y al origen de todas las cosas. Para conseguirlo solicitarán la ayuda de tres peculiares personas: un impresor que debe crear una tinta que se borre una vez que las letras son leídas; un corrector de estilo que ha perdido su fe en los libros y que debe ser capaz de corregir un texto que solo puede verse durante unos segundos; y, finalmente, un editor que se encuentra entre los más respetados de Alemania, pero que solo hojea los libros que edita y tiene un método muy peculiar para seleccionar los libros que va a publicar.
¿Sabía que el trueque apareció para evitar las sangrientas venganzas de los saqueos entre tribus y que las primeras monedas surgieron por falta de memoria? ¿Sabía que la propiedad privada la inventaron los monarcas corruptos para recaudar más o que las sociedades anónimas se crearon para ocultar la identidad de los nobles agraciados por los reyes? ¿Qué conducta hizo que el pan no cambiara de precio en tres siglos? ¿Por qué un falsificador es el ladrón más justo de todos o por qué, gracias a la productividad industrial, ya no hay apenas dictaduras? ¿Sabía que debemos los seguros a las personas insolidarias, o que el nuevo capitalismo es un capitalismo de emociones? Normalmente ahondamos en la historia a través de los sucesos, los acontecimientos, las guerras, los descubrimientos… Pero cada invento social ha sido resultado de nuestros impulsos, instintos y emociones: desde el miedo hasta el perdón, pasando por la ambición, la envidia, la insatisfacción, el sometimiento, la corrupción, la vulnerabilidad, la especulación, la compasión, el afán de poder, el deseo de justicia, el sufrimiento, el disfrute… Estos y tantos otros instintos y emociones explican cómo nos organizamos, cómo trabajamos y cómo se han forjado nuestras aspiraciones, derechos y libertades actuales. En esta «Historia diferente del mundo», Fernando Trías de Bes revisa la evolución de las civilizaciones a través de los comportamientos que las condicionan y determinan el devenir de la humanidad. El resultado, una lectura sorprendente, entretenida y rompedora, que descubre las arquitecturas psicológicas y descarnadamente humanas que sostienen nuestro sistema social.
Ruben es un clásico jubilado, con una vida rutinaria y tranquila, hasta que recibe una perturbadora carta sin remitente, que lo trastorna por completo. Sin saber que hacer, decide contratar un investigador privado buscando encontrar al culpable de hacerle llegar La carta y develar el misterio que esta trajo. Así, conocerá al implacable y excéntrico Molina y a su hosca asistente, Esther. Los tres se verán involucrados en el seguimiento de innumerables pistas, debiendo visitar cantidad de lugares, como un burdel, el convento o el manicomio. Lidiarán también con un sinfín de pintorescos e insólitos personajes, que ayudarán o entorpecerán la investigación.
El autor hace uso de una creatividad poco frecuente para darle vida a personajes extravagantes en esta novela en la que la candidez y el suspenso van de la mano, fluyen los diálogos ocurrentes, y las ingeniosas acotaciones comparativas en la voz del narrador.
El difunto tío Óscar era un hombre inmensamente rico. Eso era prácticamente todo lo que Lucas sabía de él, dado que nunca habían cruzado más de dos palabras en algunas reuniones familiares. Eso, y que le encantaba un coche antiguo, un Escarabajo del año ochenta y uno, al que había dedicado muchísimo tiempo. Por ello, nadie de la familia entendió que el tío Óscar le cediera a Lucas su joya preferida en el testamento.Pero el legado es mucho más que un coche. Poco a poco, el Escarabajo conducirá a Lucas y a sus amigos hacia un misterio que deberán desvelar a toda costa. Nada es casual en este enigma y las inexplicables propiedades del Escarabajo son la clave de su solución....
La mañana del 7 de enero del 2015 la ciudad de Goshen amanece con un macabro hallazgo. Las gemelas Baldomero desaparecidas meses atrás son encontradas colgadas de un árbol y con horribles mutilaciones. El deber de los detectives Frank Braun y Adriana Mejia será encontrar al asesino, su búsqueda los llevara a sumergirse en la oscuridad de la ciudad, desde un vecindario arruinado y olvidado por el gobierno, hasta el Templo del Silencio un lugar de sufrimiento intermedio entre nuestra realidad y otra donde el Mal reina.
Vienen los monstruos es una antología de doce relatos que exploran el terror, la perdida de la inocencia, la locura y la crueldad. Relatos como "Dioses Ocultos" en donde una expedición de estudiantes de pedagogía lleva a un ritual grotesco, "El Evangelio del Tentáculo" es una parodia del relato lovecrafniano que se vuelve una pesadilla surrealista de humor negro y "Niña rara" donde Drusilla una nueva y peculiar estudiante atormentara al psicólogo escolar hasta llevarlo a un espeluznante final. En estos relatos los monstruos no son seres tiernos e incomprendidos, son criaturas de una maldad sin limites y que no dudan en cometer las peores atrocidades con los inocentes.
Me llamo Dani y no me resulta fácil contar mi historia. Dicen que lo mejor es comenzar por el principio, de modo que eso haré, literalmente. Empezaré con el primer recuerdo que tengo, que además es la sensación más bonita de mi vida. Dudo que se entienda del todo, porque solo alguien como yo puede recordar de esta manera. Pero por alguna parte debo iniciar mi relato.
El caso más excepcional de Londres comienza cuando dos hombres luchan hasta la muerte. Uno es rubio, de ojos azules y viste de blanco; el otro es moreno, de ojos oscuros y viste de negro. Por lo demás, son físicamente idénticos. Para rizar el rizo sus apellidos son White y Black respectivamente, en consonancia con el color de sus trajes. Dos policías se encargarán de investigar las insólitas coincidencias. Uno es un tipo solitario, atormentado por un accidente de tráfico del que salió milagrosamente con vida; el otro es su amigo incondicional que siempre intenta sacarle una sonrisa. Pronto descubrirán que los dos bandos están combatiendo por toda la ciudad y no es la primera vez que sucede. Y en el epicentro, una extravagante pareja formada por un anciano de ojos color violeta y un niño de 10 años, que tienen la desesperante manía de no hablar con nadie excepto entre ellos dos. Nada es como debería ser. No todo es blanco o negro.
Las plegarias abarcan historias cortas que pueden ser omitidas sin perjuicio de la crónica principal, pero que a su vez aportan información sobre eventos aislados para quien desee ampliar su conocimiento.La presente tiene lugar después del tomo 2 del testamento del Gris, aunque es posible su comprensión tan solo habiendo leído el tomo cero.
El mundo cuenta con un lado oculto, una cara sobrenatural que nos susurra, que se intuye, pero que muy pocos perciben. La inmensa mayoría de las personas no es consciente de ese lado paranormal… ni de sus riesgos. A veces la gente se topa con esos peligros y desespera, se atemoriza, y no sabe qué hacer ni a quién recurrir. Pero no todo está perdido… Dicen que en Madrid reposa una iglesia muy antigua, cuyo origen es desconocido. Allí, en su interior, frente a una cruz de piedra esculpida en uno de sus muros, se puede alzar una plegaria. También dicen que aquel que no tiene alma la escuchará, y si la fortuna acompaña, el ruego será atendido. Pero exigirá un elevado precio por sus servicios, uno que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Mejor será asegurarse de que se quiere contar con él antes de recitar la plegaria. Eso es lo que dicen. La respuesta está en La Biblia de los Caídos.
El mundo cuenta con un lado oculto, una cara sobrenatural que nos susurra, que se intuye, pero que muy pocos perciben. La mayoría de la gente no es consciente de ese lado paranormal… ni de sus riesgos. A veces la gente se topa con esos peligros y desespera, se atemoriza, y no sabe qué hacer ni a quién recurrir. Pero no todo está perdido… Dicen que en Madrid reposa una iglesia muy antigua, cuyo origen es desconocido. Allí, en su interior, frente a una cruz de piedra tallada en la pared, se puede alzar una plegaria. También dicen que aquel que no tiene alma la escuchará, y si la fortuna acompaña, el ruego será atendido. Pero exigirá un elevado precio por sus servicios, uno que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Mejor será asegurarse de que se quiere contar con él antes de recitar la plegaria. Eso es lo que dicen.
El mundo cuenta con un lado oculto, una cara sobrenatural que nos susurra, que se intuye, pero que muy pocos perciben. La mayoría de la gente no es consciente de ese lado paranormal… ni de sus riesgos. A veces la gente se topa con esos peligros y desespera, se atemoriza, y no sabe qué hacer ni a quién recurrir. Pero no todo está perdido… Dicen que en Madrid reposa una iglesia muy antigua, cuyo origen es desconocido. Allí, en su interior, frente a una cruz de piedra tallada en la pared, se puede alzar una plegaria. También dicen que aquel que no tiene alma la escuchará, y si la fortuna acompaña, el ruego será atendido. Pero exigirá un elevado precio por sus servicios, uno que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Mejor será asegurarse de que se quiere contar con él antes de recitar la plegaria. Eso es lo que dicen.
El mundo cuenta con un lado oculto, una cara sobrenatural que nos susurra, que se intuye, pero que muy pocos perciben. La mayoría de la gente no es consciente de ese lado paranormal… ni de sus riesgos. A veces la gente se topa con esos peligros y desespera, se atemoriza, y no sabe qué hacer ni a quién recurrir. Pero no todo está perdido… Dicen que en Madrid reposa una iglesia muy antigua, cuyo origen es desconocido. Allí, en su interior, frente a una cruz de piedra tallada en la pared, se puede alzar una plegaria. También dicen que aquel que no tiene alma la escuchará, y si la fortuna acompaña, el ruego será atendido. Pero exigirá un elevado precio por sus servicios, uno que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Mejor será asegurarse de que se quiere contar con él antes de recitar la plegaria. Eso es lo que dicen.
Llegó el momento de hablar de ella. Yo también sucumbí a su hermosura, no fui diferente a tantos otros que descubrieron en ella la expresión máxima de la belleza física. Pero Nilia es mucho más que eso. Es todo lo que han dicho sobre ella, lo bueno y lo no tan bueno. Puede que nadie más haya sido tan odiado y amado al mismo tiempo. Y cuanto se ha dicho sobre ella es cierto, en uno u otro sentido. A mí me resulta más sencillo de comprender, pues cuento con la visión completa, pero mi valoración personal de Nilia no es importante, ella sí. Su relevancia está fuera de toda cuestión, y no se puede aspirar a un mínimo de conocimiento sobre La Biblia de los Caídos sin conocerla. Porque de algo estoy convencido: de no haber existido Nilia, estaríamos ante una historia completamente distinta.
El mundo cuenta con un lado oculto, una cara sobrenatural que nos susurra, que se intuye, pero que muy pocos perciben. La mayoría de la gente no es consciente de ese lado paranormal… ni de sus riesgos. A veces la gente se topa con esos peligros y desespera, se atemoriza, y no sabe qué hacer ni a quién recurrir. Pero no todo está perdido… Dicen que en Madrid reposa una iglesia muy antigua, cuyo origen es desconocido. Allí, en su interior, frente a una cruz de piedra tallada en la pared, se puede alzar una plegaria. También dicen que aquel que no tiene alma la escuchará, y si la fortuna acompaña, el ruego será atendido. Pero exigirá un elevado precio por sus servicios, uno que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Mejor será asegurarse de que se quiere contar con él antes de recitar la plegaria. Eso es lo que dicen.
Recuerdo cuando imaginaba a Sombra sin matar a nadie, salvo para alimentarse, cuando era mucho más joven y los sentimientos empapaban mis ojos. Echo de menos aquellos tiempos y aquella forma del ver el mundo. Aún creía que un asesino puede renunciar a matar.
Yo tardé eones en comprender cuál era mi destino. Aunque mi edad no es comparable a la de nadie —pues estuve en el inicio y estaré en el final—, estimo que sería equiparable a la de un hombre adulto, quizás un anciano, cuando al fin entendí la razón de mi existencia. No imagino qué habría sido de mí si alguien me hubiera revelado mi propósito siendo solo un adolescente y acabara de matar a mis hermanos, como le ocurrió a Mad. Enfrentarse a su destino era una prueba complicada para el joven mago, en especial porque era otra persona la que lo había decidido por él. Asistí con mucho interés a la reacción de Mad cuando supo el lugar que Padre le había reservado en el futuro, y enseguida tuve claro que lo incluiría en estas crónicas. Ramsey.
Creo que Nilia me ayudó a entender una parte de mí mismo que aún hoy escapa a mi comprensión. Por eso, y por otra razón que ya mencioné, la observé con tanto interés. Me he sentido muy perdido en demasiadas ocasiones en el transcurso de un lapso de tiempo imposible de medir. Jamás he tenido una guía, alguien que me mostrara el camino, que me indicara qué hacer. Y ahí estaba ella, condenada a lo contrario, a obedecer, a seguir las directrices de otro. Su rebeldía me confundió. Yo anhelaba conocer mi destino en lugar de buscarlo. Quería que alguien me explicara cuál era mi cometido, para cumplirlo, sin más, para poder realizarlo sin pensar en si erraba o no. Ansiaba liberarme de mí mismo. Nilia no podía ser más diferente. Así que la estudié, y aprendí. Ahora me cuestiono el valor de las enseñanzas que extraje de ella. Culpa mía, sin la menor duda, dado que comprender a otros no es una de mis cualidades, pero hay algo que me quedó muy claro: si alguna vez ha existido un espíritu libre, ese es el de Nilia. Ramsey.
Un asesino y un hombre sin alma, una confrontación cuyas consecuencias se ramificaron más de lo que nadie fue capaz de prever. Aún a día de hoy, a menudo reflexiono sobre cuántos sucesos derivaron de semejante choque de voluntades, sobre cómo habrían discurrido los acontecimientos de no haberse producido esta lucha o de haber sido otro el desenlace. Sin embargo, he aprendido que es inútil especular sobre alternativas que nunca ocurrirán. Y mi deber es relatar los hechos tal y como sucedieron. Esto es lo que pasó… Ramsey
Cuatro jugadores han sido convocados a una partida de póquer nada habitual. Cuatro completos desconocidos se enfrentarán y jugarán sus bazas para ganar lo único que les une y que no pueden compartir. Ellos han aceptado participar para tener una oportunidad, tan decisiva como peligrosa, en la que lo único importante es vencer. Son tres hombres y una mujer muy diferentes, cada uno con su propia estrategia, vigilados por una anfitriona que es mucho más de lo que parece. Que empiece el juego.
Debe de haber millones de chicos como yo. Me volvía loco una compañera del instituto, tenía mis diferencias con mi padre y, siendo sincero, los estudios no eran precisamente mi prioridad. Un escenario bastante típico para un adolescente. Sin embargo, algo increíble me enseñó que estaba equivocado, que después de todo yo sí era especial, de un modo que no se puede explicar sin comenzar por la noche en que conocí a dos niñas gemelas que cambiaron mi vida para siempre. Aquella noche yo estaba desnudo, rodeado de gente en un museo. Aunque parezca mentira, todo empezó en un sueño…
La guerra más antigua y devastadora de la existencia ha encontrado el modo de continuar, de extenderse por toda la creación. El Cielo y el Infierno ya no son los únicos escenarios para este terrible conflicto. Comenzó cuando el planeta se estremeció. Todos los habitantes perdieron la facultad de moverse, quedando resignados a contemplar impotentes cómo todo su mundo se desmoronaba. Al fenómeno lo llamaron la Onda y produjo cambios más allá de la comprensión humana. Después de aquello nada volvió a ser lo mismo para ninguno de nosotros. Ahora tenemos que sobrevivir a las consecuencias. Los ángeles y los demonios están entre nosotros, son reales, y nos han impuesto su guerra. Una guerra en la que somos insignificantes, una guerra que no creímos posible y que cambiará nuestras vidas para siempre.
La guerra más antigua y devastadora de la existencia ha encontrado el modo de continuar, de extenderse por toda la creación. El Cielo y el Infierno ya no son los únicos escenarios para este terrible conflicto. Comenzó cuando el planeta se estremeció. Todos los habitantes perdieron la facultad de moverse, quedando resignados a contemplar impotentes cómo todo su mundo se desmoronaba. Al fenómeno lo llamaron la Onda y produjo cambios más allá de la comprensión humana. Después de aquello nada volvió a ser lo mismo para ninguno de nosotros. Ahora tenemos que sobrevivir a las consecuencias. Los ángeles y los demonios están entre nosotros, son reales, y nos han impuesto su guerra. Una guerra en la que somos insignificantes, una guerra que no creímos posible y que cambiará nuestras vidas para siempre.
La guerra más antigua y devastadora de la existencia ha encontrado el modo de continuar, de extenderse por toda la creación. El Cielo y el Infierno ya no son los únicos escenarios para este terrible conflicto. Comenzó cuando el planeta se estremeció. Todos los habitantes perdieron la facultad de moverse, quedando resignados a contemplar impotentes cómo todo su mundo se desmoronaba. Al fenómeno lo llamaron la Onda y produjo cambios más allá de la comprensión humana. Después de aquello nada volvió a ser lo mismo para ninguno de nosotros. Ahora tenemos que sobrevivir a las consecuencias. Los ángeles y los demonios están entre nosotros, son reales, y nos han impuesto su guerra. Una guerra en la que somos insignificantes, una guerra que no creímos posible y que cambiará nuestras vidas para siempre.
La guerra más antigua y devastadora de la existencia ha encontrado el modo de continuar, de extenderse por toda la creación. El Cielo y el Infierno ya no son los únicos escenarios para este terrible conflicto.Comenzó cuando el planeta se estremeció. Todos los habitantes perdieron la facultad de moverse, quedando resignados a contemplar impotentes cómo todo su mundo se desmoronaba. Al fenómeno lo llamaron la Onda y produjo cambios más allá de la comprensión humana. Después de aquello nada volvió a ser lo mismo para ninguno de nosotros.Ahora tenemos que sobrevivir a las consecuencias. Los ángeles y los demonios están entre nosotros, son reales, y nos han impuesto su guerra. Una guerra en la que somos insignificantes, una guerra que no creímos posible y que cambiará nuestras vidas para siempre.
La guerra más antigua y devastadora de la existencia ha encontrado el modo de continuar, de extenderse por toda la creación. El Cielo y el Infierno ya no son los únicos escenarios para este terrible conflicto. Comenzó cuando el planeta se estremeció. Todos los habitantes perdieron la facultad de moverse, quedando resignados a contemplar impotentes cómo todo su mundo se desmoronaba. Al fenómeno lo llamaron la Onda y produjo cambios más allá de la comprensión humana. Después de aquello nada volvió a ser lo mismo para ninguno de nosotros. Ahora tenemos que sobrevivir a las consecuencias. Los ángeles y los demonios están entre nosotros, son reales, y nos han impuesto su guerra. Una guerra en la que somos insignificantes, una guerra que no creímos posible y que cambiará nuestras vidas para siempre.
¿Cuál es la peor condena que le puede caer a un preso de Illinois? Ni la cadena perpetua, ni la inyección letal. El peor castigo es el destino a la prisión de Black Rock, una fortaleza de negros muros cuya localización exacta nadie conoce. El nuevo alcaide de la insólita penitenciaría controla a todos y cada uno de los convictos que hasta allí son arrastrados. Los reclusos pronto descubrirán que no son personas normales, ni han sido encerrados allí por azar. La condena que les aguarda transcurrirá a la sombra de una siniestra amenaza. No tardarán en averiguar que de la resolución del misterio de Black Rock depende mucho más que su propia vida.
¿Cuál es la peor condena que le puede caer a un preso de Illinois? Ni la cadena perpetua, ni la inyección letal. El peor castigo es el destino a la prisión de Black Rock, una fortaleza de negros muros cuya localización exacta nadie conoce. El nuevo alcaide de la insólita penitenciaría controla a todos y cada uno de los convictos que hasta allí son arrastrados. Los reclusos pronto descubrirán que no son personas normales, ni han sido encerrados allí por azar. La condena que les aguarda transcurrirá a la sombra de una siniestra amenaza. No tardarán en averiguar que de la resolución del misterio de Black Rock depende mucho más que su propia vida.
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¿Cuál es la peor condena que le puede caer a un preso de Illinois? Ni la cadena perpetua, ni la inyección letal. El peor castigo es el destino a la prisión de Black Rock, una fortaleza de negros muros cuya localización exacta nadie conoce. El nuevo alcaide de la insólita penitenciaría controla a todos y cada uno de los convictos que hasta allí son arrastrados. Los reclusos pronto descubrirán que no son personas normales, ni han sido encerrados allí por azar. La condena que les aguarda transcurrirá a la sombra de una siniestra amenaza. No tardarán en averiguar que de la resolución del misterio de Black Rock depende mucho más que su propia vida.
¿Cuál es la peor condena que le puede caer a un preso de Illinois? Ni la cadena perpetua, ni la inyección letal. El peor castigo es el destino a la prisión de Black Rock, una fortaleza de negros muros cuya localización exacta nadie conoce. El nuevo alcaide de la insólita penitenciaría controla a todos y cada uno de los convictos que hasta allí son arrastrados. Los reclusos pronto descubrirán que no son personas normales, ni han sido encerrados allí por azar. La condena que les aguarda transcurrirá a la sombra de una siniestra amenaza. No tardarán en averiguar que de la resolución del misterio de Black Rock depende mucho más que su propia vida.
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Séptima entrega de la saga. ¿Cuál es la peor condena que le puede caer a un preso de Illinois? Ni la cadena perpetua, ni la inyección letal. El peor castigo es el destino a la prisión de Black Rock, una fortaleza de negros muros cuya localización exacta nadie conoce. El nuevo alcaide de la insólita penitenciaría controla a todos y cada uno de los convictos que hasta allí son arrastrados. Los reclusos pronto descubrirán que no son personas normales, ni han sido encerrados allí por azar. La condena que les aguarda transcurrirá a la sombra de una siniestra amenaza. No tardarán en averiguar que de la resolución del misterio de Black Rock depende mucho más que su propia vida.
¿Cuál es la peor condena que le puede caer a un preso de Illinois? Ni la cadena perpetua, ni la inyección letal. El peor castigo es el destino a la prisión de Black Rock, una fortaleza de negros muros cuya localización exacta nadie conoce. El nuevo alcaide de la insólita penitenciaría controla a todos y cada uno de los convictos que hasta allí son arrastrados.Los reclusos pronto descubrirán que no son personas normales, ni han sido encerrados allí por azar. La condena que les aguarda transcurrirá a la sombra de una siniestra amenaza. No tardarán en averiguar que de la resolución del misterio de Black Rock depende mucho más que su propia vida.
Octava y última entrega de la prisión de Black Rock. ¿Cuál es la peor condena que le puede caer a un preso de Illinois? Ni la cadena perpetua, ni la inyección letal. El peor castigo es el destino a la prisión de Black Rock, una fortaleza de negros muros cuya localización exacta nadie conoce. El nuevo alcaide de la insólita penitenciaría controla a todos y cada uno de los convictos que hasta allí son arrastrados. Los reclusos pronto descubrirán que no son personas normales, ni han sido encerrados allí por azar. La condena que les aguarda transcurrirá a la sombra de una siniestra amenaza. No tardarán en averiguar que de la resolución del misterio de Black Rock depende mucho más que su propia vida.
¿Cuál es la peor condena que le puede caer a un preso de Illinois? Ni la cadena perpetua, ni la inyección letal. El peor castigo es el destino a la prisión de Black Rock, una fortaleza de negros muros cuya localización exacta nadie conoce. El nuevo alcaide de la insólita penitenciaría controla a todos y cada uno de los convictos que hasta allí son arrastrados.Los reclusos pronto descubrirán que no son personas normales, ni han sido encerrados allí por azar. La condena que les aguarda transcurrirá a la sombra de una siniestra amenaza. No tardarán en averiguar que de la resolución del misterio de Black Rock depende mucho más que su propia vida.
Hay que comer con la cabeza. Esa es la idea de la alimentación inteligente que Fernando Valdivia propone en este libro. Pero para hacerlo hay que revolucionar los hábitos, deshacerse del poder que la industria alimentaria ejerce sobre nosotros y tomar la decisión de ser una persona soberana a la hora de sentarse a la mesa. Alimentación inteligente remonta la historia que vincula al hombre con los animales y vegetales de los que ha vivido durante siglos y propone comer rico y sano. ¿Cómo hacerlo? Evitando las dietas, la tiranía del supermercado y las costumbres que hacen de la alimentación una tortura cotidiana. El milagro de alimentarse bien y conservar un peso ideal está al alcance de la mano. Solo hay que mirarse a sí mismo, respetar las viejas tradiciones alimentarias que nos conectan directamente con la naturaleza y comenzar la aventura de darse todos los días un gusto.
En la madrugada del 24 de mayo de 1896, a los treinta años, con un revólver Smith & Wesson, José Asunción Silva se quitó la vida de un tiro en el corazón. Le dejaba a Colombia diez de los poemas más hermosos de la lengua castellana, y a sus acreedores $210.000 de deudas. Un siglo después de esa muerte, que continuó pesando sobre la conciencia de Colombia como si hubiera sido el país el que lo mató, Fernando Vallejo inicia su pesquisa detectivesca por archivos notariales y hemerotecas, y basándose en un verdadero maremágnum de documentos y periódicos viejos, más 20 cartas desconocidas y un Diario de contabilidad que la familia de Silva le facilitó, va armando el rompecabezas del infortunio y los descalabros comerciales del poeta. Almas en pena, chapolas negras es un viaje fantasmagórico y alucinado por la Bogotá de fines de siglo XIX y una biografía insólita que renueva el género.
Apasionada pesquisa de diez años en archivos, hemerotecas y bibliotecas del Perú, Colombia, México, Cuba y Centro América, por donde anduvo Barba Jacob y adonde Fernando Vallejo fue a buscarlo, tras sus huellas, y a entrevistar a cuantos le habían conocido y aún vivían. El Mensajero es la dramática biografía del gran poeta de múltiples nombres y tormentosa existencia. Un libro insólito y no sólo por el personaje sino por la forma como el autor lo narra: una carrera contra la muerte y el olvido en un relato alucinado.
Un hombre se ha propuesto reconstruir la casa que quedaba enfrente al hogar de su niñez: una vieja casona semiderruida. Ha decidido trasladarse a la casa durante las obras y vive allí sin un solo mueble, durmiendo sobre los bultos de escombros. Las inclementes lluvias han retrasado los trabajos. Es durante las noches que, atacado por un insomnio pertinaz, conversa con las ratas que habitan la casa. A ella les confiesa sus planes sobre la casa y sus frustraciones. Entrada la noche les abre su corazón y comienza a recordar y a reflexionar sobre sus recuerdos, como quien piensa en un largo viaje que está por terminar. ¿Podrá imaginarse el lector la soledad en que este hombre se encuentra? De día recorre las calles de Medellín con un taxista, al que ha obligado a volverse mudo, en busca de los materiales para reconstruir la casa. Su intención es rehacerla lo más fiel a sus recuerdos. Después de vivir muchos años en México decidió regresar a su Medellín natal atraído por los recuerdos y los fantasmas de su infancia. Al llegar se ha encontrado con una ciudad distinta. La apacible villa de cien mil habitantes, se ha convertido en la pujante ciudad de tres millones de almas. El desconcierto no ha podido ser más grande. La metrópolis de hoy aterra al hombre de ayer. Él se desahoga con sus nuevas amigas, las ratas de la casa, y ve con horror cómo las casas viejas de sus recuerdos comienzan a caer ante el empuje de un futuro que quizás él no alcanzará a ver. “Una metáfora, según él mismo, de todas las empresas humanas”.
Rufino José Cuervo era un colombiano insólito: en el país de los doctores aspirantes a la presidencia no era ni doctor ni aspiraba a nada. Por su familia había nacido para el poder, pero lo despreciaba. Aunque no pasó por la universidad y se enseñó solo, llegó a saber más que nadie de este idioma. Dejó su país para no volver y se fue a Francia, donde acometió una obra colosal, el «Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana», la empresa más delirante de la raza hispánica. Don Quijote y otros de su talla, comparados con él son aprendices de desmesura. Friedrich August Pott, el gran lingüista de su tiempo, en una carta en latín que le escribió desde Alemania lo llamó «corvus albus», «El cuervo blanco», aludiendo con la comparación de su apellido y a un ser excepcional entre los de su especie, los del remoto y extraño país de los Andes. El «Diccionario» se le quedó inconcluso. Molesto tal vez porque un simple mortal en una mísera vida pretendiera abarcar tanto, todo un idioma, Dios no quiso que lo terminara. Quiso en cambio (designios suyos inescrutables) que este hombre puro, generoso y de alma grande entrara en su Gloria. «El cuervo blanco» incoa y lleva feliz término su proceso de canonización. A san Rufino José Cuervo se le puede rezar pues con devoción y pedir confianza.
Cuando Carlos salió del cuarto me acerqué a la cama, me senté a su lado y me incliné sobre él: sus ojos suplicantes se cruzaron con los míos por última vez. ¿Qué me quería decir? ¿Que lo ayudara a vivir? ¿O que lo ayudara a morir? A vivir, por supuesto, él nunca quiso morirse. Al decidir hablar en nombre propio, con su voz (una voz inconfundible que no se parece a la de nadie), Fernando Vallejo está rompiendo con la más obstinada tradición literaria: la del narrador omnisciente que todo lo sabe y todo lo ve, el novelista ubicuo que puede atravesar con su mirada las paredes y leer los pensamientos. Nada de esto aquí. En vez del Artífice Supremo, un simple ser humano que dice «yo» sin ocultarse detrás de una pluralidad de máscaras. Pero eso sí, uno que ha jurado no salirse jamás de los límites del pronombre de primera persona con todo lo que eso implica: asumir sin disimulos ni subterfugios sus amores y sus odios. Por eso ante este escritor no caben términos medios: o se toma o se deja. Metáfora de la Muerte, conciliábulo de espectros y fantasmas, «El desbarrancadero» cuenta el fin de una casa en medio de un país que se desmorona. Si no la vida del autor, por lo menos sus libros desembocan con esta obra desolada y conmovedora en el inexorable final.
El texto está dedicado a un examen interdisciplinario y desde múltiples registros del tema de la muerte, que es central en la obra del autor y asimismo protagonista y eje estructurante de Entre fantasmas y La rambla paralela.
El don de la vida es también un alegato a favor de la pederastia, pero no se suma a satanización por esa causa de la Iglesia católica que por otras causas sí condena con severidad. De hecho, la novela es en buena medida una diatriba contra las autoridades, en particular los altos jerarcas políticos y religiosos, como los papas o los presidentes de Colombia. También se lanzan duras críticas e invectivas contra figuras ampliamente reconocidas y apreciadas de la ciencia y de la literatura, como Einstein, Borges, García Lorca, Shakespeare, García Márquez o Gandhi.
En el texto se retoman en fin otros temas centrales de la obra de Vallejo, como la promoción ética del vegetarianismo o la defensa de los derechos de los animales.
El lenguaje utilizado en el libro tiene la marca de la oralidad, en particular de los comerciantes locales conocidos como culebreros , sin perjuicio del empleo de las figuras y dispositivos estéticos que el autor ya había descrito en Logoi. En su confrontación al espíritu biempensante, el narrador y el protagonista suelen emplear palabrotas, en particular de la variante del español empleada en la región paisa.
Esta novela, primera del volumen El río del tiempo y publicada originalmente en 1985, resalta las reflexiones autobiográficas que son comunes en la obra de Vallejo. Su nefasta relación con el catolicismo, sus pensamientos sobre la actividad creativa y la literatura, la visión sobre las costumbres de su región, la relación con su padre, el boom latinoamericano son algunos de los temas donde ancla ese explosivo pensamiento que ha sido fundamental para el desarrollo de su carrera literaria. «Me pasé la infancia y la juventud en misa o leyendo novelas, y tantas oí y leí que perdí la fe: en dios, cosa que para los efectos de la literatura poco importa, y en el novelista de tercera persona que sí. Hoy por hoy no piso ni una iglesia ni de turista y no leo una novela ni a palos… me escapé del boom que no sé en última instancia qué fue».
«Un libro alucinante. Un desafío a la vez que una bofetada. Vallejo se desgarra al escribir, y nos desgarra y nos alucina.» (Alberto Aguirre, El Mundo) «La más violenta andanada que se ha escrito contra Colombia pero a la vez un emocionado grito de independencia y rebeldía y, ¿por qué no decirlo?, de amor también.» (Nicolás Suescún, Revista Diners) «Una voz cuyas disonancias deslumbrantes nos recuerdan las espléndidas imprecaciones de los Cantos de Maldoror y su deificación de la adolescencia.» (Claude Michel Cluny, Le Figaro Littéraire) «Una prosa de bellezas sombrías. Una novela de un barroco deslumbrante.» (Pascale Haubruge, Le Soir) «Relato desmesurado y blasfemo. Una mirada de lucidez y delirio en un país al borde del cataclismo.» (Hugo Marsan, Ex Aequo)
Todos los caminos llevan a Roma. Así ha sido siempre y así siempre será. Por algo es la capital del Imperio. Quien vive en Medellín o Envigado está fregado: vive en la periferia. Por eso mi viaje a la ciudad eterna. Reseñas: «Una voz cuyas disonancias deslumbrantes nos recuerdan las imprecaciones de los Cantos de Maldoror.» Claude Michel Cluny, Le Figaro Littéraire «Una prosa furibunda, imprecatoria, apocalíptica, cuya desesperanza deja entrever una profunda ternura.» Judith Steiner, Les Inrockuptibles «Si nos atenemos a su lenguaje, Vallejo es un auténtico mago y por lo tanto magistral en un tiempo de devaluación o de utilización zarrapastrosa de la lengua castellana.» Miguel Sánchez Ostiz, ABC «Una especie de Céline sudamericano surge de repente y toma la palabra con una rabia que explota como un petardo en las apacibles butacas donde dormitan cómodamente las ex-vedettes del boom.» Jacques Fressard, La quinzaine littéraire «Una de las grandes revelaciones llegadas de la América del Sur. Lírico, imprevisible, trágico e hilarante, lanza sus anatemas sobre un mundo que va de cabezas.» Christophe Mercier, Le Point «Su ira explosiva es tan brillante, tan sonora, real, sincera, divertida a veces, cruel casi siempre, que su lectura es algo gozoso y tonificante.» Pedro Almodóvar, clubcultura.com
¡Qué incendio! ¡Qué esplendor! Mi vocación pirómana se supera esta noche. Se prodiga en llamas que se empinan desde abajo, de la acera, tratando de subir a mí, como lenguas de fuego más largas que las del Espíritu Santo. Lenguas viles, lisonjeras, no me vengan a decir ahora que yo soy el incendiador de Nueva York porque no se lo voy a creer.
Me pasé la infancia y la juventud en misa o leyendo novelas, y tantas oí y leí que perdí la fe: en Dios, cosa que para los efectos de la literatura poco importa, y en el novelista de tercera persona que sí. En este negocio el que no es poeta o novelista de tercera persona se quedó colgado del trapecio en el aire fuera del circo. Qué más da. ¡Cómo va a saber un pobre hijo de vecino lo que están pensando dos o tres o cuatro personajes! ¡No sabe uno lo que está pensando uno mismo con esta turbulencia del cerebro va a saber lo que piensa el prójimo! ¡Al diablo con la omnisciencia y la novela! Hoy por hoy no piso una iglesia ni de turista y no leo una novela ni a palos. Me quedé en Blasco Ibáñez, en Cronin, en Daphne Du Maurier, y me escapé del «boom» que no sé en última instancia qué fue, si algo así como un «Big Bang». Yo sólo creo en quien dice humildemente «yo» y lo demás son cuentos. «Fernando Vallejo»
En «Escombros», Fernando Vallejo relata por primera vez la pérdida de David, su compañero de vida, quien empezó a enfermar tras el terremoto de septiembre de 2017 en México y finalmente murió dos meses más tarde. El relato empieza aquel día del temblor, pero transita también por los momentos actuales, en los que su autor se encuentra viviendo en Medellín, en Casablanca la bella, junto a Brusca, su perra y única compañía. Allí presencian los efectos de la peste, la horrible miseria en las calles, la mortandad avasallante, mientras Vallejo recuerda su vida en México junto a sus dos últimas razones para vivir —David y Brusca— y reflexiona con impudicia y ferocidad sobre la vejez, los vecinos indeseables, el alcalde Daniel Quintero, la mendicidad y la pérdida de la memoria, para llevarnos empujados por su mano contundente a la conclusión de que la vida no es sino dolor y muerte, más cuando se ha perdido a aquellos a quienes hemos amado.
«Vivo de verdad no está nadie, ésas son ilusiones de los tontos. Día con día nos estamos muriendo todos de a poquito. Vivir es morirse. Y morirse, en mi modesta opinión, no es más que acabarse de morir». Novela en que el pasado y el presente se funden en el futuro de la muerte, La Rambla paralela palpita con el pulso de un relato alucinado. En su desesperación por rescatar lo que sólo existe en su memoria de muerto, el cadáver ambulante que la cuenta nos lleva de la mano por una Barcelona abrasada en el calor que a veces es Medellín y a veces México. Vallejo es un excelente narrador que nos arrastra de una frase a otra cortándonos el aliento. Para él no existen las leyes del tiempo y el espacio, y en esta incontenible narración palpitan la verdad y la fuerza de un poeta de voz honda e inolvidable. A pesar de su rabia y su furia, este libro tiene una ternura nostálgica que nos deja entrever que aunque el paraíso alguna vez existió ya lo hemos perdido para siempre.
«Entre ironías, burlas, improperios, maldiciones, blasfemias, este librito sin pretensiones hará reír a muchos e iluminará a montones. Trata modestamente de apresar el cambio frenético que se ha apoderado del mundo. Su autor vive en la Luna y desde allá dispara. Es un francotirador lunático que abre fuego contra el que sea: presidentes, papas, reguetoneros, raperos, médicos… Y con especial delectación contra las reverendas madres, perpetuadoras de la especie, su blanco predilecto. Apunta desde arriba el selenita contra sus soldaditos de plomo, dispara y van cayendo allá abajo unos tras otras. ¡Qué puntería! ¡Qué masacre! »“A un paso de que la humanidad desaparezca por el exceso de gente, el derretimiento de los polos, la crecida de los mares y la gran fiesta nuclear que viene, juzgo oportuno enrostrarle al hombre lo cruel y atropellador que ha sido con los animales y enterarlo de la dicha inmensa que me causa su castigo y próxima desaparición”. Eso dice, eso anuncia, oigámosle». Margarito Ledesma
La puta de Babilonia, como llamaban los albigenses a la Iglesia de Roma según la expresión del Apocalipsis, saca a la luz el voluminoso sumario de los crímenes perpetrados en nombre de Cristo por su Iglesia desde el año 323 en que apoyada por el emperador Constantino pasó de víctima a victimaria. Con el correr de los años esta Iglesia afianzó su poder mandando a la hoguera a quienes disentían de sus opiniones o se oponían a su dominio acusándolos de herejía, en tanto el Papa de turno juntaba bajo su triple tiara el poder temporal y espiritual y se declaraba Pontífice Máximo y Vicario de Cristo en la Tierra. Ya en nuestros días Juan Pablo II dedicó sus últimos años de pontificado a pedir perdón por un centenar de esos crímenes. Escrita con gran rigor histórico y académico esta obra de Fernando Vallejo desenmascara una fe dogmática que durante mil setecientos años ha derramado la sangre de los hombres y los animales invocando la entelequia de Dios o la extraña mezcla de mitos del Oriente que llamamos Cristo, cuya existencia real nadie ha podido probar. Una obra que desmitifica y agrieta los pilares de una institución tan arraigada en nuestro mundo actual.
El libro «Las Bolas de Cavendish» de Fernando Vallejo, «una de las voces más personales, controvertidas y exuberantes de la literatura actual en español». En este libro se violan todas las leyes del Universo: desde la equivalencia de la masa y la energía o Ley de Einstein hasta la Tercera Ley de Newton. Unos profesores de la U de A y sus undergraduates, acalorados en la polémica pero muy orgullosos de que su universidad figure en el ranking de las universidades del mundo en el puesto 1550, se adentran en los misterios del cosmos. Vallejo, el fundador de la nueva ciencia de la imposturología, nos exhorta en este librito sin pretensiones a aumentar el caos que postula la Segunda Ley de la Termodinámica, la del desorden creciente que rige al mundo. Todavía no es el apocalipsis. Pero ya casi.
Dios no se necesita para explicar el complejo fenómeno de la vida, pero Darwin tampoco. Darwin fue un impostor. ¿Cómo uno que ni siquiera supo que provenía de un óvulo fecundado por un espermatozoide se metió a explicar «el origen de las especies»? El mecanismo de la selección natural que él postuló es la vuelta del bobo, una perogrullada, una tautología. Tal la tesis del ensayo que le da título a esta obra sui géneris, estrictamente científica pero escrita con humor, lucidez e ironía. Sus otros ensayos iluminan y resuelven los más grandes misterios de las ciencias biológicas que hasta su publicación inicial por la Universidad Autónoma de México se habían mantenido en la oscuridad: cuándo surge una nueva especie, en qué radican la dominancia y la recesividad genéticas, cómo interpretar el recapitulacionismo de Haeckel y el límite de Hayflick, cómo pudo surgir la primera célula que dio origen a la vida en la Tierra, cuántos tipos de vidas y de muertes hay, por qué la jungla de las taxonomías… Entre burlas y veras, sarcasmos y constataciones de obviedades que una charlatanería científica quiere seguir pasando por alto, este libro esclarecedor y desafiante le abre la puerta grande de las ciencias biológicas a la lengua española.
En Medellín, una de las ciudades más violentas de la tierra, un Ángel Exterminador recorre las calles «limpiándolas» de una buena parte de sus habitantes, y librando, de paso, al narrador de lo que parece molestarlo más: el prójimo. Alexis, el ángel, es un chiquillo de las barriadas, un «sicario» o asesino a sueldo, sin padre y sin ley. Poseído por el misticismo de la destrucción, su vida avanza sobre charcos de sangre. Y mientras las iglesias, mudos testimonios de una religiosidad antigua, se vacían de fieles, la morgue se llena de cadáveres.
Constituido por un léxico y unas fórmulas y moldes sintácticos ajenos al habla, el lenguaje literario no es propiedad privada de nadie. Ningún escritor en particular lo ha inventado, en éste o en aquel idioma. Se debe a muchos, de muchos idiomas; a una larga tradición que se remonta a Homero y que, pasando de escritor en escritor, de época en época, de género en género y de idioma en idioma, ha llegado hasta nosotros, testigos del auge que en el siglo pasado tuvo la novela, genero por excelencia de la prosa. Los manuales de retórica y preceptiva literaria del clasicismo y el romanticismo daban cuenta de las figuras de la poesía. Faltaba un tratado que diera cuenta de los procedimientos de la prosa. Y éste es «Logoi: una gramática del lenguaje literario». Obra sui generis en el panorama de los estudios lingüísticos y filológicos contemporáneos, el libro de Fernando Vallejo es el catálogo exhaustivo de esa infinidad de fórmulas y moldes para vaciar el pensamiento que todo gran escritor conoce aunque nadie enseña. Ejemplificado con citas de autores griegos, latinos, italianos, españoles, franceses e ingleses, se ha levantado aquí el inventario de un patrimonio común que abarca desde la adjetivación homérica hasta el estilo indirecto libre y la «écriture artiste» de Flaubert y los Goncourt: los modelos forjados por la literatura de Occidente en sus tres milenios de existencia.
«El ser humano es una bestia bípeda entrenada durante cuatro millones de años de evolución (contados desde que bajó del árbol) para mentir de las formas más sutiles, de las cuales hoy por hoy las más prestigiosas son la palabra y las ecuaciones». Fernando Vallejo, que ya en otro libro de ensayos se había despachado de manera despiadada a Darwin, arremete en éste con igual rabia e inteligencia contra los que considera los máximos impostores de la ciencia, ahora del campo de la física. Este Manualito de imposturología física, además de plantear muy bien qué fue lo que trataron de entender estos «genios de la impostura» (Newton, Maxwell y Einstein, entre otros), explica por qué fracasaron en su intento. Aun para aquellos que nunca antes se hayan interesado por las teorías de Newton o las «marihuanadas» de Einstein, éste es un libro claro, instructivo y revelador. Una vez más Fernando Vallejo demuestra que la suya es una pluma ácida y lúcida, que no le teme a ningún tema ni a ninguna vaca sagrada.
El memorialista loco de este libro sostiene que hay que defender deberes y no derechos; que la democracia es el pernicioso sistema electoral de unos corruptos que van tras el botín del poder, pero que le permite por lo menos al ciudadano escoger entre el malo y el peor; que de los tres poderes sobran el legislativo y el judicial pues con el ejecutivo basta ya que puede comprar a los otros dos, como día a día, según él, se está viendo; que las patrias solo traen guerras; que las religiones han impedido el surgimiento de la moral y que por eso siguen existiendo los mataderos y nos seguimos comiendo a los animales; y que entre patrias y religiones han logrado que hoy por hoy estemos en un mundo embotellado y atestado pero eso sí, muy bien cimentado: sobre un arsenal nuclear. Tesis que el lector sensato por supuesto rechazará como despropósitos, pero que le harán gracia dada la forma tan disparatada en que se los han planteado. Convertido en el más poderoso señor del país por un golpe militar que lo catapulta al mando supremo, le rebaja una buena parte de su población con una serie de happenings, como él los llama, dirigidos al fin que él considera el más noble: liberar a su patria, la empecinada Colombia, de sí misma. De las memorias que escribió al abandonar el poder por su propia voluntad y cansancio, no quedó más que un legajo de papeluchos inconexos que le dejó a su sobrina, una editora de libros pornográficos y libertarios que medio los ordenó y les puso título.
Fernando Vallejo nos narra las aventuras de su hermano alcalde de Támesis, un pueblo perdido en las montañas de Colombia que lleva el nombre del río de Londres y donde, cosa curiosa, todos quieren ser felices a toda costa. Pero no lo logran. Y es que la felicidad de los unos choca con la felicidad de los otros y del choque sólo queda un reguero de cadáveres que se lleva el Cauca torrentoso, éste sí un río de verdad, no como el riachuelo inglés de aguas mansas, fatigadas.
«No sé muy bien qué sea el amor, pero de lo que sí estoy convencido es de que es algo muy distinto al sexo y a la reproducción, con los que lo confunde mi vecino. El amor es puro; el sexo, entretenido y sano; y la reproducción, criminal.» Peroratas resume el ideario de Fernando Vallejo, sus amores y sus animadversiones, su visión de la vida y la moral, que él mismo condensa en dos mandamientos: «Uno: no te reproduzcas que la vida es un horror e imponerla el crimen máximo. Dos: los animales de sistema nervioso complejo, y ante todo los que el hombre domesticó, también son nuestro prójimo». El futuro incierto de los libros en nuestra era digital, los atentados contra la lengua española, las vejaciones a los animales, los crímenes de las religiones, la plaga de la clase política, la destrucción del planeta, y a la vez su amor por este idioma, su deslumbramiento ante la desmesura de la realidad colombiana y su búsqueda de la verdad y la justicia son los grandes temas de esta obra. Vallejo sacude las conciencias con un estilo tan cautivador como brutal, en el que el lector reconocerá la voz inolvidable de sus novelas. «Y las letras, la literatura, ¿ésas qué? También vamos a salir de ellas no bien desaparezca el libro. Lo único verdaderamente importante para el hombre es la alimentación y la cópula. O mejor dicho, la alimentación para la cópula, pues el hombre en esencia no vive para comer sino que come para lo otro. El bípedo humano tiene grabado el sexo en las neuronas con que nace. Y no desde el Pithecanthropus, que es recientísimo. No. Desde hace seiscientos millones de años, que es cuando aparecieron las especies que se reproducen por el sexo, de las que surgimos».
En las afueras de Medellín, a mitad de camino entre los pueblos de Envigado y Sabaneta y entre naranjos y limoneros, en la falda de una montaña se alzaba la finca de la infancia, Santa Anita, mirando hacia la carretera. Desde su corredor delantero los abuelos los veían venir. «¡Llegaron!», decían aterrados cuando en la primera curva aparecía el Fordcito atestado, como si fueran la plaga de la langosta. No. A Santa Anita no la tumbaron ellos, el narrador y sus hermanos: la tumbó el derrumbe de la montaña en que se alzaba, que en una temporada de lluvias se vino abajo y se la llevó. Hoy que el narrador tiene la edad de los abuelos, al recordar, los días turbios del presente se tiñen de un color azul.
Como decía D’Israeli, la política es el «arte de gobernar a la humanidad mediante el engaño». En efecto, el espacio de lo político se ha visto siempre como una esfera especialmente propicia para la mendacidad, la hipocresía y la simulación. Y, sin embargo, los políticos de hoy apenas necesitan recurrir a la mentira. ¿Para qué hacerlo si es posible engañar por otros medios? Entre éstos el más eficaz es la construcción de la realidad a la medida de sus intereses. Han adquirido auténtica maestría en el arte del enmascaramiento detrás de marcos, narrativas u otros instrumentos dirigidos a manipular la percepción del mundo. Sobre todo en unos momentos en los que necesitan encubrir su impotencia frente a los dictados de la economía detrás de todo tipo de estratagemas. Su objetivo es convencernos de que son algo más que meros gestores de un sistema económico sobre el que han perdido toda capacidad de iniciativa, impedir que veamos que la democracia ha devenido ya casi en un mero simulacro, y reafirmarnos en la idea de que ellos «importan». Los ciudadanos, ante un mundo huérfano ya de una realidad objetiva que sirva de referente común frente al cual contrastar nuestras opiniones, y en ausencia de eficaces medios de argumentación pública, nos mostramos encantados ante la posibilidad de pronunciarnos libérrimamente sobre casi todo. El camino queda expedito para que podamos construirlo «a pesar de los hechos», como parte de nuestra «libertad».
Entre las dimensiones de crisis de la democracia liberal hay una particularmente aguda: la creciente falta de respeto por la opinión de quienes no forman parte de nuestro grupo de referencia. Esto lo vemos continuamente en las redes sociales, en artículos de opinión de la prensa, incluso en reuniones de amigos. Lo que debería ser un hecho en una sociedad plural, la serena convivencia de opiniones divergentes sobre la política u otros aspectos de la vida social, ha dado paso a una sorprendente animadversión hacia quienes se manifiestan públicamente sobre algo que no nos gusta o no coincide con nuestra propia posición. Y no estamos hablando solo del ya habitual "troleo" o los intentos por denigrar al disidente; lo preocupante comienza a ser la voluntad de señalar y contribuir a perjudicar a quienes pensamos que sostienen opiniones "desviadas", como ocurre en lo que ya se conoce como la "cultura de la cancelación". El objetivo de este libro es tratar de levantar acta de este fenómeno, describir dónde y cómo se manifiesta, cuáles pueden ser las causas de esta transformación en la cultura pública de las sociedades democráticas, y cuáles son sus consecuencias. El núcleo del análisis gira en torno al significado último de la virtud de la tolerancia y advierte de los peligros de su progresivo debilitamiento.
Un espectro recorre las democracias. La vida política de los últimos años ha estado marcada por una nueva polarización entre los partidos representativos del " sistema " de la democracia liberal y un populismo que es presentado como los nuevos bárbaros " ad portas " . Lo cierto es que el populismo no es nuevo ni tiene una acepción clara; de hecho, ni siquiera es propiamente una ideología. Pero ahí está, instituyéndose en uno de los polos en la lucha por la hegemonía política del presente, porque lo único que no ofrece dudas es su desafío a la forma de hacer política que nos acompañaba desde la posguerra. Y ello cuando desde hacía un tiempo ya se había detectado en las democracias occidentales un divorcio creciente entre gobernantes y ciudadanos, " fatiga civil " , la falta de alternativas reales... El presente libro aborda el populismo examinando sus características y variedades, las condiciones y afectos que lo alimentan, y las experiencias más importantes de los últimos años en Estados Unidos, Francia, España...
De casi todos los mejores libros y relatos que componen la compleja historia del cuento español de las siete últimas décadas, con obras de Max Aub, Ignacio Aldecoa, Esther Tusquets, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Eduardo Zúñiga, José María Merino, Luis Mateo Díez, Cristina Fernández Cubas, Juan José Millás, Javier Marías, Eloy Tizón o Ángel Zapata, entre otros, se ocupa este libro de crítica viva, un intento analítico sustentando en el deseo de comprensión y en el entusiasmo que puede suscitar la ficción literaria, imprescindible para aquellos lectores y estudiosos que sientan interés por el género.
El libro parte de varias posibilidades de análisis: las antologías (ya sean de época, temáticas o generacionales), la recopilación de una selección de cuentos relativos a un solo autor y también del estudio de un relato concreto, sin olvidar la diversa naturaleza de los libros, que pueden generarse por acumulación, ser de corte temático, agruparse por ciclos, etc.
Entre el invierno de 1821 y la primavera de 1824, murieron John Keats, Percy Bysshe Shelley y lord Byron, la segunda generación del Romanticismo inglés. En su persecución de la belleza y de la muerte, escapando de la conservadora Inglaterra, hallaron lo sublime en una tierra de mar y de misterio, Italia, donde descubrieron que el triunfo de la poesía era la muerte. Ninguno de ellos supo lo que era cumplir 40 años. Los tres ambicionaron el amor y la gloria literaria, pero un pasado cargado de sombras los perseguiría hasta el fin de su desgracia. El profesor Fernando Valverde ha construido un relato apasionante que nos invita a compartir esos años finales —con sus inquietudes, desvelos y emoción— con los tres grandes protagonistas. El resultado es un relato de no ficción, literario y exquisito, que es, sin duda también, un conmovedor tributo al amor a la poesía y a los libros.
«Una obra maestra. Un monumento de amor a la poesía absolutamente maravilloso. En este libro el lector encontrará una de las historias más bellas y más tristes que jamás ha leído. Percy B. Shelley, John Keats y lord Byron estaban con el autor mientras escribía estas páginas y estoy convencido de que llorarían de emoción al verse retratados de una manera tan certera y deslumbrante», Raúl Zurita.
Todos los seres humanos tenemos el derecho a la vida, y queremos hacer uso de ese derecho en plenitud. Queremos estar sanos, vitales y felices. Este libro te enseñará cómo una dieta basada en alimentos de origen vegetal, llenará de vida tu cuerpo, experimentarás cómo la vitalidad rejuvenece tu organismo, sentirás cómo tus pulmones se llenan de oxígeno, de aire nuevo, cómo la sonrisa brota naturalmente en tu rostro y cómo se ilumina tu piel. Desearás correr y saltar, será una necesidad fisiológica de un cuerpo alegre, que no quiere descansar, sino que quiere VIVIR. Este libro incluye recetas de: Sustitutos de la Carne Legumbres Arroz Pasta Verduras Ensaladas Batidos Verdes Sopas
El mar de los caníbales es una novela que sorprende por el desarrollo de su trama, por los personajes, la ambientación histórica, la verosimilitud del lenguaje y el rigor investigativo para crear una novela de aventuras trepidante que nos transporta a los siglos XVI y XVII. Y sobre todo, su mayor seducción radica en su estilo, de fino humor y sutil astucia. Es la historia de personajes legendarios y a la vez verídicos, como fue el famoso corsario Francis Drake y de vidas desatendidas y escasamente conocidas como el pirata cubano Diego Grillo, así como la incomprensible y enigmática relación entre ambos. Fernando Velázquez Medina nos convida a cuestionar cuánto desconocemos de la historia de Cuba. Sabemos de los temibles piratas y corsarios holandeses, ingleses y franceses que azotaron los puertos de Cuba y otras ciudades del Caribe. Pero ¿qué sabemos de los piratas españoles, los criollos, los negros, los mestizos?
En este libro, sin embargo, la víctima se convierte en héroe. ¿Qué mayor desafío al viejo esquema? El protagonismo de un joven esclavo que escapa, no solo del horrendo destino de la esclavitud, sino también de la hoguera de la Inquisición. Y por si fuera poco, logra burlar el profundo racismo del colonialismo inglés —la pérfida Albión—, para además convertirse en la mano derecha de Sir Francis Drake, su segundo al mando, y con el beneplácito de la reina Isabel I de Inglaterra". — Lourdes Gil, crítica y profesora de literatura de la Universidad de Nueva York.
"No falta en este Mar de los caníbales la mezcla temeraria de realidad con exageraciones y febril invención, que fue el modo con que los conquistadores europeos interpretaron la verdadera flora y fauna, y a la población nativa, para encubrir al Nuevo Mundo con sus prejuicios del Viejo, y depositar sobre este sus anhelos y ambiciones propias, acerca de cosas tales como una urbe riquísima llamada El Dorado o una Fuente de la Eterna Juventud, e inocularse los miedos a comedores de hombres o despiadadas mujeres guerreras (las Amazonas). De la novela de aventuras tradicional va a retomar Velázquez Medina varios de sus motivos arquetípicos: duelos entre navíos sobre el mar, batallas de indios y blancos en tierra, encuentros con fabulosas criaturas de las profundidades (sierpes marinas, calamares colosales, blancas ballenas asesinas a lo Moby Dick) y de la jungla profunda (serpientes emplumadas, cocodrilos de tamaño prehistórico, jaguares hambrientos). No faltan en los alrededores del protagonista la consabida dama fatal —aquí se llama Hortensia Zubiadú, y evoca a una figura similar creada por Arturo Pérez-Reverte para su saga El capitán Alatriste, acaso la mejor obra contemporánea en esta cuerda de la novela de piratas— y el perseguidor furibundo —encarnado por el prelado franciscano Diego de Landa, tan villano terrible como el gobernador Van Gould de la célebre serie salgariana. Los combates entre fieras de la selva, el acecho de gigantescas pitones y reptiles venenosos, la mención a la armadura del Capitán Tormenta, son algunos de los homenajes que se hacen a los libros de Emilio Salgari". — Rafael Grillo, escritor y crítico literario.
¿Qué estamos diciendo exactamente, y qué mecanismos se ponen en juego, cuando decimos que «somos nuestro cerebro»? Desde la década de los noventa, las humanidades y las ciencias sociales han sido el escenario de un «giro cerebral» que se materializó en el nacimiento de disciplinas como la neuroeducación, la neuroantropología o la neuroestética. A pesar de su aparente novedad, la reciente moda de lo «neuro» es el resultado de un largo proceso cultural que ha situado al cerebro en el centro de los imaginarios que han conformado la subjetividad moderna. Pero ¿hasta qué punto las últimas manifestaciones de las neurociencias suponen, como pretenden, la confirmación de este supuesto? ¿No podrían ser, en realidad, tan sólo una expresión más de este mismo sustrato cultural? Fernando Vidal y Francisco Ortega trazan en "¿Somos nuestro cerebro?" la genealogía de la ideología neurocentrista, así como una exploración crítica de su lógica interna, sus efectos presentes y pasados y sus principales líneas de fractura.
Detrás de un crimen con sabor a venganza se adivinan los secretos del ocultismo nazi. Un supuesto exoficial nazi dirige una empresa dedicada a la búsqueda de los grandes misterios de las ciencias ocultas, continuando una vieja afición de algunos de los máximos dirigentes del régimen nacional-socialista. Su salvaje asesinato se convierte en un crimen casi perfecto. Un maduro y escéptico policía deberá ir desentrañando la madeja de cada uno de los personajes en un paseo por sus laberintos personales que, paulatinamente, los convierten en sospechosos. Y así se mantendrá la tensión en una colección de interrogatorios que llegan hasta lo más profundo y oculto de sus vidas. En El cuento de la vida, Fernando Villamía nos conduce por una encrucijada de sorpresas crecientes hasta desembocar en una última historia, donde confluyen los viejos demonios del proyecto nazi y algunos secretos del ocultismo, con un inesperado sabor a venganza.
Leonardo Montiel, un obsesivo y compulsivo contador de cuarenta y ocho años, toma la dolorosa decisión de abandonar a su familia después de más de veinte años de un convulso y desventurado matrimonio con Laura Montoya, su desquiciada, colérica y prepotente esposa. Sus planes son viajar a España, específicamente a Palma de Mallorca, en donde, según él, podrá rehacer su vida con la ayuda de Eduardo Rojas, su amigo de toda la vida. Y es que esa precipitada decisión Leonardo la toma porque, ha descubierto que la perturbada de Laura adquirió recientemente un arma, y todo parece indicar que está empeñada en utilizarla. Días antes de partir, Leonardo hacer su último, y, según él, definitivo movimiento: contacta a Alexa Guerrero, la propietaria de una coqueta floristería llamada Ilusiones, y le contrata la entrega de un presente que al final resulta ser todo un misterio para ella. Como consecuencia de ese pedido, Alexa y su mejor amiga, Susy Quirós, terminan montadas en una loca y destartalada montaña rusa, que al final las llevará a ambas a descubrir detalles muy reveladores sobre la vida de don Leonardo y de su familia. Ya en Palma de Mallorca, Leonardo conoce a una preciosa y encantadora mexicana llamada Guadalupe Recinos, quien al igual que él, esconde un triste y doloroso secreto. Esa nueva relación surgirá en un lugar y bajo unas circunstancias muy particulares. Meses después, cuando Leonardo y Guadalupe creen tener ya todo su futuro resuelto, una inesperada visita llegara a su encuentro en una lluviosa y triste noche de invierno. “Todo sucedió tan rápido y fue tan surrealista, que no tuve tiempo ni de reaccionar” se repite Leonardo Montiel una y otra vez, desconcertado.
La historia del esclavo retratado por el pintor de reyes Se fabula en esta novela la historia del morisco Juan Abonabó Pareja, Juan de Pareja para los cristianos, quien nació ya esclavo porque su padre prefirió perder la libertad a afrontar los riesgos y peligros de la expulsión a principios del siglo XVII. El amo de su padre solía acogerlo en su palacio porque le agradaba su compañía, y allí trataba de darle instrucción leyéndole libros religiosos y, sobre todo, introduciéndolo en la que era su gran pasión, la pintura que llenaba los corredores y galerías de su residencia. Siendo Juan ya adolescente, su amo decidió cederle el chico al joven pintor sevillano Diego de Silva y Velázquez, que marchaba a Madrid para hacer carrera en la Corte. Primero esclavo de casa y después en el taller, Juan pasó prácticamente el resto de su vida al servicio de la familia Velázquez. Incluso acompañó al maestro en su segundo viaje a Italia, donde fue retratado por él. Sin embargo, cuando su amo don Diego le ordenó que posara para su pincel, Juan fue presa de un gran desasosiego: ¿por qué iba a retratar a un esclavo quien era pintor de la monarquía más poderosa de la tierra? Una razón desvelada finalmente como metáfora del destino de Juan: ser alguien para siempre. «Se lee con gran deleite, y es además un libro muy instructivo. La evocación de la vida cotidiana en el palacio y fuera de él consigue resucitar brillantemente el espíritu de la época». Jonathan Brown
Todo en los órganos del Estado se resuelve por determinación de un colectivo; en una reunión, donde lo que más se invoca es la aplicación de Ley, hasta dejar el documento expedito, perfecto, listo para ser usado.
Pero, no hay reunión perfecta, los propios documentos desnudarán en el tiempo, las intenciones de quienes los forjaron.
Fernando Villavicencio es un experto en desenmascarar los artificios legales hechos con premeditación y alevosía, su mirada está en todas y cada una de las reuniones imperfectas de los manejadores de la cosa pública, sin haber asistido a ninguna.
Sin lugar a dudas, Villavicencio conoce de los cónclaves donde se cuece con crudo, más del 80% de los personajes que sí estuvieron presentes, los conoce perfectamente a todos; a muchos de ellos, sin haberlos visto jamás.
Y aunque se reúnan en paraísos fiscales, en el bosque de la China o en yates que surcan los mares; siempre habrá huellas, ningún lugar está lejos para este auditor, en nombre de las libertades.
No hay lugar para la palabra suelta; toda sentencia es un ajuste de cuentas a los artificios legales con que el poder se ensaña para aupar trafasías: no se puede contratar con empresas radicadas en paraísos fiscales, pues la mayoría provienen de allí; se debe contratar siguiendo procedimientos licitatorios, entonces se inventan las alianzas estratégicas; en fin, las supuestas emergencias son refugio legal para enjuagar una parte del presupuesto del Estado.
Las páginas de este libro serán dardos de fuego que a la luz usurpa sus destellos, con una visión de Patria que solo dirime la verdad, entre todas las mentiras.
Salomón Osorio, Periodista
Un análisis exhaustivo del fenómeno global, los desgarros de la sociedad chilena, los clamores de los estudiantes, las aspiraciones de los mapuches y las quejas de todos.
La inestabilidad parece ser lo único claro en estos tiempos movidos. Tiempos en que las crisis se multiplican, así como las manifestaciones -la primavera árabe, los indignados, el movimiento estudiantil en Chile-, en las cuales afloran el descontento, la rabia y la frustración. En estos lapsos históricos sentimos que cuatro horrorosos jinetes atropellan el mundo en calamitosa galopada sembrando el caos, la muerte y la destrucción. Entonces hablamos del «fin de los tiempos», del «acabo de mundo», del «día del juicio final». O del Apokalypsis.
Fernando Villegas se hace cargo de estos conflictos e interrogantes y realiza un análisis exhaustivo del fenómeno global en el que estamos inmersos, de los desgarros de la sociedad chilena, los clamores de los estudiantes, las aspiraciones de los mapuches y las quejas de todos.
Año 44 a. C. El hombre más poderoso de Roma se dirige al Senado en los fatídicos Idus de marzo. Se jugaba el destino de la República. Una época fascinante y turbulenta a la que Fernando Villegas viaja para contarnos esta gran historia. Julio César para jóvenes y no tanto es un ensayo sutil que enseña y entretiene.
Una novela hilarante y aguda, que deja al descubierto el enrevesado mundo de las editoriales, los autores y el oficio de escritor
Ismael, un joven tímido, desencantado de la vida y con inquietudes literarias, comienza a involucrarse con Ernesto Ovalle, un renombrado escritor de novelas rosa que se enfrenta, en su vejez, a una crisis: sus textos han perdido la fuerza de antaño y ya no tiene imaginación para crear historias que cautiven a sus lectores. Ante la presión que ejercen sus editores para que no deje de publicar -y su propia inseguridad de poder lograrlo- contrata a Ismael para que perfeccione sus escritos y los dote de esa enjundia de la que carecen.
Con su humor y agudeza habituales, en esta, su cuarta novela, Fernando Villegas deja al descubierto los delgados hilos que tejen el «mundillo literario» y lleva al lector por los vericuetos del oficio de la creación.
Candidez" describe la vida de la sociedad hipermoderna. La velocidad del desarrollo exponencial de la tecnología ha atrapado al ser humano y le ha modificado sus patrones de conducta y expectativas de vida; su memoria y su imaginación. A mayor velocidad, menor conciencia presente y mayor hiperconsumo. En un mundo frágil y sin certezas, el individualismo egoísta lo ha invadido todo provocando relaciones cotidianas medibles solo en términos de costo-beneficio y bajo el yugo de la compulsiva necesidad de reconocimiento público a través de las redes sociales. La vida hipermoderna es un espejismo que se sobrevive con candidez. "Los personajes de “Candidez” viven sus propios espejismos sobre la visión del planeta y la especie humana, la realidad de cada uno de sus países y acerca de sus esferas personales y amorosas. Esta novela intenta propiciar la reflexión sobre cómo, aún en un mundo hipermoderno e hipertecnologizado, la vida es sueño y la percepción de la realidad sigue siendo un gran carrusel de espejismos y cómo pretendemos sostener, en medio de estas luces y sombras y dentro de nuestra personal burbuja de candidez, las expectativas individuales para dar sentido a nuestras vidas"
Ésta es una dura crítica, un alegato en ocasiones feroz contra cierta clase de personas que, después de lucrarse en todos los órdenes durante los casi cuarenta años de régimen franquista, se presentan como fervorosos adictos (de toda la vida) al régimen socialista y tratan de borrar su pasado. La obra es, al propio tiempo, como un repaso, tan esquemático como fidedigno, a la historia española que comienza el 18 de julio de 1936 y termina en los momentos trascendentales que estamos viviendo. En el relato, las figuras de ficción conviven con otras autenticas y la anécdota inventada discurre en escenarios y contornos nacionales absolutamente ciertos. Ello presta singular interés al libro, escrito por Vizcaíno Casas con su conocido y tan celebrado estilo satírico, realista y, al mismo tiempo, abundante en notas de inmensa fortuna.
«Los rojos ganaron la guerra» supone la vuelta de Vizcaíno Casas al género que le dio prestigio y, sobre todo, popularidad entre sus lectores, que él define como de historia-ficción y en el que se integran varios de sus títulos de mayor éxito: «… y al tercer año, resucitó, Las autonosuyas, … y habitó entre nosotros». Esta vez, la ficción llega nada menos que a invertir el resultado final de la guerra civil (de cuya conclusión se cumplen ahora, justamente, los cincuenta años), de forma que el ejército popular o republicano o, más exactamente, rojo vence en la batalla del Ebro y tras otras afortunadas operaciones bélicas desfila victoriosamente por el paseo de la Castellana, que ya se llama avenida de Rusia. A partir de este momento, abril de 1939, y a lo largo de nueve apasionantes ficciones (que así se titulan los capítulos del libro), el cultivo mordaz, satírico, ingenioso de la ucronía permite a Vizcaíno Casas imaginar un conjunto de apasionantes sucesos en la España que se ha convertido en una Unión de Repúblicas Socialistas del Estado Español (URSEE) presidida por Dolores Ibárruri y al frente de cuyo gobierno aparecen, primero, el doctor Negrín y, más tarde, Santiago Carrillo. Por supuesto que muchos de tales hechos pudieron ocurrir en la realidad de haber sucedido lo que nunca pasó, pero también son numerosos los que tienen inmediata y clara trasposición al momento político que actualmente estamos viviendo. «Los rojos ganaron la guerra», libro de apasionante lectura, ha exigido de su autor un cuidado estudio de los principales personajes de nuestra historia contemporánea, muchos de los cuales hablan con su propia voz, y suyas son bastantes de las frases que se recogen en el texto, aunque, por supuesto, las pronunciasen en distinta ocasión. Además de una ironía constante, que provoca de continuo la sonrisa del lector, hay en «Los rojos ganaron la guerra» sugestivos temas de meditación acerca de cómo pudo cambiar el futuro de España (nuestro presente), y aun el de Europa, de haber sido otro el signo final de la guerra civil. Posiblemente desde… «y al tercer año, resucitó» no había vuelto con tanta fidelidad y brillantez Vizcaíno Casas a su género predilecto como con «Los rojos ganaron la guerra», que sin duda ha de convertirse en uno de sus más celebrados best-sellers.
Isabel, camisa vieja supone una auténtica novedad, dentro de la extensa obra literaria de Fernando Vizcaíno Casas. El autor más leído de España aborda por vez primera el género biográfico; y lo hace conjugando el rigor histórico con la amenidad narrativa que fue siempre su más celebrada característica como escritor.
Ciertamente, la apasionante vida de Isabel la Católica ofrecía un anecdotario amplio y sugestivo, que Vizcaíno Casas recorre con su habitual sentido periodístico, sin perder la ocasión de destilar en ocasiones su celebrado humor.
Ese agudo tratamiento del personaje convierte la biografía casi en novela llena de amenidad, sin merma por ello de la precisa documentación. Los más conocidos personajes del intenso periplo de la reina de Castilla se ofrecen desde perspectivas actuales y en frecuente contraste con nuestro tiempo.
Desfilan así por estas páginas acontecimientos cargados de emoción, lances caballerescos, escenas dramáticas, intrigas cortesanas, hechos ciertos que más parecen imaginados para una novela de aventuras, todos ciertamente sucedidos durante el reinado de aquella singular soberana. A su alrededor, personajes ya legendarios reviven sus hazañas inolvidables: Colón, El Gran Capitán, el cardenal Cisneros, Boabdil. Y los hijos de los Reyes Católicos: Juan, el príncipe que murió de amor , la desdichada Juana la Loca ; Catalina, esposa del siniestro Enrique VIII de Inglaterra… Se matizan curiosas coincidencias históricas, nunca hasta ahora destacadas; por ejemplo, que ya a finales del siglo XV fuera embajador pontificio —nuncio— en Lisboa Nicolás Franco o que el decisivo pacto de los Toros de Guisando comenzara a consensuarse precisamente en Cebreros.
El autor nos argumenta por partes (economía, social, justicia, política, infraestructura) las que a su juicio han sido las grandes mentiras que se han contado sobre el franquismo y las que se estaban produciendo en la transición democrática, como la corrupción, el abuso de poder o el deterioro económico de la sociedad española. Utilizando un estilo de fina ironía, Fernando Vizcaíno Casas comenta diferentes artículos de periódico o documentos de aquella época (como recibos bancarios, letras impagadas y similares) para el general pitorreo del lector, aunque a veces sus comentarios resultan demasiado hirientes. Es un libro escrito por una persona muy partidaria 'y fiel al recuerdo del Caudillo y su obra' (a su decir en el texto) que puede ser leído para comprender el estado de ánimo de algunos españoles que opinaban lo mismo que él en esos años de la transición.
«Novela de historia-ficción» llama su autor a este libro. Cuya definición es, realmente, difícil. Porque en él hay, en efecto, una ficción inicial, un absurdo naturalmente imposible —la resurrección de Francisco Franco—, sobre el que Vizcaíno Casas monta después toda su trama. Y esa trama es, en cambio, de un pretendido realismo crítico y hasta, en ocasiones, de un cierto surrealismo. La despiadada contemplación del momento político del país a través del prisma personalísimo del autor abunda en rasgos sarcásticos y hasta en interpretaciones-límite. Con todo ello, … Y al tercer año, resucitó se convierte en un libro de apasionada lectura que despertará las más contrarias opiniones. La aparición constante de personajes reales inmersos en la ficción de la historia, tratados con una ironía a veces mordaz, presta singular atractivo a la narración, hecha en el clásico estilo directo, fácil y lleno de intención satírica que caracteriza la pluma de Vizcaíno Casas. Evidentemente, … Y al tercer año, resucitó empalma de manera directa con un anterior título del autor, De «camisa vieja» a chaqueta nueva, uno de los mayores éxitos editoriales de esta misma colección. Uno y otro libro vienen a complementarse, aunque en éste sea todavía mayor el desgarro humorístico, la intención crítica y la constante incidencia en la actualidad española.
...y los 40 ladrones enlaza directamente, por su estilo e intenciones, con la obra más celebrada de Vizcaíno Casas: ...y al tercer año, resucitó. Es, como aquélla, una novela de historia-ficción, género donde tan a gusto se mueve el popular auto
Un buque que inicia el primer gesto militar independentista, casi en paralelo con el prócer precursor Francisco de Miranda. Una nave histórica, pero espectral, cuyos influjos resuenan en la Venezuela actual a través de un apasionado cronista. Ecos populistas y orígenes históricos envueltos en un torbellino intemporal pleno de voces perdidas.
Esta novela pertenece al amplio género de la ficción histórica, y al mismo tiempo lo excede. No hay rasgos del relato que no hayan sido sugeridos por la documentación histórica, pero tampoco que hayan soslayado el carácter fantástico. Todas las tramas que se cruzan en el relato derivan de inferencias de la crónica colonial y de la gesta independentista del Caribe, en los tumultuosos tiempos de Bolívar, pero son siluetas que siempre estuvieron en sombra.
La participación de actores sociales tan decisivos como ¨fantasmales¨, ha sido sugerida por acuciosos ensayos de historiadores mayores como Luis Castro Leiva o German Carrera Damas. También el autor de esta novela tiene un estudio antropológico e histórico sobre la influencia de la Inquisición Española en las ideas libertarias de América, cuyos fundamentos no desconoce este relato. La feliz mezcla de rigor en la crónica e imaginación fantástica, sostiene el ajustado suspenso. La aventura alienta la reflexión sobre este controversial costado de Sudamérica, tan cargado de resonancias míticas, caudillos y leyendas.
Por debajo del agua. La infancia de Isabel cuenta la historia de Pablo Aguirre, general de la revolución mexicana y sus dos amores: un joven aristócrata, Hugo y una soldadera que se ha convertido en la amante suya. Ahora que Álvaro Obregón ha ganado la guerra y Pablo Aguirre está cada vez más cerca de la silla presidencial, el general se encuentra en la disyuntiva ética: ¿Qué es preferible amar o ser temido y poderoso?
En las aventuras de La Última Noche perfecta, Fernando Zamora nos ofrece un fantástico mosaico de erotismo y muerte, de psicosis, deseo y batallas tan épicas como las que dieron origen a la Civilización Occidental. Lo único que une a los asesinos en esta serie es el amor al arte, real o falsificado y, como el teniente Marcos Canchola, están tratando de descubrir, en lo falso, lo verdadero.
La llegada de un nuevo profesor de Literatura a un colegio religioso madrileño cambia la vida de tres de sus alumnos. En especial, la del joven Juan, quien empieza a ver su existencia con otros ojos. Sus métodos liberales en plena posguerra no son bien vistos por uno de los curas del lugar, quien le toma un odio ciego.
Esta confrontación no buscada por Don Dionisio, que así se llama el maestro, le acabará deparando terribles e injustos sufrimientos. Lo que no puede imaginar el hombre es que sus queridos alumnos le apoyarán hasta el final en esta dura y tierna historia perfecta para lectores sensibles y amantes de la Literatura.
¿Cómo diablos pasó esto? ¿De qué se me acusa? ¿Qué ocurrirá con mi familia? César Romano no encontró respuesta a sus cuestionamientos, Miércoles al mediodía: sale de su casa; repentinamente, se le cierra un vehículo del que descienden dos personas. A jalones, lo bajan de su auto. Policía judicial... orden de aprehensión. Ahí comienza su pesadilla. Inmerso en la corrupción de jueces, miniterios públicos y policías judiciales, se ve obligado a sobrevivir en el infierno de la cárcel, y a enfrentarse a abogados penalistas que extorsionan por igual a sus clientes que a sus oponentes, cuyos excesos, desfiguros y cuestionables métodos son tan válidos y normales como el pan nuestro de cada día. En la prisión, todos dicen lo mismo: no cometí crimen alguno.
¿Dónde te encuentras hoy?, ¿estás en el lugar que hace cinco años te imaginabas? El coaching es una herramienta que nos ayuda a clarificar lo que queremos hacer en la vida, a cumplir con nuestras metas y objetivos de la manera más asertiva posible. Fernando Zurita y Mario Vázquez ambos certificados por la Fundación Mexicana para la Innovación Gubernamental y Empresarial (Fundinnova) desarrollaron este enfoque de coaching que se basa tanto en el ámbito empresarial como personal, en donde es importante tener una visualización de lo que deseamos que llegue a nosotros así como una alta autoestima, conocimientos del manejo del tiempo, de la resiliencia y, lo más importante, cómo romper nuestros malos hábitos que, a fin de cuentas, terminarán por sabotear los propósitos. Aquí se dan los instrumentos necesarios para alcanzar el éxito en distintas áreas: el trabajo, la familia, nuestros proyectos de vida y relaciones sociales. El coach no juzga a su cliente, lo acompaña en la búsqueda de su camino. Se trata de un proceso de aprendizaje y crecimiento que lo apoya a tomar consciencia y asumir responsabilidad en la creación de su futuro. Distintas personas han recurrido al coaching para mejorar sus vidas como Bill Clinton, Oprah Winfrey, la Princesa Diana, la Madre Teresa de Calcuta, Nelson Mandela, Anthony Hopkins, Hugh Jackman y Leonardo DiCaprio, entre otros.
Esta obra del canónigo francés F. Vidal es un conjunto de textos del Santo Obispo de Ginebra, ordenados sistemáticamente, acerca de los fundamentos de la vida espiritual sencilla, alegre, llena de paz, tal como él la enseñaba; y que él consideraba aplicable a la compañía de los soldados, a la tienda de los artesanos, a la corte de los príncipes y a la familia de los casados. Se preguntará, tal vez, si esta doctrina de más de tres siglos, tiene valor hoy; y no vacilamos en responder que lo conserva íntegro, pues no es más que la sencilla aplicación de los principios eternos del Evangelio. San Francisco de Sales insiste siempre en la santidad dentro de la vida social, familiar, civil o religiosa, poniendo por base de su espiritualidad la caridad y la dulzura con los demás.
La cocina de la salud presenta, de la mano del mejor cocinero del mundo y del cardiólogo de mayor reconocimiento internacional, todas las claves, ideas, consejos y sugerencias para una alimentación saludable a través de una profunda reflexión sobre la relación que tenemos con la comida. El libro muestra en sus distintos capítulos un recorrido a lo largo de un día en la vida de una familia corriente, y trata en apartados sucesivos cómo deberían ser el desayuno, la compra, la conservación de los alimentos, la cocción, la comida, etc. En él se explica cómo diferentes personas de una misma familia tienen necesidades dietéticas diferentes, y que una dieta saludable no tiene por qué estar reñida con el disfrute de los alimentos. La conclusión final es que no hay alimentos malos, sino que la variedad y la moderación es el secreto.
¡Está escrito en castellano! Seguramente habrás curioseado en las librerías y te habrás enfrentado al fastidioso inconveniente de que todos los libros para aprender catalán están escritos ¡en catalán! Además, se mete de lleno en el cuerpo del idioma e incluye pinceladas de cultura y frases populares que reflejan las costumbres y la historia de los Países Catalanes. Por si fuera poco, pone al día la gramática y explica el catalán actual en términos tan sencillos que hace que su aprendizaje sea más rápido y más ameno.• 9 millones de personas ya hablan catalán ― con Catalán para Dummies tú también puedes hacerlo.• Más que una lengua ― Catalán para Dummies te conectará con la cultura y la geografía catalana.• A tu aire ― Catalán para Dummies te permite aprender a tu ritmo sin someterte a la rutina de las clases.• ¡Es la vida! ― podrás saludar, hacer preguntas, dar indicaciones e, incluso, resolver emergencias en catalán.• Aprenderás los fundamentos de la pronunciación y de la gramática catalana ― y toda la información para construir frases y comenzar a hablar.
Si te desenvuelves con comodidad hablando en catalán, pero te sientes inseguro cuando tienes que escribirlo, este libro será tu mano derecha. En él se explica de forma muy sencilla y pedagógica las principales normas de escritura de este idioma. No, no pretendemos que te conviertas en un experto, solo queremos ayudarte para que puedas escribirlo correctamente, eligiendo las palabras y estructuras adecuadas y evitando los errores y barbarismos. • Ejercicios test de autoevaluación — al fi nal de cada capítulo encontrarás un ejercicio para que compruebes si has entendido bien la lección; las soluciones están en la ficha del libro en la página web www.paradummies.es • El todo y la parte — tanto si tienes una gran curiosidad y quieres leerlo entero, como si solo buscas respuesta a una duda puntual, puedes usar este libro como desees • Con ejemplos, todo es más claro — expresiones habituales (bueno, y algunas más cultas también) y comparaciones con el español y otros idiomas próximos, para que te sea mucho más sencillo recordarlo • Si necesitas una base más amplia — si precisas unos conocimientos previos de catalán, consigue un ejemplar de Catalán para Dummies, que se acompaña de unas pistas de audio a modo de ejemplos
En un momento como el actual, en el que se pide, se exige incluso, una renovación de la política, que es principalmente una renovación moral, es interesante, y quizás incluso urgente, volver a los textos del principal culpable de que ética y política se piensen por separado. Se ha dicho, y con mucha razón, que El Príncipe fue escrito por los dedos del diablo, y cabe suponer que Maquiavelo se sonreiría al ver como nos rasgamos las vestiduras ante lo que a sus ojos no pasarían de inocentes gamberradas de adolescentes. Entonces, ¿tiene todavía este clásico algo que enseñarnos sobre nuestros políticos? ¿Puede el diablo ayudarnos a entender y mejorar nuestra política? Conservando el espíritu, el estilo y la estructura del texto original, este libro usa ejemplos modernos para situar nuestra realidad bajo la luz de verdades antiguas y de eterna actualidad.
Siglo XXI, en un futuro que se halla a la vuelta de la esquina. Un mundo en todo igual al nuestro se ve alertado por una misteriosa piedra llegada del espacio. Tiene la forma de una pelota de golf con relieves y parece encerrar el germen de un agujero negro que, una vez activado, puede engullir todo el planeta y el sistema solar. Un castigo severo, aunque tal vez justo para una Tierra que se nos presenta como el fracaso organizativo que evidentemente ha llegado a ser en las postrimerías del siglo XX.Dos gemelos aparentemente muy distintos: un respetable científico y un “colgado” de vida poco convencional y un tanto al margen del sistema. Un curioso congreso científico que se convierte en una llamada a la subversión y en el detonante de una aventura ante la que no se detienen los servicios secretos, la policía ni el establishment científico y político. Tampoco faltan los presuntos terrorista de orientación ecológico-anarquista, la gente corriente bienintencionada, las nuevas religiones y un sinfín de elementos inevitables en una paródica y perspicaz revisión de lo que hemos llegado a hacer con nuestro mundo, con nuestra vida, con nuestro futuro.En definitiva, ¿existe de verdad ese agujero negro, o se trata sólo de una argucia más de los subversivos de siempre…?
Crónica de unos hechos que no pueden caer en el olvido.
El terror de ETA alcanzó también a Catalunya. Esta obra trata de recordar lo que representó este terrorismo. Sus orígenes, sus apoyos, sus acciones, sus víctimas... Y con este fin se analizan los 74 atentados cometidos por ETA en tierras catalanas. Su balance arroja un trágico resultado: 54 muertos y 224 heridos, de los que 207 eran civiles. Especial atención merecen las dos acciones terroristas más sanguinarias: la realizada contra los almacenes Hipercor en Barcelona, en junio de 1987, que causó 21 muertos y 45 heridos, y la llevada a cabo contra la casa cuartel de la Guardia Civil de Vic, en mayo de 1991, que costó la vida a 9 personas, cinco de ellas menores y lesionó a otras 45. El autor vivió muy directamente lo ocurrido en ambos casos por lo que su análisis resulta de especial interés.
Una guía práctica para vencerla paso a paso. Soy Ferran Cases, conferenciante, escritor y divulgador experto en ansiedad. La primera persona que contactó conmigo desde que me dedico a esto me dijo que no se creía que aplicando lo que le estaba contando pudiese salir de la ansiedad. Desde ese día hemos ayudado junto a mi equipo de psicólogos a miles de personas en los últimos once años. Habrás visto muchos libros en los últimos meses que hablan sobre ansiedad. Este no es uno más, déjame decirte por qué. Porque está escrito desde la experiencia personal y no hay nadie mejor que alguien que lo ha sufrido para empatizar contigo. Porque son capítulos cortos y aplicables, llenos de información de valor. Porque probablemente lo has leído todo sobre la ansiedad, pero nadie te ha contado qué es lo que realmente tienes que hacer. Porque aquí no nos casamos con nadie: te hablo de neurociencia y también de yoga y meditación. Si funciona, lo utilizaremos. Porque te resumo en 4 simples puntos cada uno de los capítulos. Sé por lo que estás pasando y sé lo que necesitas. Y muchas más cosas que ahora vas a empezar a descubrir… Quiero que sepas que se publicó una primera versión de este libro hace tres años y ya lo han leído más de 13.500 personas. Esta nueva edición, revisada y ampliada, incluye ejercicios y cinco escalones adicionales que, basados en la filosofía estoica, nos ayudarán a conquistar el arte de la verdadera felicidad.
Angustia, nervios, preocupación, pánico... todos nos hemos visto afectados por la ansiedad alguna vez. No en vano es una de las afecciones mentales más comunes en Occidente, que puede presentarse como una simple molestia pero que en ocasiones se convierte en una enorme nube negra que nos impide vivir como queremos. Ferran Cases, experto en ansiedad, nos invita a explorar los patrones que nos llevan a sentir ansiedad y nos enseña cómo cambiarlos. Todo ello en pequeños y asequibles pasos, que el autor representa en forma de una escalera de etapas a superar. Peldaño a peldaño, aprenderemos a respirar, a calmar nuestra voz interior y controlar los pensamientos catastróficos, a empaparnos de la importancia del ejercicio físico o del mindfulness, a cultivar hábitos que nos permitan seguir avanzando... El camino para salir de la ansiedad pasa por conocernos a nosotros mismos y reconducir nuestra manera de interpretar el mundo, y solo hay que tener el valor de dar el primer paso.
Un camino para vivir con serenidad y reconectar con tu propósito vital. Una historia inspiradora que te llevará a descubrir el mejor lugar del mundo: tú mismo. Por el autor de El cerebro de la gente feliz. Hay momentos en la vida en los que solo deseamos darnos por vencidos. Nos sentimos sin energías, insatisfechos con nuestra realidad, desmotivados con el entorno. Nos ahogamos en un vaso de agua. No vemos la solución a nuestro malestar aunque la tengamos delante. En la cumbre de la felicidad quiere ayudarte a romper esas barreras. Ferran Cases, autor de El cerebro de la gente feliz, ha escrito una fábula inspiradora, sencilla y exquisita que te da las claves para que comprendas qué te sucede y consigas vivir en serenidad, conectar con tu propósito vital y alcanzar la felicidad. Siguiendo la experiencia del protagonista y los conocimientos que le proporcionan sus acompañantes, descubrirás cómo funciona laansiedad, métodos de respiración y meditación, técnicas de relajación física y otros muchos recursos imprescindibles para disfrutar de una vida serena.
¿Te imaginas cómo sería tu vida sin ansiedad? Este libro es una poderosa herramienta para que la dejes atrás. Si estás atrapado por ella y te aventuras a navegar entre estas páginas, descubrirás por qué te sientes así y cómo, usando técnicas sencillas, tanto físicas como mentales, lograrás superarla. A través de anécdotas muy personales, Ferran Cases cuenta su experiencia con la ansiedad y cómo consiguió vencerla después de más de quince años de sufrimiento. Sara Téller, física y doctora en neurociencia, explica qué pasaba en la cabeza de Ferran cada vez que tenía una crisis y te invita a conocer los secretos del cerebro para que logres olvidarte de la ansiedad para siempre. Este práctico manual te muestra las cosas tal como son, o como la ciencia dice hasta el momento que son, y te invita a ir más allá, ya que entender cómo funciona el cerebro te daun superpoder: comprender cómo funcionas tú, y este es el primer gran paso para vencer la ansiedad. Quizás algo tan sencillo como leer este libro, y aplicar lo que te propone, te permita superar eso que te está minando desde dentro, eso que no te deja disfrutar.
Unos asesinos con una inteligencia superior a la media idean un macabro juego de rol que los convertirá en los mayores asesinos en serie de la historia de España.
Julen Baigorri y Pau Caró son dos jóvenes de familia acomodada que tienen una inteligencia excepcional, seducidos por la filosofía griega y por las teorías del cristianismo gnóstico idean un juego de rol que presentan a un concurso. No les conceden ningún premio a pesar de la complejidad del juego y por eso deciden vengarse: su venganza será llevarlo a la realidad. Este es el seductor motor de arranque de Demiurgo, el despertar de los necios , un juego entre estos dos asesinos y una serie de investigadores, algunos profesionales y otros no, que llevará al lector a una carrera por evitar una masacre.
Son varias las virtudes de Ferrán Cubells y Francisco Elipe como narradores: una de ellas es la capacidad de llevar la trama con las motivaciones de los asesinos ocultas hasta el desvelamiento final, otra es el dinamismo que consiguen en la obra mediante los ágiles diálogos y las descripciones escuetas y precisas y, por último, la capacidad de construir una obra con diversos narradores y de acomodar la voz y el tono a cada uno de ellos sin que la obra pierda su linealidad y sin que se convierta en un híbrido indigerible. Una novela negra con todas las virtudes del género.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la extrema derecha alemana ha tratado de recuperar protagonismo. Este libro nos aproxima a la evolución de la República Federal de Alemania desde 1945 y a los reiterados esfuerzos de los sectores nacionalistas antidemocráticos para alcanzar espacios de visibilidad. Desde las primeras agrupaciones de nostálgicos neonazis hasta la reciente capacidad para agrupar la protesta social de finales del siglo XX, este libro recorre las distintas formas en que la extrema derecha ha tratado de imponer su presencia en el paisaje político alemán.
Este libro analiza la trayectoria del nacionalsocialismo alemán desde la fundación del partido hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Utilizando una amplia bibliografía que recoge las investigaciones más recientes sobre el nazismo, se describe el surgimiento y consolidación del NSDAP en los años de la República de Weimar, explicando cómo fue posible la destrucción de la democracia más progresista de la época.
El análisis del Tercer Reich se realiza penetrando en los mecanismos de absorción, represión y exclusión racial que caracterizaron la utopía nacionalsocialista. De Múnich a Auschwitz es un intento de comprender la lógica del proyecto de modernización social que proponía el régimen nazi o, para decirlo con palabras del autor, un esfuerzo por entender la «racionalidad de la barbarie».
Ferran Gallego no se limita en esta obra a relatar la evolución de la extrema derecha en Francia e Italia: este libro es, sobre todo, una minuciosa crónica política de dos naciones decisivas en la construcción de la nueva Europa tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial. Si las condiciones de los años de entreguerras habían permitido formar una coalición de fuerzas en las que el fascismo resultó dominante, desde 1945 este se enfrentó a una atmósfera cultural hostil que lo deslegitimó, y a unas condiciones de bienestar económico que evitaron la radicalización de los sectores sociales medios en los que el fascismo había basado su popularidad.
Reducido a un proceso de afirmación y resistencia, solo las grandes facturas iniciadas en los años ochenta le permitirían salir de sus espacios de reclusión y alcanzar, a través de los proyectos nacional-populistas, una fuerza capaz de contaminar la cultura política continental y restaurar los valores más profundos del fascismo clásico.
Obra ganadora del Premio Así Fue 2004
En El evangelio fascista, de Ferran Gallego, autor de obras como El mito de la transición o Barcelona, Mayo de 1937, el autor responde a la pregunta de si fue el franquismo un régimen fascista o solo una dictadura nacional católica y qué implica una u otra definición. Un gran libro de historia escrito por un gran especialista en el régimen de Franco. Un texto polémico, ácido y con unas conclusiones demoledoras. La documentación manejada es extraordinaria y el rigor, impresionante. Ferran Gallego Margalef es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), en la que imparte clases. Nacido en Barcelona en 1953, su especialidad es el estudio de la extrema derecha europea y americana, el fascismo y el nazismo. El evangelio fascista está clasificado en la materia Historia de la política. Nos encontramos ante un libro definitivo. Una profunda investigación del profesor Ferran Gallego, quizás uno de los historiadores más importantes del panorama actual, que ha buceado hasta el detalle en el tema de la fascismo español. Sus conclusiones son polémicas: el régimen de Franco fue fascismo. Se trata, sin duda, de una obra maestra de la historiografía. Este libro marca un antes y un después en la caracterización del régimen del 18 de Julio.
Los protagonistas detrás del ascenso y consolidación de Adolf Hitler. El autor de De Múnich a Auschwitz traza un riguroso inventario y un impecable perfil de todos los hombres que secundaron a Hitler: Joseph Goebbels, jefe de propaganda del régimen nazi; Hermann Goering, jefe de la GESTAPO; Albert Speer, arquitecto visionario, o Heinrich Himmler, verdugo racial, entre muchos otros. Relatos de quienes, con su acción o pensamiento, propiciaron e hicieron realidad una pesadilla histórica.
Un pueblo marcado por la violencia de la guerra es el trasfondo de esta novela que narra la historia de tres generaciones de una familia y su desesperado anhelo de sobrevivir a las atrocidades que los rodean.
A través de la voz de Boi, un niño inocente que convive con bandidos y asesinos, Ferran Garcia sumerge al lector en una realidad sucia y lúgubre, hecha de sangre y miedo, donde cualquier gesto de humanidad se antoja una simple vela en la negrura de la barbarie. Con el bosque como escenario principal y en plena fuga, Boi desvela un secreto familiar que habrá de marcar el destino de todos, y que añade un nuevo horror a la danza macabra que siembra de muertos campos y aldeas.
En una trama y una imaginería propias de un western y con un tono profundamente poético, Ferran Garcia ofrece un elenco de personajes dificil de olvidar. Maleza es su primera novela traducida al castellano.
Paul Murray, un antropólogo especializado en evolución y primates, lleva quince años luchando por la protección de los chimpancés desde una pequeña reserva africana a la que llegó huyendo de un pasado violento.
Día a día, sin embargo, sus notas de campo sobre un chimpancé recientemente destronado como macho alfa reflejan, como un espejo brutal, su momento vital, en el que —o ve lo no quiere ver— las nuevas circunstancias ni las dinámicas anómalas dentro de su organización que lo ahogan poco a poco.
Un hecho inesperado lo obliga a tomar decisiones drásticas para evitar la destrucción de todo lo que ha luchado por proteger: el bosque, los chimpancés y el futuro de los habitantes del pequeño paraíso donde la irracionalidad subyacente en el ser humano se convierte en la nueva normalidad.
En La parte salvaje, Ferran Guallar introduce una visión particular de la vida, escéptica pero romántica, y conecta con preocupaciones actuales y universales: poder, ecologismo, género y la batalla por los recursos africanos.
«Percibía el paso del tiempo como latidos que provenían de todas partes, como si el universo tuviera pulso y yo bailara a su ritmo.»
En un mundo de secretos y misterios donde la única forma de conocer el pasado es a través de las historias de tabernas, cuentan que todos los que habitan Raleen provienen de un único ser llamado Aemander. Arrastrado por las preguntas y los estragos de una adolescencia de soledad, Laklar se adentra en una aventura inesperada que lo lleva frente a Vain, un hombre nacido en la oscuridad que, en la búsqueda de su Dios, cambiará el destino de toda una civilización.
Un instante en el tiempo es una novela repleta de misterios.
Ferran Leal nos muestra un mundo singular constituido por la erudición, el orden y el engaño, donde Laklar, un joven con unas capacidades fuera de lo común, intenta desenmarañar los misterios que rodean a su propia civilización.
Los pasajes oscuros de la novela revelan una trama intensa.
Un instante en el tiempo nos muestra también el lado más oscuro de una sociedad teóricamente justa y afable, donde el caos y la destrucción subyacen de forma irremediable en el ser humano.
Los últimos treinta años han ratificado la definitiva urbanización del planeta. En las ciudades se expresan los nuevos problemas del mundo y en ellas se buscan las mejores fórmulas para resolverlos. A lo largo del período algunas ciudades han vivido metamorfosis excepcionales, y Barcelona ha sido una de ellas. En clave de memoria vivida se vindica la experiencia de transformación de casi un cuarto de siglo que ha experimentado la ciudad, se pone de relieve la amplitud e intensidad del proceso y se reclama una lectura cultural y proyectual de la ciudad y de su futuro. El caso Barcelona explica que una ciudad es, antes que cualquier otra cosa, un producto cultural, una expresión de la cultura humana, y puede alcanzar una notable calidad de transformación si además se la aprende a tratar como un proyecto de cultura. Frente al pesimismo que invade a muchos sobre el futuro de la ciudad el autor propone fortalecer la memoria, reforzar la cultura democrática y construir el futuro desplegando las dimensiones reales de la cultura.
Después de ofrecer una conferencia que le había costado semanas de preparación, Ferran sintió la decepción del fracaso. Su mensaje no había llegado al auditorio, y no podía entender por qué. Acompañando a Ferran en su recorrido por los faros de Menorca descubriremos cuáles son las claves para que nuestros mensajes lleguen, con claridad y efectividad, a aquellos a quienes nos dirigimos. Esta pequeña fábula será de utilidad a todos aquellos que en algún momento de nuestra vida tenemos que hacer llegar claro nuestro mensaje a los demás, tanto a nivel personal como profesional, con nuestros hijos, nuestros clientes, nuestros compañeros de trabajo o nuestros alumnos.
Las relaciones que funcionan son aquellas que mantienen en la balanza emocional un saldo positivo entre ingresos (muestras de reconocimiento, agradecimientos, manifestaciones de cariño...) y reintegros (críticas, confl ictos, enfados, incumplimiento de compromisos...).
La química de las relaciones explora qué comportamientos en nuestras relaciones personales ayudan a cargar el platillo de lo bueno y qué comportamientos se acumulan en el platillo de lo malo.También analiza cómo estas actitudes no siempre son recibidas de la misma manera por parte de distintas personas con diferentes sensibilidades y personalidades.
El objetivo es ayudar a la gente a que, a través de su comunicación, pueda entablar mejores relaciones con los demás y evitar así que las «cuentas corrientes emocionales» estén en números rojos con nuestra familia, nuestros amigos y nuestro entorno laboral.
Durante cientos de años el progreso y el crecimiento, desde este punto de vista, han sido lentos y han estado llenos de obstáculos. Sin duda, uno de los principales ha sido el sometimiento a nuestros sentimientos y emociones. El odio, la envidia y, principalmente, el miedo, entre otros, han sido los guías de nuestro comportamiento, mucho más que la racionalidad. El inmovilismo, la esclavitud emocional y la ignorancia de las propias posibilidades nos convierte en seres más fáciles de someter y dominar. Pero ¿cómo liberarnos de las prisiones y las tiranías en que a veces se convierten nuestros sentimientos y emociones? Actualmente disponemos del conocimiento necesario para mejorar nuestra libertad emocional. El objetivo de este libro es, precisamente, poner sobre la mesa una porción de este conocimiento y, con ello, servir de motivación y guía para mejorar nuestra salud psicológica. En otras palabras, disponer de las estrategias necesarias para un control más adecuado del estrés y disfrutar de un mejor índice de felicidad y bienestar.
Una obra que presenta biografías nacidas de la resistencia francesa y de la antifranquista. El lector se apasionará con las luchas silenciosas, protagonizadas por centenares de personas que arriesgaron su vida, en permanente clandestinidad, por la libertad.
Maquis y Pirineos. La gran invasión (1944-1945) profundiza en lugares, sucesos, muertos y combates producidos durante las penetraciones guerrilleras de 1944-1945 por Navarra, Huesca, Lleida y Girona, mediante relatos cargados de aventuras e ilusiones, de miserias y tragedias, documentos inéditos y personajes rescatados del anonimato oral y escrito, protagonistas directos de la epopeya guerrillera promovida por UNE que desafió al último régimen fascista de Europa.
En la Valencia de los años sesenta, en plena dictadura franquista, tres jóvenes comunistas ─Josep, Felo y Teresa─ manifiestan su desacuerdo con la línea oficial del Partido con consecuencias imprevisibles. Al mismo tiempo, la investigación de la muerte de una rica heredera provoca un choque frontal entre Sebastián Piñol, un honesto comisario de policía, y Vicente Rodrigo, el expeditivo jefe de la Brigada Político-Social. También se verán implicados en la trama personajes tan dispares como el «Messié», un ladrón de guante blanco que añora mucho su estancia en Francia, o Carol, la vedete de un nightclub por donde desfilan individuos de todo tipo que tampoco saldrán indemnes de los acontecimientos. Las idas y venidas de los Baixauli, una familia destrozada por la Guerra Civil, enlazarán este relato casi de época con hombres y mujeres que resisten como buenamente pueden a los tiempos que les ha tocado vivir.Bulevar de los Franceses ofrece el lúcido retrato de una sociedad que se...
Valencia, principio de los años 80. Unos periodistas, cuando intentan hacer un reportaje sobre un joven que ha aparecido asesinado, se encuentran con una empresa que parece ser una tapadera para el tráfico de drogas. Un detective es contratado para que busque a la hija menor de edad de un acaudalado anticuario. Ambos casos no parecen tener conexión aparente, pero confluirán en una trama de corrupción que parece controlar la ciudad.
Un negro con un saxo es un trepidante y divertido recorrido por los singulares pasillos de los ambientes marginales de la ciudad de Valencia. El protagonista de la novela, Héctor Barrera, exboxeador y ahora redactor de sucesos, decide emprender este trayecto y se tropieza con toda clase de pintorescos personajes: desde Remigio el Artillero, dueño de una empresa falocrática, pasando por la Dientes, auténtica enciclopedia del gremio de la prostitución, hasta llegar a Sandokán, la pincelada pérfida del ambiente marginal. El lector encontrará en este libro un actualísimo retrato urbano con la letra y el estilo de Ferran Torrent y la música de Sam, un negro que lo único que pretende es sacarle unas notas a un saxo oxidado y continuar siendo negro. Una personalísima novela urbana y negra en la que Torrent destaca por «la habilidad y la originalidad con que interpreta un esquema ya clásico, al lado de la gracia con que usa el cinismo y el desparpajo con que llena de bromas inteligentes escenas ya de por sí hilarantes». (Joan Orja, La Vanguardia).
Un viaje a Viena, un peculiar traficante de nuevas identidades, una apuesta tan desmesurada como improbable, una bellísima espía que responde tan sólo al nombre de Carla, un juego con las difusas fronteras entre realidad y ficción, un país en venta en medio del mar y una intriga internacional con el epicentro en Valencia… son algunos de los elementos que conforman la trama de la última y sorprendente novela de Ferran Torrent. Una novela de intriga que profundiza en la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras. La novela más gamberra de Ferran Torrent, con la especulación inmobiliaria y el tráfico de influencias en España de fondo.
Lluís Dalmau, un novelista en crisis creativa, es confinado en una isla porque sus ideas son contrarias al régimen dictatorial. La desolación inicial pronto cambiará, cuando entra en contacto con una gente dispuesta a preservar la pequeña parcela de libertad que se han construido. Dalmau se integrará en una historia donde una deuda del pasado está a punto de remover unos hechos oscuros que parecían enterrados. Un misterioso personaje, propietario de la mayor parte de la isla, mantenido en el anonimato y conocido como «el holandés», tiene la llave para salvar un territorio y unas vidas, pero nadie sabe quién es. Ferran Torrent ha construido una historia conmovedora, de humor e intriga, sobre lo que realmente es importante para las personas. Ante un mundo cada vez más deshumanizado y materialista, los personajes de esta novela reclaman el derecho a defender por todos los medios un estilo de vida hecho a su medida.
La irresistible atracción de una vida llevada al límite. Esta historia impactante arranca el día en que el protagonista, un joven rebelde pero desconcertado, conoce en una partida de cartas a un personaje que le marcará durante mucho tiempo. El Rubio, un jugador de cartas profesional, le va a permitir asomarse a un mundo que desconocía y en el que se funden la sensualidad, el riesgo, la libertad y el aliciente de transgredir las normas de una sociedad que le condenaba a un futuro gris. Con La vida en el abismo, Ferran Torrent no sólo evoca uno de los personajes que más ha querido, sino que efectúa una magnífica reflexión sobre el juego como mecanismo inherente a la condición humana y describe a la vez un poderoso viaje de iniciación, el suyo propio, con el pulso firme del escritor que ha vivido para contarlo.
Situada en los barrios periféricos de la Valencia de los años sesenta y setenta, transcurre la infancia y adolescencia de Ferran Torres, el protagonista de esta historia. El autor nos muestra una galería agridulce de personajes que ayudarán a vertebrar el mundo del protagonista. Valiéndose de un lenguaje extraordinariamente colorista y expresivo, el autor ha escrito una novela de imágenes y un fascinante retablo evocador de una ciudad y una época: una novela de costumbres, que es también una colectiva iniciación a la vida.
Ferran y Josep, aquellos jóvenes personajes que aparecían en Gracias por la propina, tienen ahora un bar, el Hollywood, que es frecuentado por un periodista, un coronel borracho del ejército, un teniente, una prostituta, un profesor de estética retirado, un hombre con problemas neurológicos… La vida tranquila de Ferran y Josep —Pepín— se ve de pronto sacudida por la aparición de un antiguo amigo anarquista, Quim, que pretende vengarse de la muerte de una amiga. Su amiga se suicidó en la comisaría del teniente del Río después de recibir innumerables torturas; ahora Quim quiere asesinar al teniente del Río. Sin embargo el golpe sale mal y del Río detiene a Eric el Francés, un amigo anarquista de Quim, que será sometido también a torturas y chantaje: si aceptan matar al coronel, seguirán con vida Quim y él, pero si se niegan, morirán los dos. En plena época franquista, cuando las torturas en las comisarías era algo frecuente y la figura de un teniente de la Guardia Civil hacía temblar las piernas al más inocente, ocurre esta historia de venganza, chantaje, represión, juego, amor y sexo. ¿Qué pretende conseguir el teniente con la muerte del coronel? ¿Aceptarán Quim y el Francés o será una trampa? ¿Qué papel juegan Josep y Ferran en todo esto?
Cuando el comisario jefe de la ciudad de Valencia sufre un sorprendente robo, sólo un hombre puede resolver el caso: Toni Butxana, un detective atípico que, desengañado y al margen de una ley en la que no cree, a menudo ayuda tanto sus clientes como los autores de los delitos que investiga. La novela llevará al impactante desenlace de una intriga que, entre la ciudad y sus afueras, retrata vidas, situaciones y tipos humanos con una maestría ya patente en el autor.
Valencia, año 1982. Messié y Llargo regentan varios negocios sospechosos, como una sala de juegos clandestina y combates de boxeo irregulares. Esta relativa calma se ve truncada cuando Messié convence a Llargo para rememorar los viejos tiempos y unirse a un antiguo socio y a dos jóvenes de extrema izquierda que planean robar el importante banco Intrans. Mientras, la policía pilla a Gordo García vigilando un chalet para una banda que quiere robar las valiosas obras de arte que hay dentro. Con su currículum como carterista, parece que Gordo no tiene ninguna salida, pero Llargo llegará a un pacto con el comisario Tordera: si dejan en paz a Gordo, los agentes pueden llevarse todo el mérito de la detención de los ladrones del chalet. Poder contarlo reúne unos diálogos endiabladamente rápidos, un gran retrato de la corrupción de nuestro país y un excelente fresco de los bajos fondos valencianos.
Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Júlia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás. Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.
Juan Lloris, un constructor que intentó convertirse en personaje social sin conseguirlo, no está dispuesto a rendirse. Para empezar, se va a cobrar los favores que le debe el secretario general de un partido minoritario decisivo para formar gobierno. Y va a contar con ayudas como la de un agente de la FIFA y su colaborador de pasado inconfesable, el «crack» destinado a salvar al club local, un peculiar responsable político de finanzas, un veterano periodista deportivo, un pirómano presidente de peñas futbolísticas… y una alegre cubana que, al lado de Lloris, presencia su formidable ascenso desde la marginación social hasta la presidencia de un club de primera división… y de ahí a cualquier otro puesto que tenga en su punto de mira.
Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos. Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, exterrorista del IRA y exagente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia. Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.
En invierno de 1968, tres jóvenes trabajadores con convicciones políticas hacen una pintada reivindicativa la noche antes del entierro del alcalde del pueblo, lo que traerá graves consecuencias. Cerca de allí, en una casita en medio de la lámina de agua de los arrozales valencianos, un joven falsificador de documentos y cuadros —que todavía no se ha ganado el apodo de Mítico Regino— recibe la visita inesperada de la policía política del régimen franquista. Tanto ellos como él actúan contra un sistema corrupto, pero desde puntos de partida aparentemente muy alejados. Sin embargo, los caminos de estos personajes y de muchos otros se cruzarán en esta novela con más de un giro inesperado.
El periodista Marc Sendra intenta reconstruir un puzle donde también confluyen el expolio nazi y la lucha antifranquista. A medida que caen las máscaras, el relato que emerge es tan original como una buena falsificación, tan auténtico como la verdad que se esconde detrás del orden establecido.
En Memorias de mí mismo, a través de la historia de los orígenes de Mítico Regino, un personaje irremediablemente condicionado por el contexto histórico, nos adentraremos en una trama internacional sobre la falsificación de arte clásico y contemporáneo que llega hasta 2019.
Mezen el Ariete es un Arcano del Tormento, un demonio inmortal que disfruta desollando a sus víctimas. Su oficio, torturador al servicio del Imperio, lo ha llevado a cometer crímenes aberrantes contra personas indefensas, y la única ayuda con la que cuenta para sobrellevar la culpa es el convencimiento profundo de que lo hace por un bien mayor. Pasa los días viajando de un frente a otro, rindiendo ciudades asediadas y sofocando rebeliones para el Emperador Thien Seedveen, un tirano megalómano del que ha jurado vengarse en cuanto no haya más tierras por conquistar. Sin embargo, el precario equilibrio de la danza que debe bailar para perseguir sus propios fines mientras finge lealtad al Imperio se ve alterado cuando conoce a Nara, una huérfana de guerra que no lo trata como al monstruo que él mismo cree ser.
La vida de Leara Viera, una mujer de sangre plebeya que ha conseguido el modesto rango de tutora de la Academia de Tiuma, cambia de rumbo el día en que recibe un inesperado encargo de manos del mismísimo Plenipotenciario de la ciudad. Gerrin, el primogénito de este, al que se dio por muerto hace cuatro años, ha sido rescatado del cautiverio al que una horda gohut lo mantenía sometido. La alegría del Plenipotenciario, sin embargo, se ve eclipsada por el hecho de que el joven Gerrin ha perdido el juicio: está convencido de ser un gohut y reniega de la cultura humana. La misión de Leara consistirá en reeducarlo a tiempo para el siguiente otoño, momento en que Gerrin deberá participar en la batida anual de caza de gohut y cobrarse unas cuantas de sus pequeñas y rojas cabezas para limpiar el buen nombre de su familia.
DOS HERMANAS, UN SECRETO, TODA UNA VIDA DE ANHELOS. UN VIAJE QUE DESCUBRE LA FORTALEZA Y FRAGILIDAD HUMANAS ANTE LAS GRANDES PASIONES «Fascinante. Habla de la necesidad de amor y de la búsqueda de la felicidad.» La Repubblica Giovanna y Sergio hoy tienen invitados. Como cada domingo, sus amigos vienen a comer y a disfrutar de una agradable sobremesa. Pero hoy será diferente. Cuando están a punto de servir los entrantes, el timbre de la puerta interrumpe su rutina dominical. En el umbral hay una dama que dice haber vivido en esa casa en el pasado. Desea visitarla una vez más, recorrer sus estancias, sentir sus espacios. Las jóvenes parejas quedarán prendadas de su historia: el relato de una vida que los trasladará a Turquía, a las sugerentes calles de Estambul y al secreto que guardan las paredes de su propia casa, uno capaz de agrietar incluso la existencia aparentemente tranquila y casi monótona de Giovanna, Sergio y sus amigos. Ferzan Ozpetek mezcla presente con pasado para reflexionar sobre los matices del amor, celebrando el encanto de Estambul y lo inesperado del destino. «Una profunda reflexión sobre el paso del tiempo y los cambios que ejerce en las personas y sus destinos.» Corriere della Sera «Una escritura fluida, intensa, llena de emociones.» DT News «Un thriller de sentimientos que te hará soñar.» Cosmopolitan «Un fenómeno que ha crecido con la fuerza del boca a oreja.» Il Mattino «Cuatro ediciones en una semana. Un claro éxito de ventas.» RAI News «Una obra maestra.» AssoCare News «No te la puedes perder.» Corriere della Sera «Ozpetek siempre acierta en el dibujo de sus personajes centrales.» ABC
La vida de Alex Parker había sido de todo menos fácil. Todo lo contrario de la vida que ha llevado el ilustre empresario Stefan Dunant. Cuando este decide combinar los negocios con uno de sus hobbies (la colección de vinos) busca solo lo mejor de lo mejor para crear uno. Y es entonces que le dan el nombre de Alex Parker... Dunant logra concertar una cita, pero al llegar a la hacienda, se lleva la sorpresa de su vida al descubrir que Alex Parker es una mujer y una muy atractiva. Entonces decide sumar a la ecuación otro de sus placeres. A Alex por su parte, la única relación que le interesa con ese hombre son los negocios y es exclusivamente el único trato que tendrá con él, pues ya conoce a los de su tipo, ricos y acostumbrados a hacer lo que se les venga en gana. Además algo que le sucedió en el pasado le impide aceptar sus verdaderos sentimientos por aquel arrogante. Todo se complica cuando reaparece Federico Santoro, el hombre que destruyó a la familia de Alex y a esta no le quedará más que aceptar la ayuda de Stefan, quien tratará de aprovechar la situación para conocer a esa intrigante mujer que lo tiene hecho un lio... e intentará demostrarle que él puede ser el hombre indicado para hacerla olvidar y enseñarle todo lo hermoso de la vida...
Muhammad Ali es una de las personalidades y celebridades deportivas más destacadas de nuestra era, cuya trayectoria ha influido en millones de vidas. Una leyenda que ha trascendido al boxeo y que ha sobrepasado todos los deportes. Ali, un hombre de proporciones míticas, ha llegado a convertirse en uno de los personajes más idolatrados de todo el mundo.
Su figura pública está bien documentada pero, sin embargo, la cantidad de pequeños momentos que salen a la luz en esta obra demuestran exactamente por qué era tan admirado. A través de los relatos exclusivos de familiares, amigos íntimos, colegas y rivales, Fiaz Rafiq ha construido una perspectiva irresistible y fascinante que nos permite comprender mejor a esta inmensa leyenda del deporte, y en el que muestra los pensamientos, recuerdos y anécdotas de una figura pública de primera magnitud en una historia épica, de valentía, coraje, esperanza, aptitud y voluntad indomable.
Así, entre los entrevistados en exclusiva para el libro, se encuentran personajes tan destacados del boxeo como George Foreman, Larry Holmes, Chuck Wepner, Joe Bugner, Angelo Dundee, Don King, Jim Brown, Lou Gossett Jr., Harry Edwards, Butch Lewis, Sugar Ray Leonard o Evander Holyfield, miembros de su familia —con recuerdos de primera mano de los hijos de Ali, algunos de los cuales nunca habían hablado antes en público de su padre— y algunos de los principales y más destacados periodistas deportivos que trabajaron y vivieron al lado de Muhammad Ali.
Los atletas pueden ser recordados en sus respectivos deportes, pero a muy pocos se les recuerda por haber cambiado el mundo.
Escondida en los márgenes de un viejo libro de Hemingway un periodista descubre los secretos de una emocionante y conmovedora historia.
Guillermo, escritor y periodista de Barcelona, apasionado buscador de tesoros escondidos en antiguos libros de texto, se tropieza en una oxidada librería del Raval con una primera edición de la novela El viejo y el mar. El maltratado libro esconde entre sus líneas, la travesía por alta mar de un joven pescador de Lanzarote que en 1953, obligado por las circunstancias políticas y económicas de España, decide emprender en un viejo velero de pesca, y junto a una cincuentena de tripulantes, un arriesgado viaje hacia el Caribe.
Las anotaciones hechas, al tenor del carboncillo, en las páginas del libro le permiten a Guillermo reconstruir la olvidada historia y convertirse, sin proponérselo, en el artífice de un apasionante y conmovedor desenlace.
Basada en mil historias reales, La mirada del mar es una novela sencilla, mágica y cálida sobre la determinación, el valor, la fuerza del destino y los secretos que puede esconder el mar.
Una biografía clásica. Fidel Castro escribe con franqueza y emoción sobre su histórico compañero revolucionario. Crea un vivo retrato de Che Guevara —el hombre, el revolucionario, el intelectual—, que revela diversos aspectos de sus inimitables determinación y carácter.
Este libro recoge, por primera vez en un solo volumen, los excepcionales testimonios que en contadas ocasiones el propio Fidel ha dado sobre su niñez y juventud. Incluye entrevistas sobre momentos claves de su infancia, su vida universitaria y sus primeros contactos con la realidad latinoamericana, así como fotografías poco conocidas.
El 16 de octubre de 1953, un joven abogado cubano, quien había sido encarcelado por el intento de asalto a los cuarteles de Moncada y Céspedes junto a otro grupo de jovenes cubanos, pronuncia un histórico y brillante alegato frente a los jueces en su autodefensa, improvisando, sin notas, sin apuntes … El 26 de julio de 1953, el joven abogado había asaltado con un grupo de rebeldes el Cuartel del Moncada, en Santiago de Cuba. El ataque fracasó y el dirigente fue detenido. El nombre de ese muchacho era Fidel Castro y allí comenzó su andar en la Historia. Él mismo preparó su defensa. Lo que iba a ser un castigo ejemplar para los insurgentes se convirtió en un nuevo asalto a la dictadura de Batista y el preludio de la Revolución Cubana. Con un discurso minucioso, Fidel trazó un programa democrático y de liberación nacional, sin exponer todavía sus intenciones profundas, que se concretarían más adelante en la primera revolución socialista de América, pero eso ya es … otra historia.
Resultado de un diálogo entre el líder cubano Fidel Castro y 117 intelectuales de 21 países, llevado a cabo en febrero de 2012 durante la XXI edición de la Feria Internacional del Libro de Cuba. Este trabajo editorial se bautizó de manera simultánea en 12 ciudades del mundo, entre ellas: Quito (Ecuador), Buenos Aires (Argentina), Santo Domingo (República Dominicana), Madrid (España), Washington (Estados Unidos), La Habana (Cuba), Ciudad de México (México), Caracas (Venezuela), entre otras. El volumen corregido y traducido a varias lenguas es un grito de guerra por salvar el planeta.
La cautivadora historia de Félix (basada en una historia real), un chico común y corriente, que atravesará por varios períodos de desarrollo personal y humano, hasta que empieza a padecer sorpresivamente ataques de pánico y ansiedad estando tranquilamente de viaje. Ello le lleva a recurrir a la meditación como tabla de salvación; y es entonces cuando se produce su fascinante encuentro con Gabriela, su alma gemela. Ella revolucionará su mundo por completo y, en un marco de circunstancias de toda índole, le hará emprender un singular, valeroso, inesperado y emocionante viaje hacia la comprensión del verdadero significado de la palabra amor.
Del Autor de UNA MÁGICA HISTORIA DE AMOR. Este libro te ayudará a comprender aspectos de la ansiedad y cómo sanarla naturalmente, con técnicas alternativas y complementarias. El objetivo principal es procurarte ayuda para que entiendas los mecanismos mentales en los cuales se sustenta, y puedas revertir el proceso de la ansiedad, consiguiendo así una paz y calma definitivas para tu mente y el cuerpo.
Tras un terrible accidente y una amnesia postraumática, las pesadillas se suceden en Elías desde hace tres meses: una ermita en mitad de la noche... Después, en un lugar apartado, una joven es golpeada, grita y se retuerce de dolor. Elías vuelve al recuerdo del trauma que padeció en su infancia por la violencia de género y descubrirá una posible conexión con Claudia... "Hay días que se recuerdan... Hay noches que es mejor olvidar.
Una historia social de España a través de sus canciones más famosas. ¿Qué dicen de nosotros las canciones que escuchamos? ¿Se puede contar la historia de un país a partir de su música? Este personal ensayo recorre la historia cantada del siglo XX español hasta 1976. Las canciones del momento se convierten en el mejor atajo para entender y sentir cómo fue el mundo y la vida de nuestros padres y de nuestros abuelos. «La vaca lechera» nos habla del hambre de la posguerra, «Tatuaje» o «La Bien Pagá» del corsé represivo del nacionalcatolicismo, «Ay, Carmela» o el «Cara al sol» guardan los sentimientos encontrados de la Guerra Civil. Paco Ibáñez, Chicho Sánchez Ferlosio, Serrat y también Mari Trini o José Luis Perales muestran en su repertorio la evolución de las ideas y la modernización de las costumbres, mientras que la rumba ofrece la mejor síntesis de la mestiza identidad española. De «Ojos verdes» a «La chica yeyé», de «El porompompero» a «Palabras para Julia», de «Cambalache» a «Mi casita de papel», de «Yo no soy esa» a «¿Y cómo es él?», de «Alfonsina y el mar» a «L'estaca», de «Libertad sin ira» a «El lago», más de doscientos grandes éxitos nos revelan en estas páginas qué fue del amor, de la lucha política, del papel de la mujer, de la memoria familiar, de los usos y funciones de la música, de las drogas, del problema de la vivienda o de la evolución tecnológica. ¿Qué me estás cantando? es el libro que reúne a tres generaciones en torno a la música.
LA serrería de Coloma se hallaba situada a unas dieciocho horas a caballo de la parte principal de la colonia agrícola de Juan Augusto Sutter, la que se denominaba «Nueva Helvecia», en gracia a que su propietario era de nacionalidad suiza y había llegado a aquella parte de la costa de California, por uno de esos caprichos de la suerte que unas veces favorecen a los hombres labrando su dicha y otras su desgracia.
TRAS licenciarse del ejército regular, hay en la vida de Búffalo Bill una época inquieta, en la que él mismo no acertó a definir su actitud ni sus preferencias. Sólo la necesidad de buscar trabajo y ganar dinero, le movió a intentar diversas actividades que dado su carácter aventurero peleador y dado el ambiente de su época, constituyeron otras tantas aventuras de las que recogeremos las más interesantes.
PORT Royald, capital de Jamaica era en la segunda mitad del siglo XVII un lugar temido por todos los que se veían obligados a navegar por aquellos mares. Jamaica había sido arrebatada a los españoles el año 1665 por Penn y Venables, y el gobierno inglés había nombrado como Gobernador a Sir Thomas Modyford, un hombre engreído, vanidoso, ambicioso, que odiaba a los españoles, cuya vecindad no quería admitir y que para combatirla y anularla, no vacilaba en apelar a todos los medios y no de los que como Sir, correspondían a un caballero...
Norte América, posee una línea férrea, la Unión Pacific, que es la obra más colosal, en su aspecto, de aquella época y este ferrocarril tiene una historia cuyas dimensiones en todos sentidos, son tan colosales como la obra misma. Mucho se ha hablado, se ha escrito y se ha fantaseado sobre el tendido de la vía. En realidad, cuando el ferrocarril se concibió por encontrar anticuado, lento y costoso la Pony Exprés, más parecía una utopía que algo posiblemente tangible, pero para el espíritu emprendedor y avasallador del pueblo americano, la palabra imposible no parece existir en su diccionario. ..
Bermonsey es un barrio mísero de Londres, donde se encuentran instaladas casi todas las casas que se dedican a facilitar habitaciones para dormir, sin exigir grandes requisitos a sus huéspedes. El sitio es apartado y lóbrego, y los establecimientos que se encuentran enclavados en él son sórdidos y oscuros, en general.
En dicho barrio poseía una tienda bastante amplia de compraventa de ropas, muebles y otros efectos, Cecil Prince, astuto ropavejero, que había logrado reunir en su tienda mercadería por valor de muchos cientos de libras, comprando a muy bajo precio y vendiendo con una ganancia que entraba de lleno en la Ley de usura.
Threadneedle Street es lo que pudiéramos llamar el corazón de La City londinense. Allí se encuentran instaladas las más importantes oficinas comerciales y bancarias de Londres, y aquello es una inmensa colmena, donde durante el día afluyen más del treinta por ciento de los varios millones de seres que pueblan la gran metrópoli.
En una especie de callejón de dicha importante vía tenían instalada una oficina de informes comerciales Samuel Bruce y Joe Clegson, oficina que, por la gran cantidad de clientela que disfrutaba y por la seriedad y eficiencia de los informes suministrados, era una de las más destacadas de toda La City.
—Sargento—dijo el inspector Graven a su fiel ayudante, que hundido en una cómoda mecedora se había quedado medio dormido—, haga usted el favor de echar más leña en esa chimenea, porque este maldito despacho se está quedando más frío que los Alpes.
El sargento Will se levantó perezosamente y tomando dos enormes troncos los arrojó al fuego medio mortecino. Pronto el nuevo combustible empezó a arder alegremente, y su chisporroteo inundó el despacho de puntitos rojos y brillantes, que volaban como arrancados a un yunque de fragua.
Mary Drew abandonó aquella tarde las oficinas de la “Chicago Limited”, donde prestaba sus servicios como mecanógrafa, con más premura que de ordinario. Algo que embargaba todos sus sentidos la impulsaba a andar de prisa, deseando llegar a cierto sitio donde, según su íntima creencia, se estaba elaborando su felicidad. Días atrás, con ocasión de un baile que se había celebrado en un establecimiento público para festejar la boda de una compañera de oficina, un hombre gordo, colorado, de modales bruscos, pero sonrisa atrayente, se había acercado a ella, y sin previa presentación, con esa familiaridad que emplean los norteamericanos para todas sus cosas, le había preguntado:
Alfred Donald detuvo rabioso su “auto” a la puerta de la magnífica villa que poseía en el Paseo de los Tilos, en Hollywood, y descendiendo presuroso, se dirigió al garaje donde encerraba el coche. Abrió la puerta, guardó el “auto” y, volviendo a cerrar, ascendió la pequeña escalinata, que conducía al interior del edificio, y sacando del bolsillo del chaleco un pequeño llavín, franqueó la puerta.
Felipe Acosta, el joven poeta sensitivo y sentimental que empezaba a ser el ídolo de las muchachas jóvenes por sus versos llenos de pasión y romanticismo, se detuvo vacilante ante el suntuoso portal de una finca moderna del barrio de Salamanca. En aquella casa señorial y elegante, de arquitectura atrevida y empaque aristocrático, habitaba Mimí, la joven y bella estrella de la danza que en muy poco tiempo se había adueñado del gusto del público madrileño por su gracia gitana, por su belleza excepcional y por el garbo con que sabía taconear en el tablado, haciendo vibrar de entusiasmo y emoción el corazón de sus admiradores.
Cuando Buck Taylor abandonó su celda de la prisión de Flagstaff para acudir a la llamada del jefe de la cárcel, se llevó ambas manos a la cintura tratando de contener el peso de sus pantalones, que se le escurrían por las estrechas caderas y pasándose la mano por la boca reseca, avanzó por el pasillo, mirando con curiosidad a todos lados y preguntándose qué diablos le querría Pete Harrison para requerir su presencia cuando se encontraba en plena digestión.
Aquella tarde de principios de primavera, Cherri Stuart, después de franquear el Río Nueces, en su confluencia con el Pecos, caminaba por un pino y estrecho sendero bordeado de setos espinosos, que le obligaban a renegar a media voz de tan inhóspito paisaje, pues “King”, su magnífico caballo ruano, un soberbio animal de patas finas pero poderosas, ancho y dilatado pecho y cabeza coronada por una espléndida mata de crin, veíase precisado a caminar con precaución para proteger sus brillantes flancos y no dejar parte de la piel en aquel traicionero mar de espinos.
Caía la tarde en un, apoteosis dorado de rayos de sol, que irisaban entre oleadas de polvo reseco, cuando el sargento Turley, seguido de cuatro rurales, todos montados sobre unos caballos fibrosos, delgados y cubiertos de mugre, se detenía ante el cuartelillo de policía de San Pablo y echaba pie a tierra con gesto mohíno y cansado.
El teniente Omalley, que leía una novela de aventuras sentado en un estrecho banquillo a la puerta del puesto, se levantó con viveza al descubrir a su subordinado y acercándose a él, preguntó con vehemencia:
—¿Qué noticias, trae usted, Turley?
La mañana había amanecido fría y áspera. El cielo, de un gris plomizo, extendía su denso manto de nubes sobre las cresterías de la Meseta Negra y un viento crudo y cortante arrastraba a las veces, agudos copos de nieve arrancados de la sierra, donde la masa blanca caía espesa, formando como un velo tupido que cortaba bruscamente la inmensidad del paisaje.
Por la estrecha y accidentada garganta del “Cañón de Kams”, en la parte Norte de Arizona, casi rayando con la divisoria de Utah, avanzaban dos jinetes reciamente envueltos en sus mantas de viaje y con la amplia ala de sus sombreros caída hacia los ojos, para resguardarlos de las tolvaneras de polvo y arena que como un invisible látigo flagelaba el fondo del cañón.
En la tarde azul plena de luz, bajo la caricia de un sol de oro que pintaba rosetones de fuego amarillo en el verdor de las hojas de los pinos y encendía el aire en el que flotaba un polvillo áureo que velaba la inmensidad desierta del paisaje, dos jinetes inclinados anhelantes sobre los cuellos de sus monturas para facilitar a éstas una más veloz carrera, galopaban por la seca y amarillenta llanura en dirección sudeste, buscando en una línea tangente una mancha gris, árida, que se distinguía a algunas millas de distancia.
Cuando el sargento Ned Jasper de la Real Policía Montada penetró en Ottawa luciendo su empolvado y descolorido uniforme, en el que la guerrera roja parecía amarilla en fuerza de haber absorbido el sol y la lluvia, y los azules pantalones semejaban haber sido grises para convertirse en pardos, respiró como si le acabasen de quitar del pecho una enorme losa, mientras sus ojos, que habían perdido la costumbre de captar la vida y el movimiento tumultuoso de las capitales, se cerraban para evitar a su cerebro la vorágine de un marco que le obligase a caer del caballo.
El tableteo de los Colts al estallar secos y rabiosos, empezaba a ser recogido por las estribaciones del Monte Hoad y las cortadas, turbado el silencio augusto que reinaba en ellas aquella tarde de pleno verano, escupían los estampidos, haciéndoles rebotar sobre sus duras paredes, para multiplicarlos en docenas de ecos que hacían más impresionante el tiroteo.
La cuadrilla de Jake Lamb, acosada fieramente por los rurales desde Dallas, se batía en retirada buscando seguro refugio en las fragosidades del monte y defendíase fieramente contra el acoso persistente de los policías que, decididos a darles alcance, llevaban un montón de horas pisando los talones al temible y célebre forajido.
Biondy Dunn, dueño del rancho “Tres Estrellas”, conversaba animadamente con su visitante, Love Croker, indolentemente recostado sobre el sillón frailuno respaldado de cuero en el que solía pasar horas enteras entregado al repaso de las cuentas del rancho y a contestar la bastante extensa correspondencia que recibía con ofertas, más o menos interesantes, para la venta de su ganado.
Dunn era un hombre fuerte, ancho de espaldas, con las manos grandes y callosas, las piernas muy arqueadas a causa de un continuado ejercicio a caballo por sus dilatados pastos. Tenía la cabeza grande, coronada por un pelo áspero y rebelde, en el que ya empezaban a lucir las hebras plateadas de algunas canas.
De todos los aventureros que han hecho gemir las prensas para relatar sus hazañas, unas crueles, otras generosas, algunas sin definición exacta, fundadas en circunstancias especiales de su vida, quizá el que más ruido ha dado en el siglo pasado y el presente, fue el célebre Pancho Villa, del que se han escrito docenas de biografías y al que se le ha juzgado bajo todos los ángulos humanos para llegar a la definición de que fue un hombre ni mejor ni peor que muchos, con facetas que le salvan del anatema y otras que le hunden en el cieno más repugnante.
En la tarde suave y templada de finales de mayo, la silueta grácil y afilada de una goleta de tres palos y amplio velamen, se recortó sobre las aguas un tanto cenagosas del río Kalvik, remontando la bronca corriente en busca del estuario donde poder anclar.
Se trataba de una goleta pintada de blanco con una doble franja azul a lo largo del casco, y sobre cubierta se podía distinguir, desde el poblado indio, un pasaje abigarrado que se agitaba junto a la borda como si se tratase de un hormiguero humano.
EL detenido miraba con terror la rama transversal de la encina, a cuyo tronco había sido atado. En lo alto de la rama, un vaquero estaba preparando una sólida cuerda con nudo corredizo, que no tardando mucho se ajustaría al cuello del prisionero, para de modo inmediato izarle con brutalidad trágica y dejarle suspendido de la rama.
El condenado era un joven de unos veinticuatro años, alto, flexible, de cabello rubio, con los ojos azules y la boca pequeña y de finos labios. Era bastante guapo y sus facciones adquirían más atracción de líneas debido al tinte moreno que el sol y, el aire habían curtido sobre la piel algo blanca.
AQUELLA tarde dominguera de últimos del mes de mayo, la taberna de Jack Carey, en Yermo, del Estado de California, estaba atestada hasta la puerta. Como de ordinario, Sol Totter y Doc Blair, ambos peones de dos equipos distintos de la cuenca, estaban jugando su acostumbrada partida de damas, una partida que ya se iba haciendo interminable, porque cada domingo, tras un derroche de facultades, de tanteos, de jugadas efectistas y de ataques violentos, solían terminar en tablas.
AQUELLA noche, después de cenar temprano, Joby Granney, el «sheriff» de Theba, un pequeño poblado adentrado en el desierto de Arizona en su única parte habitable que era la zona recorrida por la línea férrea del South Pacific, cerró sus oficinas y se dispuso a pasar un par de horas sentado a la puerta de la cabaña de Loosh Gibson, el cazador con cuya hija sostenía relaciones amorosas.
STERP, Babe Sterp, estaba orgulloso de la radical reforma que había realizado en su bar garito titulado «El Brillante», nombre éste debido sin duda a la profusa iluminación instalada en él.
En realidad, un análisis superficial no parecía justificar que en un poblado tan de escaso vecindario como Tornillo, junto a la ribera izquierda del Río Grande, se emplease la cantidad de dólares que Babe había empleado en su reforma y embellecimiento, pero ahondando en busca de motivos, su dueño creía poseerlos en cantidad suficiente para aquel exceso.
Carpenter era un tipo alto y flaco, muy escurrido de caderas, frisando en una edad que oscilaba entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años. Su rostro era pálido y alargado, un rostro de piel casi amarillenta por la falta de sol y aire para curtirlo, rostro del hombre que pasaba muchas horas encerrado en la atmósfera viciada de una sala de juego y luego, el resto lo consumía en la estrechez de su departamento, para al levantarse volver de nuevo a la jaula dorada del garito. Sus facciones no eran nada atractivas. Sus mejillas se hundían, su mentón, largo y casi cuadrado, se adelantaba como una cuña hasta el pecho; tenía la nariz aguda como un estilete y los ojos de un azul muy desvaído, que producían una sensación de disgusto y malestar al mirarlo con fijeza. Su pelo era un tanto alborotado, con tendencia a rizarse, pero ya la plata había surcado parte de su casco y donde más empezaba a manifestarse era en los aladares un poco corridos hacia abajo en forma de patillas.
CADY FRONCHLING habíase visto obligado a sacar aquella mañana su pequeño rebaño de ovejas de los rediles y llevárselas por sí mismo a las cortadas, para que los rumiantes pudiesen hocicar en las breñas y buscar el alimento cotidiano.
Cuando, recién salido el sol, observó que su hermano Maxy no daba señales de vida en torno a los rediles y las ovejas ya balaban reclamando la libertad normal de todos los amaneceres, se encaminó de nuevo a la choza y penetró en el pequeño departamento donde su hermano tenía su petate.
No le había sentido regresar del poblado a pesar de que tardó bastante en dormirse, pero otras veces había sucedido algo análogo. Maxy, aun retirándose tarde, solía poner cuidado en madrugar para cumplir su obligación de cuidar el rebaño y con pocas o muchas horas de sueño, sacaba las ovejas al iniciarse el día.
El recién llegado era de su misma altura y peso ysi bien las facciones diferían mucho, pues eran más duras, más angulosas ymenos atrayentes en general, daban la sensación de ser dos hombres bastantesimilares. En los ojos del recién llegado brillaba una luz deira que en vano trataba de contener. Dana, tranquilo, pero atento a cualquier reaccióndel recién llegado, le miró sin expresar en sus pupilas el efecto que leproducía el encuentro. En su rodar por el mundo, había aprendido a ser dueño desus reacciones y no dejar traslucirlas antes de tiempo.
«Y antes de que nadie se diese cuenta de cuáles eran sus intenciones, levantó el rifle y al azar, tomando como punto de mira la parte de los arbustos, disparó por dos veces girando el arma para meter los proyectiles a través del espino y no los dos por un mismo lugar.Fue la suerte y no la seguridad la que hizo que alguno de los disparos encontrase en su trayectoria algo más que ramaje que tronchar, porque el eco de los disparos fue un fiero y agudo grito de dolor seguido de un coro de maldiciones y varios estampidos de contestación a la acción inesperada de Zachary. Éste se arrojó a tierra empujando al perro para que se tumbase a su lado y recargó el rifle con rapidez para contestar, mientras sus compañeros, imitándole, se habían aplastado sobre el terreno removido y sus armas contestaban a la réplica de los emboscados».
Pero esto era algo que nadie podía evitar. Max había nacido en Chico, allí se había criado y allí continuaba la pequeña casa de sus padres, ahora habitada por su tía Berta, a falta de alguien con más derecho a ocuparla en tanto su más legítimo dueño, que era Max, decidiese posesionarse de ella. Entre los más disgustados por el regreso de Max, podían destacarse Frederick Triebol y su hijo Gregory; éste quizá el más causante de la ausencia de Max, Viscout Selwyn, Ralph Frochling y a Eugene Scobul.
AQUELLA tarde del mes de noviembre de 1862 reinaba una temperatura bastante fría. El cielo, cubierto de plomizos nubarrones, amenazaba con lluvia y la ancha cinta de pisada tierra que formaba la carretera había dejado de ser polvorienta para convertirse en un largo barrizal, por donde los caballos hundían sus cascos pesadamente al avanzar. Bien abrigados con sus recias mantas de lana y con las alas de los sombreros inclinadas sobre el rostro para evitar el zarpazo del aire, o quizá para ocultar las facciones a miradas indiscretas, cinco jinetes montados sobre briosos caballos avanzaban hacia el poblado de Kansas City, del Estado de Misuri. Incluye también Tres vidas por una apuesta, novela corta de Fidel Prado
A través de la encendida llanura, la larga caravana de entoldadas carretas de la J. Muyphy Wagons, nombre del armador que en San Luis gozaba fama de ser el mejor constructor de carros de toda la meseta central, se deslizaba en una larga y perezosa fila, arrastradas por sus poderosos tiros de pacientes bueyes, que se les habían retorcido los cuernos haciendo tan importante ruta.
Contiene también El sheriff de Río Nueces, del mismo autor. La tarde estaba demasiado calurosa. El jinete se dió cuenta de ello cuando sintió su rojo pañuelo atado al cuello empapado de sudor y levantó los ojos al cielo, buscando la carrera del sol, aún demasiado alto. Como no le acuciaba prisa alguna, desvió el caballo hacia la protección de un macizo de árboles que se agrupaban a la izquierda y desmontó. El caballo, cuyos flancos brillaban como un espejo, agradeció la grata sombra que ofrecían las grandes ramas cuajadas de hojas verdes y brillantes, y se dedicó a ramonear por la reseca hierba, mientras el jinete, sentado en tierra, con la espalda recostada sobre el recio tronco de un añoso roble, dejaba pasear su clara y brillante mirada por el dilatado paisaje que se ofrecía a sus ojos.
ames Buttler, más conocido en todo el Oeste por Will Bill Hickok, que iba sentado en el costado del coche que sufrió la avería, recibió en sus brazos, sin poderlo evitar, el cuerpo delgado, flexible, pero armonioso de linear, de la joven que había estado sentada frente a él desde que partieron de la capital y durante algunos minutos ambos se debatieron en forma violenta, uno sobre el otro, hasta que recibieron ayuda, pudiendo recobrar el equilibrio que el accidente les había hecho perder. Hickok agradeció en el fondo de su alma el accidente que le había permitido por unos momentos tener entre sus brazos el turgente cuerpo de la muchacha. Sin saber por qué, se había sentido atraído por ella desde que subiera a la diligencia, y su espíritu analítico y sagaz estuvo haciendo muchas conjeturas sobre ella durante el camino.
¿Cuántas semanas llevaban rodando siguiendo el curso de los ríos Kansas, Platte y Republican y cuántos días de terrible y peligrosa lucha con la naturaleza y los elementos habían empleado en atravesar las Rocosas hasta dejar atrás el Paso Azul? Todos y cada uno de los que componían la caravana lo habían olvidado. Nadie se sentía capaz de contar por días ni aun por semanas, y para sus cuerpos enjutos y machacados, o para sus espíritus, que habían perdido la bravura que les animaba al emprender el viaje, éste parecía el del Judío Errante, que no poseía meta.
ELLSWORTH, en el centro de Kansas, a cinco millas escasas del famoso río Arkansas, se había convertido por arte de magia en uno de los poblados más importantes y visitados de todo el Estado. Este milagro habíase operado al socaire de los famosos cornilargos, que un año antes entraban por miles de miles en Abilene, y que, a la sazón, a causa de haberse descubierto que Ellsworth era un mejor mercado debido a que la ruta, aunque más larga, poseía más agua y unas extensas praderas más asequibles para el ganado, había adquirido, sin saberse cómo, una categoría comercial de primer orden.
Por la amplia y dilatada llanura que se abría desde Abilene hasta Cisco —unas cuarenta millas de vano— galopaba en la noche serena, un caballo cansado y sudoroso. El animal había realizado una jornada dura y desesperada y aun a pesar de eso, su jinete le estaba pidiendo un mayor esfuerzo. Aquel vano peligroso tenía que acabar. A unas cuantas millas, el terreno rompía la llanura en una serie, de accidentes propicios a la ocultación y la emboscada y era allí, y no en la pradera, donde solamente caballo y jinete podían hallar descanso y protección.
Ella era una muchacha morena, fina de busto, de negro y lujurioso cabello que se rebelaba a ser aprisionado bajo el blanco casco de su sombrero vaquero, cuyas alas sombreaban un rostro curtido por el sol, pero suave y terso como cuadraba a su juventud. El fulgor de unos ojos fieros y dominadores chocaba con la sombra del ala del sombrero taladrándola fieramente, y la viva y adelantada barbilla, sobre la que se ceñía la cinta de seda negra que servía de barboquejo, denotaba en ella todo un carácter difícil de dominar. Montaba una preciosa jaca castaña, fina de cabos y ancha de pecho, que parecía una estatua clavada sobre el montículo.
Abro juego con veinte dólares, Ring—apuntó suavemente Harold Poland después de echar un furtivo vistazo a sus cartas apenas separar unas de otras. John King Fisher, hizo lo propio con las suyas y replicó de modo indiferente: —Creo que puedo arriesgarme a subir otros diez, Harold. Tú dirás si te parece bien. Si tienes deseos de perderlos, puedo aceptar y aumentar la puesta. Me quedan veinte más y me los juego. Tanto me da quedarme sin ninguno, aunque espero reunir ciento entre los dos.
Un precioso caballo bayo se detuvo a la puerta de uno de los más frecuentados restaurantes de Fort Sumner y de él descendió un joven de unos veinte años, simpático de rostro, alegre de ojos, vivo de sonrisa y elegante de busto. Vestía una chaquetilla ceñida que moría en su flexible cintura, un rojo pañuelo anudado graciosamente al cuello, unos pantalones azules muy ceñidos que se enfundaban en su parte baja en el alto cuerpo de sus lustradas botas y un bonito sombrero gris perla, recto de alas y redondo y achatado de copa. A la cintura ceñía un cinto de cuero mexicano con dos colts del 45 pendiendo muy bajos.
Sam Bass, un tipo de hombre joven, no pasaría de los veinticinco años, alto y espigado, moreno de rostro, alegre de ojos, fino de sonrisa y esbelto de porte, escuchaba distraídamente el mosconeo de su compañero de mesa. Tenía junto a él un vaso a rebosar de bebida sin haberla catado siquiera y sus grandes y luminosos ojos se fijaban con insistencia en el abierto vano de la puerta, a través del cual se distinguía parte de la calzada envuelta en una nube de polvo irisado. Sam parecía sumido en pensamientos más lejanos que su compañero de mesa y se limitaba a mover su pie derecho, bien calzado con unas altas botas de cuero de fino tacón rematado por espuelas de rodela. Aquel movimiento denunciaba impaciencia, pero salvo este detalle, nada en su rostro hacia adivinar que estuviese a punto de estallar como un barreno.
JULESBURG, conocido también por el nombre de Overland City, en el Paso del Platte del Sur, era una ciudad populosa y tumultuosa, situada en la misma divisoria del Colorado, a unas cien millas en línea recta de la frontera con Wyoming. Antiguo paso obligado de las pesadas diligencias de la «Pony Express» antes de empezarse el trazado del Unión Pacific, gozaba de fama y movimiento, y a ella afluían infinidad de marchantes que cruzaban Colorado, o se dirigían a Wyoming, camino de Utah.
El otro viajero que seguía a su lado a caballo escuchando con ligera sonrisa las lamentaciones de su compañero, exclamó: —¿Puede servir de algo mi opinión profana, doctor Halliday? —¡Diablo!… Si no creyese que me servía para algo, no se la pediría. —Entonces se la daré. Mi opinión es que maneja usted mejor el revólver que los diagnósticos. —¡Rayos del averno!… No me diga eso. ¡Pero si usted sabe que he remendado más corambres humanas que pelos tengo en la cabeza y todos han estado conformes en asegurar que soy el mejor médico de todo el Oeste!
Fue un caso curioso y lleno de misterio a la par. En la serenidad de la tarde que moría en un magnífico apoteosis de nubes cárdenas inflamadas interiormente en fuego, mientras al Norte el cielo se iba tornando de un azul suave y un descarado lucero empezaba a titilar como un diamante perdido, el silencio augusto de la pradera se vio turbado por un silbido tenue y prolongado que murió en una vibración metálica rara y agorera y sobre el viejo tronco del centenario castaño donde William Cody se había sentado a reposar fumando plácidamente su negra pipa, quedó clavada reciamente una larga y mortífera flecha india, que una mano invisible había disparado con tanta puntería, que la aguda flecha quedó hundida profundamente a menos de un centímetro de la espesa y larga cabellera del joven.
El cochero, un hombre grueso, tostado de rostro, grande de manos, con las ralas barbas cubiertas de polvo, dormitaba sobre el asiento, mientras el vigilante a su lado, con las sacas de la correspondencia entre sus largas piernas, vigilaba el paisaje realizando terribles esfuerzos para no entregarse también al sueño. La jornada había sido terrible. Unos indios o bandidos de las Rocosas—no se sabía ciertamente, pues el ataque se había realizado de noche—hirieron gravemente al cochero antes de llegar a un puesto de recambio, cincuenta millas al interior. Fue una lucha rápida y dramática que apenas si duró algunos minutos. Los emboscados trataron de detener la diligencia. Cochero y conductor replicaron a tiros en la oscuridad de la noche, guiándose por el siniestro reflejo de los disparos de los asaltantes, y hasta captaron un rugido sordo de dolor, pero no pudieron ver ni comprobar más. El cochero, alcanzado en el pecho, estuvo a punto de caer del alto pescante, pero realizando un supremo esfuerzo mantuvo las bridas entre sus manos y fustigó a los alocados caballos, que trotaron en la oscuridad como centellas. El vehículo dejó atrás el peligro del asalto y siguió hacia el puesto, donde el cochero, gravemente tocado, hubo de quedar abandonado a su suerte, pues los medios curativos que se poseían en los puestos de recambio eran empíricos y nulos.
Algunos tenían la cabeza entrapajada, otros los brazos apoyados al pecho, pendientes de sus rojos pañuelos, varios se habían atado reciamente las piernas con cuerdas y pedazos de camisa para contener la hemorragia de sus heridas, y en el fondo, derrumbado sobre un tosco lecho de agujas de pino, yacía febril y delirante un guapo mozo de unos diecisiete años, alto y espigado, de carnes duras y rostro tostado por el sol y el aire. Había recibido dos balazos, uno en un brazo y otro en el pecho, y la fiebre le obligaba a delirar. En su delirio hablaba de cargas contra el enemigo, de duras peleas, daba órdenes tajantes y mezclaba consejos sobre la mejor forma de distraer una punta de ganado por los cañones de Kansas o de desenfundar el revólver con más rapidez y eficacia.
Lo mismo para el bien que para el mal, el número 13 había sido decisivo en la vida y muerte de Bob Tait. Nacido un 13 de diciembre, en un rancho de Nuevo México, contaba 13 años cuando su padre pasó a mejor vida y quedó con su hermano Travis bajo la tutela de su tío Sam, el cual asumió la dirección del rancho y trató de que sus dos sobrinos se hiciesen hombres de provecho para, en su día, entregarles la hacienda paterna que debía continuar floreciendo bajo su custodia. Pero Bob era un carácter rebelde a toda disciplina. Desde el primer momento se declaró antagónico con su tío, no admitiendo la férrea disciplina que éste trató de imponerle y justamente el día que cumplía 13 años desapareció del rancho con un caballo, un revólver al cinto y un saco en el que había metido sus más imprescindibles prendas, algunas vituallas y 13 dólares que poseía por todo capital.
Dorothy Finglas sintió un hondo estremecimiento de frío en todo su cuerpo. A pesar del recio abrigo de paño que se ceñía a su bien torneado busto, algo impalpable, pero molesto, se filtraba por las rendijas del vagón helando dentro de él la temperatura; El otoño estaba ya bastante avanzado, pero no tanto que justificase aquella frialdad en el ambiente. Se rebujó en el rincón del coche y trató de prestarse algo de calor en una postura de felino perezoso enroscado junto a un brasero.
Un poco tarde se dio cuenta Wayne Crelle de que su caballo estaba realizando el último esfuerzo de su ya gastada vida. El animal, fuerte y poderoso, pero ya viejo y sin nervio para dilatadas carreras, se estremecía con violencia al trotar, arrojaba verdosa espuma por el belfo, se inclinaba como si fuese a caer de modo definitivo al avanzar, aunque luego, por un poderoso esfuerzo de voluntad, consiguiese recobrar el equilibrio y relucía como el ébano a consecuencia del sudor que inundaba su cuerpo. Wayne se dio cuenta de ello cuando ya la ciudad se hallaba a la vista. Desde el recodo de la senda que acababa de doblar, distinguía en la tarde brumosa, muerta en luz por los plomizos nubarrones que se corrían hacia el Oeste, el conglomerado de edificios que, en el fondo gris del paisaje que le rodeaba, adquirían un tono opaco y poco alegre, a pesar de su hacinamiento y variedad. La senda, como todo el paisaje, estaba embarrado, el agua había caído con furia durante dos días; también el fornido cuerpo de Wayne acusaba las huellas de los martirizantes chaparrones, pero esto no importaba nada al jinete. Era duro y recio, había soportado toda clase de fatigas en su joven, pero exuberante vida, y no era el agua inofensiva cuando caía disgregada del cielo lo que le podía producir miedo.
Flack de nombre Wess, lanzó un potente ¡soo! que debió oírse media milla más adelante, y obligó a la cansina pareja de ancianos caballos que guiaba a detenerse. El carromato, un vetusto armadijo de tablones añosos y medio podridos, que se sostenían en conexión sobre las chirriantes ruedas por un milagro de simpatía más que de unión, se detuvo también rechinando agriamente como si protestase contra el continuado servicio que se le obligaba a prestar, y Wess se limpió con un enorme pañuelo, de franjas rojas y azules, el sudor que perlaba su frente. El día estaba bochornoso. El sol, como una hoguera de infierno, lucia en un cielo esmeralda, limpio de nubes, y la poca brisa que soplaba del lado de la divisoria, en lugar de portar la caricia del agua, parecía el rescoldo de una lumbrarada. En tanto que el vetusto vehículo había rodado junto a la margen del Colorado, aquella temperatura saturada de fuego había resultado soportable para Wess debido a la caricia mansa del auro del río; pero desde el momento en que dejó a su izquierda el Colorado y derivó hacia el Este, en busca del próximo poblado, el ambiente se había resecado, la atmósfera aparecía más cargada de agobio y de electricidad, y sus pulmones parecían encogerse por la presión de una mano invisible que les impedía absorber el aire preciso para su funcionamiento.
La diligencia del Middle, nombre por el que se le conocía en la región, era un cuarteto de vetustos vehículos, grandes, pesados, descoloridos, pero de fuerte armadura, que hacían el recorrido desde casi el centro de Nebraska, partiendo de Dunning, para rendir viaje en Marsland, a doscientas millas del punto de arranque y ya casi en el límite de la región, a cincuenta millas por el Norte de Dakota del Sur y a otras cincuenta por el Oeste de Wyoming. Dos carruajes hacían el viaje de ida, mientras otros realizaban el de vuelta, que duraba una semana, y el nombre de la línea, obedecía a que los coches corrían paralelos al río Middle durante la mitad de su viaje y la otra mitad la recorrían por el valle, dejando el río a la izquierda conforme avanzaban hacia la divisoria. Parte del recorrido parecía casi innecesario por hacerlo siguiendo la línea del ferrocarril, que recorría el mismo trayecto hasta Séneca, pero allí la línea férrea descendía hacia abajo apartándose de un sector bastante poblado y la diligencia suplía esta falta, poniendo en comunicación, con el resto del Estado, a los pueblos diseminados en este trozo de valle.
Corría el año 1870. Chicago era una ciudad que nada tenía que envidiar a las ásperas del Oeste en cuanto se relacionaba con el hampa. Los mismos hombres broncos, el mismo vicio, la misma carne de cordel adueñándose de la ciudad e imponiendo sus métodos y sus egoísmos, el mismo ambiente de podredumbre sin camisas a cuadros o sombreros vaqueros, pero en el fondo idénticamente igual a un San Francisco o un Virginia City en la época más floreciente de las minas y el desorden. Era un momento culminante en el que todos estaban muy lejos de sospechar que el soplo purificador que había de barrer tanta lepra y tanta podredumbre se estaba incubando en un establo y que sería una vaca rebelde a ser ordeñada, la que con una voz inocente habría de cocear a todo un enorme poblado sumiéndole en el fuego, la ruina, la muerte y el pánico. El corazón de Chicago, lo que más tarde sería lo más nuevo, moderno y sorprendente de la época, era entonces el barrio más pobre, más sórdido, más sucio y más canalla del mundo.
Bud Raines había nacido con el 'Colt' en la mano, según afirmación unánime de todos los habitantes de la región. No nos atrevemos a asegurar que materialmente esto hubiese sucedido así, pero metafóricamente, nadie se hubiese permitido asegurar que no fuese cierto. La mañana que vino al mundo en un alegre pueblo pegado a uno de los grandes recodos que forma el río Colorado, denominado Gran Canyon, entre las reservas indias de Havasupai y el pequeño Colorado, su abuelo, el viejo Kelly, afirmó muy serio al observar que Bud venía al planeta mordiéndose ferozmente ambos puños: —Miradle, pobrecito; viene rabioso porque no ha podido salir disparando un buen 'Colt' del 45, como toda su familia.
Reb Shelby detuvo, ante un pequeño arroyo que se había helado en su cauce, el brioso caballo que montaba y echó un vistazo al otro lado. Sobre una gruesa y devastada rama de árbol que los vientos fríos del Norte habían medio inclinado, se destacaba una descolorida pancarta, y en ella, unas letras medio despintadas por la lluvia le advertían que aquel terreno pertenecía ya a Nueva México.
Carson era un viejo amigo de su padre. Juntos habían luchado mucho en la vida para abrirse paso en ella y, si bien la fortuna les había sonreído sin excesos, nada le debieron al esfuerzo ajeno, sino al propio. Los dos habían trabajado como fieras y los dos levantaron una pequeña fortuna a costa de muchos sudores. Carson, inclinado al comercio, consiguió instalar un buen almacén en Trinidad, una de las ciudades más importantes del Estado, y defendía su negocio con holgura. En cuanto a Linck Helman, el padre del joven, sus aficiones se inclinaron por las minas, en las que había trabajado mucho hasta reunir un pequeño capital que le permitió retirarse del trabajo rudo de los yacimientos, actuando como intermediario para la venta del carbón.
No tenía competidor alguno en muchas millas a la redonda en aquel trabajo pesado y monótono, que muchos habían desdeñado sin darle importancia, pero él, que se había procurado una excelente clientela y que era un hombre paciente y calmoso cuando las circunstancias lo requerían, vio en aquella exótica profesión una fuente de ingresos que le permitía vivir de modo independiente y la abrazó, porque precisamente su espíritu se avenía muy mal con trabajos en que tuviese que estar pendiente de los caprichos, las venalidades y los malos humores de los patronos.
Cuando Tiger Corbell penetró aquella noche en el saloon Bleau, lo hizo mecánicamente, sin apenas darse cuenta por qué entraba allí, ni qué pintaba en aquel garito animado, poblado de risas, voces y música y teniendo como contrapunto el tintineo de las monedas de oro al rozar de la ficha en el ir y venir incesante de la raqueta del croupier. Estaba harto de galopar por la llanura y los terrenos escabrosos, dejando a su espalda muchas millas que significaban su libertad, al menos de momento, pero una libertad muy en precario, porque sus posibilidades económicas que habían sido pocas en el arranque de la huida, ahora estaban agotadas completamente.
Asomada a la veranda del rancho Kay dejaba pasear distraía la mirada de sus ojos azules por el horizonte sin fin, bañado en el resplandor cárdeno y dorado de aquella suave tarde estival llena de paz y poesía. El toldo del corrido balconaje le había estado preservando de los ardientes rayos del sol toda la tarde mientras cosía, cara a la dilatada y verde pradera moteada de árboles frondosos, donde los pájaros en una alegre algarabía empezaban a cobijarse a aquella hora vesperal, en que la tarde moría sin transiciones, como un enfermo que luchando minuto a minuto por la vida se entregase a la nada en una renunciación infinita sin fuerzas para sobrevivir.
Aquella tarde fría y desapacible de principios de otoño, cuajada de negros nubarrones que amenazaban con descargar cataratas de agua, cuando el cadáver de Jonas Risdon recibió piadosa sepultura en el pequeño cementerio de Fall Brook, el espectro de la muerte surgió de la pequeña tumba para vestir de cow-boy. Era algo que solo el muerto había demorado y podía seguir demorando de continuar con vida y que en el ánimo de todos había sido decretado, aunque nadie hubiese tenido tiempo de publicarlo.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Soc Toomey se volvió rápido al oír a su espalda la tajante pregunta y abrió enormemente los ojos al verse frente a una muchacha de unos veintitrés años, de una belleza poco común, sobre todo para él que no recordaba haber visto muchas mujeres como la que tenía delante, mirándole enérgica y amenazadora y presentándole sin vacilación el cañón de un pequeño revólver. Toomey olvidó el arma que podía dispararse en la fina y blanca mano de la muchacha y la examinó con atención.
Ellsworth, en el centro de Kansas, a cinco millas escasas del famoso río Arkansas, se había convertido por arte de magia en uno de los poblados más importantes y visitados de todo el Estado. Este milagro habíase operado al socaire de los famosos cornilargos, que un año antes entraban por miles de miles en Abilene, y que, a la sazón, a causa de haberse descubierto que Ellsworth era un mejor mercado debido a que la ruta, aunque más larga, poseía más agua y unas extensas praderas más asequibles para el ganado, había adquirido, sin saberse cómo, una categoría comercial de primer orden.
La tarde de aquel sábado, el patio del rancho B. O. B. propiedad de Ernest Coster, presentaba una extraordinaria animación. Todo el equipo se hallaba presente esperando que terminasen de conferenciar el dueño y Max Jackson, el capataz. Todos habían sido advertidos de que debían esperar órdenes antes de disponerse a gozar del asueto semanal y una viva curiosidad dominaba a todos. Las faenas del pesado rodeo habían concluido felizmente días atrás, el recuento de reses resultó satisfactorio y las nuevas crías, todas gordas y sanas, aumentarían el año próximo los grandes hatajos del propietario; todo estaba en orden y nada hacía adivinar el motivo de aquella llamada.
El ferrocarril se deslizaba raudo por la dilatada llanura del este de Oklahoma, desde la frontera con Arkansas a la de Texas. Era aquél un terreno que en poco tiempo había adquirido una enorme preponderancia comercial, a causa de los yacimientos petrolíferos que habían ido brotando casi de modo natural y que transformaron una región medio ganadera, medio agrícola, en una dilatada explotación del oro negro.
Iba casi vacío el tren que descendía hacia el Sur, camino de la frontera de Texas. El invierno era crudo, el viento soplaba con inusitada violencia y arrastraba gruesas gotas de lluvia, que eran como helados alfileres al azotar los rostros. En uno de los coches de tercera viajaba un individuo que, a juzgar por su atuendo, debía ser un vaquero.
Cuando Alphonso Flint, el arriesgado e intrépido hombre de negocios, recibió en su despacho la noticia de que un rival desconocido hasta entonces le había eliminado en la subasta para la adjudicación de la línea de diligencias proyectada, desde Burwell, en la parte central de Nebraska, hasta Crawford, a poca distancia del ángulo que formaban las divisorias de Wyoming y Dakota del Sur cerca del río Loup, su rostro, ya apigmentonado de por sí, se tornó más rojizo y sus grises patillas en forma de hacha temblaron al vibrar todos los huesos de su rostro. Era la primera vez en su larga carrera de especulador, que alguien le daba la batalla ganándosela y esto era algo que él no estaba dispuesto a consentir. Estaba seguro de que no había nadie con dinero capaz de arriesgarlo para el tendido de aquella línea de diligencias, por una zona poco frecuentada, pero cuajada de pueblos importantes que clamaban por una comunicación organizada, y el pliego de condiciones que había presentado le parecía el más beneficioso que se podía presentar, aunque él sabía que pudo mejorarlo bastante, pero la seguridad de no tener competidor le hizo mostrarse duro y egoísta y ahora empezaba a tocar las consecuencias.
Eran las diez y media de la noche, cuando el tren mixto de viajeros y carga partía de la estación de McAlester en la parte este del Estado de Oklahoma. Lionel Bates, había embarcado su caballo en el vagón destinado al ganado y luego había buscado en un vagón donde hubiese espacio suficiente para poder tumbarse con comodidad y dormir a pierna suelta hasta que el tren cruzase la divisoria de Texas.
Cuando Larry Elston detuvo su polvoriento caballo a la puerta de la única y humilde posada de Utica, en el Estado de Kansas, estaba muy lejos de sospechar que en lugar de alcanzar la meta sedante y tranquila que había estado soñando durante todo su largo viaje, iba a poner los pies sobre un barril de pólvora con la mecha al lado y que la explosión le iba a alcanzar cuando menos lo esperase. Para Elston, la vida, durante sus últimos cinco años y ya contaba veintiocho, había sido una pura aventura nada agradable. Se enroló en el ejército del Norte apenas dio comienzo la guerra de Secesión, peleó en los lugares de más peligro recibiendo tres heridas en tres acciones, y si bien de las tres había salido con vida, fue a costa de unos cuantos meses de hospitales.
Evanston empezaba a ser considerado como un poblado de turbulenta importancia debido al ferrocarril. Éste había dejado detrás de los carriles, como un lastre inútil para su avance, todo el sedimento de los campamentos fundados durante el tendido. Muchos de los locales de recreo y vicio instalados durante las obras, de un modo anárquico y provisional, terminaron por afincarse de manera definitiva en el poblado. Éste adquiría grandes vuelos de tráfico debido a su emplazamiento estratégico, y aparte de la mucha gente que habíase quedado allí establecida, diariamente afluían nuevos marchantes, unos con ánimos honrados de establecerse y fundar sus hogares y sus negocios y otros con la intención de seguir explotando el ambiente turbio que el ferrocarril dejara y que tardaría aún bastante tiempo en aclararse.
Maury se separó de Thiess y éste echó a andar hacia el capitán de su compañía, que le buscaba para hablar con él. Pero Thiess había quedado mal impresionado con la conversación sostenida con Maury. No había mentido al afirmar que era un hombre hermético, huraño, retraído, que a la hora de pelear lo hacía con indiferencia y sin nervios, pero que a la hora de las intimidades las había rehuido como si quisiera guardar muy escondido para él el secreto de su otra vida anterior.
La unión de las dos caravanas se había efectuado en circunstancias trágicas, a mitad de camino entre Independence y Counil Grove, en el estado de Missouri. Douglas Chidsey, que caminaba por delante con veinte carretas bajo su custodia, se vio atacado por una partida numerosa de indios, cuando cruzaba casi encajonado por un terreno relativamente estrecho. Los piel rojas, dueños de las alturas, habían concentrado su ataque contra los carros, casi a cubierto contra los disparos de los miembros de la caravana y, durante varias horas, los habían tenido presa de la angustia, atacados sin defensa segura posible, sin posibilidades de romper aquel cerco y salir a terreno abierto donde defenderse con más ventaja.
Han quedado muy atrás los días febriles y belicosos en los que el valle de Sacramento, en California, fue escenario abracadabrante de escenas que a través del tiempo más parecen abortos de la fantasía de los novelistas que posibles realidades de la vida.El descubrimiento del oro volcó sobre la siempre florida California toda la gama de aventureros de medio mundo y las pasiones, los egoísmos, las ambiciones y el salvajismo de los varios y encontrados temperamentos, escribieron con sangre las más terribles páginas que una nación moderna puede conservar en su historia.Durante aquella odisea, la estampida del oro levantó en días, poblados y hasta ciudades, que parecían destinados a una vida próspera y larga y sin embargo, pasado poco tiempo, la misma furia que los levantó los abatió para siempre y en sus lugares de emplazamiento sólo quedaron el suelo agujereado como una extraña colmena y ahondando mucho, restos podridos de algunas construcciones que la devastación enterró en la tierra.
—Tome asiento, forastero —dijo el sheriff, señalando con la mano una silla junto a su mesa—. Estoy muy ocupado en este momento, pero si el asunto es breve, le atenderé. —Muchas gracias, sheriff —repuso el aludido cogiendo la silla por el respaldo—. Me llamo Edmond Cobb.El sheriff se le quedó mirando fijamente, y preguntó, indeciso:—¿Cobb? ¿Tiene algo que ver con Jack Cobb?—Soy su hermano.
Victory Hacker acariciaba con mano temblona el sudoroso flanco de su yegua, nerviosa aún a causa de la fantástica carrera que acababa de sufrir, y al mismo tiempo miraba de reojo a aquel solitario forastero, que tan oportunamente había puesto el Destino a su paso para librarla de una muerte cierta. La yegua, asustada por un lobo que les había salido al paso entre los árboles, se lanzó a una desenfrenada carrera que su mano fina no pudo detener, y yegua y jinete devoraron varias millas en un galope de vértigo sin rumbo fijo, pero que de modo inexorable les llevaba hacia una de las innumerables y profundas simas del Monte San Juan.
Bajo el verde emparrado del porche que prestaba una grata y fresca sombra, Duff Exway, el más rico y respetado terrateniente de Brownfield y cien millas en derredor, fumaba displicente medio derrumbado en una larga silla de extensión que le ofrecía holgura para estirar su larga y viril silueta, un poco pesada a aquellas horas por el calor del principio de la veraniega tarde y por la laboriosa digestión.Duff era un tipo enérgico y viril, de recio, pero flexible esqueleto, que poseía todos los vicios y las virtudes de un típico tejano.Era duro para el trabajo, enérgico para mantener la disciplina entre sus numerosísimos empleados que le respetaban y le temían a la par, porque le sabían justo, pero exigente; tozudo como una mula resabiada y socarrón cuando la socarronería resultaba para él un arma que, bien esgrimida, podía darle un éxito.
Por tercera vez en sus veintisiete años exuberantes de salud y dinamismo, Morgan Gamet había abandonado su pueblo natal para correr la aventura del oro. Atraído por la leyenda del metal amarillo que había hecho ricos a unos cuantos, pero sin contar a los que había acabado de sumir en la miseria, el vicio o el crimen, Gamet tentó la aventura de nuevo, seguro de que a la tercera iría la vencida; pero tras casi un año de esfuerzos, privaciones, miserias y penalidades, la suerte le había vuelto la espalda otra vez y, un día, como en veces anteriores, sintió la llamada del corazón invitándole al regreso. Morgan sostenía relaciones amorosas con Betsy Caret, una muchacha muy linda, hija del herrero del poblado y muchacha tan paciente, que por dos veces se había resignado a permitir que su prometido se alejase de su lado en busca de aquella fortuna hipotética, aunque su pesimismo le auguraba un rotundo fracaso.
Cuando al clarear el día, Tommy Corbell abandonaba la taberna de la única calle decente de Cisco, en el este de Utah, próximo a la frontera de Colorado, su cuerpo estaba saturado de whisky, pero sus bolsillos habían quedado exhaustos de toda clase de monedas. Los quinientos dólares que había conseguido ahorrar en unos cuantos años de trabajo en un rancho del Estado vecino, se evaporaron sobre una de las mesas de la taberna, frente a tres sujetos al parecer apacibles y nada sospechosos, que le habían limpiado de dinero, de un modo metódico y seguro, sin que él se hubiese dado cuenta de cómo sus bolsillos quedaban completamente vacíos. Quizá fue porque sus compañeros de juego eran amables y generosos y no dejaron de invitarle cumplidamente durante la larga partida. El hecho fue que, al amanecer, salía con la cabeza caliente y sin un solo centavo para poder continuar su viaje hacia el centro de Utah.
Iniciábase el año 1879 cuando en la bronca y bulliciosa ciudad de Tucson, sobre la antigua ruta rodada llamada del Overland, penetraba un tipo notable. Se trataba de un individuo alto, enjuto, cetrino, pero recio y vigoroso, debido a su áspera existencia de hombre inquieto y dinámico, gran conocedor del desierto y tipo activo que dedicó muchos años de su errante vida a tratar de descubrir en la tierra virgen algún filón de plata u oro que le hiciese rico y célebre en el transcurso de una noche y una madrugada. Vestía casi harapos. Sus ropas estaban remendadísimas con trozos de pieles, sus botas desgastadas presentaban parches mal cosidos para ocultar los agujeros, su camisa era de color tan indefinido, que nadie hubiese acertado a fijar el primitivo suyo y, en cuanto al sombrero, era un casquete polvoriento, con unas alas tan deformadas, que iban trazando un tobogán a medida que daba vueltas.
El grupo de jinetes desembocó al llano amarillo, por uno de los múltiples y ásperos desfiladeros que se abrían a lo largo del tortuoso e impresionante Gran Cañón del Colorado. Procedían del Valle del Antílope, casi en la frontera de Utah y después de haber atravesado el bermejo río, no sin muchas fatigas y peligros, trataban de correrse hacia el oeste buscando las reservas indias de Huapai, para internarse después en las fragosidades del este de Nevada.Parecían cansados y lo estaban en efecto. La áspera caminata había sido agotadora. Infinidad de horas galopando sobre un terreno nada grato, durmiendo con un ojo abierto y otro cerrado y sin descansar más que lo preciso para que sus bravas monturas no se agotasen totalmente, habían dejado a su espalda más de un centenar de millas en tres días y aún les quedaban unas cuantas jornadas de trotar para alcanzar la divisoria.
Desde lo alto del caballo, junto a la empalizada de espino que separaba los pastos del rancho «C. C.» del polvoriento sendero, Duncan Weson vio avanzar como el viento un caballo que, entre oleadas de fino polvo, se encaminaba al rancho. Cuando el brioso animal pasó como una centella a poca distancia del espino, Duncan tuvo tiempo de reconocer al jinete, aunque el corazón ya le había dicho quién era, y apretó sus duros dientes con rabia. Si había alguna persona a quien Duncan odiase con toda su alma, aquella persona era Gerald Laming, el hombre que acababa de cruzar como un meteoro delante de él.Duncan le siguió con mirada turbia hasta verlo desaparecer por una revuelta del camino y luego con voz ronca, murmuró:—Un día le desharé a puñetazos o le clavaré cinco balas en su maldito pellejo. Ese tipo es un sapo venenoso que no encierra en su cabeza un solo pensamiento decente y va a saber algún día quién es Duncan Weson.
Raf Sherman detuvo el sudoroso caballo a la puerta del hotel, en Mickelson, un poblado a orillas del pequeño Missouri, y saltando grácilmente, arrojó las bridas sobre el cuello del noble animal, y con la agilidad propia de sus veintiséis años, ganó los escalones que le separaban del hall. Mas lo hizo con tanto ímpetu a causa de la prisa que le acuciaba, pues llegaba con retraso a una cita, que sin darse cuenta fue a tropezar violentamente con una preciosa muchacha que en aquel momento iba a descender a la calzada.Raf tuvo una visión fugaz de la muchacha en el momento del choque. Alta, esbelta, rubia, con los ojos de un gris claro, el pelo peinado en dos graciosas ondas que casi la tapaban las orejas y unos labios finos, rojos y enérgicos, que dejaban entrever la doble hilera de blancos y bien recortados dientes.
—Fred… —Dígame, señorita Dora. —Acerque más su caballo; quiero hacerle unas preguntas. —A sus órdenes, señorita Dora. Fred Cleverland, azuzó un poco su precioso caballo negro y lo puso a la altura de la fina jaca castaña de Dora Murphy, la hija de Boris Murphy, su patrón. Fred era un tipo de hombre joven y no mal parecido. Andaría rondando los treinta años, era de estatura excelente, de airosa y viril presencia, moreno hasta rayar en lo cetrino, con unos ojos negros y grandes muy brillantes y un bigotito bien cuidado, que daba un aspecto más atractivo a su fisonomía.
El viejo Lee Perkis, sentado tras la mesa de su despacho del «Rancho K», acariciado su rostro duro, pero simpático, por las llamas de los leños que crepitaban alegremente en la baja chimenea abierta a su derecha, leía por cuarta vez la carta que su hermano Rock le enviara días antes desde Oakland, donde hacía un buen puñado de años dirigía un negocio maderero que le había facilitado una excelente posición social y económica.Rock se había criado con Lee en aquel bendito valle de los Ojos Negros, cerca del río Hondo, en la parte baja de California; pero, al morir el padre de los Perkis, Rock, de carácter más aventurero y menos apegado a la salvaje poesía de las montañas y los valles, decidió tentar la suerte, marchando, primero, a Los Ángeles, y más tarde, a San Francisco, donde tras rudo bregar logró ser nombrado gerente de una compañía maderera que, al florecer, gracias a la energía de Rock, hizo que éste adquiriese una gran preponderancia en la empresa, alcanzando un sueldo muy digno y un interés en el rendimiento total de las ganancias.
La cabaña de Reno Procter estaba situada en un lugar escondido en un pequeño, pero áspero monte que se corría de sur a norte, junto al curso del San Poil River, un afluente de Columbia, al norte del Estado de Washington, y en una zona donde las comunicaciones férreas no existían y las rodadas eran muy escasas.Era allí donde Reno había ido a esconder su persona un año atrás, después de una serie de aventuras extrañas, dramáticas y peligrosas, que habían cambiado el curso de su vida, al menos momentáneamente.Era allí y no en otro sitio, donde podía asentarse con relativa tranquilidad, pues su persona no era tan grata a la humanidad que hubiese muchos espacios civilizados donde él pudiese convivir con el resto de la humanidad sin verse expuesto a tener que rendir cuentas nada agradables a los hombres de la estrella al pecho.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El poblado, si podía ser considerado como tal, había nacido casi por generación espontánea, en el recodo que formaba el River Klamark, junto al macizo montañoso que lo desviaba en un curso diagonal hacia el sur. Como era ley fatal en tales casos, allí donde el metal amarillo hacía su aparición, aunque fuese en un asomo engañoso que luego habría de producir muchas desilusiones y fracasos, el hecho de que dos mineros borrachos hubiesen descubierto cuarzo de oro en las estribaciones del monte y en su euforia lo hubiesen pregonado en las tabernas de Yreka y Fort Jones, bastó para que la voz se corriera y todos los aventureros de aquella parte del norte de California, tocando con la frontera de Oregón, se lanzaran como lobos hambrientos, a picar en las estribaciones del monte y montaña adentro, creyendo que cuando ya, se habían dado por agotados los filones que podía ofrecerles el valle de Sacramento, iba a producirse un nuevo estallido como el del molino de Sutter.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Roger Dukey, el menor de los hermanos Dukey, dejó su destartalado carretón a la puerta de la taberna de Dorey, en el poblado de Garrison, al oeste de Montana, y, limpiándose con el pañuelo el sudor que inundaba sus sienes, penetró en la taberna.Garrison era un mediano poblado, al oeste del Estado, y la principal riqueza de sus habitantes estaba cifrada en el campo. Las cosechas marcaban la tónica de la prosperidad o penuria de los vecinos, según el tiempo se mostraba propicio o negativo para el campo.La familia Dukey había pasado últimamente por momentos de agobio. Sus sembrados habían acusado la sequía durante dos años consecutivos, y no sólo el dinero que tenían ahorrado se lo había llevado la escasez de cosechas, sino que el cabeza de familia, Pierre Dukey, se vio obligado a solicitar un préstamo de Don Campbell, el dueño del Banco Agrícola de la localidad.
Pegleg Brenna, se había encaprichado de Alice Dilley, la sobrina de Two Dilley, el dueño del «Diamond Rock», hija de una hermana de la fallecida esposa de Two, a quien éste había recogido en su rancho al quedar huérfana.Two era un hombre demasiado agrio para congeniar con él, y Pegleg era demasiado orgulloso y violento para aguantar intemperancias de nadie, cuando creía tener la razón. Esto hizo que habiendo actuado en el «Diamond Rock» como segundo capataz durante algún tiempo, regañase con Two cierta noche, y le enviase al diablo con todas sus reses y su rancho.Durante su permanencia en él, había simpatizado con Alice, y de una forma no muy honda parecían haberse entendido. Alice era graciosa, simpática, carecía de orgullo, y Pegleg era un muchacho dinámico y dicharachero, que había caído en gracia a la joven, y de una manera vulgar, habían entablado una relación que, si aún no había echado raíces, llevaba camino de consolidarse con el trato y el tiempo.
Sentado en el reborde de un pequeño ribazo con la pala, la azada y el rastrillo a sus pies y el mentón apoyado en la palma de su callosa y ruda mano, cuyo codo descansaba en una de sus rodillas, Errol Hunter, parecía ensimismado y muy lejos del duro y aislado lugar en que se encontraba.En su rostro atezado por el sol y la lluvia, un rostro joven, agradable, simpático, pero velado por una tristeza que más se aproximaba al dolor y la desesperación, se observaban las huellas de un íntimo y violento sufrimiento, algo que estaba minando su juventud, sus ánimos, su espíritu fuerte de trabajador del agro, algo que amenazaba con sumirle en la locura o en la muerte.
La euforia era delirante. El Norte y el Sur habían firmado la paz tan anhelada por todos y la terrible sangría de vidas y de intereses que estaba sufriendo la nación, iba a empezar a cerrarse. Los miles de hombres que gastaban y no producían, abandonarían las armas por los útiles de labor. Donde tronó el cañón vibrarían cantos al trabajo, las tierras volverían a ser atendidas debidamente, los odios y rencores se irían apagando paulatinamente; una era de paz muy necesaria para el resurgimiento de la gran nación, empezaba a alborear. En uno de los campamentos más avanzados, donde la noticia de la paz sorprendió a los enemigos frente a frente a escasa distancia, se celebraba el acontecimiento con risas, bromas, gritos, bailes y bebidas. El whisky, el aguardiente y el ron, habían surgido no se sabía de dónde y aquellos hombres duros, acrisolados en la fatiga, la privación y la lucha, se sentían como chiquillos a quienes se les ofrece el juguete más de su gusto.
Powder River, éste era el título que en grandes y negras letras figuraba en uno de los costados del edificio de la estación, un barracón largo y oscuro de un solo piso, con una larga marquesina de madera curvada a todo lo largo del barracón y recias columnas de hierro sosteniendo la tejavana de la cornisa. Debajo de ella, sobre el piso de menudas piedras aplastadas para darle firmeza, se amontonaban fardos de mercancías destinadas a los ranchos de la demarcación, a algunos poblados y a distintas granjas diseminadas por aquella parte central de Wyoming. Sobre un firme de carbonilla con traviesas carcomidas por el agua y la acción del tiempo, se asentaban los brillantes y rectos raíles del ferrocarril. Varios soportes con salientes brazos sostenían las pobres luces que alumbraban de noche la triste estación, y a media milla se asentaba el poblado, nutrido, oscuro también, con casitas bajas de un solo piso, aunque algunas de mayor prestancia salpicaban sus empolvadas calles y el río ancho, serpenteante, a veces profundo y amenazador, se deslizaba al lado contrario con dirección al este.
El doctor Hoppe abandonó su casa cerrando la puerta con inusitada violencia. Fue un portazo que hizo temblar aparatosamente los vidrios de la ventana y produjo algunas rajas más en las muchas que el adobe presentaba en la parte fronteriza de la casa. De haber podido realizar una estadística del motivo por el que aquellas resquebrajaduras se habían producido, todas pasarían al haber de los portazos que Hoppe solía dar siempre que se echaba a la calle. A su espalda, una voz ronca, aunque con cierto timbre femenino, bramó: —¡Borracho…! ¡Sinvergüenza…! ¡Un día te mataré por cerdo!
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Harlan Christie surgió por detrás de una pila de fardos de heno que se amontonaban en un lado del andén en espera de ser embarcados en algún tren de mercancías y atravesó casi corriendo el concreto del húmedo y escurridizo piso, para aferrarse al pasamanos de uno de los vagones del tren que partía en aquel momento para Phoenix. La campana había vibrado por tercera vez, el pito del jefe de estación había dado la señal y la máquina, arrojando chorros de vapor y humo por entre las ruedas, empezaba a ponerse en marcha. Cualquier mediano observador que llevase un cuarto de hora en la estación, se habría sentido extrañado de que Harlan, que llevaba tanto tiempo esperando la llegada del convoy, se hubiese distraído contemplando los fardos de heno, hasta el punto de exponerse a perder el tren. Pero en realidad no hubo descuido, ni a Harlan le importaban los fardos, si no era para usarlos como escudo protector hasta el momento justo de partir el convoy.
Aquél era el sexto vaso de whisky que Lyons Sperse había ingerido en los diez minutos que llevaba ante la barra del mostrador de la taberna de Guss. Este, inquieto, le miraba de reojo, pronto a llenar de nuevo el vaso, al menor gesto del pistolero. Le conocía muy bien para saber que no admitía demoras ni contradicciones. Su lema de expulsar a los borrachos del establecimiento no rezaba con Lyons, porque apenas le hubiese hecho la menor indicación, su rápido revólver hubiera contestado de una manera mortal y Guss, aunque valiente, no lo era tanto que se suicidase por una nimiedad, aunque fuese por mano ajena. Los ojos de Lyons flameaban como dos ascuas recién avivadas. Eran dos ojos negros y hasta bellos, como dos carburos, escondidos bajo la línea severa y poblada en las pestañas de trazo firme. Ojos de loco a veces, aunque cuando estaba sereno y de buen humor parecían sonreír, y de ellos emanaba una luz simpática y atrayente que era como un escudo tras el que protegía sus íntimos pensamientos.
Desde lo alto de un ribazo donde se había detenido a descansar bajo la grata sombra de un añoso enebro, Slash Keno, tenía fijos sus grandes y expresivos ojos en el hermoso caballo castaño, que, montado por una grácil joven vestida de amazona, había iniciado un acto de rebeldía contra su jinete. La joven había perdido el dominio del animal, el cual, furioso por algo que Keno ignoraba, se negaba a continuar el endiablado trote que había seguido senda adelante y se ponía de manos, relinchando con furia y dolor, revolviéndose airado a cada golpe de látigo que la amazona le administraba para obligarle a seguir adelante. El profundo conocimiento que el joven Slash poseía de los animales, le advertía que algo raro le sucedía al equino, algo raro que ella era incapaz de descubrir, pero que amenazaba con acabar de un modo dramático para la obstinada muchacha.
De la noche a la mañana, Hereford se había convertido en un importantísimo poblado, solamente porque a alguien se le ocurrió un día alargar la ruta de los astados y dejar a su espalda Abilene para convertir en un mejor mercado el célebre Dodge City. Este alargamiento llevaba las reses a través de la divisoria de Texas con Kansas, ya que este último Estado se había convertido en un mejor cliente para la adquisición de reses. Y Hereford, por un capricho de la ruta, dejó de ser un pueblo manso y sin vida, para convertirse en un alto o descanso en la ruta. En las afueras del poblado podía el ganado tomarse un descanso después de saciar su sed en el río Castro y, luego, lanzarse a través de la divisoria camino de Dodge.
El llamado pomposamente Hotel Imperial de San Francisco en aquella época en que el «rush» del oro se hallaba en pleno estallido, era un gran barracón de madera casi improvisado para no perder el tiempo y ponerlo en explotación. Si bien como comodidad dejaba mucho que desear, precisamente porque su dueño sólo se había preocupado de, que construido sobre la marcha para no perder un día en sacarle el jugo prometedor que la escasez de alojamiento brindaba, era no obstante el mejor de cuantos se abrían de la noche a la mañana, con objeto de acoger de algún modo a los muchos mineros y aventureros o arriesgados hombres de negocios que acudían al improvisado Eldorado en busca de fortuna. Poseía dos pisos sobre la planta baja y unas ochenta habitaciones repartidas entre ambos. Quizá por esto, siempre se hallaba concurridísimo y su clientela era la más escogida del afortunado poblado, si por clientela escogida se entendía los que poseían más dinero para pagar los precios astronómicos que regían en sus tarifas.
El hotel Oregón, en Baker —el único poblado de importancia en aquella parte del Estado, a menos de cuarenta millas de la divisoria de Idaho— hallábase aquella mañana de mediados de mayo muy concurrido. Lugar estratégico para el comercio ganadero de las inmensas praderas que descendían hacia el Sur, era el punto de cita obligado, no sólo para ganaderos y peones, sino para traficantes, vividores, vagos, tahúres y gente dispuesta a vivir más del trabajo extraño que del esfuerzo propio. Sobre las once, un jinete, con la montura cansada, cubierta de polvo, acusando las huellas de una dura jornada, se detuvo ante el sombrajo del hotel, y apeándose dejó las bridas sueltas sobre el cuello del caballo. Luego, avanzando firme, taconeando con fuerza sobre el hueco maderamen de la falsa acera, fue a detenerse ante el pequeño mostrador del hotel. Se trataba de un joven flexible, alto, escurrido de caderas y moreno de tez; de rostro alargado, barbilla saliente, pómulos un poco pronunciados y ojos negros y brillantes. Su atuendo, vulgar y no muy bien conservado, le denunciaba como cowboy; un cowboy de piernas un poco arqueadas por el continuado uso de la silla, con altas botas, y espuelas largas y afiladas, rematadas por estrellas en los altos tacones.
La panadería de Morgan Lyttelton estaba situada en Kearney Street, en San Francisco. Era un establecimiento que, aunque denominado panadería, sirvió de comedor a cierta clase de clientela que acudía allí a las horas del almuerzo, a solazarse con la módica pero sabrosa cocina preparada por el propietario, un viejo ex soldado un poco cojo, que había luchado en la guerra civil retirándose después de terminada la contienda a San Francisco, donde instaló su modesto establecimiento del que no tenía queja alguna, pues le rendía lo suficiente para vivir sin ahogo.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Días después fueron algunos de sus propios hombres los que, ignorantes de las secretas intenciones que abrigaba su jefe respecto a Bernardette, se permitieron ciertos excesos con ella. No fue precisamente beber y rehuir el pago, pero su actitud cruda y grosera fue una ofensa que encendió en ira a la muchacha. Encarándose a ellos, advirtió: —Midan su comportamiento si no quieren que yo también de muestras de que sé ponerme a tono con la situación. Si tuviesen de hombres algo más que la ropa que llevan les daría vergüenza no saber respetar a una mujer. Uno de los de la pandilla, repuso burlón: —Nosotros sabemos tratar a las mujeres con toda delicadeza y si lo dudas, te lo demostraré. Estate ahí quieta y verás con qué dulzura te daré un beso.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Patrik Miller llenó las grandes copas de whisky por sexta vez y ofreciéndoselas a sus comensales, exclamó: —Beban, señores, podemos y no podemos entendernos en este asunto, pero no quiero que se diga que Patrik Miller, agota la garganta de la gente para vencerlas por cansancio, sin ofrecerle todas las garantías para que desarrollen su elocuencia. Patrik Miller era un ranchero gordo, colorado, fuerte como un toro, de cejas pobladísimas, crespo bigote un tanto canoso y ojos grises de mirar duro. Poseía un rancho a dos millas de El Paso y aunque su hacienda era valiosa y hacía pingües negocios con el ganado, gozando de una gran influencia en la región, se murmuraba que la base de su fortuna no era muy limpia y que en su blasón de ranchero había algunos cuarteles tan oscuros de descifrar, que si alguien hubiese podido limpiarlos quizá encontrase debajo ciertas escenas de abigeo y cuatrería, que deshonrarían su escudo de armas. Pero estos cuarteles los había enmohecido el tiempo cubriéndoles de una pátina piadosa de olvido, y la gente, atenta al momento, no se detenía a volver la vista atrás para exhumar recuerdos tristes y agrios, que acaso el ranchero podía impedir contando con su influencia y un equipo duro y pendenciero.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Meeker era un poblado olvidado de la mano de Dios en el noroeste de Colorado, en un gran vano casi vacío, en el que el Witer River y el macizo montañoso de Danforth eran el salvaje y duro escenario donde habían de desarrollarse sucesos dramáticos a tono con la dureza del paisaje. En la parte llana desde el río, a la falda del monte y en las planicies que los, accidentes de la parte baja del monte lo permitía, se desparramaban las reses de unos cuantos heroicos rancheros que habían afincado en aquel terreno, casi hostil, al amparo de usufructuar las tierras libres del Gobierno mediante arriendos que les consentían criar ganado sin verse obligados a gastar un dinero que no poseían en adquirir en propiedad los terrenos de pasturaje. El total de rancheros asentados en aquel terreno de las reservas no llegaba a la docena y si se exceptuaba a George Bentley, que era el más rico, el más poderoso, el que más reses poseía y el que más terreno detentaba, el resto eran pequeños rancheros que vivían con bastante aprieto en la mayoría de los casos.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
BUCK JOYCE, sentado tras su mesa, en el amplio y bien amueblado despacho de su casa particular en Santa Bárbara, levantó sus lentes con armadura de oro, colocándoselos sobre la frente, como si por ella fuese a ver mejor al médico de la familia, que se hallaba sentado en un sillón a su derecha, y con voz que temblaba, a pesar de su intento de darle firmeza, pudo al fin balbucir: —¿De verdad, doctor, que… está usted seguro de… eso? El doctor, con acento paternal, se apresuró a contestar: —Escúcheme, señor Joyce; no trato de alarmarle como medida preventiva para después aumentar sus zozobras, al contrario, lo que trato es de prevenir ahora que es tiempo. Puedo asegurarle que lo que padece su hijo no es grave en este momento, pero, si se le abandona, si no se toma una medida drástica para atacar el mal y vencerlo, yo declinaré mi responsabilidad sobre el futuro.
OSCAR FARRELL, propietario desde hacía más de una docena de años de una ferretería en una de las calles del distrito 20 de Chicago, se asombró cierta mañana cuando al tomar su correspondencia se encontró entre ella con una carta que decía: «Al señor Oscar Farrell, para ser entregada a su sobrino Clay Kinney.» Oscar se rascó el entrecano y duro pelo dando vueltas a la misiva. A la espalda del sobre aparecían las señas del remitente, un tal Leo King, abogado y notario de Kendrick, en Colorado. El nombre del poblado trajo a su memoria ciertos recuerdos de familia casi olvidados. En Kendrick se hallaba establecido como ranchero un ciudadano llamado Kik Kinney, hermano de una cuñada suya ya fallecida. Kik, si las cosas no habían variado desde hacía muchos años que no tenía noticias de él, era un solterón adusto y agrio que en su juventud no encontró una mujer capaz de aguantarle y cuya familia, empezando por sus dos hermanos, James y Ana, estuvieron distanciados de él a causa de su carácter. Los dos habían muerto y de James había quedado un hijo, Clay, para quien iba dirigida la carta.
El cuadro que se desarrollaba a los ojos del curioso espectador ajeno a él, era pintoresco y bullicioso hasta marear. Toda la orilla del sucio y poco caudaloso Big Blue, al otro lado de Beatrice, en el sudeste de Nebraska, apareció superpoblada de carros entoldados, carretones de pesadas ruedas recubiertas de llantas de hierro sin engrasar, de carricoches destartalados que amenazaban ruina y se mostraban al parecer incapaces de realizar una caminata de una docena de millas y de otras clases de vehículos más o menos seguros y ligeros, que parecían reunidos allí para dar una sensación variada y extravagante del ingenio de los constructores de toda clase de medios de transporte.
Sin poder precisar cómo, medio censo de los habitantes que componían el poblado de Waynoka, a dos millas escasas del río Cimarrón, en el norte de Oklahoma, se había reunido como por encanto en la gran plaza del mercado, frente a las oficinas de Lebaron, el sheriff. La voz popular había corrido el rumor de que en plena plaza se iba a ventilar un asunto demasiado espinoso y los vecinos no querían perderse el espectáculo. Formando un ancho círculo frente al bajo edificio habían dejado libre un vano, dentro del cual podían distinguirse un ternero atado a una talanquera y cuatro individuos, que, al parecer, eran los protagonistas del drama. El cuarteto era muy variado; lo componían en primer término, Gary Salk, un muchacho de unos veintitrés años, alto, flexible, guapo, bien vestido, correcto de facciones, tímido de ademanes y, al parecer, demasiado azorado de verse allí rodeado de tanta gente.
Los turistas que en la actualidad sienten el capricho de viajar y hacer una visita a los dominios del Canadá, atravesando toda su extensión de Este a Oeste, desde Ottava o Montreal hasta Vancuver, en la Columbia Británica, pasando por Winnipeg, Regina y Edmonton, todo lo encuentran fácil y cómodo, amable y extraordinariamente organizado. No hay dificultades para nada, no hay obstáculos ni contratiempos, ni pegas. Los 4.200 kilómetros de banda de acero que unen el Atlántico con el Pacífico se deslizan majestuosos, bravíos, atrevidos, reptantes o descendentes, salvando toda clase de contratiempos que la naturaleza salvaje parece querer oponerle para su paso y la formidable organización de la Canadian Pacific Exprés Company todo se lo da resuelto con sus líneas aéreas que abarcan todo el país, su cadena de grandes y lujosos hoteles, sus 34.000 kilómetros de carreteras auxiliares, sus casas de cambio para toda clase de monedas, sus enormes servicios de autobuses, su cuarto de millón de líneas telegráficas que no dejan un solo rincón incomunicado y cuanto un hombre pueda soñar y necesitar para su máxima comodidad.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
La Guerra de Secesión había terminado. Tras tres interminables años de lucha entre un sentimentalismo humano y un egoísmo mal entendido, el Norte se había impuesto al Sur aplastándole en sus aspiraciones de eternos esclavistas. Los hombres generosos que entendían que la opresión del hombre contra el hombre, no tenía razón de ser, habían triunfado tras un derroche de sangre y de oro que costaría mucho tiempo y muchos sacrificios enjugar, pero se sentían contentos del triunfo, porque éste les recordaba la iniciación de su propia independencia. Ellos habían luchado muchos años antes por emanciparse de un yugo tiránico que entendían no tener razón de ser y quizá por este mismo recuerdo habían luchado altruistamente por la libertad de los negros dentro de su mismo territorio. Si ellos repudiaban una tiranía extranjera, era justo luchar contra una tiranía dentro de su propia estructura nacional. Pero este triunfo iba dejando después de la paz un sedimento de guerra difícil de resolver, sedimento que sólo el tiempo podía aquietar, pero no sin sangre.
El hotel Boston, de Saint Louis del Missouri, hallábase aquel día concurridísimo. Lugar estratégico de la zona, afluían a la tan importante ciudad toda clase de elementos a quienes sus negocios llevaban allí imperiosamente y así podían verse confundidos, madereros, traficantes en pieles, comerciantes, banqueros y hombres de negocios, algunos rancheros adinerados de aquella parte del Estado y elementos que sin actividades definidas encontraban en Saint Louis ancho campo a sus actividades y diversiones. El río era un elemento activo de tráfico y negocio, y la densidad de población un imán para los que disponían de medios de fortuna para distraerse. Quizá por esta causa la aglomeración era grande y los intereses muy encontrados. De Saint Louis partían las caravanas hacia el interior, camino del Oeste; ricas y pesadas caravanas que empleaban un tiempo precioso en sus lentísimos viajes y que por ello impedían una mayor actividad en los negocios y un más rico florecimiento de la industria.
Cuando Nickson alcanzó sus oficinas se encontró sorprendido al descubrir un caballo con arreos militares trabado a la puerta y a un capitán del noveno de caballería paseando con impaciencia. El oficial, apenas descubrió al sheriff, avanzó hacia él, diciendo: —Gracias a Dios, sheriff. Llevo una hora esperándole. —Lo siento, pero estuve cumpliendo con mi deber que no es muy grato que digamos. Pase, haga el favor. Le llevó a su despacho. Allí le indicó una silla, diciendo: —¿Sucede algo, capitán, que requiera mi intervención?
Inclinado sobre el mostrador del almacén de Goliat, en Los Olivos, un pueblo bastante importante próximo a la costa salvaje, se hallaba Sol Holt. La postura de Sol, vista desde fuera, resultaba un poco ridícula, porque para acodar sus brazos en el tablero del mostrador y apoyar en las palmas de sus grandes manos el saliente y firme mentón, se había visto precisado a formar un pronunciado arco con su cuerpo, única forma de adoptar aquella postura contemplativa. Frente a él, empezando a impacientarse por la flema de Sol, se encontraba Ellen, la sobrina del dueño del almacén; una morena de estatura media, muy bien formada de cuerpo, con un óvalo perfecto de cara, unos ojos picaros y aterciopelados, velados por las grandes y rizadas pestañas y una boca pequeña, de labios carnosos y dientes iguales, que parecían perlas tras las hojas abiertas de un clavel reventón.
En la noche azul, el panorama caótico del tendido de la línea férrea se difuminaba confusamente al resplandor lunar que surgía tras la mole sombría de los montes lejanos. Todo el aparato bullicioso y atrabiliario de aquel campo ferroviario, en plena vorágine de trabajo, se aplastaba en las sombras difusas, desvaneciéndose como avergonzado del caos y la confusión que reinaba en él. Las vagonetas abandonadas, las enormes pilas de traviesas, los carriles amontonados, la piedra machacada para rellenar el firme, el herramental sin vigilancia a aquella hora del descanso nocturno, todo yacía en confuso desorden, dando la sensación de que no habría cerebro humano capaz de orientar todo aquello y sacar de aquel maremágnum algo práctico para la línea.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Una gran carreta tirada por los dos recios y pacientes bueyes que la habían arrastrado más de un centenar de millas, se detuvo en lo alto de la meseta enfrentándose con la senda áspera, tortuosa, en un bravo declive que por brusco imponía respeto. Deslizarse por aquella rampa en la que el vehículo forzosamente tenía que inclinar su peso contra la yunta haciendo más comprometida su marcha, era un terrible peligro. Bertrand Woolloott, su propietario, no sólo lo comprendía así, sino que lo había estado ponderando todo el viaje, pero no existía otra solución si no quería renunciar al vehículo tan precioso para él, e incluso a todo lo que portaba. Había sido aquél un viaje impuesto por dramáticas circunstancias. Algo que el destino dispuso así como expiación a ciertas faltas de Bertrand que debía purgarlas de algún modo, aunque en realidad no merecía tan severa prueba.
El prólogo de los sangrientos sucesos que habían de desarrollarse dos años más tarde, a muchas millas de distancia, se inició en San Antonio y tuvo por escenario el As de Piqué, de la tumultuosa ciudad. Era la época inicial en que los hatajos emprendían la ruta de Abilene a millares, y los rebaños empezaban a lanzarse a la pradera, al principio de primavera, para estar afluyendo como un río desbordado, hasta que, ya avanzado el otoño, se secaba la hierba, los fríos y las nieves se enseñoreaban del paisaje y la ruta se hacía prácticamente impracticable para hombres y ganado. Aún las reses no se habían corrido hacia Dodge City y mucho menos, a Wichita. Eso ocurriría bastante después y la ola de invasión quedaría circunscrita al territorio de Texas.
Anaconda se había convertido en un poblado bastante importante del Oeste de Montana, por uno de esos caprichos que la suerte suele otorgar a boleo. Las minas de cobre descubiertas en Buttle, a no mucha distancia de allí, el incremento que la población minera iba adquiriendo y el hecho de haber instalado las oficinas de la más importante compañía explotadora del cobre en Anaconda, hicieron el milagro de convertir un poblado casi insignificante en un centro de importancia y movimiento, cuyo aumento de población y riqueza debía repercutir, como era lógico, en toda la vida íntima del poblado.
La diligencia que hacía el recorrido de Sur a Norte, para morir en los pueblos solitarios faltos de comunicación en la parte del Llano Estacado, había detenido sus sudorosos caballos ante el puesto de recambio en la plaza principal de Albuquerque. Vehículo fuerte, pero pesadísimo, de recios costillares, alta baca y ruedas enllantadas en hierro, era capaz de resistir las más duras jornadas, aunque sus ocupantes más sensibles llegasen con los huesos molidos a sus puntos de destino. El vehículo se detuvo entre un estrépito de campanillas, piafar de caballos sudorosos y maldiciones del barbudo mayoral, que, en cuanto a frases pintorescas, agresivas y malsonantes, era una verdadera enciclopedia del Oeste.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Nadie se explicaba cómo Adele Novak poseía coraje y agallas para mantenerse en aquella endiablada zona del Humboldt, recién bautizada con el nombre de City Sol, debido a que el poblado había nacido como surgido, inopinadamente, del fondo de la tierra, a muy escasa distancia de la montaña del Sol, cuya cúspide rocosa y árida, se erguía hacia el Este, formando una sierra dentada, la cual perdíase de vista a uno y otro lado, sin que desde allí se pudiese abarcar su fin. Quizá ello se debiera a que Adele habíase establecido allí cuando aquello era un paraje, solitario, en el que merodeaban, famélicos y derrotados, un puñado de buscadores de minas sin fortuna. Adele había llegado a aquel lugar un día con su marido, un buscador joven e intrépido que, meses más tarde, moría envenenado por la picadura de una diminuta, pero terrible serpiente. Las ilusiones del minero quedaron cortadas por el veneno y Adele, viuda en plena juventud, pues apenas si frisaba en los treinta, se preguntó qué debía hacer, al verse sola en aquel paraje inhóspito y alejado, sin un hombre que cuidase de ella y le procurase lo más preciso para su subsistencia.
Jack el Lobo, se vio ingratamente sorprendido cuando tras envidar alto una jugada en la que tenía en sus manos una escalera de color que le facilitaría una hermosa ganancia, oyó una voz a pocos pasos de él, que decía con acento frío y cortante: —Jack: cuando hayas recogido tus ganancias, levanta los brazos y entrégate. Te ha llegado la hora de rendir cuentas, como las han rendido casi todos tus compañeros de banda. El lobo era un hombre frisando ya en los cincuenta, de estatura media, fornido, de piernas estevadas debido a sus muchas horas diarias seguidas de cabalgar sobre la silla. Su rostro era cetrino, curtido por vientos, soles y tempestades, y por muchas noches durmiendo a la intemperie, en los riscos y en las cuevas de las más abruptas montañas. Sus ojos grises, poseían un mirar duro y agresivo, y sus labios eran gruesos y groseros. Presentaba algunas ligeras cicatrices, una en la frente y otra en una mejilla, y sus manos eran grandes, sarmentosas, pero de dedos como garfios.
STEVE Lamont sorbió ruidosamente, agitando con un tic nervioso las aletas de su ancha nariz, se pasó la callosa mano por los labios en un movimiento mecánico de perplejidad y estrujando un pliego de papel que acababa de releer por cuarta vez, masculló con voz ronca...
La audacia y el valor, los dos más preciados elementos que puede poseer el hombre para triunfar en empresas duras y peligrosas, había llevado a muchos colonos del Este de Norteamérica, a pretender ganar para la civilización y el progreso, rutas y terrenos que, como en los cuentos de hadas, les estaba vedado traspasar, porque al otro lado de la frontera delimitada por las aguas del poderoso Ohio, velaban arco y lanza al brazo, unos hombres duros, crueles, salvajes y sanguinarios que, considerándose dueños de aquel terreno por la voluntad de Dios, no estaban dispuestos a cedérselos a los «rostros pálidos», mucho más si se tiene en cuenta que éstos, manifestándose superiores en todo a los “pieles rojas”, habían pretendido apropiárselos sin más compensaciones que un derroche de balas de plomo como argumentos contundentes para ratificar sus conquistas.
UD Raines había nacido con el "Colt" en la mano, según afirmación unánime de todos los habitantes de la región. No nos atrevemos a asegurar que materialmente esto hubiese sucedido así, pero metafóricamente, nadie se hubiese permitido asegurar que no fuese cierto. La mañana que vino al mundo en un alegre pueblo pegado a uno de los grandes recodos que forma el río Colorado, denominado Gran Canyon, entre las reservas indias de Havasupai y el pequeño Colorado, su abuelo, el viejo Kelly, afirmó muy serio al observar que Bud venía al planeta mordiéndose ferozmente ambos puños...
RHAYS Moon, con los codos apoyados hacia atrás en la repisa de la chimenea, la negra pipa entre los dientes y un gesto de fastidio en los labios, escuchaba pacientemente la catilinaria que su padre James Moon le estaba colocando y que, de haberla catalogado, haría el número enésimo de la lista. Rhays era un tipo de muchacho fuerte y sano. Más bien alto que delgado, flexible de cintura, pero ancho de espaldas y duro de músculos
JULIO de 1878. Un sol de infierno vertía sus abrasadores rayos por la oscura cinta del río Missouri peligrosamente interceptada por multitud de troncos de árbol que, al ser arrastrados por la corriente, se clavaban en el fango del río, mostrando sus remates a flor de agua y haciendo a veces peligrosa la navegación. El fuerte Pierre, amplia construcción de adobe, piedras y tierra amasada, con sus bastiones y sus blancas murallas refulgía al sol de la mañana sobre la eminencia en que estaba asentado, y, lejos, el paisaje árido, monótono, compuesto por conos y montículos pelados, reverberaba al beso del astro rey como un paisaje de maldición. En torno al fuerte se observaba una animación inusitada.
ABRIL se batía en derrota; seco, caluroso, polvoriento, dominado por una sequía pertinaz que agostaba los campos, doblaba las mieses abrasadas por el sol prematuro y menguaba los cauces de los arroyos que bajaban de las quebradas y los farallones. Pese a que la Naturaleza se manifestaba con brusca hostilidad, aquel año de 1889 quedaría grabado en la tierra y en la historia como uno de los más fecundos y grandiosos de Norteamérica.
ARRASTRANDOSE como un auténtico topo por el hueco de la estrecha mina socavada en la roca viva para profundizar en el corazón de la ingente mole roquiza y poder colocar los barrenos eficientemente, Alan Bolays surgió a la luz de la mañana suave y gloriosa, con el enmarañado cabello polvoriento, las descuidadas barbas que no se rasurara desde hacía más de un mes, con una costra de tierra húmeda que formaba pegotes pringosos junto a sus labios a causa del sudor, y su destrozada camisa de franela, que un día fuera a grandes cuadros azules con franjas rojas, convertida en un verdadero guiñapo.
SILVYA no había quedado muy tranquila con la excusa que Alan le había dado para justificar su salida. Nunca el «topo-roquero» acostumbraba a marchar a tales horas a la orilla del río, y menos con el revólver al cinto, y una viva inquietud se apoderó de ella al verle partir. Pero, algo tranquilizada por la dirección que le viera tomar, decidió entregarse a los quehaceres de la cabaña, esperando su regreso, pues no dormiría sosegada hasta saberle de regreso.
TIRÓ nervioso Kane Havillan de las bridas de su caballo y obligó al animal a detenerse después de la briosa carrera que había llevado desde San Michael y, volviendo la cabeza hacia su compañero, que se vio obligado a imitarle para ponerse a su lado, rompió a reír jovial y estrepitosamente.
KIRIAN Grey era un espíritu arbitrario. Poseía nervio y decisión, veintitrés años salvajemente educados sin trabas ni frenos, un cerebro fecundo para resolver por las buenas o las malas las situaciones más caprichosas que podía ofrecerle el destino, una mano rápida y segura para manejar un arma si se le impulsaba a discutir ciertos puntos de vista antagónicos a tiros y una indiferencia rayana en el escepticismo para tomar la vida según se le presentaba, sin hacerle muchos ascos a los vaivenes de la fortuna.
GLEN Whiten depositó sobre el tablero de su mesa de despacho el telegrama que acababa de recibir, y con la espalda apoyada en el reborde, encendió lentamente su pipa y se entregó a una honda reflexión Aquel telegrama venía a complicar un poco más de lo que ya estaba su dinámica e inquieta vida, dominada por serios problemas dimanantes del negocio e incluso de la situación geográfica del rancho.
UN viento huracanado y silbante como la respiración fatigosa de un monstruo invisible soplaba sobre la agria y dilatada llanura. Era un viento cálido y abrasador que arrastraba un polvo arenoso de muchas millas más atrás y que a trechos, lo descargaba sobre la dura y agrietada tierra como una maldición, para contribuir a hacer más árido y mísero aquel terreno.
SE detuvo la diligencia en uno de los lados de la plaza Arkansas en Higbee, no sin que el barbudo mayoral se viese obligado a emitir una bonita y pintoresca sarta de juramentos de lo más escogido del Oeste, para convencer a los cuatro poderosos caballos de que debían dejar quietas las moscas que picoteaban sus flancos, para que los viajeros pudiesen descender desde el pesado armatoste.
SETH Hockley, dándose aire con las alas de su polvoriento sombrero para ahuyentar las pegajosas moscas que zumbaban en torno a él, se adentró por la populosa calle de San Antonio, arrastrando sus pesadas y altas botas por la espesa capa de cieno molido de la calzada, echando intensas ojeadas a derecha e izquierda.
DAVE. Harvey frenó débilmente el caballo, y cuando éste se detuvo en aquel áspero repecho del monte, intentó descender normalmente, pero era tal la fatiga, el cansancio, el dolor que sentía en su oprimido pecho y la depresión nerviosa que le embargaba, que al poner el pie en tierra sintió vacilar sus piernas, y sin poder impedirlo, cayó rodando, para quedar casi aplastado sobre el duro piso, con el dolorido pecho apretado contra el esquisto y un jadear angustioso que le asfixiaba.
JOHN King leyó por segunda vez la carta que le enviaba su viejo amigo Cherry Wolfe, establecido en Sprigenton, al este del Nueces y al oeste de Rio Grande. Era una carta desalentadora en la que el viejo e infatigable ranchero se sentía vencido e impotente para defender una propiedad, que tantos sudores le había costado levantar y en la que había puesto todo su cariño.
Tex Cleveland quedó erguido en lo alto de una loma, contemplando el dilatado y verdegueante paisaje que se extendía a sus pies. Mucho le habían ponderado a través de toda Montana la salvaje y bravía belleza del llamado Valle del Sol, pero ahora que lo abarcaba casi en toda su dilatada extensión, comprendía que el elogio resultaba pálido ante la realidad que se le metía en las retinas, inflamadas de oro de sol.
HARRIS Wape detuvo un momento su carreta en la polvorienta senda de la carretera, si así podía llamarse a una cinta estrecha llena de baches entre la abrasada y salvaje hierba de la pradera, y escuchó atentamente. Le había parecido percibir un débil gemido detrás de un declive del terreno y su oído, agudizado por el peligro de rodar por lugares expuestos donde los indios en particular eran los elementos más peligrosos que podían surgir a su paso, se mantuvo tenso con el rifle de dos cañones en la mano y la mirada paseante por todo el paisaje que era capaz de abordar.
TED Salma estaba apoyado indolentemente sobre uno de los recios palos que formaban el sombrajo del hotel Arkansas. Ted era un tipo alto y flexible, fino de manos y suave de facciones. Parecía un tahúr refinado en su aspecto, por la mirada fría que brillaba en sus ojos, la finura de sus dedos largos y afilados, su melena rizada que caía indolente sobre su cuello, medio ocultándolo, y el bigote sedoso que adornaba su labio superior.
HACÍA un calor de infierno. El cielo, completamente gris, amenazaba con romper en una lluvia infernal como solía suceder en aquella parte del Gran Cañón del norte de Utah. Las nubes, aquietadas en el espacio a falta de aire que las empujase, descendían por su propio peso como si pretendiesen fundirse con los agrios picachos de montes y lamer el amplio desierto que iba quedando atrás en la zona de los ásperos y peligrosos cañones.
SAN Antonio de Texas, 1880. Un pueblo y una fecha en la que casi se puede afirmar que culmina toda la historia áspera, salvaje y sangrienta de aquella parte del sur de Texas, que tantos motivos dió para emborronar cuartillas tratando de pintar, de un modo pálido junto a la realidad, lo que, en un área de cien millas cuadradas, sucedió en esta parte del último tercio del pasado siglo.
EDITH Toler penetró en la plaza de la iglesia, graciosamente montada en su braceante jaca pía y se encaminó directamente hacia el hotel del Valle. Cuando cruzaba por el callejón de los Apaches se había quedado un tanto sorprendida al captar el alegre rasgueo de una guitarra—cosa un tanto desusada en aquel trozo del valle de Wasaton en Utah—y mucho más al percibir la voz viril un poco atenorada de alguien que, con despreocupación, desgranaba una tonada en español acompañada por el ritmo de la guitarra.
LA hacienda Norris, en el este de Arkansas, había sido como tantas otras, víctima de los furores de la Guerra de Secesión. El fluctuar de la lucha la había asolado bárbaramente y cuando Norris, después del éxodo, regresó a su granja, comprobó con dolor que sería mucho lo que tendría que trabajar y luchar para rehacerla si llegaba a conseguirlo algún día.
OLAF Witney, luciendo en la bocamanga de su chaqueta color marrón el galón rojizo de cabo de la Policía Forestal californiana, se hallaba erguido en la silla de su caballo debajo de una sequoia de tronco gigante, cuyas ramas, a una altura que pasaba de los ochenta metros, se perdían formando bóveda y ensombreciendo el terreno. En derredor, los colosales y extraños árboles, únicos en aquella parte de la región, se dilataban como un ejército exótico y milenario que escapaban a toda comprensión.
NO era muy variado el paisaje que se desarrollaba a la vista de los viajeros por aquella parte del sur de Missouri. Desde que la diligencia saliera de Springfield hacia la divisoria de Arkansas, sólo se extendía a su vista un terreno bastante llano, turbado a veces por ligeras depresiones o amarillentas colinas perdidas en la pradera, que apenas si tenían fuerza para romper la árida monotonía del camino.
AUN brillaban con fuerza las estrellas y cortaba el viento en aquel colgado refugio del macizo Big, en la Sierra Nevada, cuando Klaus McCarthy despertó sobresaltado al recibir en su sucio y curtido rostro la sensación de un pequeño golpe que había cortado su ya de por sí ligero y accidentado sueño. Tumbado sobre el hacinamiento de hierba reseca y medio liado en su manta, su primer movimiento instintivo fue echar mano a los revólveres que, cargados hasta la boca, yacían junto a su mano. Sabía que en ellos estaba la defensa de su vida y no se apartaba de ellos cinco centímetros, ni para descansar lo más preciso.
AQUEL edificio de regulares dimensiones en realidad sólo era un barracón de sólida madera con un amplio porche corrido y una tejavana que resguardaba del sol y de la lluvia. El porche no podía estar mejor aprovechado: en su parte central se abría un vano de puerta en cuyo fondo se hallaba instalada la pequeña estación telegráfica del poblado; al interior, un mostrador corrido de pared a pared cortaba el paso de los clientes y, a un lado, descansaba sobre una mesita el pequeño aparato que ponía en comunicación el poblado con todo Texas y, si era necesario, con el resto de los estados.
EL Refugio, la cantina que se erguía a más de una milla del poblado, a un lado de la senda rocosa, se hallaba aquella noche de un terrible mes de enero muy animada. Por las ventanas del piso superior salían los reflejos anaranjados de las lámparas de petróleo encendidas para iluminar el gran comedor y el reflejo, al abarcar la parte externa, ponía tonos anaranjados en la blancura de la nieve, sobre todo en los lugares no pisoteados por los cascos de los caballos.
CON un vaso de aguardiente delante de él sobre el tablero de la mesa y la pipa entre los dientes, Hirian Wallon parecía meditar, mientras una semisonrisa irónica florecía en sus labios. Hirian era un muchacho ya frisando en los veintisiete años, de excelente estatura, de esqueleto bien conformado y de movimientos flexibles y elegantes. Moreno de tez, con ojos negros y grandes en los que brillaban chispitas doradas que parecían prestar sonrisa a sus pupilas y de pelo negro y algo rizado, constituía un tipo de hombre bastante atrayente.
LA llegada de un emisario procedente de Forth Stephens a su inmediato puesto en Forth Elder, situado a más de doscientas millas del primero, no iba a ser muy grato para algunos de los caravaneros y marchantes recién llegados a este último fuerte. El emisario era portador de órdenes concretas relacionadas con algunos de ellos y las órdenes que portaba amenazaban con ser el prólogo trágico de una violenta odisea, en la que la muerte debía jugar un importante papel.
ALBOREABA el año 1861. Las calles de Nueva Orleáns, la bella e industriosa ciudad de Luisiana, junto al caudaloso Mississippi, se hallaba poseída del más agudo nerviosismo. Por sus calles amplias, soleadas por el sol de marzo, salpicadas de bellos y arrogantes edificios, circulaba una multitud enfebrecida, en la que el elemento femenino daba colorido al ambiente, en una amplia y excitada representación. Eran los días tremantes en los que los estados del Sur, sin entenderse con el gobierno federal en el arduo problema de los esclavos negros, se hallaban dispuestos a lanzarse a la peligrosa aventura de una guerra civil, solamente para defender aquel inhumano fuero de la esclavitud, tan arraigado en el espíritu altivo de la nobleza—nobleza en dinero y plantaciones—de los estados sureños.
EL herido respiraba con dificultad y se quejaba débilmente, tratando de arrancar de su pecho la venda que el médico le había colocado dos horas antes, después de una dolorosa labor para extraerle la bala que le había quedado clavada en el pecho. La angustia y el escozor que sentía en la herida le producían tal sensación de angustia que parecía que nadie podría contenerle. Se retorcía en el duro lecho, en tanto Martha, su madre, con paciencia infinita, apelando a sus fuerzas y sus recursos amorosos, trataba de hacerle comprender que si quería salvar su vida debía ser fuerte, aguantar el dolor y no realizar aquellos esfuerzos que volverían a abrir la herida trágicamente.
SOBRE uno de los extremos más salientes de la mesa de bacarrat yacía, inclinado de bruces, el cuerpo de Carl, el tahúr. Había recibido dos balazos en el corazón, y su agresor, el temible Guy Cannon, permanecía en pie frente al caído cuerpo, en la parte contraria de la mesa, empuñando el aún humeante revólver. Un silencio de muerte, muerte verdadera, se había impuesto entre los muchos puntos que rodeaban la mesa, ante la veloz agresividad de Guy disparando sobre Carl, cuando éste pretendía estirar el brazo con la raqueta para arrastrar la postura de Guy.
Benise era una muchacha de estatura media, firmemente configurada de cuerpo; su cabeza altiva y erguida denunciaba la energía y tesón de su linda propietaria y en muchas millas a la redonda, no sólo era conocida y admirada por su porte y sangre mezclada con pólvora, sino que muchos se hubiesen sentido muy dichosos si ella, menos esquiva, les hubiese admitido como pretendientes a su corazón. Era morena, de un moreno claro muy sugestivo. Sus ojos eran grises, burlones y reidores y sus labios, finos, carnosos y bien dibujados, se plegaban de continuo en una sonrisa irónica, que era como el espejo claro de su alma y su espíritu.
En el rostro moreno y enérgico de Hume, no se reflejaba la más leve sensación que acusase lo que las palabras del coronel le producían. Era el tipo clásico del militar frío y recto, para el que las órdenes eran simplemente órdenes sin que en nada influyesen en sus sentimientos personales. Él no tenía criterio. Era un militar supeditado al mando y la responsabilidad de los mandatos recibidos, si eran cumplidos al pie de la letra, incumbían por entero a la superioridad. El coronel mostraba extendido sobre su mesa un gran plano de Dakota, sobre el que iba subrayando con la punta de su lápiz los lugares que indicaba. Aunque el plano lo viese Hume del revés, lo conocía tan bien, que a ojos cerrados hubiese marcado todos los lugares estratégicos del mismo.
A la suave luz del atardecer de un caluroso día de agosto, un jinete montado sobre un brioso mustang , rubio como un campo de trigo en sazón, coronó lo alto de una loma y se detuvo en su cima, llevando ambas manos a su moreno rostro para formar pantalla y proteger sus ojos de la roja lumbrarada del sol que le hería de frente, impidiéndole contemplar a su guste todo el dilatado paisaje que se abarcaba desde aquel observatorio.
EN el año de gracia de 1776, cuando España, ganosa de nuevos y vírgenes horizontes, se expandía por el Globo sin encontrar fronteras para su poderío y ansias de colonización, unos monjes franciscanos procedentes de México, establecieron una misión en el Oeste central de California, próxima al mar, bautizándola con el místico nombre de misión de San francisco de los Dolores.
BILL, "Dos Pistolas", bien abrigado en su manta, tomó el rifle con mano nerviosa, y con un siseo obligó a "Relámpago”, su caballo, a detenerse. Le parecía haber captado el canto de una chotacabra, un poco confuso para ser auténtico, y su instinto de hombre de las praderas y las montañas le advertía que pisaba un terreno peligroso. Realmente, Bill no lo ignoraba. Sabía que caminaba internado por una región poco dominada por la civilización y avanzaba alerta, sabiendo que los indios “siux” aun predominaban por aquellas latitudes entre la divisoria de Idaho y Oregón.
EN una mañana fría y cortante de principios de otoño, hallábanse reunidos en un lujoso tercer piso de la Chester Street, la más importante vía comercial de Filadelfia, cinco individuos notables por su aspecto y mucho más notables por su significación social en la Confederación.
Tratábase de los accionistas más destacados de la célebre empresa de transporte “Pony Express”, dueña de las diligencias que comunicaban en aquella época el Este con el Oeste americano, por medio de un servicio reputado como el más eficiente, rápido y conocido hasta tal fecha.
Apesar de la dureza de carnes y del entrenamiento que poseía montando a caballo, la jornada resultaba ya demasiado áspera y cansada, aún para un jinete como Bill Roock, “Dos Pistolas”. En un plazo de muchos días, había atravesado Wyoming y El Colorado hasta Durango, y desde allí tenía el proyecto de llegar a Santa Fe, cruzando diagonalmente de Oeste a Este a través de las reservas indias que unían Arizona con Nueva México, para alcanzar el curso de Río Grande y llegar a El Paso, donde pensaba realizar ciertas investigaciones que le llevasen a aclarar un obscuro suceso que traía entre manos.
AUNQUE el diablo áureo y amarillo, panacea de todos los males en todos los tiempos, acababa de, hacer su nefanda aparición en el centro de California y en particular en la cuenca formada por los ríos Sacramento y San Joaquín, a la que acudían los aventureros y desesperados de todo el continente, no todos se habían dejado influenciar aún por el mefistofélico poder del oro y unos por espíritu poco audaz para hacer cara a las fatigas y otros, más sensatos, por entender que un trabajo seguro y un negocio positivo y eterno valían más que una fortuna que carecía de base continuada, habíanse abstenido de correr el albur de aquellas dramáticas jornadas que estaban aureolando de terror, sangre y muerte el vellocino de oro y se mantenían al margen, dedicando sus actividades a industrias y negocios menos espectaculares, pero quizá más duraderos y prácticos a lo largo de los días.
LA Gran Marcha”, como los nordistas calificaron aquel arrollador y espectacular avance del ejército del general Grant a través del territorio dominado por los sudistas, había terminado, virtualmente, con la brillante toma de Richmond. La capital de los esclavistas, vencidos y derrotados por el comodoro Foole, estaba en manos de las tropas de Grant, y el general Lee, que con tanto denuedo había luchado por la causa del Sur, se aprestaba a despedirse de sus hombres con el corazón lleno de congoja por la amargura de la derrota.
BILL Roock, “Dos Pistolas", detuvo su caballo a la sombra de un frondoso cedro, y quitándose el amplio sombrero que casi se había pegado a sus sienes por efecto del calor, se pasó el pañuelo por la frente y refrescó míseramente su rostro con el aire que le prestó el modesto adminiculo al ser agitado con desgana.
La tarde se batía en derrota, tras las obscuras cresterías de los montes cercanos que encajonaban casi toda la ruta que venía siguiendo, pero el calor, a pesar de lo avanzado de la hora, resultaba casi asfixiante.
CORRÍAN los días trágicos y azarosos para Bill “Dos Pistolas”, cuando éste, corroído por el implacable gusano de un dolor interno que no sabía cómo matar para dar al olvido la tragedia que le había sumido en el caos, recorría al azar todo, el Oeste, deseando encontrar a su paso alguien con suficientes agallas para enfrentarse con él y librarle de una vida harto pesada que ya encontraba imposible de soportar.
BILL Roock, "Dos Pistolas”, había cruzado Montana por el este, para penetrar en Dakota del Norte. Tenía necesidad de adquirir ciertos informes muy útiles en Bismarck, la capital del Estado del otro lado del gran río Missouri y al tiempo, quería aprovechar la coyuntura para conocer aquella parte del norte de la región, que le era desconocida.
LAKE Charles es un poblado bastante importante del sudoeste de Luisiana, a unas pocas millas del río Sabine y bastante próximo a la frontera de Texas.
Rodeado de pueblos agrícolas y ganaderos, Lake Charles es el centro comercial, industrial y financiero de esta parte de la región y en el que se conciertan la mayoría de los negocios de ganado, lana y productos agrícolas y se realizan las transacciones bancarias más importantes.
CUANDO Bill Roock, “Dos Pistolas” penetró en San Antonio de Texas, encontró el gran pueblo completamente cambiado. Su dinamismo, el abigarramiento de marchantes, el auge de sus establecimientos, la vida activa que rebosaba el poblado, le parecían algo nuevo y se sintió atraído por aquel cambio de ambiente.
Pronto se dio cuenta de la causa de aquel movimiento inusitado, superior muchas veces al que poseía cuando estuvo últimamente allí. La célebre “ruta de Chesholm", que partiendo de la capital alcanzaba Dodge, era el motivo de aquella afluencia de gente.
FLAGELABA las carnes como un látigo un frío crudo y áspero que soplaba aquella tarde de principios de febrero. El cielo, encapotado, amenazaba con nevar, y el aire, al correr en turbonadas, levantaba oleadas de polvo que formaban espesas cortinas en la carretera.
Bill Roock, “Dos Pistolas”, caminaba molesto, más que por el frío, al que estaba acostumbrado, por el polvo, que irritaba sus ojos. Le precedía la diligencia que, hacia el servicio desde Bisbee a Tucson, en Arizona, y el potente tiro de bien alimentados caballos que arrastraban el pesado vehículo removía el polvo de la carretera, dejando tras él tan molesto rastro.
ERAN las diez de la mañana de un claro día de verano, cuando Bill Roock, “Dos Pistolas”, cruzaba tranquilamente a caballo por una de las principales calles de Prescott, en Arizona.
Iba a seguir de largo en busca de una buena posada donde descansar de su largo viaje, cuando al volver la cabeza, descubrió un edificio de aspecto arquitectónico bastante dispar con el resto de las construcciones y observó que, ante la puerta, se agolpaba un grupo de gente tratando de leer algo que se hallaba pegado a la pared.
LA región del Colorado en otoño, posee un clima benigno y amable. Los pinos, los cedros, las encinas y los robles conservan sus verdes vestiduras hasta bien avanzada la estación, y el frío solamente se hace sentir con acritud por las noches o los días en que el viento, soplando del Este, se filtra por el sistema montañoso que se alza en el centro y en particular por los Montes de San Juan.
Una mañana del mes de octubre, Bill Roock, "Dos Pistolas”, después de haber cruzado Utah por el Este y alcanzar la confluencia de los ríos Dolores y San Miguel, casi en la divisoria, se dirigió hacia el inmenso valle que a izquierda y derecha encerraban ambos ríos y que lo limitaba al Sur la línea férrea que casi bordeaba la “Red Muntain”.
ESCUCHE, forastero—advirtió una voz ruda pero simpática, al tiempo que una mano más ruda que la voz detenía a “Relámpago” por las bridas —. Si no tiene prisa en llegar rápidamente al infierno, espere un poco y no entre en la calle principal. Los aires plomíferos que van a correr por ella dentro de pocos minutos, no son muy saludables para el que desee vivir, y usted es joven.
EL poblado de Marisvylle, era bastante importante a unas cuantas millas de Helena, la capital de Montana.
Bill había frecuentado poco aquella parte de la región, pues sus peligrosas actuaciones se habían desarrollado siempre en el Oeste y Oeste Central o a veces en la región de las llanuras, pero la dramática caza de “El lobo del Yermo”, a quien consiguió dar caza y muerte tras una dramática pelea cerca de la frontera canadiense, le llevo incidentalmente a Montana, cuyo terreno a pesar de su aridez y sequedad le agradó mucho.
CUANDO Bill “Dos Pistolas” llegó a Tucson, a muy pocas millas del poblado donde Nina le esperaba con ansia, se sintió tan cansado, que decidió pernoctar allí para reponer fuerzas y asearse un poco. La terrible jornada atravesando de Norte a Sur todo el territorio de la Unión, desde Montana hasta casi los límites de Arizona, había sido agotadora y llegaba materialmente deshecho.
La calle era como una fresca sangría abierta en el verdor de la pradera, para marcar una ruta cuya continuidad a nadie parecía preocupar porque había quedado truncada frente a las dos casas de tosca madera alineadas al final, a derecha e izquierda. Allí moría la bulliciosa «Avenida Oklahoma» pomposo título que no se sabía a quién se le había ocurrido como homenaje al último Estado de la Unión, pero allí estaba escrito en un tablón clavado en una viga, y que todos aceptaron el patronímico de la calle sin discusiones ni controversias.
Las montañas Rocosas forman un inmenso anfiteatro. Sus fantásticas cresterías están eternamente nevadas y así como al lado oeste, agarrotados a las faldas de la gran cordillera se solean exuberantes y perpetuamente verdes los valles californianos, dentro del círculo formado por esta contorsionada espina dorsal de la naturaleza, se dilatan los estados de Utah, Idaho, Oregón y Nevada. De estos cuatro Estados, Nevada, por su leyenda y quizá también por su situación estratégica, es el más conocido y el más visitado, aunque, pese a lo dilatado de sus divisorias, su población total no exceda de los doscientos mil habitantes.
Cuando Marian abandonó el lecho y se asomó a la puerta de la cabaña estirando con languidez sus bien torneados brazos para atusar un poco su rubia cabellera revuelta durante el sueño, el sol lucía ya pálidamente. Era como una rosa dorada, desvaída y perezosa, falta de color. Un sol de otoño, que necesitaría de la fuerza del día para brillar con más esplendor. La joven se estremeció ligeramente al sentir sobre su cuerpo aún caliente, el zarpazo crudo de la mañana.
Álvaro Espinosa estaba más que orgulloso de su sangre celta, y no porque este patrimonio le hubiese reportado grandes ganancias, sino porque aquella mezcla de pólvora y fuego combinados le proporcionaron en su joven y dinámica vida muchas aventuras peligrosas, en las que se había divertido, había peleado, sufrió dolores y éxitos, y, al final, siempre salió triunfante, aunque con una interrogación en sus finos labios. Y mañana, ¿qué pasará?
El viaje desde Waco hasta Laredo, rayando con la frontera mexicana junto al curso del río Grande, había sido harto pesado para Bonita Grebville, pero el trayecto desde este último puesto a Cuevitas, en diligencia, por un paisaje triste, monótono, igual, paisaje dedicado a pastos o agricultura, sin una variedad que rompiese el trazo uniforme de la pradera, la tenían molida y estaba deseando llegar al punto de destino para tomarse un merecido descanso, a poder ser, y borrar de su retina aquel panorama huidizo y aplastante que desfilara ante sus ojos durante tres días.
Nada podía sorprender más a Alan Launder que aquella lacónica carta del notario de Hidalgo, uno de los pueblos del Sur de Texas rayando con la frontera mexicana. En la misiva, breve y un poco obscura, se le advertía que, habiendo fallecido Harry Hich, dueño del rancho “Círculo S.”, se le convocaba, en unión de los más próximos parientes del fallecido, para la apertura y lectura del testamento, que tendría efecto ocho días después en el citado rancho.
Mohave City, a menos de una milla del río Colorado, junto a la divisoria de Nevada y California, era un poblado de los muchos del Oeste de Arizona, vulgar en su construcción; con un censo de un millar de habitantes, feliz y tranquilo y rico en ganadería por el beneficio que le brindaba la proximidad del río. El verano era cálido y abrasador, pero en invierno soplaban los grandes y helados frisos de las montañas próximas, aquel triángulo enhiesto y escabroso que por el Oeste y el Norte encerraban la llanura con sus montes Newberry, Searcilligh, Davis y Tipton, que desde sus cumbres nevadas le enviaban el zarpazo cruel de su aliento tamizado de hielo.
Gregory Wregt, era un muchacho alto, fino y espigado, de ojos azules, cabello dorado, labios finos y risueños y un aire ingenuo que le hacía parecer insignificante. Cierto era que sus diez y nueve años recién cumplidos no daban para más físicamente, pero en el terreno espiritual era un joven terco y voluntarioso, aunque por cierta timidez nunca atrevióse a exteriorizarlo. A la muerte de su padre que había actuado como capataz en una granja, quedóse a solas con su madre y para ayudarla a salir adelante, buscó un empleo. El primero que pudo encontrar fue de mozo en la taberna de Jim “El Cojo”, la más frecuentada de Kendrick, en el estado de Colorado, próximo al río Horse Creek.
Era moreno, de rostro terso y sin una arruga, con los ojos negros y brillantes, la nariz correcta, el bigote negrísimo y bien cuidado, y el pelo peinado lustrosamente y de buen corte. Vestía con esmero su larga chaqueta negra, sus pantalones de ante grises, ajustados a sus recias piernas, su camisa blanca impecable, con la chalina anudada graciosamente y sus leguis bruñidos le llegaban casi a la rodilla.
Anthony Newley penetró en la taberna de Nap con el claro sombrero de alta copa abollada en el frente, echado hacia atrás para mejor lucir los rebeldes rizos de su negra y brillante cabellera. Le gustaba exhibirla porque más de una chica guapa había elogiado su pelo y por creer que éste fue el talismán que le proporcionó la preferencia de Esther, su prometida. Cierto era que él sabíase poseedor de otros atractivos varoniles, además de su llamativa cabellera.
Nunca en su joven y dinámica vida pudo soñar Maxie Sherman que el destino trágico y caprichoso le lanzase como un canto rodando por la «Ruta de los malditos», aquella ruta fatal, aunque imaginaria, en el mapa de Arizona, que, a través de un enorme vano de setenta millas en cuadro, sin más punto de guía y apoyo que el río Supai, conducía a las fragosidades protectoras de la ondulosa cadena de montañas que al Norte servía de lecho al famoso río Colorado.
Nick Pearly señaló la corriente fangosa del río, y, dirigiéndose a su compañero, dijo: —Karen, si no me engaño, éste es el Knife River, y, si lo es, el maldito poblado que buscamos, y cuyo nombre es Broncho, no debe estar muy lejos. El llamado Karen era un individuo de regular estatura, bastante metido en carnes, feo como un dolor, pero de una atracción especial cuando sonreía. Su cuerpo era desproporcionado, pues poseía unos brazos largos y musculosos, unas piernas cortas y muy estevadas de tanto montar a caballo, y en su rostro dos detalles que hacían sonreír: una nariz porruda, colorada en la punta, y unas orejas descomunales, que movía a su antojo como hacen los perros. Su compañero, en cambio, era un muchacho alto, fornido, sin grasa, duro de esqueleto. Moreno tirando a cetrino, sus dientes eran blancos y menudos, sus labios finos y delgados, su nariz perfecta, y sus ojos negros y brillantes. Buen caballista, montaba un magnífico ruano de finas patas y cabeza erguida. Karen tiró de las bridas de su pinto, y dijo: —Está bien, cabezota; ya estamos en el Knife. Y ahora, ¿qué?
Fue el rumor del terrible tumulto que llegaba hasta la calzada el que obligó a Wade Ghio, el ranchero, a detener su caballo frente a la entrada del bar y echar un vistazo desde lo alto de la silla sobre el montón de cabezas que se agrupaban, ávidas por no perder detalle de lo que allí dentro estaba sucediendo. Y aunque no mucho, debido a la altura, pudo ver lo suficiente para sentirse interesado. El destello del sol penetraba violento hasta la mitad del establecimiento, y a su luz descubrió algunas caras conocidas y no muy agradables para él.
Curtis Cohen penetró lentamente en “Doree Saloon”, y, moviendo grotescamente sus estevadas piernas, signo inequívoco de sus muchas jornadas a lomos de un caballo, se dirigió a la barra, apoyóse de espaldas en ella y, echándose hacia atrás su sombrero gris perla de anchas alas, se pasó la mano por la morena y sudorosa frente y lanzó un concienzudo vistazo a las mesas donde algunos grupos entretenían el ocio de la media tarde jugando al póker.
No era muy agradable ni sosegado pretender vivir al margen del candente clima reinante en Hachita, aquel poblado del sur de Nueva México, casi rayando con la frontera mexicana. Había demasiada pasión en el ambiente y demasiados negocios sucios y lucrativos para inhibirse y pretender a la vez conservar una moralidad que el egoísmo y los intereses creados ahogaban cuando no era eliminada con las bocas de los “Colts”.
Bluff era un pueblo aislado de la parte más avanzada del sudeste de Utah, muy próximo a la divisoria de Arizona, Colorado y Nueva México. Estaba situado casi en la esquina del triángulo formado por estos tres estados fronterizos y próximo a la confluencia de un pequeño río que descendía del Norte, y el San Juan River. A unas treinta millas al Norte, se alzaba, como una barrera infranqueable, el conglomerado de montañas formado por los montes Abajo, entre los que descollaban el Linnaeus, el Elk Ridge, el Monticello, el Verdure y el más alto, el Abajo Ok, cuya altura se calculaba en 11.445 yardas.
No le agradó absolutamente nada a Alexander Coyle tropezar en la escalinata del Banco local, con Bourke Gugg, el hijo de Pete Gugg, el ranchero. Nunca había gustado a Alexander aquel tipo fachendoso, elegante con afectación y presumido en demasía, que por saberse guapo y bien formado, parecía mirar por encima del hombro a los demás mortales. Y si nunca le había gustado Bourke, ahora le gustaba mucho menos, desde que entablara relaciones formales con Gina Kaisier, la hija de su patrón.
—¿Desea algo de mí, forastero? —Si como supongo es el sheriff, en efecto, deseaba algo de usted. —Bueno; yo soy el sheriff, aunque ahora no lo parezca. Y si la consulta puede hacerla desde ahí, no me molestaré en llevarle a la oficina. —Pues… si ello no le causase mucha molestia, preferiría que hablásemos allí. Siempre que esto no perjudique a sus hortalizas. —Creo que a ninguna. Acabo de darles un buen chapuzón; lo demás puede esperar. Pase y tome asiento. Al momento estoy con usted.
El pequeño grupo de hombres duros, curtidos por todos los soles y todos los vientos que en épocas agrias azotaban el Este de Arizona, se detuvo en plena pradera. Y Rob Keane, el anciano pastor de ovejas que ostentaba el decanato del poblado, extendió su largo brazo rematado por una mano renegrida y sarmentosa, donde las venas hinchadas de sangre azulada parecían cuerdas bajo la piel, e indicando una humilde y tosca cruz de madera, dijo con voz sombría: —Aquí la tienes, Jackson; ésta es la cruz que señala el sitio donde tu hermano John cayó para siempre.
La carta que Jack Kirsten había enviado a su viejo amigo y compañero Langstin Rand, desde el otro lado del Río Grande, carta que contestaba a otra suya consultándole su caso, no podía ser más extraña y expresiva a la par. El cansado y agotado ranchero la tenía entre sus manos después de haberla repasado varias veces y, a pesar de su mal humor, de sus achaques y de sus preocupaciones, sentía ganas de sonreír, quizá por vez primera, en muchos meses.
El drama se inició una tarde de finales de primavera del año 1881 en Sacramento, la capital del Estado de California, y sus mismos protagonistas no sospecharon por lo más remoto, la concatenación que se iba a producir de un hecho aislado, fundiéndolo en algo que más tarde, todos y cada uno, se iban a ver envueltos en el mismo suceso. Sacramento, con sus cincuenta mil habitantes, era el lugar casi más concurrido de todo California. Centro de la zona minera y ombligo del ubérrimo valle, atraía el interés de cuantos tenían algo que resolver o buscar en el Estado y por ello, la animación en sus calles y en sus locales de todas índoles era siempre extraordinaria.
Sara Price tiraba del brazo de su padre, asustada de la atmósfera bronca que les rodeaba. Aquella calle Principal de Sacramento, atestada de buscadores de oro, aventureros de todas las latitudes, jugadores, buscavidas, ladrones y asesinos encubiertos, era realmente para causar miedo, no sólo en una joven sencilla como la muchacha, sino a hombres que se atrevían a presumir de osados y nada medrosos.
Nunca se sintiera Arch Cockwell tan satisfecho como aquel día de finales de primavera, cuando descendió del tren en Rincón y se dirigió a casa de su padre, a la sazón sheriff del poblado. En seis años cumplidos que hacía desde su primera salida del poblado para cursar estudios en Santa Fe, sólo había estado tres veces en Rincón, pasando unas vacaciones escolares. El resto de aquellos seis años permaneció alejado del hogar paterno.
Jackson Clayton, con la faz contraída por una rabia dolorosa que era incapaz de reprimir, se encaró con Rex, su hijo, y señalándole la puerta, exclamó fieramente: —Esto se ha concluido, Rex... Es inútil cuanto he intentado para hacer de ti un hombre decente y trabajador. Has cumplido veintidós años, los más inútiles de cualquier vida y aun no has podido enorgullecerte de saber que el pan y los porotos que has comido un solo día, lo debiste a tu esfuerzo.
Las moscas que se pegaban a su rostro, pesadas y pegajosas y el sol que arañaba con la lumbrada de sus rayos, hicieron que Mac Mallory despertase a la vida de una manera estúpida. Cuando abrió sus cargados y turbios ojos y miró hacia arriba, se vio obligado a cerrarlos de modo instantáneo, al no poder soportar el encendido reflejo del sol hiriendo sus retinas, pero le bastó la contemplación momentánea del disco solar para que su cerebro empezase a funcionar torpemente.
Por doquiera que se tendiese la vista, la soledad era agobiante. Un paisaje desolado, árido, amarillo y reseco, se extendía hacia los cuatro puntos cardinales, como si una maldición bíblica hubiese matado todo signo de vida en aquel paraje, y hasta los lagartos que reptaba como saetas verdes por el resquebrajado piso parecían huir medrosos de él buscando algún lugar más acogedor.
Margaret volvió la cabeza sorprendida al observar que a través del abierto vano de la puerta, se abocetaba una sombra alargada que llegaba hasta la pared fronteriza. El sol la proyectaba deformada, pero con la nitidez de rasgos suficiente para denunciar la presencia de un hombre esbelto y vigoroso. Ella pareció reconocer por la sombra la persona que la proyectaba y se volvió con viveza exclamando: —¡Red!... Tú por aquí a estas horas...
Red Bluff era un poblado a menos de una milla de la frontera de Texas, en el extremo sur de Nueva México, al pie del ferrocarril que descendía del norte para entrar en la nación vecina y próximo a la conjunción del río Delaware, donde éste vierte sobre el Pecos. Su importancia era bastante notable, teniendo en cuenta que a derecha e izquierda al oeste y al este de la región no existían más poblados en los dos vanos de desierto que le rodeaban, y que siendo la estación terminal de la frontera era allí donde solían afluir los viajeros de uno y otro lado de ambas divisorias.
Las detonaciones vibraron secas, restallantes, con esa celeridad propia que los hombres duchos en el manejo de las armas saben imprimir cuando aplican el dedo en el percutor. Fue un tableteo continuado que se extinguió casi tan veloz como comenzó y entre cuyo estruendo se captaron algunos gritos alucinantes de agonía. Luego hubo voces, gritos roncos, maldiciones, patear de caballos relinchantes y, seguidamente, el ritmo acelerado de varios jinetes que galopaban alejándose, hasta que el sonido de los cascos de los caballos se perdió en la lejanía.
Coolgardie era un poblado circunstancial, como lo habían sido otros muchos nacidos y muertos en flor tanto en California como en Arizona. En estas regiones del Oeste a medio colonizar, los pueblos nacían y morían según los motivos que daban vida y raíces a sus cimientos. El oro y la plata dieron origen a muchos poblados, que si bien algunos quedaron ya para siempre en la nomenclatura de la nación, otros se esfumaron como el humo cuando el motivo incidental que fue causa de su nacimiento se agotó como se agotan la mayoría de los filones auríferos. Aquél no había nacido al amparo del oro, pero sí de la plata. La descubrió un viejo aventurero que se perdió por el desierto de Mohave y fue a parar algo más allá del lago. Fue su cansado caballo el que, al patear con fuerza, arrancó cuarzo y halló una vena.
Sobre el tablero de la mesa, en el más alejado reservado del garito de Buddy Marcue, había extendido un plano bastante bien dibujado de aquella parte del sudeste de Oklahoma. El eje central de dicho croquis era Tuskahoma, el poblado donde se hallaba situado el garito, y como una tangente un poco inclinada que cortase el plano de norte a sur, se marcaba la raya precisa del río Kiumiche, que penetraba en la región desde Arkansas e iba a desaguar en la divisoria, en el Río Rojo.
En el desierto comedor, penetró en aquel momento un tipo llamativo. Era un hombre de mediana edad, posiblemente frisase en los cuarenta años, aunque por sus barbas descuidadas y su pelambrera, también falta de cuidado, aparentase algunos años más. Era fuerte, de recias piernas y cabeza grande, bien asentada sobre sus hombros. Vestía una descolorida camisa a rayas rojas y azules, un pantalón que en sus primeros tiempos debió de ser marrón pero cuyo color había bajado mucho de tono, y unas recias botas de tacones desgastados por los costados. Sus duras caderas se apretaban por el cinto del que pendía un negro «Colt» y su cabeza se tocaba con un sombrero vaquero, cuyas alas, al perder su primitiva forma, hacían aguas al ondular en derredor de la copa.
En todo Texas sólo existía un revólver capaz de enviar un proyectil al corazón de Lawrence Gay, pero la mano que podía realizar esta hazaña librando a la sociedad de una mala semilla, tenía miedo a desenfundar el arma y cumplir la misión justiciera. Y no era porque Dennis Fry fuese un cobarde a quien le asustase la bravuconería y rapidez moviendo la mano de Gay, sino porque existía una fuerza moral y sentimental que le impedía dar suelta al loco deseo de acabar con la vida de Lawrence.
Geza Newman cruzó la ancha puerta del «Hotel Montana», en Billins, ciudad del sur del Estado, y penetró en el amplio hall. Su aguda mirada de águila al acecho, se tendió en derredor, buscando no sabía qué, acaso alguna cara conocida de las varias que había dejado de ver durante muchos años, por avatares del destino. Alto y recio, moreno de rostro, de piel curtida por el sol y el aire de las abruptas montañas de Nevada, fortalecidos sus huesos y sus músculos en una tarea dura y agotadora durante más de doce años, no podía disimular bajo el disfraz de su ropa bien cortada y elegante, el hombre rudo que siempre había sido, por exigencias de su trabajo. Frisaba en los treinta y cuatro años, y si bien en ocasiones sólo aparentaba la edad que en realidad tenía, otras, en determinados momentos de su vida, parecía aproximarse a los cuarenta. Estaba muy trabajado, había sufrido mucho, años atrás, y a veces, al plegar los ojos para reconcentrar su aguda mirada, se formaban en sus comisuras una serie de pequeñas y unidas arrugas que le aparentaban más edad. Pero aparte este detalle, estaba en la plenitud de su vida, era fuerte y resistente, ágil como una cabra montesa, y peligroso cuando se dejaba llevar por sus nervios y se lanzaba a la lucha fuese cual fuese el peligro y el motivo que le impulsase a ella.
Echó a andar vacilante, y, abandonando el poblado, salió a la pradera. Hacía un tiempo primaveral, el invierno ya se había batido en derrota; la pradera empezaba a adquirir un tinte verdoso, y los árboles apuntaban de nuevo la gracia de sus hojas. Había pájaros revoloteando en el cielo, y el sol alegre pintaba de oro la inmensidad del llano. Babe se sentó sobre una piedra, junto a un arroyo, y metiendo las manos en el agua clara y fresca, salpicó del agradable líquido su frente ardorosa, experimentando una sensación de alivio que le hizo respirar con fuerza.
Cuando Alphonso Flint, el arriesgado e intrépido hombre de negocios, recibió en su despacho la noticia de que un rival desconocido hasta entonces le había eliminado en la subasta para la adjudicación de la línea de diligencias proyectada, desde Burwell, en la parte central de Nebraska, hasta Crawford, a poca distancia del ángulo que formaban las divisorias de Wyoming y Dakota del Sur cerca del río Loup, su rostro, ya apigmentonado de por sí, se tornó más rojizo y sus grises patillas en forma de hacha temblaron al vibrar todos los huesos de su rostro. Era la primera vez en su larga carrera de especulador, que alguien le daba la batalla ganándosela y esto era algo que él no estaba dispuesto a consentir. Estaba seguro de que no había nadie con dinero capaz de arriesgarlo para el tendido de aquella línea de diligencias, por una zona poco frecuentada, pero cuajada de pueblos importantes que clamaban por una comunicación organizada, y el pliego de condiciones que había presentado le parecía el más beneficioso que se podía presentar, aunque él sabía que pudo mejorarlo bastante, pero la seguridad de no tener competidor le hizo mostrarse duro y egoísta y ahora empezaba a tocar las consecuencias.
—¿Cara o cruz? —Cara. La moneda brilló un momento al sol, subiendo impulsada por mano poderosa y al caer, se clavó en la tierra, mostrando la faz del indio con su diadema de plumas. —¡Cara! Tú ganas, Jubby. Ahora, elige, ¿será vieja o joven? —Eso ni se pregunta; vieja. —¿Fea o bonita? —Si es vieja, ¿cómo podría ser bonita? —Te diré. Mi abuela tenía setenta años, y aún la rondaban algunos. —¡No me digas!…
—Hicimos muy mal retratándonos en aquel maldito barracón durante la feria de Rawlins. Fué un capricho tuyo, Borden, que ahora nos va a crear muchas dificultades, porque sin aquel maldito retrato el sheriff no hubiera podido imprimir esos bonitos pasquines y repartirlos por las sendas con más prodigalidad que las hormigas por el campo. —¿Y quién iba a pensar que aquel inocente capricho nos iba a producir tantos sinsabores, O'Keefe? Tú estabas muy elegante con tu traje recién estrenado y aquel cigarro puro de Virginia, que tenías que sujetarlo con las dos manos para que no se te cayese de los labios, y yo no estaba mal con la camisa a cuadros recién estrenada. Quería tener un recuerdo de nuestra gran amistad y por eso te insté a retratarnos juntos.
Lo que un día, hacía pocos años, era un trozo de valle olvidado, cubierto de verde e inútil hierba y huero de toda representación humana, habíase convertido en poco tiempo a causa de un desgraciado, falto de voluntad para sacar provecho a su fortuna y del ingenio maligno y perverso de un hombre sin escrúpulos, en algo que, no tardando mucho, no sólo podía ser un pueblo rico y floreciente, sino un emporio de riqueza agrícola, gracias a la feracidad de la tierra virgen y al esfuerzo de los colonos que vertían su sudor sobre la fructífera tierra. Tratábase de un trozo de valle próximo al curso del South Fork y no lejos del monte Slim Buttes, en Dakota del Sur, trozo de valle que, por su falta de comunicaciones, quizá había sido desdeñado por los pioneros avanzados que cruzaron por aquellos parajes. Tenía a su izquierda la divisoria de Montaña y al Norte, la de la otra Dakota; y en realidad, aunque algo distante de ambas fronteras, no era tan difícil su comunicación.
Cuando Víctor Frankel penetró en la cantina de la señora Martha Flyn, se sorprendió mucho al descubrirla en un rincón del pequeño establecimiento, llorando con terrible desconsuelo. Víctor la conocía desde niño, antes de que su marido, excelente cow-boy de un rancho de la región, se matase en una desenfrenada carrera de su caballo, atacado de una insolación. Bajo los efectos de ella, el animal debió de enloquecer, y cuando el hombre subió a la silla emprendió un endemoniado galope que sólo una profunda barranca pudo detener, al sumirse en ella con su jinete.
Si Douglas Lemare hubiese nacido en Europa en la época de los guerreros legendarios que todo lo que llegaron a ser lo conquistaron con la punta de su espada, avasallando cuanto se les opuso al triunfo, nadie mejor que él para ostentar en el escudo de armas de su familia las tres Uves simbólicas del «veni, vidi, vici», ya que en su joven y dinámica vida todo lo había arrollado con el ímpetu de su osadía, su valor, su acometividad y su fe, para llegar adonde se propuso y conseguir cuanto quiso.
Bing y su madre creyeron que dado el mucho tiempo que el muerto había trabajado como capataz en el rancho de Bob Lane, que era donde ambos figuraban como capataz y peón, Bob tendría un rasgo decente con ellos y les indemnizaría de alguna manera por el sacrificio heroico de su padre. Su desencanto y su rabia fueron grandes, cuando el ranchero se limitó a dolerse de la pérdida, por lo que de egoísta tenía para él, pero no pasó de ahí. Hasta tuvo la poca delicadeza de saldar su cuenta hasta el día de la catástrofe y no añadir un solo centavo al pago.
Sí, de Montana a California, o de Washington a Texas algún gracioso con no mucho amor a su pellejo quería darse el gusto de ver temblar de miedo durante varios instantes a hombres de los llamados de pelo en pecho, por su valentía muchas veces probada, no tenía más que ponerse a su espalda y gritar de repente con voz de timbro duro: «¡Arriba las manos!». Este grito helaba la sangre en las venas de los más audaces y temerarios porque en cientos de millas cuadradas del Oeste se sabía su trágico y fulgurante resultado si salía de una sola boca: la de Polly Sears, a quien algunos conocían también por «El Rayo». Pero solamente pronunciada por él podía surtir este efecto, ya que en cualquier otra boca podía significar un asomo de amenaza muchas veces posible de despreciar y aún de contrarrestar, pero nunca si salía de labios de Sears. ¿Por qué? Porque la voz popular le había proclamado el hombre más veloz y seguro de todo el Oeste, con un «Colt» en la mano.
Claude Coe no era hombre que se dejase avasallar por nadie. Cuando aceptó el cargo de sheriff en aquel bronco poblado de Mariposa, rodeado casi en su totalidad por las ingentes asperezas del Yosemite Nait, sabía a lo que se exponía, pero también hizo saber a lo que se exponían los demás. Debido a la abundancia de oro por todo el valle del Sacramento, Mariposa se había convertido en una especie de oasis para los que ansiaban descansar un tanto de la ruda faena de buscar o picar yacimientos, y para los que con oro conquistado para disfrutarlo, preferían salirse del marco demasiado peligroso de los campamentos limítrofes, a las minas, y gastarlo en un poblado que les brindase ciertas comodidades y diversiones y estuviese al margen de las minas.
Claimed Dundee acababa de llegar inopinadamente a su rancho de Kutch, junto al cauce del “Horse Creek”. Habíase desplazado a Colorado Springs a resolver algunos asuntos, advirtiendo a su capataz que tardaría ocho días en volver, pero los negocios debió resolverlos en la mitad de tiempo y el hecho era que a los cuatro días de ausencia, acababa de hacer su aparición en el rancho cuando nadie le esperaba.
El regreso a Solomon, de Daisy Clavering, la hija de Lewis Clavering, constituyó ya un acontecimiento desde el instante en que su padre anunció el próximo retorno de su hija. La joven Daisy, que había salido del poblado cuando empezaba a apuntar contornos de mujer, aunque aún se manifestasen éstos muy vagos, debía volver al pueblo convertida en una mujer en toda la extensión de la palabra, pues acababa de cumplir veinte años y había estado cuatro ausente de Solomon.
Con un enorme y aromático puro de tabaco de Virginia entre sus finos y pálidos labios, con el brillante cabello cuidadosamente peinado, con sus zapatos de alto tacón, lustrosos como espejos y su impecable terno color gris, Dan Kidd se hallaba sentado ante el piano vertical situado en su reducido pero acogedor despacho, que se ocultaba detrás del pequeño escenario en el que actuaban las más brillantes atracciones que desfilaban por San Antonio.
La tarde amenazaba con eclipsarse totalmente. El sol se había hundido entre nubes cárdenas tras las cresterías de color bronce fundido de los montes Silver y Steel, situados al norte, y sobre el paisaje flotaba una especie de neblina gris, que terminaría convirtiéndose en un manto negro. En el corral de la amplia cabaña de Jonas Maynes, Nilo Duncan, su amigo, ensillaba su caballo con los nervios perfectamente tranquilos, en tanto Jonas, empuñando el rifle, le miraba con angustia.
El sargento Samuel Kennedy, de los Batidores de Texas, se había quedado dormido extenuado a causa de las agotadoras jornadas realizadas tras las huellas de tres indeseables, cuya habilidad había burlado a sus hombres escurriéndoseles varias veces de entre las manos, en un radio de acción que no excedería de cuarenta millas a la redonda. El Pecos, río sangriento de los rufianes, con su extensa y hostil vegetación, les había servido de escudo durante muchas jornadas, imposibilitando el rastreo y por tres veces, cuando habían estado a punto de echarles mano, de una manera inconcebible, sin saber cómo ni por dónde, habían desaparecido como el humo.
Upton Peridord era un tahúr con más conchas que un galápago. Dueño de un bien construido garito rodante, había explotado el negocio de las bebidas y el juego durante el trazado del Union Pacific, sacando una buena utilidad. Cuando terminó de construirse la línea, y el negocio en aquella gran ruta se terminó, no se sintió desanimado por ello. En todas partes la gente bebía y jugaba, y todo era cuestión de saber emplazar sus casetas en lugares estratégicos, donde la clientela se viese obligada a frecuentar su establecimiento a falta de otro mejor y más cercano.
El sudoroso y cansado caballo de Fred Ludwing se detuvo a la puerta del bar de Wilson y el jinete echó pie a tierra, respirando un momento con agobio y pasándose la mano por la brillante frente por la que el sudor se deslizaba en gotas pegajosas. Había galopado mucho bajo un sol de infierno, tragando polvo a causa de vivísimo galope de su caballo y, llegaba tan fatigado como éste y con la garganta más seca que el esparto.
Plantado en mitad de la amplísima y encharcada calzada, con los tacones de sus recias botas clavados en el cieno hasta desaparecer dentro de él, Alexis Montaigne miraba a derecha e izquierda los dos fragmentos del populoso poblado, que se enfrentaban partidos por la ancha vía, como dos enormes rivales que se mirasen hoscos a través de un murallón de doce yardas de espesor.
En la alcoba del moribundo Budd Taylor parecía reinar un silencio absoluto, un silencio de muerte, pues la muerte se hallaba sentada a la cabecera del lecho, esperando el momento propicio para cobrar su botín. Sin embargo, el enfermo ranchero no estaba solo. Dentro, cumpliendo su sagrado sacerdocio se hallaba el cura del pequeño poblado escuchando la confesión del que pronto habría de pasar a mejor vida a recibir su premio o purgar sus culpas, si así debía suceder.
La noche que Tonny Ripwell no pudo resistir la tentación de sacar el revólver y clavarle en la garganta una onza de plomo a aquel tipo avieso que había pretendido ganarle con trampas el dinero que poseía, no pudo prever el avispero en que se había metido y en el que de rechazo iba a meter a unas cuantas personas más. El sólo supo que el tipo era un tramposo y que él no era hombre capaz de dejarse robar impunemente por nadie.
Moría la tarde plácidamente. El cielo empalidecía al alejarse el resplandor solar, ya desaparecido tras las altas montañas, y, lejos, el lucero de la tarde brillaba con fuerza, como si fuese un colosal diamante suspendido en el vacío. Soplaba un aire cálido que arrastraba el polvo de la tierra reseca y la menuda arena de las rocas pulverizadas con los barrenos para ahondar en las entrañas de las montañas y poder seguir el curso de los filones que, rebeldes a que la mano del hombre encontrase facilidades para apropiárselos, se clavaban en la roca, tratando de hacer de ella un baluarte inexpugnable a la codiciosa mano del prospector.
Aquella tarde del reseco julio, el sol convertía el poblado y los campos en un verdadero infierno. Como gozándose en su fuerza, el astro rey derramaba implacable el oro ardiente de sus rayos, y la atmósfera era pesada, abrumadora; las fachadas de las casas quemaban al apoyar las manos en ellas, la hierba mustia, quemada, daba la sensación de un dilatado tapiz de ceniza consolidada, y las moscas pegajosas, incansables, volaban en bandadas en torno a casas y personas, contribuyendo con sus picotazos rabiosos a poner más fuego en la sangre y en el ambiente.
Ralph Beadle se paseaba furioso por el cuadrilátero del despacho de su rancho, agitando con rabia una carta que acababa de recibir de su hija Flo y emitiendo una serie de maldiciones con las que se hubiese podido editar un curioso y abultado diccionario de todo lo que no es elegante y cortés lanzar a oídos extraños. En realidad, Ralph siempre había sido un hombre sereno, apacible, aunque enérgico para sus asuntos y muy cordial tratando a sus semejantes.
Cuando Eugene Graff descubrió en la abrasada llanura la silueta, bastante pobre, del poblado de Heber, extendido sobre un terreno medio calcinado por el sol de mediodía, respiró con alivio. Desde muy temprano en que se había decidido a descender de la parte norte, no había descubierto bicho viviente en aquella especie de estepa, donde la hierba abrasada por el calor semejaba un tapiz sucio y grisáceo, sin ondulaciones, sin gracia, algo que parecía falto de vida, quizá porque hacía bastante tiempo que en aquella parte de Arizona no había llovido.
Antes de que el médico le manifestase, a ruego suyo, que sus días en el mundo estaban contados, Samuel Crick ya lo sabía. Aquellos agudísimos dolores que sufría en el estómago, y algunos otros detalles que fuera anotando en silencio, le habían dicho sobradamente que lo que padecía era un cáncer en estado muy avanzado. Esta certeza de que no tardando mucho emprendería el viaje sin retorno, le preocupó, no por él mismo, pues entendía que ya había sacado a la vida todo el jugo posible y que cerca de los setenta, con aquel mal dentro de su cuerpo, valía más morirse y descansar de una Vez, que prolongar la existencia en medio de fieros tormentos. Cuanto antes se fuese del mundo, antes dejaría de padecer. Pero le preocupaba que poseía una fortuna bastante aceptable, producto de sus muchos años de trabajo, y que sólo poseía una posible heredera o heredero, si es que alguien se sentía capaz de localizarle.
Las cuatro carretas propiedad de David Brattain, cargadas de pieles, penetraron en la senda que conducía a la factoría de Elk, situada a poca distancia del «Prairie River», el cual había sido atravesado por los vehículos sin mucha dificultad porque el estío había mermado el caudal del río y se podía pasar por muchos lugares, sin necesidad de buscar los vados. Pero esta vez, David no caminaba como siempre guiando la primera carreta, ni luciendo sus impresionantes barbas de tres meses, tiempo que había pasado sumido en los entresijos de Piney Buttes, donde la caza siempre se le había presentado abundante, rindiéndole una buena ganancia a tono con el tremendo esfuerzo realizado durante la temporada.
La rivalidad existente entre los componentes de los ranchos «Bar 12» y «Tres círculos», no tenía por origen disputarse la hegemonía respecto al mejor ganado y a la mejor clientela, esto no parecía preocupar gran cosa ni a sus dueños ni a sus peones. La rivalidad tenía su raíz en disputarse enconadamente la supremacía en las carreras de caballos y en la competencia entre los equipos de tiradores. Esta era la fuerza motriz que movía las pasiones de los componentes de los dos ranchos y lo que en más de una ocasión había estado a punto de encender una guerra de trágicas consecuencias. Tan graves llegaron a ponerse las cosas, que los dueños de las dos haciendas terminaron por romper con la costumbre de invitarse mutuamente cuando se efectuaban los rodeos, toda vez que al final de cada uno, había que organizar carreras de caballos y concursos de tiro y el antagonismo que reinaba entre uno y otro equipo y entre los propios propietarios, originó escenas desagradables, que estuvieron al borde de provocar hechos luctuosos.
Lynn Kokes se apeó en la pequeña estación de Praire City, terminal de la línea férrea que, partiendo de Baker descendía hacia el sur para ir a morir a escasa distancia del John Day River, dando vista al macizo montañoso llamado Strawbery Butte. Allí, algo más abajo, bordeando las faldas del áspero monte por su cara este, se asentaba el poblado llamado Séneca, y en él habitaban su padre, su madre y sus dos hermanos, Jonas y Jeremías.
El cielo se había encapotado con un manto morado oscuro que a veces adquiría tintes casi negros, y todo parecía indicar que la tormenta de aire podía derivar en cataratas de agua, aunque muchas veces la esperanza de una copiosa lluvia se disipaba y todo quedaba en un fiero huracán que causaba destrozos en los sembrados, en la pradera y en el arbolado, a pesar de que la mayor parte de los árboles que se erguían en aquella zona eran más que centenarios, tenían gruesos troncos y sus raíces estaban bien clavadas.
Estaba próximo el anochecer cuando un solitario viajero cansino, medio agotado y portando a su espalda un regular saco de viaje, se detenía en las márgenes del Muddy Cr., en el sudeste de Wyoming. Él viajero miró, con recelo, en torno, aguzó el oído escuchando por si captaba algún ruido para él sospechoso, y cuando pareció convencerse de que la soledad que reinaba en aquel poco frecuentado paraje era tranquilizadora, dejó caer el pesado saco sobre la hierba y arrimándose al cauce del pequeño río, cuyas aguas bajaban tranquilas y transparentes, se tumbó todo lo largo que era y con fruición zambulló su rostro y su cráneo en el agua, al tiempo que bebía a ruidosos sorbos. La sed que le dominaba era casi tan agobiadora cómo el cansancio, y confiaba en poder reponerse de ambas necesidades cuando encontrase un lugar algo escondido donde no se quedara dormido al descubierto.
Richard Ward, con el sombrero Stenson en la mano, le daba vueltas y más vueltas de un modo nervioso, en tanto su garganta parecía contraerse al tragar la saliva. Estaba intentando decir algo a Rosalind Wyler, pero las palabras se atragantaban en su boca y no salían por más esfuerzos que realizaba. Richard era un joven de unos veintitrés años, alto, espigado, de rostro agraciado, aunque un tanto anguloso. Sus ojos eran negros, pero de mirada apagada y melancólica y su boca era pequeña, de dientes blancos y bien cuidados.
El proyecto de Delano se retrasó más de lo que él hubiese deseado, toda vez que una agravación repentina de la enfermedad de su padre le impidió dedicar la atención a los asuntos propios, para dedicarla por entero al grave momento por el que su padre pasaba. El traficante estuvo quince días entre la vida y la muerte, para al final no poder remontar la crisis y fallecer.
El tren, que había acortado su marcha al acercarse a la curva del camino que enfocaba la pequeña estación de Horace, en el Oeste de Nuevo México, penetró lentamente en ésta y se detuvo frente al andén, con un horrísono chirriar de frenos, de ruedas mal engrasadas y de vagones derrengados, que al chocar levemente unos contra otros a causa del frenazo para detener la locomotora, produjeron un estruendo como si se hubiesen desplomado a un tiempo cientos de envases de hoja de lata.
El comisario del sheriff de Mandan, uno de los poblados más importantes de Dakota del Norte, próximo al curso del Missouri, se asomó al despacho y avisó: —Jefe, aquí hay un individuo que desea verle. El sheriff, que estaba muy ocupado en aquellos momentos a causa de ciertos sucesos que se desarrollaban a lo largo del rio y de los que no podía verse libre, repuso: —Entérese qué desea y vea si se lo puede resolver. Yo tengo mucho que hacer ahora. —Le he preguntado, pero me ha dicho que no es nada que pueda interesarme a mí. Quiere hablar personalmente con usted. —Que dé su nombre y veré de darle hora para que venga.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El tren procedente de Phoenix se detuvo con un agrio chirriar de frenos en la pequeña estación de Skull Valley, emplazada al oeste de Arizona. La luz del amanecer pugnaba por romper las tinieblas y en la estación parpadeaban las pocas luces que servían de iluminación al andén. Dos empleados perezosos, con los cuellos de las chaquetas subidos, pues el cierzo de la madrugada era cortante y molesto, paseaban a lo largo del concreto, bostezando aparatosamente. La intempestiva llegada del tren a aquel lugar les obligaba a permanecer en pie a horas tan molestas y no podían ocultar su disgusto. La parada era breve. Tres minutos solamente, más que suficiente para el escaso movimiento de viajeros que tenía el poblado. Por esta causa, únicamente descendió de uno de los vagones un hombre joven, que al parecer sentía hondamente las inclemencias de la madrugada, pues calaba en su cabeza una gorra que se le hundía hasta las orejas y su cuello aparecía rodeado por una gruesa bufanda de lana.
El sepelio de Chris Howland había terminado. Los habitantes del pequeño poblado de Vernal regresaban tristes y cabizbajos, patentizando en sus morenos rostros la pena que les embargaba por la alevosa muerte de Chris, el que un día fuera capataz del rancho de ovejas de Asa Sterne, ya retirado de aquel negocio. Era público y notorio que Chris había sido asesinado alevosamente por Jerry Powers, uno de los varios peones que tenía a su servició Bárbara Kelly, la dueña del rancho «Dos Flechas», enclavado a poco más de milla y media del poblado. Bárbara había declarado una guerra fría y cruel a todos los pequeños ovejeros que aún quedaban en aquella zona después que Asa había liquidado sus varios miles de cabezas de ganado lanar, dispuesto a vivir una vida sedentaria y no seguir ocupándose intensamente de aquel negocio que durante treinta y cinco años habían explotado con gran rendimiento, primero su padre y, después, él.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
La granja Holt estaba situada en las afueras de un lindo y pequeño pueblecito, que se extendía perezosamente al sol, a poca distancia de la corriente del Snake, al oeste de Dakota del Sur. La granja había sido instalada treinta años atrás por Abel Holt, un missuriano emigrante, que llegó a aquellos lugares cuando la colonización estaba empezando a fructificar y Abel, duro como el pedernal, afincó en aquel paraje solitario pero alegre, de tierra prometedora, y allí empezó a cultivar sus frutos, a cuidar algunas vacas y a sentar los cimientos de un futuro que si al principio se manifestó incierto, más tarde, gracias al tesón del granjero, terminó por constituir un negocio remunerador. Entre los emigrantes que llegaron detrás de Holt a aquel terreno, lo hizo un llamado Jerome Rice, un hombre alto y fuerte como un roble, que entendía mucho de asuntos de granja. Estaba casado, tenía dos hijos de corta edad y buscaba expansión por aquellas latitudes.
Cuando aquella madrugada, Curt Hawkins se levantaba de su asiento ante la mesa de póker del garito titulado «El Descanso», de los cinco mil dólares con que había llegado dos días antes a Carson City con la muy ambiciosa idea de hacerse rico en la ciudad o en la floreciente y vecina Virginia City, sólo le quedaban en el bolsillo unas cuantas monedas de plata. Pero aparentemente era un honore rico. Vestía un traje elegante, una camisa de blanca seda, zapatos muy brillantes y un solitario en el dedo anular de la mano derecha. Aquél era todo su capital, del que posiblemente se vería despojado si su buena estrella no le protegía como le había protegido algunas otras veces. En su no muy larga pero sí dinámica vida de aventurero, habíase visto por dos veces al borde de realizar sus sueños de grandeza, reuniendo el capital necesario para montar en gran escala un buen garito en alguno de los poblados más violentos, del Oeste, donde hacer fortuna con aquella clase de negocios no era ningún problema, y las dos veces, su ambición por redondear la cifra que se había asignado, le había dejado al borde de la ruina.
Los hombres no son dioses, aunque algunos, en su egolatría, lleguen a creérselo alguna vez. Por ello, tienen los pies de barro y, cuando menos lo esperan, sus pies se desintegran al menor embate y terminan por caer destrozados, sin pena ni gloria. Algo de esto le sucedió a Joseph Morne, cuando se hizo ilusiones prematuras de convertirse en un Dios omnipotente, en cierto lugar de la raya de Luisiana con Texas. Fue esto cuando la guerra de Secesión, cuando la pelea era más enconada y los avatares de la guerra empezaban a inclinar la balanza del lado de los federados. Morne era un tipo híbrido, cuya vida presentaba bastantes lugares oscuros o más bien negros. Sus actividades en los veintisiete años que contaba, fueron siempre producto de las circunstancias, y como las circunstancias, para él, siempre habían sido las que presentaron la peor cara, puede calcularse en qué ambiente se desenvolvió y cuáles fueron sus méritos ciudadanos durante este período de su vida.
Alan Eider, apenas desembarcó del «Ferry» en el que había atravesado la sucia corriente del Río Verde, en Utah y tomando su caballo de la brida, se internó por la senda que conducía al poblado. Era éste un hacinamiento de casas, muy populoso en ciertas horas del día, pero en aquellos momentos sus calles sucias y polvorientas, aparecían casi desiertas. El viajero se adelantó por la calle más ancha hasta descubrir un largo caserón, en cuya puerta campaba un rótulo que indicaba que aquello era el hotel del poblado y deteniéndose ante la ancha puerta, fue recibido por un mozo que preguntó: —¿Qué hay, amigo, busca hospedaje? —Así parece. —Pues dé la vuelta al edificio y encontrará la cuadra. Deje allí el caballo y vuelva.
En el brillante azul del firmamento, detrás de una sierra dentada de altos y desiguales ribazos y pequeños farallones que cortaban aquella parte de la desigual llanura, se recortaban briosamente las nada simpáticas siluetas de una media docena de pajarracos carnívoros que sin separarse de un punto determinado, trazando círculos que estrechaban al descender, formaban una extraña y negra rueda de alas batidas, picos y patas colgantes. Rupert Berke, desde una pequeña eminencia del terreno, seguía con atención el extraño vuelo de aquellas aves. Algo había detrás de aquellos accidentes del terreno que les atraían y Rupert decidió que si un pájaro era curioso, él no tenía por qué ser menos. Lo que llamase la atención a las aves, también podía llamársela a él y sin pensarlo mucho empezó a trepar por los accidentes con ánimo de ganar aquellas alturas y llegar donde las aves carniceras tenían cifrada su atención.
Si hacia el año 1870 hubo en el Oeste americano —concretamente al noroeste de Colorado— algún lugar al que se le pudiese aplicar con toda justicia el nombro de el paraíso de los desalmados, este lugar no pudo ser otro que el que los fuera de la Ley denominaron con macabra ironía “Pozo de la muerte”, un terreno desolado en la tundra del Estado de Colorado, a cierta distancia del White River y distante varias millas del monte Danforth. Lo que nació explosivamente como un poblado y debió ser calificado como tal, pues llegó a cobijar a más de cuatro mil habitantes en su época de esplendor, nació por generación espontánea y sin que su accidental fundador llegase a sospechar nunca que la fugaz racha de suerte que le llevó a descubrir oro en aquella desolada región, fuese su trágica desgracia, y más tarde costase muchas docenas de vidas en el breve tiempo en el que lo que se llamó “Pozo de la muerte”, brilló como una tremenda aurora boreal tinta en sangre. La historia empezó una mañana de ardiente verano, cuando un sempiterno buscador de oro llamado Walter (no se llegó a saber su apellido), recaló con su paciente pollino, sus gamellas, su tienda de campaña y sus herramientas, en un lugar a casi una docena de millas del macizo montañoso de Danforth.
David Carrol penetró en el exótico poblado de Unpgua no lejos del cauce del río del mismo nombre en el oeste de Oregón. Lo hizo por su parte norte tras una larga y molesta caminata a caballo desde Eugene, uno de los más importantes poblados del Estado. Pudo haber bajado en tren hasta Yoncalla y allí en dirección transversal haber atravesado el río, alcanzado el poblado más rápidamente y con menos molestias, pero David tenía sus ideas personales respecto al modo da desarrollar sus actividades y entendió que para el objeto que le llevaba allí le interesaba hacer el viaje recorriendo el paisaje examinándole y reteniéndole en su memoria por si en algún momento se imponía moverse por él de una manera menos tranquila. Unpgua no hubiese tenido nada de particular a no ser que por sus inmediaciones se explotaba la madera con profusión y eran varios los madereros establecidos en aquella zona semisalvaje.
Marcus Gilbert había pasado una agradable tarde en el baile de la plaza en compañía de Sibyl, su novia. Marcus había estado ausente del poblado casi mes y medio, entregado a su movida misión de visitar clientes de la zona para surtirles de piensos para el ganado. La estación había sido muy reseca, los pastos de los ranchos y la hierba de los campos se habían agostado prematuramente y la necesidad imponía remediar la escasez manteniendo el ganado con piensos que, aunque más costosos que lo que el campo les brindaba generosamente, eran muy necesarios para no perder las reses o verlas convertidas en manojos de huesos con piel. En estas ocasiones de sequía, el trabajo para Marcus se hacía más intenso. El refrán de que «no hay mal que por bien no venga» le afectaba enormemente, los pedidos de piensos se hacían más importantes y el traficante se veía y se deseaba para encontrar el género que le solicitaban y poder servir a sus tradicionales clientes.
Alston era un pueblo de poca importancia situado en la llanura de Arkansas a unas treinta millas de Fort Smith, a lo largo del río Arkansas, pero en la parte norte de tan importante vía fluvial. Y a Alston llegó, un atardecer de últimos de primavera, un jinete montando un bonito caballo negro, de finas patas, ojos inteligentes y pelo largo y brillante como la seda. El jinete era un mocetón de seis pies de alto, bien proporcionado de esqueleto, lo que hacía disimular un poco su alta estatura. Era moreno, de ojos negros y vivaces, de mentón bastante pronunciado y de pelo largo y reluciente. Su atuendo no parecía definir su posición social. Parecía un peón de paso, aunque las ropas eran menos burdas que las de los peones, y su aspecto menos bronco y más atildado.
Leen Morgan contaba 22 años, y había nacido en San Diego, en el estado mejicano antes de la anexión a Norteamérica. Su padre era súbdito americano y su madre, Rosa Mendoza, era maestra, oriunda de Los Álamos, pero hija de un español emigrado a Méjico. Cuando murió el padre de Rosa, esta recogió su herencia y se trasladó a San Diego, donde su marido fundó un rancho que bien atendido, adquirió bastante preponderancia. Un día, el marido de Rosa murió en un accidente y ella, mujer enérgica, decidió continuar explotando el rancho no por ella, sino por su hijo Leen.
Era el año 1876. Un mediado día de aquella primavera, en la que el calor estaba apretando más de lo habitual, un jinete montado en un soberbio caballo negro, enjaezado con montura de cuero mejicana labrada a mano, avanzaba por un cruce de caminos en Kansas buscando ansiosamente un lugar donde poder tomarse un descanso y saciar la sed que le agobiaba. El jinete era un buen tipo de hombre, quizá demasiado joven, pues debía andar rondando los veintidós años, pero era alto, espigado, musculoso, de tez cetrina, debido al sol y al aire, y de aspecto resuelto y decidido. Demasiado fanfarrón en el vestir, gastaba espuelas de oro, faja roja a lo mejicano, pañuelo de seda rojo al cuello, sombrero gris, con banda de piel de serpiente, revólveres plateados con culata de marfil, y cinturón y pistoleras con adornos de plata. Del arzón de la silla pendía un soberbio riñe marca «Sharps», la favorita del viajero.
El comisario se acercó a la ventana y a través de los hierros tomó la carta que examinó con atención. No tenía la menor idea de que alguien pudiese escribirle desde algún sitio. No tenía familia lejos de allí y por esta razón no concebía que alguien le escribiese. Pero allí estaba el sobre bien claro y Grant lo examinaba con atención buscando el matasellos. Con dificultad, por estar marcado borrosamente, lo pudo identificar. La carta procedía de Salem, la capital del Estado.
Matty Sage se apeó del tren en la estación de Lisco, un poblado al Oeste de Nebraska, próximo al River Plate. Regresaba de Grand Island, donde había ultimado la venta de una preciosa docena de caballos propiedad suya y de su hermano Bem. Ambos hermanos se dedicaban a criar caballos que sirviesen para tomar parte en carreras organizadas, en los poblados importantes, por ganaderos y rancheros. Cuidaban mucho el aspecto de sus animales y tenían fama de ser excelentes criadores, en los que se podía confiar cuando se realizaba algún negocio con ellos. Matty abandonó el andén a paso largo y enérgico y tomó la dirección de su pequeño rancho. Tenía que dar cuenta a su hermano del final del negocio y después daría una vuelta por el poblado del que había salido hacía más de dos semanas.
Casi todos los hombres que componían la compañía de policías montados de la División N, salvo los que se encontraban en comisión de servicio, hallábanse reunidos rígidamente en el patio del cuartelillo de Dawson, esperando actuar como testigos de uno de los actos más trascendentales y dolorosos de los varios que se habían desarrollado en aquel lugar a lo largo de su historia. Los veteranos de la División recordaban algunas reuniones análogas, vividas emotivamente en aquel desnudo patio del cuartelillo, reuniones unas veces dolorosas, algunas conmovedoras y otras, rutinarias. Por regla general, una orden de formación en aquel vasto cuadrado de duras y frías piedras y alta empalizada, había sido para rendir honores póstumos a algún heroico compañero caído en cumplimiento de un servicio difícil, dramático, o para asistir a la imposición de un merecido premio, si el agraciado había conseguido regresar con vida de su peligrosa misión.
El Estado de Montana es por el total de su superficie, el tercero de los estados de Norteamérica. El primero, es Texas y el segundo California. De forma triangular, su divisoria principal corre a lo largo del Canadá y es el Estado más rico en cobre, a pesar de que el oro fue el más codiciado metal que atrajo a los aventureros cuando se verificaron los primeros descubrimientos. Y aunque Helena es la capital, puede asegurarse que Butte y Anaconda son las dos ciudades más importantes, debido a que las más ricas minas de cobre radican en dichos lugares.
Rawlins, como esos globos que se hinchan de repente y adquieren un volumen extraordinario, era un poblado del sur de Wyoming que empezaba a adquirir una preponderancia jamás soñada, merced al tendido de la línea férrea que debía atravesar el Territorio de este a oeste. La inflación empezaba a apuntar, aunque sólo se había notado a causa de los campamentos de obreros, levantados arbitrariamente en las afueras del poblado y en la cohorte de garitos, tabernas y locales de vicio, que como pegajosas larvas seguían el trazado de la línea. Pero este amago de prosperidad no era visto con buenos ojos por una gran parte del vecindario.
La banda de Tim Mercy galopaba como una legión de demonios enfurecidos, por la llanura abierta, en busca de las estribaciones del Monte Guadalupe, único posible refugio para evadir la enconada persecución de que eran objeto. Detrás de ellos, a la derecha, quedaba el poblado de Hermosa, y entre el poblado y la cuadrilla, un grupo de pegajosos jinetes empeñados en darles alcance y acabar con ellos. También quedaba a espaldas de Mercy y sus hombres el cadáver de Sam Buttle, uno de los miembros de la cuadrilla, que había sido alcanzado por los disparos de los perseguidores cuando se inició la fuga. Todo había sucedido en pocos momentos para desgracia de Tim y sus hombres.
Sid Stamler y Burton Rosen, erguidos en las sillas de sus briosos caballos, enfocaron la senda que conducía al pequeño poblado de Mekkersen, al Sur de Dakota del Norte. Procedían de Medora, poblado que por circunstancias especiales habían decidido dejar a su espalda y no recordar que existía, en tanto no tuviesen garantías de que Max Berger y la docena de amigos que le bailaban el agua, no reposasen cristianamente en alguna sepultura, cuanto más honda mejor. El motivo de su huida de Medora había sido fortuito, pero bastante poderoso para poner mucha tierra entre ellos y el poblado. Por aquellas latitudes merodeaba una cuadrilla de abigeos capitaneada por Max. Todos eran hombres duros, luchadores, gente sin miedo ni escrúpulos, los cuales habían sembrado no sólo la alarma sino el miedo en varias millas a la redonda.
Mertilla era un poblado enclavado en la parte sudoeste de Kansas, situado a unas cuarenta y cinco millas de la divisoria de Oklahoma por el sur y a más de noventa al oeste, en el lindero de Colorado. El pueblo en sí carecía de gran importancia. Entre dos importantes líneas férreas que, desdeñando el emplazamiento de Mertilla, avanzaban paralelas a veinte millas por cada lado del pueblo, dejaban a éste prácticamente aislado y las comunicaciones solamente podían ser viables utilizando una línea de diligencias que atravesaba diagonalmente aquel trozo del territorio, partiendo de Englewood, en la misma divisoria con Oklahoma, e iba a morir en Garden City, realizando un recorrido bastante extenso para poder unir todos los poblados que quedaban dentro de aquellos vanos. La diligencia sólo circulaba dos veces por semana, miércoles y sábados; los demás días, quien necesitaba trasladarse de un lugar a otro, sólo podía hacerlo utilizando el caballo o los vehículos de ruedas.
Lepke Aman estaba muy afanado en ordeñar sus dos preciosas vacas. Tenía que preparar la leche para fabricar los quesos que más tarde debería llevar a la ciudad. Mientras, su madre laboreaba en la cabaña y preparaba todo para la comida de mediodía. Ana se asomó a la puerta de la cabaña y llamó: —Lepke. — ¿Qué sucede, madre?
Hace poco tiempo publiqué una novela titulada El revólver, la ley y la soga, en la que, dentro de las normas novelescas, refería la vida de Bat Masterson, uno de los personajes más caracterizados de la época de la colonización americana, aunque este hombre extraordinario era casi desconocido entre los aficionados a este, género de relatos, quizá por falta de datos concretos para sacarle a un primer plano entre los famosos de la historia del Oeste. Esta labor pude realizarla gracias a los trabajos de investigación del prestigioso escritor norteamericano Carl W. Brehan, el cual, enamorado de la vida de los más famosos aventureros de su país, dedicó sus esfuerzos a investigar y reunir datos precisos para esta clase de trabajos.
Allie Marty cruzó la sucia corriente del Río Grande, ese ancho y cenagoso curso de agua que según los texanos es demasiado espesa para ser bebida y muy fluida para ser arada, y dio vista a la pequeña ciudad de Langtry, que no por reducida carecía de personalidad acusada. Langtry era un poblado fronterizo, situado frente a la curva del río divisionario y al oeste de la corriente del Pecos. Precisamente por su proximidad a la frontera mexicana, era un sitio ideal para que los que tenían algo que temer en el Estado vecino cruzasen el Grande para protegerse en Texas, y los texanos que no encontraban muy respirable la atmósfera del gran Estado americano, hiciesen lo propio pero en sentido inverso, para burlar la justicia igualmente.
Cuando Mauren Chesney quedó totalmente huérfana se encontró, a sus veintidós años, con una cuantiosa fortuna muy saneada, pero que exigía, para su mantenimiento y defensa, un carácter enérgico, una dosis de voluntad de acero y un porcentaje elevado de talento y habilidad para salir adelante en la empresa de defender su patrimonio. Su padre había sido uno de los primeros pioneros que clavaron los tacones en la parte sur de Missouri. Cuando llegó a lo que más tarde sería un poblado discreto llamado Allon, sólo unas míseras casuchas denunciaban su emplazamiento. Lo demás eran tierras fértiles pero sin explotar, quizá porque los colonos y ganaderos no se habían atrevido a llegar tan lejos en sus avances a través de las tierras semi centrales.
Apenas había despuntado el alba aquella mañana de mediados de abril, cuando casi todo el equipo del rancho Peñas Altas había salido en tropel de sus galpones, armando un griterío de mil demonios. Jub, el dueño del rancho, dormía en el piso superior se había asomado a la ventana de su dormitorio muy enojado por aquel estrépito que armaban sus rudos y alborotadores peones, y les había gritado en todos los tonos de su poderosa garganta, que fuesen más comedidos y menos vocingleros. Pero la petición había caído en el vacío; aquélla era una de las pocas ocasiones en que su equipo no se sentía dispuesto a obedecer las órdenes del patrón. Este terminó por cerrar furiosamente la ventana de su dormitorio, dispuesto a vestirse. Comprendía que el día no era el más oportuno para dar órdenes en aquel sentido, pues para el equipo, el día era de los más anhelados de todo el año.
El pesado, pero seguro barco de transporte de quilla plana, llamado Estrella del Norte, cuya misión era la de unir San Luis con Nueva Orleans, descendía majestuoso por el ancho y profundo cauce del Mississippi, derivando un poco a su derecha preparado para fondear en momento oportuno. El barco estaba llegando a Vicksburg, una de las ciudades más importantes del estado y en cubierta se notaba una animación inusitada. Eran bastantes los pasajeros que estaban ansiando llegar al populoso y poco tranquilo poblado, unos para divertirse hasta donde sus posibilidades se lo permitiesen y otros, para realizar sus negocios, que solían ser muy variados y algunos bastante confusos.
Smoking Grey, el capataz del pequeño rancho propiedad de Jane Doney en el poblado de Doniphan, en las márgenes del River Naylor, llegó al poblado a media mañana de finales de primavera y, deteniendo su caballo frente al taller del guarnicionero, penetró en él, preguntando al dueño: — ¿Qué hay, Robert, están ya listas mis cosas? —Estoy rematando el último arnés. Si espera media hora, podrá llevárselo todo.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El tren procedente de Roswell con dirección a Texas rodaba a la velocidad bastante aceptable de cuarenta millas por hora. Las ruedas, al deslizarse por los raíles, producían un zumbido sordo y adormecedor y la estructura metálica de los vagones, un ruido molesto al bambolearse en la acelerada carrera. El convoy había realizado una parada en un poblado de la línea llamado Lake Arthur y algunos viajeros se habían apeado para aprovechar los escasos minutos tomando algo caliente en la cantina de la estación. Uno de los viajeros que habían aprovechado la breve parada para ingerir una buena taza de café caliente, pues la noche estaba bastante fresca, había sido Marty Friel, un buen mozo, de unos veintiocho años, alto como un abeto, erguido, desafiante de gesto, pero simpático de sonrisa y de mirada.
Cuando la fuerza es ley se pueden llevar adelante infinidad de planes malos o buenos, pero no siempre la fuerza puede ser permanente y avasallar a la gente sin que en algún momento las circunstancias obliguen a formar una fuerza más poderosa que la avasalladora que impuso, o en algunos casos, la astucia se convirtiera en un arma más eficaz y demoledora que, ese instinto ciego y malsano de dominar a los demás sin más razón que la razón del poderoso. Algo de esto debía suceder en un apartado rincón de Montana, al nordeste del gran Estado En este llano y casi dejado de la mano de Dios paisaje, existían dos poblados próximos al curso del caudaloso Missouri. Uno más al norte, llamado Baeth y otro más próximo a la corriente del gran río, llamado Leedy.
Aquella tarde del sábado, la calle principal del pequeño poblado de Azona se encontraba muy animada. Desde el mediodía, en que terminara el trabajo en los campos y en los ranchos de aquella parte de la comarca, los peones se habían apresurado a acudir al poblado con ánimo de solazarse, disfrutando del asueto, y por esta causa, las calles habían cobrado un aspecto de día de feria. Azona estaba situado a una distancia equidistante entre el célebre Río Pecos, al oeste, y el Devile, al este. Las comunicaciones para el poblado estaban constreñidas a un servicio de diligencias que efectuaban el recorrido tres veces por semana, de norte a sur y otras tres de sur a norte. Por ello, todos los días llegaba un vehículo sobre la hora del mediodía, pero en ruta alternada.
Cuando el «Santa Fe Limited» se detuvo en el apeadero de la Castañeda próximo a Las Vegas, Jake Sinclair, que llevaba ya varias horas deleitándose con la contemplación de lugares y paisajes casi borrados de su mente en fuerza de una ausencia prolongada, lanzó un suspiro de satisfacción y se apeó con premura, ya que el pequeño hato de ropa que portaba no le impedía la libertad de movimientos. Después de estirar los brazos para desentumecer sus músculos y realizar unas cuantas flexiones, se dirigió resueltamente al pequeño despacho, donde el jefe de estación contemplaba el convoy y preguntó: —¿Hace el favor de decirme cuándo llegará el tren ganadero A. 2376 que salió de Chicago hace un montón de días? —Forastero, ese tren debe llegar a última hora de hoy, si no ha sufrido retraso alguno desde San Luis. —Muchas gracias.
—Te veo muy preocupado, Karf, ¿qué te sucede? ¿Es que te duele más la herida del brazo? —¡Al diablo la herida! Hay cosas que me preocupan más. —¿Qué es ello? ¿Puedo ayudarte en algo? —Me parece que no, Kenneth, es un problema de muy difícil solución. —¿Quieres decir ya de qué se trata? —De mi hermana Pamela. —¿Qué le sucede a la linda gatita?
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El garito de Fliny Charteen tenía por título el seráfico de La Gloria de Dallas, pero los habitantes de la ciudad le habían bautizado por su cuenta con el nombre más dramático de Murder Saloon, aunque se guardaban muy mucho de citarle por este nombre cuando tenían cerca al propietario o a alguno de los hombres que trabajaban a sus órdenes. El origen de este calificativo tenía su fundamento. En parte, comprobado, porque en La Gloria de Dallas, como en otros muchos garitos de ciudades tumultuosas como aquélla del nordeste de Texas, raro era que no se provocasen riñas o incidentes que terminaban resolviéndose a tiros, con sus correspondientes víctimas y, en parte, también, aunque prodigada por lo bajo, porque el vecindario acusaba a Fliny y a sus secuaces de asesinos en la sombra, cuyos delitos nadie había podido probar, quizá porque existía un miedo enorme a morir si alguien se atrevía a levantar la voz acusándoles de varias muertes misteriosas que se habían ido sucediendo, enlazadas muy de cerca con el célebre garito. Este se hallaba enclavado en Lamar Street, a no muchas distancias del curso del Trinity River, río que corta Dallas por su parte más céntrica.
El intenso tiroteo que durante más de media hora retumbara siniestramente a lo largo de ambas orillas del Solomón River, al norte de Nebraska, había concluido. Los atacantes de la parte sur del río habían terminado por comprender que era inútil el intento de cruzar la fangosa corriente del río, dado que en la orilla opuesta los colonos de aquel lugar de la región habían defendido briosamente aquella cabeza de puente, causando a sus enemigos dos bajas mortales y algún herido que hubo de ser retirado durante el forcejeo. Cuando los rifles cesaron de tronar, los colonos pertenecientes al lado norte, cuyo poblado era Rockton, a escasa distancia del río, permanecieron en pie de guerra observando cómo sus enemigos en derrota retiraban los dos cadáveres para más tarde alejarse y desaparecer de su vista.
King Hogan, el capataz del rancho B-14, no se sentía muy satisfecho con el telegrama que acababa de recibir, fechado en Mandan, por Susan Bixby, dueña ahora de la hacienda desde la muerte de su tío, acaecida hacía poco más de tres meses. Al morir Charles Bixby, resultó que la heredera de su hacienda y fortuna era su sobrina Susan, una muchacha que habitaba en Mandan, donde ejercía la misión de regentar un hospital como jefe de enfermeras.
Terminaba el invierno, la primavera aún no había empezado a dar muestras de su poder fecundador sobre el paisaje, pero ya se advertía su próxima llegada. Los días eran más largos, las temperaturas menos ásperas y, en algunos lugares, la hierba empezaba a asomar tímidamente a ras de tierra. En Independence, pueblo fronterizo de Kansas, lugar donde se organizaban la mayor parte de las caravanas que partían hacia el Oeste, se había formado una de tantas compuesta de unas ochenta carretas, lo mejor pertrechadas posible.
Eran aproximadamente las doce de la noche cuando Henry Bond, con un gesto sombrío y una laxitud de nervios tremenda, se entregaba a la tarea de cerrar la cantina, mientras Odile, su mujer, no menos tensa que él, recogía el servicio y se disponía a ponerlo en orden. La cantina estaba situada a no mucha distancia de la estación de Santa Rosa, en el estado de Nuevo México. El lugar, si no muy importante en vecindario, si lo era en su sistema ferroviario, ya que en dicho poblado se cruzaban cuatro líneas muy importantes, pues desde allí se podía viajar a cualquier ciudad del Estado, porque los cuatro ramales que partían de allí formaban una estrella de cuatro puntas diagonales, estratégicamente situadas. El poblado más importante y más próximo a Santa Rosa era Tucumcary, pero lo mismo se podía ir desde allí a Las Vegas, Santa Fe, Alburquerque, Roswell, que a las diversas divisorias.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El sheriff de Fox, en las márgenes del río Hore Silverton en el sudoeste de Montana, detuvo su caballo a una distancia prudencial de la cabaña de Paul Hooker y desenfundando el revólver, lo ocultó en la palma de su ancha mano, y luego avanzó con precaución. La misión que le llevaba a la cabaña de Hooker no era muy agradable, sobre todo teniendo en cuenta que Hooker era una persona decente, honrada y muy estimada por todo el vecindario, pero su deber estaba por encima de todo sentimentalismo, y tenía que cumplirlo. Su misión era la de detener a Ross, el hijo de Paul, a quien se le acusaba de haber herido gravemente a un individuo en una taberna de un poblado próximo.
El Estado de Colorado cuenta entre otras ciudades famosas con una que es su capital, Denver, y Denver nació a la vida ciudadana por uno de esos caprichos de la Naturaleza: el oro y la plata. Esto sucedió en 1858 y hasta entonces, Colorado había sido una región desolada. Lo que hoy es este Estado, perteneció a la colonia española que en los siglos XVIII y XIX abarcaba lo que hoy representa el tercio occidental del Estado. La parte sudeste fue incorporada a América del Norte en 1845, al mismo tiempo que Texas, y en virtud del tratado que dio fin a la guerra con México en 1848, toda la región pasó a ser territorio norteamericano.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Al The Monitor de San Francisco, llegaban de vez en vez noticias fragmentarias o poco precisas de grandes acontecimientos que se estaban desarrollando en la parte central de Texas, con motivo, al parecer, de haberse abierto una importante ruta de ganado que partiendo de San Antonio, tomaba la ruta norte para ir a parar a Abilene, un poblado oscuro y casi mísero poco tiempo atrás, y que ahora se estaba convirtiendo en el centro de atracción y, sobre todo, en un poblado tumultuoso en el que el ganado, los vaqueros, los agiotistas, los tahúres y los fuera de la ley, formaban una amalgama digna de ser estudiada viviéndola en su propia salsa. Y como este género de noticias y reportajes eran la especialidad de The Monitor, periódico sensacionalista cuyo público morboso exigía hechos violentos y reportajes fantásticos, el director, que aunque hasta el momento no había cultivado el sensacionalismo de la ganadería y los cowboys, entendió que sería un éxito de venta cultivar aquel género, pero no a través de inflar telegramas o rumores que llegaban hasta él, sino vividos en su propio ambiente, escritos por quien pudiera dar fe de verdad de cuanto el periódico publicara, por haber sido testigo presencial de los hechos viviendo las consecuentes aventuras que se producían en aquellas latitudes.
Todo el mundo ha oído hablar del célebre Union Pacific que une la nación norteamericana de Este a Oeste en una extensión de varios miles de millas, pero no todo el mundo sabe las fatigas, las intrigas, los intereses creados que se mezclaron en el proyecto y en el tendido, hasta verlo culminar en una hermosa y útil realidad que estuvo a punto de malograrse pese a la férrea voluntad de un hombre de bien, que puso su inteligencia, su voluntad y cuanto se podía poner sin egoísmos personales al servicio de esta grandiosa obra. Este hombre fue el célebre general Dodge, a quien el presidente Lincoln nombró ingeniero jefe de la línea, conociendo sobradamente las aptitudes y la honradez del aludido general.
La pequeña pero temible cuadrilla de Art Morris, más conocido por el sobrenombre de Seis Dedos, pues la naturaleza le había dotado de uno extra en su mano derecha, penetró suave y tranquilamente en el poblado. Los caballos presentaban un estado lamentable debido al polvo y al barro que portaban, señal de que habían galopado por lugares difíciles, y los jinetes también presentaban señales inequívocas de haber pasado por momentos poco tranquilos. Los cinco miembros de la cuadrilla eran tipos impresionantes y no porque todos fuesen grandes y gruesos, ya que en realidad el único que podía ser considerado como un regular gigante era Art, el jefe; los demás eran tipos normales en cuanto a estatura y peso: oscilaban entre las ciento cincuenta libras y su estatura alcanzaría el metro ochenta.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Lie GRANGER no realizó ninguna buena acción al abandonar a su mujer y su hijo para buscar oro en Californio, a donde nadie le había llamado Lie sabía que, de los que emprendían aquel camino, lo mitad volvían ricos, y la mitad muertos. Y él, claro está, soñaba con engrosar el número de los ricos. Pero engrosó el de los muertos.
Ningún lector se sorprenderá ante esto, pues es sabido, que entre los fiebres y epidemias de la Humanidad, lo del oro, ha sido una de los que más víctimas ha causado. Pero que fuesen los propios compañeros de Lie los que matasen a éste ya no es tan frecuente. Y lo es menos que, años más tarde, su hijo supiese los nombres de aquellos dos asesinos.
DOS TENIAN QUE MORIR: Estas palabras pasaron a resumir la vida del joven Granger a partir de aquel momento. Sus pistolas siguieron implacables el rastro y todo su anhelo consistió ya en encontrar a la distancio del tiro, y sin obstáculos de por medio, a los dos que TENIAN QUE MORIR
A David Dahl le gustaba Katherine Hurst, aunque en realidad nunca se había detenido a considerar cuál era exactamente el encanto de la muchacha. Algunas veces, antes de asediarla de amores, la había encontrado vulgar. No era fea, eso no, pero tampoco una belleza como Lucy, su antigua novia… Reunía detalles muy destacables, algunas cosas aisladas que atraían; pero, en conjunto, no se explicaba qué era lo más sugestivo de su persona.
El gran pecado que Ray Simmons había cometido en su vida para verse acosado brutalmente en su persona y sus intereses, era el de no ser mormón y haber pretendido afincar en la tierra de los mormones, donde los gentiles como él ni eran bien vistos ni se les daba facilidades para su vida.
Ray, desdeñando cuanto había oído respecto a la hostilidad de aquellos sectarios y confiando en que, por estar situado casi en la raya de Arizona, allí apenas llegaría la influencia de los danitas adquirió un día por un precio muy razonable un rebaño de quinientas ovejas que le ofreció un californiano establecido en las faldas de la sierra de Beaver Dam, próxima al río Santa Clara y no lejos del poblado de este nombre.
Entre la espesa vegetación que cubría la ladera del monte, ya en la entrada del bosque, Gene Forenan con el rifle al hombro, su chaqueta de cuero bien ajustada y el gorro de castor encasquetado en su cabeza, oteaba la senda que discurría por debajo, formando curvas violentas y rectas escabrosas, que se ceñían a los accidentes del terreno como si este pretendiese cerrarse sobre ella y cortar toda comunicación con el interior.
Eran las tres de la tarde de un día bochornoso de pleno verano. El sol, como un inmenso volcán en ebullición, arrojaba su lumbrarada sobre las polvorientas calles del pequeño poblado de Cerro Colorado, al Sur de Arizona, casi en la divisoria de México.
El poblado pequeño, de casa bajas de adobe muy blancas, sobre cuyas fachadas el sol reverberaba fieramente aumentando la sensación de bochorno, se extendía sobre la planicie a no mucha distancia del Baboquivari Peak, un monte cónico, adusto, que se erguía en la gran llanura como un gigante solitario que sestease perezosamente a la abrasadora caricia del astro rey.
Olía fieramente a carne chamuscada. Los hierros de marcar parecían flores de sangre humeantes dentro de las brasas de las hogueras. Un atronador concierto de desesperados mugidos poblaba el ambiente y dominaba el rumor de las conversaciones de los vaqueros. Se estaba procediendo al marcaje de los becerros reunidos en los pastos del rancho Taylor, en Pass, próximo al Río Nueces, en la parte Sur de Texas.
Todas las tardes en el «Hotel Helena» de Wallace, en el Estado de Idaho, y en el salón reservado del bar que el dueño había instalado en los bajos del hotel para que sirviese de punto de reunión y tertulia a los más destacados elementos del poblado, solían reunirse, el ranchero de ovejas, Truett Burke, y algunos otros elementos pudientes del contorno, como eran, un par de granjeros, un terrateniente que se dedicaba a prestar dinero con usura, el dueño de la farmacia, el dueño de un aserradero bastante importante instalado en las afueras del pueblo y algún otro vecino de destacada personalidad.
Judah Smiley detuvo su polvoriento y cansado caballo junto a la linfa de un arroyo que se deslizaba plácidamente a través de la pradera, y se apeó. Tenía una sed de infierno, una sed que no se saciaba nunca, quizá porque lo que su torturado pecho ansiaba era algo más que agua, por pura y fresca que ésta estuviese.
También el caballo se sentía sediento e irrespetuosamente, se adelantó junto con su dueño y ambos hundieron sus fauces en el cristalino líquido, bebiendo con fruición, incansablemente, como si necesitasen hacer provisión para muchos días de penuria.
El agente federal, Theodore Barton viajaba en un tren mixto de Pasajeros y carga con destino a Weiser. Había salido por la mañana de Boise y esperaba llegar poco después de media tarde al poblado fronterizo.
Sentado en su asiento, con la negra pipa aprisionada entre sus recios dientes, fumaba casi con furor, lanzando grandes bocanadas de humo que quedaban flotando en el interior del vagón, sin respeto a los pocos viajeros que con él ocupaban el departamento.
En realidad, Barton se había cuidado de comprobar que no viajaba mujer alguna y esto bastaba. A ningún hombre debía molestarle el humo de los demás, como a él no le molestaba tampoco.
Corría el año 1870, año turbulento en Texas y más aún en San Antonio, donde se había concentrado todo el movimiento ganadero de la región. La ruta de los cornilargos que Jesse Chisholm había abierto dos años atrás bravamente, para conducir los miles de reses que nadie sabía qué hacer con ellas a causa del desbarajuste que había provocado el término de la guerra de Secesión, estaba en pleno apogeo.
Red Desmond abandonó el vestíbulo del hotel River, en el poblado de Malind, situado en una planicie del Oeste de Nebraska, equidistante entre la línea férrea del Unión Pacific que se deslizaba siguiendo la impetuosa corriente del North River y el ferrocarril C. B. & Q. que descendía en diagonal por la parte alta desde la divisoria de Dakota del Sur, para llegar a Hasting, uno de los poblados más importantes del Estado. Malind no era un pueblo importante, pues su situación geográfica le apartaba del ferrocarril algunas millas; mas, a pesar de esto, contaba con un censo de población bastante nutrido, ya que se comerciaba mucho con cereales, aparte de que existían un par de ranchos importantes: el de Jack Desmond, padre de Red y otro más pequeño, situado en un lugar áspero, entre riscos, que hacían molesto no sólo su localización, sino el camino para llegar a él.
Cuando la osada y poderosa firma Wells Fargo se lanzó a la peligrosa, aunque reproductiva, empresa de poner en comunicación, por medio de pesadas diligencias, los pueblos y las rutas más importantes del Oeste dada la dificultad de medios de transporte existentes hasta entonces, no lo hizo a ciegas ni alegremente. Hombres experimentados, duchos en los negocios y conocedores del ambiente que iba a rodear su empresa, pesaron los pros y los contras de su idea y, a pesar de que descontaban una parte de beneficios, que se esfumarían con los avatares del desarrollo de su idea, estaban seguros de que no harían un mal negocio, aun perdiendo aquella parte de las ganancias. El más serio problema que se les presentaba era el material humano. No todos servían para efectuar aquel peligroso trabajo y, aun algunos que servían, no se mostraron dispuestos a tomar parte en la aventura por los innumerables peligros a correr.
No siempre han sido los americanos los que, a través de sus libros o sus relatos, han recogido con más conocimiento de causa que los extraños, la vida o hazañas de determinados elementos que en vida fueron tipos famosos por sus hechos, más o menos extraordinarios. También, a veces, observadores no indígenas, curiosos y buceadores, encontraron datos y temas para sacar a la luz historias que parecían condenadas al olvido, aunque se refiriesen a nombres exóticos que enriquecieron el folklore dramático de los más destacados pistoleros del Oeste en su época floreciente, cuando aún la justicia no había conseguido imponer la fuerza del Código en muchos estados americanos.
La tierra es la madre de la humanidad porque ella es la que brinda a los racionales e irracionales la base de su sustento, pero es una madre común para todos, aunque sucede que algunos de sus hijos, más egoístas y ambiciosos que los demás, lo quieren todo de ella, aun a costa de la parte sagrada que corresponde a sus hermanos. Así no es de extrañar que la Historia de los Estados, y en este caso de Norteamérica, esté cuajada de episodios heroicos o sangrientos por la posesión de la madre tierra.
La mañana había roto magníficamente. Un sol claro aún, un poco apagada de color y viveza, surgía, por detrás de las crestas del monte Crawfordsville y su dorada luz ponía ramalazos de tonos amarillos en las crestas lejanas, coronadas de nieve estática, mientras los árboles, los picachos cercanos, las laderas de las barrancas y las mesetas, perdían sus tonos sombríos para adquirir matices más alegres a los ojos pese a lo agreste de aquel paisaje lleno de salvajismo…
El tremendo dolor que a Rudolph Davies acaba de causarle el inesperado y cobarde asesinato de su hijo Tom, apenas si se reflejó en su rostro de líneas duras y enérgicas. Rudolph era un hombre de granito para todas las emociones de la vida, que sabía guardarlas muy dentro de sí, sin que por eso se le pudiese acusar de indiferente, falto de sensibilidad.
Oregón es el noveno Estado de Norteamérica en extensión y se encuentra dividido en dos mitades iguales, pero antagónicas en fisonomía, por la cordillera de las Cascadas. Esta división, según los geólogos, fue originada por un enorme cataclismo que levantó un muro de montañas que cortaron el paso a las lluvias del Pacífico y convirtió la parte este del Estado en una región seca y desolada, de altos desiertos, donde apenas si florecen otras plantas que el junípero y la artemisa. En cambio, la parte oeste, se convirtió en un vergel que nunca deja de ofrecer el verde brillante de sus campos y sus bosques en todas las épocas del año. Este Estado era completamente desconocido y salvaje hasta que, en 1804, los intrépidos exploradores Lewis y Clark consiguieron penetrar en sus entrañas y trazar la iniciación de una ruta que más tarde habría de ser célebre en la historia de los Estados Unidos al ser conocida por “La ruta de Oregón”.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
La mañana amenazaba con ser calurosa. A la temprana hora de las ocho, ya el aire que soplaba del sur daba la sensación de proceder de alguna hoguera más o menos cercana, y la rosa del sol que empezaba a ascender sobre un cielo limpiamente azul, se encendía en todo el esplendor de su redonda lumbrarada. Apoyado en uno de los pilares de la plaza mayor de Limón, un poblado de Colorado, en el cruce de la línea del «Unión Pacific» con el río Big Sandy, se hallaba Jay Curan, fumando con displicencia, como si todo lo que tuviese que hacer en su vida se limitase a matar el tiempo y a consumir tabaco.
Linda Kramer se encontraba sentada delante del aparato Morse, en la pequeña localidad de Boquillas, junto al Tornillo River, punto adelantado del sur de Tejas y a pocas millas de la divisoria con Méjico. Su padre, Emil, se encontraba bastante delicado de salud y ella, que había aprendido el manejo del aparato, le suplía con acierto, pues en realidad el trabajo que solía darle el vecindario del poblado era muy escaso. El duro sol de Texas entraba, a raudales, por el ancho vano de la puerta y cada vez que alguien cruzaba por delante de la oficina del telégrafo, la sombra recia, proyectada por la lumbrarada del sol, se proyectaba contra el pequeño mostrador, para desaparecer con la misma rapidez que se había proyectado. Esta vez un caballo, de excelente alzada y hermosa lámina, se detuvo justamente frente a la puerta, recortando su sombra hacia el interior, viéndose la misma aumentada por la del jinete que, al bajar de su montura, penetró con decisión en el reducido vano de la oficina, eclipsando, en gran parte, la alegría luminosa que inundaba el local.
En pie, rígida, con la mirada brillante y los puños apretados en un movimiento inconsciente, Eva contemplaba a Bob y Enmanuel de una manera extraña, como si a pesar de tenerlos delante, estuviesen a muchas millas de allí y le hablasen desde una distancia muy lejana. No le hacía gracia alguna lo que ambos, alternativamente, le estaban diciendo. Ni Bob ni Enmanuel, a pesar de ser sus primos, le agradaban lo más mínimo, porque en el escaso tiempo que llevaba en su cabaña, había tenido ocasión de comprobar que ambos eran dos hombres primitivos, duros, ásperos, groseros, incultos, e incapaces de ocultar sus violentas pasiones cuando se dejaban dominar por ellas.
La trifulca que se había armado en la pequeña taberna que Job Kimbel poseía en Bluff, un pequeño y aislado poblado de la parte sudeste de Utah, en las márgenes del río San Juan, había terminado de una manera lastimosa y humillante para Andrew Joy, y los hombres de su equipo, que le acompañaban. El incidente tuvo su raíz en la intromisión de Joy en un asunto que no le afectaba personalmente, aunque en el fondo tuviese razón para el comentario. A la taberna habían acudido aquella tarde cuatro sujetos a quienes nadie conocía en el poblado. Cierto que Bluff como poblado casi se le podía considerar como un oasis en un desierto, porque en toda la ribera del San Juan, desde su paso por Arizona por el oeste de los montes Navajo, hasta la divisoria con Colorado, no había más pueblo que Bluff, y ya en la frontera, otro denominado Anet.
Las lámparas del bar habían sido apagadas excepto una en el centro del amplio salón. Eran más de las cuatro de la madrugada, el turbulento ajetreo de la noche había terminado ya y pronto la luz indecisa del amanecer anunciaría el nacimiento de un nuevo día. Andy, la dueña del garito, se había sentado un poco escorada sobre el reborde de una mesa donde quedara desparramada una baraja de póker y con gesto indolente y cansado fue recogiendo los naipes hasta formar con ellos un bloque, que hacía crujir entre sus finos dedos al manejarlo en forma de acordeón. Dos dependientes recogían bancos, servicio, naipes y dados y el encargado colocaba en orden las botellas en los anaqueles.
Bajo la tirante lona del balcón volado de su hacienda en Wan Horn, al sur de Nuevo México, Cheryl Chapman recibió la carta que su criada negra le entregó. Cheryl era una muchacha morena, de unos veinticinco años, de una estatura proporcionada, quizá más bien alta y metida en carnes. Su rostro era perfecto; sus ojos grises y grandes, tenían una mirada ingenua que engañaba en el primer momento, pues de ingenua no tenía más que aquel aspecto tímido e indolente, cuando dejaba que sus nervios descansasen y se entregaba a la molicie y el abandono.
Lynn, Jay y Ted, los tres hermanos Reber, se detuvieron un momento ante la puerta del restaurante figón titulado “La Buena Sombra” y, tras echar vistazos en torno y convencerse de que nada anormal sucedía a lo largo de la calle, penetraron en el establecimiento.
Carnody, el dueño, apenas les vio aparecer esbozó un gesto de disgusto y miedo a la par. No miedo a que los tres temibles hermanos pudiesen cometer con él algún exceso violento, sino porque siempre temía que lo que los tres Reber andaban buscando, se desarrollase de un modo sangriento, en su modesto establecimiento de comidas y bebidas.
La sospecha de Carnody tenía un sólido fundamento y si bien no existía razón alguna para que el lance tuviese lugar allí precisamente, como al final tendría que tener un dramático escenario, no le agradaba pensar que tal escenario fuese su casa.
No hace mucho falleció en Tarzana (California), casi a la edad de cien años, el que puede considerársele el último pionero de la época legendaria en que el Oeste era algo empírico que sólo hombres de corazón y resistencia física excepcionales, habrían de amansar y colonizar para la civilización. Este hombre, llamado Al Jennings, estuvo considerado en el apogeo de su vida activa como el gun-man más rápido de manos de todo el Oeste, aún más que lo fueran Billy «El Niño», Jesse James y otros ases del «Colt» de aquella época. Al había nacido en Virginia en 1861, y quizá porque el Destino había prendido en su joven sangre el espíritu de la aventura, huyó de su hogar cuando sólo contaba once años, y no mucho más tarde apareció en el peligroso Oeste, al que se aclimató muy pronto pese a su edad precoz.
Cuando Dean Anderson entró en su cabaña y descubrió todo su ajuar volcado, en desorden, y, como colofón, el cuerpo de su hermano Peter colgado de una viga del techo, con la amoratada lengua fuera y dos manchas sangrientas en el pecho, creyó que las cumbres de las montañas lejanas se le habían desplomado sobre el cráneo, dejándole en una situación difícil de analizar, pues apenas si se daba cuenca de lo que le rodeaba.
Tuvo que apelar a todo su valor, a su sangre fría, muchas veces puesta de manifiesto, y a su carácter resolutivo, para llevar un poco de orden en su cerebro y tratar de analizar el porqué de aquel sangriento cuadro.
El poblado Witeowl estaba situado en un gran vano del oeste de Dakota del Sur, entre el River Owl Feather al norte y el Elmor 8 Mille Cr., al sur. Infinidad de pequeñas, corrientes de agua afluían en torno a su situación geográfica y más al este se erguían las reservas indias Cheyennes.
Los dos poblados más importantes se encontraban al este, pero por bajo de Witeowl. Uno era Rapid City y el otro el célebre centro minero de Deadwood. También próximo a éste se hallaba enclavado otro poblado bastante nutrido, llamado Lead.
El día era endemoniadamente caluroso. El sol apretaba de firme y el paisaje que se divisaba entre un halo medio gris, medio dorado que parecía caer de las alturas como un vaho desprendido de la atmósfera, era sucio, reseco, áspero y nada agradable. Y, sin embargo, aquella parte alta de Nuevo México, en la vieja ruta de Santa Fe, poseía un paisaje maravilloso, agradable, acogedor, cuando el tiempo era amable y permitía gozar con relativa calma de nervios de cuanto se desarrollaba en torno. El poblado, llamado Tierra Amarilla, que se asentaba en el centro del vano formado, a la izquierda, por las reservas indias de Jacarilla Apache y, a la derecha, por la línea férrea que descendía desde Colorado, para ir a descansar de su carrera en la propia Santa Fe, era el más importante de aquella cuenca, y donde se podía resolver con más rapidez y eficacia cualquier asunto de trámite, pues allí había Juzgado, Registro de Propiedades y algunas otras dependencias, donde todos los asuntos que afectaban a los vecinos del Condado tenían que ir a parar para adquirir carta de legalidad.
Lige Grant llevaba más de una hora sentado ante su mesa de despacho del bonito y productivo rancho que poseía en Pierce, al este de Idaho, en un vano que se dibujaba como la giba de un camello mirando a la derecha. La giba la formaba el curso del río Clearwater, el cual dibujaba en la parte alta la joroba en un medio círculo violento, para después descender hacia el oeste a unirse al River Clearwater. En el centro de la hipotética giba, estaba situado el poblado donde radicaba el rancho. Por debajo, corría el curso del Middle Fork y, a la derecha, se deslizaba la cadena montañosa del Bitter Rook Mountains, con su escabroso corte llamado Lolo Pass, que permitía el paso hacia el vecino Estado de Montana.
En la turbulenta y peligrosa ciudad de Dodge City era muy difícil que ningún suceso de sangre, por alucinante que fuese, pudiera conmover a sus habitantes hacia el año 1878, cuando lo que no mucho tiempo atrás fuese un villorrio sin importancia, se convirtiera, por obra y gracia de los astados, en uno de los lugares más frecuentados, más tumultuosos y más estrafalarios de todo el Oeste.
Algún tiempo atrás había sido Abilene el centro dramático donde la sangre humana corriera con profusión por el imperativo de los egoísmos y apetencias de ciertos elementos despreciables, que lo convirtieron en su feudo, cuando los hatajos de astados lanzados por la pradera desde San Antonio llegaron allí en conducción, para descongestionar de ganado la parte media y baja de Texas. Pero no mucho más tarde, cuando alguien entendió que era más práctico alargar la ruta de los cornilargos y poner punto final a su carrera en Kansas, como lugar más propicio al mercado, fue Dodge City el lugar ideal para esta meta fabulosa.
Alguien, no se sabía quién, había bautizado con el expresivo nombre de Río de Oro aquel exótico y extraño campamento minero que, por caprichos del Destino se había instalado en una de las partes más escabrosas del Big Trees, a unas treinta millas de la ciudad de Sacramento.
Era la época arrolladora de los descubrimientos de filones de oro en toda aquella cuenca extensa y pródiga que giraba en torno al ya famoso río.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El «Saloon Dorado» de Alburquerque, estaba bastante concurrido de público aquel atardecer de mediados de mayo. La barra casi desaparecía a la vista a causa de los clientes que bebían en pie discutiendo acaloradamente asuntos sin trascendencia y en las mesas había hasta docena y media de clientes bebiendo sin prisa, quizá en espera de que se hiciese de noche y la sala de juego empezase a funcionar. En una mesa un cliente solitario bebía a pequeños sorbos un vaso de whisky. Era un hombre de unos cuarenta años, de excelente estatura, metido en carnes, de anchos hombros y cabeza grande y mal formada. Su rostro duro, de facciones incorrectas, acusaban al hombre tosco y áspero, sin refinamiento de ninguna clase. Tenía los ojos buidos de un gris claro, las cejas muy pobladas, la nariz algo porruda, los labios gruesos y groseros y el mentón bastante afilado y prominente. A simple vista patentizaba el exceso de libaciones de aquella tarde. Lo denunciaba el brillo de su mirada, el reflejo un poco cárdeno de sus pupilas sin mucha luz y lo encendido de su piel morena.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Un intenso clamor de pánico brotó de las gargantas de vecinos y transeúntes que se encontraban en la calle principal de Pawlet, un poblado situado al Noroeste en Colorado, cuando se dieron cuenta de que, por la parte alta de la calle, como una tromba asoladora, acababa de aparecer a todo galope una punta de astados que, azuzados por los peones del equipo, avanzaban arrollando todo lo que encontraban a su ciego paso. Todos se dieron rápida cuenta de que se trataba de uno de los hatajos que Marty Shanks, el ranchero, había adquirido en algún lugar de la región y que al frente de él debía galopar Ziggy Taylor, el rudo y demoníaco capataz de Marty.
Cuando aquella mañana del histórico 18 de enero de 1848, James Marshall, el encargado de la serrería de Colomo, en la enorme granja de Sutter, descubrió incidentalmente que en el próximo arroyo acababa de aflorar oro en cantidades fantásticas y lanzó el grito de alarma en torno a él, no pudo sospechar nunca que aquel grito de júbilo inenarrable fuese como un gigantesco clarín que había de llegar por encima de los mares como una llamada de guerra, para atraer a aquel punto de California la más variada y peligrosa gama de hombres que podían ser reunidos en un mismo punto.
Chane Setter contempló con profundo estupor la débil y azulada columna de humo que aún flotaba tenuemente en las bocas de sus dos terribles 'Colt' empuñados nerviosamente con ambas manos y, después, como si le costase trabajo reconocer la trágica verdad, echó una ojeada a lo largo de la calle para convencerse de que aquellos dos cuerpos que yacían en mitad de ella como dos grotescos peleles desinflados, pertenecían a Tom y David Withe y que éstos habían caído de aquella manera espectacular, debido a su fina puntería y a su rapidez manejando tan mortíferas armas. Chane tuvo que rendirse a la evidencia y reconocer que el suceso ya no tenía ninguna solución. El instinto de conservación le había movido a disparar sus pesados revólveres antes de que sus enemigos pudiesen adelantarse en el intento y el resultado no pudo dar un fruto más desastroso. Los Withe, padre e hijo, yacían ahora, el uno con un terrible agujero en la frente, y el otro con el pecho atravesado, y ya era inútil la intervención del cirujano, ya que él tenía la fatal virtud de no errar jamás un tiro y sus retadores estaban bien muertos por los siglos de los siglos
Doce años de cárcel eran muchos años para que no los acusasen un cuerpo y una mente. Jerry Morgan, que los había sufrido día a día, sabía mucho de la influencia de tantos y tantos días de encierro entre cuatro sombrías paredes, contemplando una partícula de cielo a través de un pequeño ventanuco, encerrado sin más compañía que alguna rata pegajosa y sus sombríos y bárbaros pensamientos. Su prisión pudo haberse prolongado ocho años más, de no haber encajado con coraje la situación, amoldándose a ella a la fuerza y tratando de hacer méritos para acortar aquel encierro demoledor. Y lo había conseguido con una fuerza de voluntad tremenda, sobreponiéndose a todos sus amargos pensamientos y a la enorme cantidad de odio y coraje que almacenaba en su alma.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Cuando Marty Kapell subió bordeando el río Mancos en el sudoeste de Colorado y se vio casi a la altura del poblado que llevaba el nombre de dicho río, estuvo muy lejos de suponer lo que le iba a esperar allí para poner a prueba una vez más sus nervios, su carácter poco tranquilo y su espíritu burlón y travieso. En realidad, su intención no había sido la de arribar a dicho poblado con ánimo de quedarse en él. Su idea era derivar a la derecha y alcanzar Durango, donde esperaba encontrar la clase de trabajo que más le pudiese agradar y convenir. Pero cuando se acercaba al poblado —precisamente un soleado domingo del mes de mayo— descubrió cómo muchos jinetes galanamente ataviados se dirigían al poblado, tanto por el camino general como por algunos atajos, y Marty adivinó que algo espectacular debía desarrollarse en Mancos, cuando acudían a él tamos jinetes embutidos, en sus trajes domingueros.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Era la fecha de mediados del pasado siglo, aquella fecha luctuosa para los mejicanos y para los hispano-californianos establecidos en la Alta California desde San Diego para arriba. La derrota de Méjico por el Tío Sam, que finalizó con el humillante tratado de Guadalupe Hidalgo, había puesto en manos de los americanos cientos de millas de terreno feraz y valiosísimo, en los que estaban incluidos Nuevo Méjico, Texas y más de la mitad de California. A muchos de los habitantes del sur de este último Estado les había sorprendido el tratado de paz y el cambio de nacionalidad, poco menos que en un sopor dulce y lánguido del que iban a despertar muy agriamente.
La mañana era hermosa, una de esas mañanas primaverales, en las que el sol de Texas parecía una rosa de fuego prendida en un palio azul intenso. La alegría del sol prendía no sólo en el ambiente, sino en la sangre; era como un revulsivo de alegría que avivaba el dinamismo y encendía en los labios risas cascabeleras cuyo tintineo se captaba por todas partes. Recostado sobre uno de los pilares de la amplia plaza, Abraham Osako fumaba con displicencia y erguía la cabeza mirando al cielo.
Dashiel Quint había ido a parar a Needles, aquel poblado del Este de California, a escasas millas de la divisoria de Arizona, como podía haber ido a parar al infierno de cabeza, sin que allí se hubiesen sentido muy extrañados de su presencia. Porque Quint poseía el embrujo de emular al Judío Errante, y no precisamente por su gusto, pero sí por su temperamento impulsivo y la poca paciencia que le había tocado a la hora del reparto.
La única cosa que crispaba los nervios de Della White, era tener que enfrentarse con Pacher Sutro. Le hubiese sido harto difícil explicar el motivo de esta animosidad hacia el joven Sutro, pero el hecho real era que existía. De nada le podía acusar para repelerle. Cuando tres años atrás, Pacher llegó a Thurman, era un mozo espigado, que rondaba los veintitrés años. Buscaba un empleo de vaquero y fue admitido como peón en el «Rancho C.C.», donde había actuado a satisfacción del dueño durante dos años y medio. Un día, sin justificar las causas, pidió su cuenta y se despidió del rancho. Al dueño no pareció hacerle gracia que Pacher se despidiese sin alegar razones, pero el vaquero, encogiéndose de hombros, repuso: —Nadie está obligado a servir eternamente al mismo patrón, ni éste se obliga a mantener a un peón hasta que las canas le llegan a las espuelas. Me he cansado de servir en su equipo y me despido.
La subasta se verificaba en medio de la mayor expectación. La pequeña pero linda cabaña que los Alten, con todo cuanto contenía, había salido a subasta pública entre los habitantes del poblado para cubrir con la venta del ajuar y propiedad de la familia la deuda que Claude Alten había contraído con Oskar Ordway, quince días antes de morir.
Tuk era un hombre relativamente joven, pues sólo contaba treinta y cuatro años. Era de excelente estatura, escurrido de carnes pero no delgado, porque, hombre activo y dinámico, no poseía en su cuerpo una docena de gramos de grasa y todo era nervio y músculo. Su cabeza era interesante, con una cabellera negra un poco ondulada, unos ojos negros, brillantes y reidores, una nariz perfecta y un pequeño bigote negro, bien cuidado, que prestaba gran simpatía a sus facciones.
Era durante la primavera del año 1841, cuando un humilde y solitario cazador acampaba un atardecer en la orilla del Río Trinity, en el Nordeste de Texas, una región salvaje e inculta, rodeada de bosques, con abundante caza y sin más vecindad que unas pequeñas tribus de indios tranquilos y poco numerosos. El cazador, cuyo nombre ha pasado a la historia de la colonización del Oeste, se llamaba John Neely Brian, y era un hombre relativamente joven, duro, recio de espíritu, andariego y apasionado de la caza. John durmió aquella noche a la orilla del río y por la mañana se dedicó a explorar los alrededores del solitario paraje. Tras el examen previo, comprobó que la caza se le daría bien en aquel lugar donde no tenía competidores y decidió establecerse allí definitivamente.
Zachary Dirt siempre fue un tipo estrafalario al decir de cuantos le conocían a fondo, por haberle tratado más o menos íntimamente. Era un inadaptado al ambiente en que su estrella le había colocado y jamás se sintió a gusto ni con su suerte ni con la posición social que gozaba. Desde que se vio solo en el mundo para campar por sus respetos, había intentado infinidad de procedimientos para vivir lo mejor posible, sin conseguirlo. La suerte no estaba de su lado y esto le obligó las más de las veces, a defender su estómago trabajando como vaquero en diversos ranchos, por ser este el oficio que en los primeros albores de su juventud había aprendido.
Christian Clutter jugaba una partida de póker ante una mesa, en el bar titulado “La Pecera”.
Todas las tardes, al anochecer, daba una vuelta por el poblado, dejaba su magnífico caballo a la puerta donde ya no pegaba el sol y entraba en el bar saludando con ademán campechano a todo el mundo, y la mayor parte de las veces, invitando a beber a los que se encontraban en el bar.
Esta cordialidad, este gesto de hombre desprendido y la sonrisa que casi constantemente campeaba en sus labios, hubiese hecho creer a quien no le conociera que Christian era todo bondad, cordialidad y desprendimiento, y sin embargo, todo aquello sólo era una máscara, un gesto fanfarrón para destacarse a los ojos de los demás, pues en el fondo era agrio, avaro y poco de fiar en sus acciones. Estas eran siempre un puro y estudiado cálculo y no movía un dedo de su mano que no tuviese un objetivo señalado en su beneficio.
Cuando aquella mañana de primeros de abril ya entrada una agradable y alegre primavera, las familias de Tarlton Rollins y de Rock Garman, abandonaron la sala del tribunal donde el juez acababa de fallar el apasionante pleito que había encendido la pasión y el odio entre ambos clanes, todo el pueblo tenía el presentimiento de que la paz que siempre había reinado en el poblado, se iba a ver turbada y rota de tal modo, que sólo la paz de un puñado de tumbas podría apagar las hogueras que el fallo acababa de avivar hasta el máximo.
El peón, más tranquilo, salió del despacho, y la joven, olvidándose de los papeles que estaba repasando, se sumió en hondas y no muy agradables reflexiones. La sospecha de su peón era una sospecha que ella abrigaba desde que murió su padre y de la que había hecho partícipe a Timmy Melville, su capataz. Desde años atrás existió una pugna muy dura entre su difunto padre y otro ganadero vecino llamado Theodore Baughey, a causa de unos terrenos comunales que su padre había convertido en pastos para su ganado.
El estruendo seco de los disparos atronaba el hosco paisaje de continuo sumido en el silencio. Aquella parte del temible río Pecos, feudo de los pistoleros y abigeos de la zona correspondiente a Pecos como poblado, no solía ser frecuentada por nadie que no tuviese interés en huir de los rurales. Paisaje tupido, sinuoso, propicio a la emboscada y a amparar las fugas, era terreno prohibido para las personas de bien y más para las que tenían algo que perder y nadie se aventuraba por aquella parte próxima al río, por temor a recibir la caricia de unas onzas de plomo, brotando entre la espesura, o verse atracada para despojarla de cuanto llevase encima, o para retenerla como prisionera en tanto alguien no pagase el precio de su rescate. Las cuadrillas de abigeos y salteadores se sabían casi seguras en aquel terreno que conocían palmo a palmo y lo dominaban como cosa propia, y de vez en vez, cuando la vigilancia parecía menos intensa, hacían incursiones veloces y provechosas por ranchos, granjas y poblados pequeños, esquilmándolos y produciendo víctimas, cuando alguien se atrevía a resistirse al expolio.
Dixon, un bien situado terrateniente de la cuenca del Sacramento regresaba del mercado de cereales de Butte City en dirección a Maxwell. Había vendido una partida de grano por un valor de cinco mil dólares y, según su costumbre, regresaba con el dinero en el bolsillo, para ingresarlo en su cuenta corriente de Maxwell.
Era verdaderamente fantástico el historial de aquellos dos hombres; dos hombres duros como el acero, que por un capricho del destino habían nacido enemigos y morirían enemigos, quizá uno a manos del otro, pues su rencor parecía vaticinar que éste sería el final de aquella pugna de colosos. Tanto Ward Murphy, como Rory Wyman, habían nacido a poca distancia el uno del otro en un pequeño poblado llamado Frío Town, junto al curso del río Frío.
Por primera desde que abriera sus puertas al público hacía algo más de un año, el bar garito de Deve Short, en Deming, tenía enfundadas las mesas de juego y no se captaba aquella noche el agrio canturreo de la bola de marfil sobre el tazón de la ruleta. El insólito suceso era un caso de fuerza mayor y nunca mejor empleada la frase, porque había sido la fuerza de la autoridad, impuesta al fin, tras un período de forcejeo muy espectacular, la que había logrado aquel silencio en la ruleta, ya que aquella noche no solo dejaría de funcionar para siempre, sino que el bar se cerraría y Deve abandonaría Deming.
Paw Rudy había venido al mundo signado por una estrella negra que presidió su primer balbuceo y había sido inútil cuanto intentó a sus veintidós años pletóricos de energía, para emprender una ruta distinta de la que el hado le trazara. Gozó de una niñez triste y mísera.
La animación en la taberna de Bob, en el pequeño poblado de Chloride, al oeste de Arizona por bajo del macizo montañoso de Tipton, era extraordinaria. El local estaba casi lleno de clientes; vaqueros, labriegos, mozos de granja, etc., los cuales, al tiempo que hacían buen consumo de bebidas, con gran contento de Bob, discutían a grandes voces sobre algo que era motivo básico del día y el que les había congregado allí llenos de curiosidad por conocer el desarrollo y final del suceso. Un viejo colono decía, sin recatarse mucho en la acidez de sus comentarios: —Es una pena y una vergüenza que ese buitre de Mugs Rantaul se lleve por una basura de dinero esas mil reses pertenecientes al rancho de Ritti. Las pague como las pague, y no las pagará ni a la mitad de su valor porque no hay quien le haga la competencia, será siempre un robo encubierto por ciertas argucias de legalidad que para los hombres honrados carecen de valor moral.
Muchas veces en la existencia de los hombres, un suceso nimio, una resolución improvisada, algo imprevisto a lo que no se le dio importancia alguna, puede influir de tal forma en la vida de los humanos, que en virtud de aquel suceso o hecho intrascendente, su futuro puede variar de un modo radical, derivándolo por senderos insospechados. Por ejemplo, aquel sábado, 13 de agosto, debía ser para Stan Fallon una fecha que jamás podría olvidar, porque iba a marcar el comienzo de una vida nueva para él, sin siquiera sospecharlo. Stan procedía de Las Vegas, donde había estado un par de días. Allí, durante esas cuarenta y ocho horas, había jugado dos veces, una perdiendo setenta dólares de los ochenta que conservaba por todo capital, y otra ganando trescientos, en media hora de buena suerte bien aprovechada.
Jubal “El Sombrío” empujó con gesto displicente la puerta giratoria del restaurante “La Perla del Missouri”, y buscó con interés la mesa que adosada al ventanal que daba a los muelles solía ocupar casi a diario a la hora del almuerzo. Le seducía aquel sitio desde el que a través de los sucios cristales podía contemplar el tráfago de los muelles, y el día que llegaba tarde a ocupar su lugar preferido se sentía contrariado y el almuerzo parecía no sentarle tan bien como él deseaba. Jubal llevaba en Omaha apenas tres meses. Había llegado a la capital del Estado acuciado por Robson, el dueño del último y mejor garito instalado en la ciudad, sólo porque Robson le conocía de otras ciudades turbulentas y viciosas...
Sam descendía lentamente por la amplia calzada de la Market Street, que si no era precisamente la mejor y más aristocrática vía del populoso y turbulento San Francisco, sí era una calle importante. En ella se abrían muchos comercios lujosos y bastantes garitos, disfrazados en parte por los amplios y llamativos carteles en los que se anunciaba profusamente el espectáculo que servía de tapadera y atracción para la clientela.
Leónidas aprovechó la parada para extraer del bolsillo un amplio pañuelo y, despojándose del sombrero, lo pasó sobre su morena frente bañada en sudor. La caminata había sido larga, el sol quemaba como las ascuas de una hoguera y en todo aquel maldito paraje que había atravesado durante el día anterior y parte de aquella mañana, no había encontrado un solo árbol para descansar a su sombra. Aquello parecía un desierto y de no ser porque el piso estaba cubierto de espesa hierba y porque había seguido el curso del Knife River, muy pobre de agua pero río al fin, hubiese creído que aquella parte de Dakota del Norte, era el propio desierto de Arizona, o acaso la antesala del infierno. Pero al fin parecía estar llegando a su destino, un destino absurdo y, seguramente un tanto peligroso, como la mayoría de las misiones que había venido desempeñando desde hacía tres años.
En el Oeste, cuando un poblado de escasa importancia crece en población de una manera veloz por algún motivo extraordinario que exigió esta inflación de habitantes, la tranquilidad del poblado se ve turbada fieramente por la violencia y la falta de autoridad y fuerza para imponer el orden con la misma rapidez que el poblado crece. Este es un hecho comprobado, cuando se repasa la historia de las grandes ciudades, que bien por aparición del oro, de la plata o del petróleo, se convirtieron de la noche a la mañana en la atracción máxima para los aventureros, los granujas, los buscadores de gangas, y los que siempre han vivido atisbando a los demás, para despojarles del producto de suerte o trabajo, apenas pudo ser recogido por ellos.
Si alguien tuvo alguna vez la muerte delante de sus ojos y logró ahuyentarla en el último minuto, cuando parecía imposible zafarse de su guadaña, ese hombre de suerte fue Albert Paine. Porque hacía falta tener mucha suerte para caer malherido en un barranco, en un paraje agrio y nada frecuentado y pasarse las horas perdiendo sangre, sin esperanza alguna de salvación para que en ese minuto decisivo en que ya la vida, en el cuerpo, no aguantaba más la presión de la Parca, alguien oportunamente llegase hasta él para sacarle de aquella tumba a cielo abierto y volverle a la vida tras ímprobos y denodados esfuerzos.
La colosal manada de cornilargos propiedad de David Slayton, tras sesenta días de azarosa y agotadora jornada a través de la pradera siguiendo el sendero que tres años antes la audacia y decisión de Jesse Chisholm abriera para el ganado, había logrado atravesar el Cimarrón para adentrarse en el territorio de Kansas camino de Dodge. Atrás quedaba como un recuerdo casi alucinante toda la odisea de la dura empresa; ataques de los comanches y kiowas, sed y polvo hasta convertir la garganta en un papel de lija; trombas de bisontes amenazando el ganado y, aun dispersándole por la llanura con peligro de perder una mitad del hatajo, tormentas eléctricas como sólo se dan en las llanuras de Texas y que, no viéndolas y sufriéndolas, nadie se las imagina, peligro mortal de las nutridas bandas de salteadores de ganado que infestaban la llanura atraídos por el cuantioso botín y por si esto fuera poco para los duros y bravos conductores, más de dos meses condenados a agua solamente — cuando no les faltaba también el precioso elemento—, pero sin poder ingerir una sola gota de alcohol, pues no había ranchero que supiese algo de la ruta, capaz de consentir que se filtrase una sola gota de alcohol en la despensa del equipo.
Hilary, el capataz del rancho de Dagobert Penrose, llegó a todo galope hasta la hacienda y, frenando bruscamente su montura delante del porche, se apeó de un salto felino y, haciendo resonar sus largas y brillantes espuelas sobre el endurecido suelo, se introdujo en la hacienda. Dagobert trabajaba sombrío ante su mesa de despacho. Pocos hombres se podrían encontrar en todo el territorio del sur de Utah, que impusiesen más respeto al verse ante él. Era un hombre alto, quizá demasiado alto, a pesar de estar bien proporcionado. Carecía de grasas, su cuerpo todo era músculo y hueso, y pocos también serían capaces de mostrar la dureza física que él sabía demostrar cuando la necesidad así lo imponía.
Eran las once de la mañana de un espléndido día del mes de mayo cuando el director de la cárcel de Austin hizo llamar a su despacho a Gurd Lankaster, el cual llevaba tres años allí encerrado, sufriendo una condena de doce que le había sido impuesta por declarársele complicado en el asalto y robo al Banco de Crédito Ganadero de Mineral, un poblado sito al Norte de Texas y a no mucha distancia del Brazos River.
Lita abrió la puerta de su cabaña y salió al exterior, con los ojos aún un tanto turbios, a causa de haber dormido mal toda la noche, y los brazos levantados al cielo, como si pretendiese hacerle una auténtica invocación, aunque, en realidad, aquel gesto un poco teatral era el signo de desperezo que su cuerpo reclamaba. A un lado de la cabaña estaba el pozo y, algo más retirado, un amplio pilón fabricado toscamente con piedras aglutinadas con argamasa. Era allí donde la joven lavaba, viéndose obligada a llenar el pilón a fuerza de sacar cubos de agua del pozo.
El día era francamente maravilloso. El sol lucía con bastante fuerza en un cielo purísimo de color azul turquesa y el aire, aunque cálido, transportaba a lo largo y lo ancho de la pradera ese efluvio acariciante de las flores silvestres, del romero, de la artemisa y de tantas plantas distintas en plena floración. Un cansado jinete discurría por la polvorienta senda en la que de vez en cuando algún árbol frondoso se alzaba al borde del sendero y ofrecía por un momento la grata sombra de sus tupidas ramas.
Elk River era un poblado situado en la parte oeste de Idaho y su situación geográfica resultaba molesta e incómoda para los vecinos de la localidad, por la razón de encontrarse en un vano donde las comunicaciones sólo se podían realizar a caballo o en carretas. Más de una vez se había hablado de lo útil que resultaría un ramal ferroviario, no sólo para el vecindario, sino para los dos vecinos más prestigiosos de la localidad, ya que el uno, por la enorme extensión de sus pastos y los miles de reses que criaba en ellos, se veía obligado a hacer las conducciones como en los tiempos heroicos de la colonización, a través de la pradera y bajo la vigilancia de un equipo de peones. Y en cuanto al otro, un terrateniente con muchos acres de terreno sembrado, también se veía obligado a trasladar la gran cantidad de sacos de trigo y otros cereales en sendas carretas, que tenían que hacer un recorrido de más de diez millas hasta Bovil, para ser embarcados a sus diversos puntos de destino.
La pequeña estación de Carey, al noroeste de Texas, en un punto que rozaba la región de Panhadle, aparecía medio borrosa a causa de la acuosa neblina que envolvía todo el paisaje.
Había estado lloviendo todo el día. La lluvia había sido finísima, casi transparente, pero pertinaz y machacona, y la pradera, las calles del poblado, todo lo que el fino temporal había envuelto en su red de agua, aparecía encharcado, escurridizo y mediatizado por una niebla húmeda que borraba la precisión de los contornos, para dejar únicamente las siluetas convertidas en algo impreciso, que más que real parecía un decorado abstracto con perfiles de diorama.
El hermoso bayo que montaba Gregory Yore ascendía por las ásperas pendientes que mellaban la ingente mole del Wind River Range, por su parte Sur, al norte del Atlantic Peak. El camino era infernal, las sendas estrechas y retorcidas, las rampas agudas sembradas de desniveles y en general todo lo que constituía la entraña de aquella enorme espina rocosa, repelía y nadie se hubiese explicado por qué un jinete se atrevía a filtrarse por aquel panorama lunar, que no podía conducir más que a lugares desiertos, sin más vida que la de las alimañas, toda vez que allí lógicamente no podía afincar ningún ser humano con un poco de sentido común. Aquel paisaje era apto para la fauna salvaje y, a lo sumo, como refugio esporádico de alguna cuadrilla de rufianes que al verse en peligro, necesitasen protegerse al amparo de la Naturaleza. Fuera de esto, allí no había vida ni medios de creerla, salvo que quien se atreviese a clavar allí sus tacones, fuese un excelente cazador y se conformase con vivir del producto de su escopeta. Pero aun así, esto era muy aventurado, pues en la época invernal, cuando la nieve descendía a la montaña y acumulaba toneladas y toneladas de masa blanca en las cumbres, en los barrancos, en las cortadas y en los cañones, la caza era poco menos que imposible, pues materialmente resultaba un problema insalvable moverse entre aquel caos de masas de nieve.
Anochecía. El paisaje iba pasando gradualmente del rojo cegador al gris pálido. No tardaría mocho que el gris se volviera negro y, sólo si las estrellas lucían con intensidad, aclararían un tanto las sombras y difundirían un débil reflejo azulado que permitiría ver a un par de yardas de distancia. Arch Landing abandonó la granja de su padre después de haberse lavado a conciencia y mudado de ropa. Terminada su faena, todos los atardeceres se dirigía al rancho de Dorsey Merigay, a un par de millas de distancia, a charlar un rato con su hija Charlotte, con la que no hacía mucho tiempo había entablado relaciones.
Todos los colonos asentados en varias millas a la redonda en torno al pequeño poblado llamado Daniel, próximo al curso del Horse, en el este de Wyoming, se encontraban reunidos en el pequeño salón del Ayuntamiento, para tratar de resolver un grave problema que amenazaba con provocar una guerra cuyas consecuencias nadie podía calcular de antemano. Después de una larga etapa en que las tierras de toda aquella parte de la comarca habían estado abandonadas e incultas por no atreverse nadie a asentar su planta en un lugar tan desamparado y falto de comunicaciones como aquél, varios valientes colonos emigrados de otros lugares habían afincado allí, estimando que si les daban facilidades para cultivar la tierra, la proximidad del curso del Horse les facilitaría la humedad y el riego preciso para conseguir cosechas remuneradoras.
El muchacho se llamaba Stan Linton, contaba poco más de veintisiete años, era alto, flexible, espigado, curtido como una piel de carnero en manos de un pastor y duro como el pedernal cuando había necesidad de demostrar un temple poco común para hacer frente a toda clase de adversidades.
Olaf Witney, luciendo en la bocamanga de su chaqueta color marrón el galón rojizo de cabo de la Policía Forestal californiana, se hallaba erguido en la silla de su caballo debajo de una sequoia de tronco gigante, cuyas ramas, a una altura que pasaba de los ochenta metros, se perdían formando bóveda y ensombreciendo el terreno. En derredor, los colosales y extraños árboles, únicos en aquella parte de la región, se dilataban como un ejército exótico y milenario que escapaban a toda comprensión. Algunas veces, cuando Olaf no se hallaba tan preocupado como en aquella ocasión, se había preguntado cuántos miles de años habrían necesitado aquellos monstruos de los bosques californianos para desarrollar, no sólo su enorme tronco que media docena de personas unidas no podían abrazar, sino aquellas ramas pobladísimas y perdidas en el vacío que se elevaban sobre la mezquina humanidad a alturas que a veces alcanzaban hasta los cien metros.
La cuadrilla de Bart Cárter, más conocido por Bart «El Cruel», se retiraba a galope tendido del pequeño poblado llamado Medora, enclavado a caballo sobre el ferrocarril Union Pacific, al oeste de Dakota del Norte. Y huía a uña de caballo perseguida con rabia por unos cuantos voluntarios que habían acudido, aunque demasiado tarde, a tratar de evitar el asalto al pequeño Banco de la localidad expoliado por sorpresa por la temible cuadrilla del popular bandido.
Estaban delante del pequeño porche de la cabaña de los Baeall. En primer término, casi cubriendo la puerta, Maureen, la hermana mayor, una muchacha de veinticuatro años, pelirroja, linda de rostro, con ojos grises y grandes, boca pequeña y nariz un tanto respingona. Una muchacha de una belleza exótica, que a simple vista no parecía muy atractiva, pero que, fijándose bien en ella, se descubría una armonía en su conjunto y un algo extraño que parecía denunciar en ella un carácter enérgico y decidido. A su lado, casi cubriéndose con ella, Donald, su hermano siguiente, un muchacho delgado, suave de movimientos, también pelirrojo, con el rostro un poco aniñado, que le quitaba en parte el aspecto de un hombre que ya era, pues había cumplido los veintidós y, detrás, cogida a la falda de Maureen, Ruth, la hermana pequeña, de doce años, un poco delgada, algo pálida, con dos ojos enormes que miraban siempre con susto, aun sin motivo.
Allá por el año 1878, Laredo, situado al sudoeste de Texas, era una ciudad fronteriza vulgar y decepcionante. Asentada sobre una superficie lisa como la palma de la mano, su más destacada nota era lo que se podía considerar arteria principal: un vano ancho, polvoriento, cuajado de baches, que nacía entre las artemisas por uno de sus extremos y por el otro iba a morir al río. Primero, entre las artemisas, se alzaban unas casuchas de madera y adobe, inmundas y malolientes; luego, en lo que ya era la calle mayor, edificios de fachadas llamativas, y al final, unos cuantos callejones inmundos, que iban a unirse a la gran arteria del poblado. Más allá, la escuela, la iglesia y, en un altozano, el cementerio.
La conversación se desarrollaba en el despacho del director y propietario del pequeño banco rural de Dyckey, en Idaho. Detrás de la mesa de despacho se encontraban Julie Goldtein, el propietario del establecimiento bancario, y Happy Varan, gran amigo del banquero. Julie tras su mesa de despacho, tenía ante sí el libro de cuentas corrientes y saldos de sus clientes, y había interrumpido el examen de los libros al hacer su aparición Happy. Este era un tipo de hombre muy atractivo. Debía medir los seis pies de estatura, pero su esqueleto bien construido, estaba a tono con su estatura y la disimulaba. Era de tez morena, de ojos negros y brillantes, de nariz un tanto atrevida y de mentón un poco pronunciado. En sus labios florecía casi constantemente una leve sonrisa, que a veces no era fácil poder descifrar.
Cualquier instante podía ser el último de sus vidas. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Sus sueños tuvieron un despertar de violencia. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
En el rumoroso silencio de la medianoche en las entrañas de los bosques acariciados por una brisa suave que hacía murmurar las hojas, vibraron roncos, lejanos, los mugidos de diversos cuernos de caza. Para los hombres del bosque, aquel zumbido sordo y agorero era más temible que el paso de un potente huracán. Todos sabían lo que un cuerno de caza quería expresar en las entrañas del bosque, cuando una mano temblorosa y angustiada lo llevaba a su boca para propalar la alarma. En el bosque de Josiah Plummer, el capataz general de todo el peonaje saltó como un muelle del petate y se puso en pie mecánicamente.
El sargento Sheldon Fox, de la guardia cívica de aquella parte del Estado de Wyoming, se asomó a la puerta del puesto de recambio y echó una aguda mirada a lo largo de la polvorienta senda. Ésta, desierta, amarillenta, con reflejos dorados a causa del fuerte sol de la tarde, se perdía a lo lejos, serpenteando entre ribazos y setos diseminados por la llanura. Consultó su reloj. Eran casi las seis, y, si nada anormal había sucedido, la diligencia que subía desde Fontenelle a lo largo del pobre curso del Green River, no debía tardar mucho en llegar.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El individuo afirmó llamarse Leevan Garnes aunque su verdadero nombre era otro muy distinto, nombre que él tenía especial interés en ocultar porque en ello le iba su vida. Había llegado a los alrededores de Edson, un poblado como había otros muchos en el oeste de Dakota del Sur y tras echar una ojeada profunda al paisaje, había decidido clavar allí sus rudos tacones, casi seguro de que aquél no sólo sería el mejor refugio para conseguir que se olvidasen de él, sino que allí, donde la tierra era libre y podía acotarla y sacarle fruto cualquiera que estuviese dispuesto a trabajarla podía con pocos esfuerzos sacar lo preciso para vivir.
La verde y dilatada pradera a cosa de una milla del poblado, parecía hervir en astados. Cuatro importantes rebaños de cornúpetas habían llagado aquella mañana a las puertas del bronco y bullicioso Abilene y sus dueños, así como el duro peonaje, esperaban impacientes la hora de poner a subasta los hatajos, para recobrar su libertad de acción y poder gozar a sus anchas de los buenos puñados de dólares bien sudados, en un esfuerzo tremendo a través de dos meses de alucinante ruta desde el propio San Antonio. Al Norte, los amplísimos corrales que se dilataban en una gran extensión, estaban casi abarrotados de astados que esperaban la hora del sacrificio. El matadero resultaba pequeño y pobre para eliminar tanta res como iba llegando y enviarla a Chicago, donde toda la carne exportada les parecía siempre poca.
La pequeña caravana, compuesta de seis entoldadas carretas, había cruzado el Cimarrón, que en aquellos momentos se deslizaba con escaso caudal, a causa de la caldeada estación del verano, y había enfocado una llanura de suelo cubierto de una capa de hierba grisácea, que no parecía corresponder a la humedad de la tierra, debido a la proximidad del río. La caravana iba dirigida por Ily Quincy, un prospector de yacimientos de petróleo, que había buceado con tesón por una buena parte de Oklahoma y que por dos veces había descubierto yacimientos, que cedió a un precio irrisorio a ciertas compañías.
ala era un poblado de no mucha importancia, situado estratégicamente al Sudoeste del Estado de Montana, al borde de una franja de terreno que apuntaba hacia Idaho. Por debajo del poblado, extendiéndose a derecha e izquierda, se desarrollaba el macizo montañoso llamado Continental Divide y al Sur de este escabroso obstáculo, discurría el Río Hole Silverbon. El Continental Divide abarcaba una extensión de unas cuarenta millas en sentido horizontal y esto formaba un gran obstáculo, que impedía la expansión de los rebaños de reses que descendían del Norte para dirigirse al Sur del Estado.
Jocy Lavine, estrujando entre sus nervudas manos el tosco pliego de papel que uno de sus peones había encontrado clavado en la puerta del rancho, leía y releía el contenido de la misiva y una terrible rabia, mezclada con una buena dosis de temor, se había apoderado de él. La misiva, sin firma alguna, aunque no hacía falta dicho requisito para saber de quién procedía, decía...
Era una tierra dura, para hombres duros. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Lefy había realizado un viaje molesto de más de ochenta millas a caballo, para llegar al poblado y pese a ser un hombre joven, alto, robusto, de buen ver y de rasgos enérgicos, acusaba cierto cansancio, por lo que estaba deseando poner fin a su cabalgada y asentar sus huesos, durante un tiempo que no podía calcular, durmiendo sobre un blando colchón y sin necesidad de quebrantar su esqueleto con jornadas agotadoras. Lo primero que hizo cuando descubrió el hotel, fue detener el sudoroso y sucio caballo ante la entrada, ascender los tres escalones y penetrar en el hall. Al descubrir en él un pequeño bar, se acercó a la barra preguntando: —¿Qué puede usted ofrecerme para arrancarme el polvo que obstruye mi gaznate?
Era un lobo con piel de cordero. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
De ordinario en aquella época en que las minas de la cuenca del Sacramento eran una ubérrima realidad, todos los locales de vicio de la ciudad rebosaban de bulliciosos y también peligrosos clientes, afincados en las minas, donde ganaban buenos sueldos que en cuanto tenían ocasión los derrochaban tontamente en beber, en jugar y en captarse el favor de alguna de las muchas muchachas que actuaban en los locales. El oro era un irresistible imán que atraía a hombres y mujeres como un espejuelo fatal. Ganar dinero era la tónica dominante y tanto daba una forma como otra, si al final se conseguía el objetivo.
Para un kentuckiano sólo hay dos cosas en el mundo que merezcan su atención y su dedicación: los caballos pura sangre llevados al Estado por los primeros colonos llegados de Inglaterra y el bourbon que envejezca en cubas de encina hasta adquirir la suavidad que le ha hecho célebre. Fuera de estas dos cosas y en algunas ocasiones más escasas, el tabaco, para un natural de este Estado sobra lo demás y es capaz de matarse con su sombra si alguien habla despectivamente del sabor de su célebre whisky o afirma que hay caballos mucho mejores que los que se crían en la zona de Lexinton.
Estaba marcado por un delito que no había cometido. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Prefería luchar a través de la justicia. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Cajus Balley, el ranchero, paseaba furioso y angustiado por las reducidas dimensiones de su despacho, emitiendo maldiciones y mesándose el canoso cabello con desesperación. Cajus poseía un regular rancho en Rayt, un poblado de la parte central de Colorado, a equidistante distancia de Denver y Colorado Spring. Si bien el negocio de Cajus no era muy brillante, al menos se defendía con holgura. No debía nada a nadie, gozaba de excelente reputación en el poblado y la vida se deslizaba tranquila para él.
Atacar por la espalda era su norma favorita. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Querían cobrar su deuda con plomo. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Los alrededores del pequeño Ayuntamiento de Caliente, un poblado situado a pocas millas de Bakersfield, al oeste de California, se veían aquella mañana de principios de mayo muy animados. Más de un centenar de personas esperaban impacientes que se abriesen las puertas con la esperanza de poder asistir al interesante juicio que se iba a celebrar en el salón principal del edificio. El acusado al que iban a juzgar por asesinato, era Walter Quint, un muchacho de unos veintiocho años, alto, espigado, de tipo atrayente, a quien el sheriff tenía preso en sus jaulas hacía dos semanas.
Nada doblegaba el temple de aquellos seres. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Burnet Bignier, sentado tras la mesa de su despacho, ponía en orden diversos documentos relacionados con la venta de sus reses. Burnet poseía un rancho bastante aceptable en Pence Valley, al sur del Missouri, y hasta aquella fecha no se había podido quejar de su suerte en lo que al negocio se refería. Un poco disminuido en su energía a causa de algunos ataques reumáticos que le restaban facultades, todo el peso del rancho recaía sobre su hijo Claude, un mocetón de veinticuatro años, alto como un abeto, espigado, flexible, enérgico de movimientos y no mal parecido.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Mal momento había escogido Nathan Blaine para darse una vuelta por Amarillo, para visitar a su tío Bob, al que hacía más de cinco años que no veía. Nathan se había visto obligado a dejar el condado de Oldan Potter en circunstancias un tanto violentas, a causa de su carácter quisquilloso y rápido de manos o de acción, porque siempre había sido no sólo un muchacho travieso, sino que cuando empezó a presumir de hombre, se había convertido en algo áspero y peleador al que había que mirar con demasiado recelo si se encendía una polémica un poco arriscada, o se producía alguna pelea en cuyo foco se viese metido de alguna manera.
El equipo de Bob Forenan había hecho su entrada en Rook Spring como una manada de búfalos desmandados. Después de un mes de estancia en las asperezas de las Luecite Hills, acosando caballos cerriles para el rancho de su jefe, y tras una redada magnífica en la que habían logrado capturar sesenta potros salvajes de los más escurridizos que se escondían por los recovecos del monte, su patrón no sólo les había gratificado espléndidamente con una paga extraordinaria, sino que había ido con ellos al importante poblado a invitarlos y a permitirles dos días de asueto en justa correspondencia por el mes cumplido que habían pasado, trabajando sin descanso en el monte y sufriendo todas las penalidades que el lugar y la agotadora tarea exigían.
—Vamos, muchacho, es la hora. Ánimo y coraje para aguantar lo que se te viene encima. Cuando se tiene sangre fría para atacar a un hombre a traición asesinándole para robarle, hay que tener agallas para oír la sentencia. Estas tétricas palabras las pronunciaba el sheriff de Ruth, un pequeño poblado del Este de Nevada, a muy pocas millas de la divisoria de Utah, cuando abría el candado de una de sus jaulas para sacar de ella a Tip Kinsley, detenido unos días antes, acusado de haber asesinado y robado el producto de la venta de una partida de ovejas, a Jim Lake, el capataz del pequeño rancho de Mery Upfield.
Un jinete de aspecto vulgar se detuvo al borde de una fina y alta depresión del paisaje, junto a la estrecha senda, y tras asegurarse de que no había ningún ser humano a la vista, silbó de un modo peculiar, esperando. La contestación surgió de la altura del risco en forma análoga y el jinete dio una nueva respuesta con un silbido seco. Poco después, por unos senderos de cabras por los que parecía imposible que nadie pudiese trepar o descender, surgieron dos tipos de mediana edad, de rostro curtido, vestidos vulgarmente. Los dos llevaban a la espalda sendos rifles y a la cintura los Colts del 45.
La estación de Symons, en la línea que va desde Trinidad al Sur de Colorado, hasta la divisoria con Kansas, estaba oscura y envuelta en una llovizna fina pero densa, que calaba los huesos, a pesar de que apenas si se podía distinguir la caída de la fina cortina de agua. Dos lámparas mortecinas lucían débiles a través de la lluvia, en unos postes al borde del andén y otra ardía colgada en el marco de la puerta del jefe de estación.
Ted Fasset avanzó taconeando fuerte, sobre la hueca y falsa acera de la calle principal de Bovine, un poblado del Oeste de Utah, era aquella zona muy poco poblada que se extendía por encima del Great American Desert. Aquella zona era dura, agria, con pocos poblados en las proximidades. En realidad, hubiese permanecido aislada del resto del Estado, si la audacia de los ingenieros no hubiese construido dos líneas férreas que les ponían en comunicación con el mundo.
Wladimir Chardon, sheriff de Candelaria, un poblado del oeste de Texas situado en la misma divisoria con México se encontraba sentado en un ancho sillón de cuero detrás de la mesa de su despacho. Hombre obeso, sanguíneo, muy dado a comer como un lobo y a beber como una esponja seca metida en un cubo, se sentía satisfecho hasta el límite. Aquel día era para él un día feliz, porque según el arqueo que acababa de efectuar, sus ahorros bien escondidos para que nadie sintiese sospechas respecto al modo de atesorar tales ganancias, ascendían a 14.000 dólares, bonita cantidad, con la que un hombre de iniciativa podía hacer muchas cosas en el mundo.
Stephen Delmer era uno de los más jóvenes reporteros del “Stard Chicago” y al tiempo, uno de los más cínicos, burlescos, desaprensivos y hasta agresivos de la plantilla del gran diario. Había nacido en el peor barrio de la ciudad del Lago Michigan, durante su época más turbulenta, antes del enorme incendio que redujo a cenizas un tercio de la ciudad, siendo el más castigado hasta desaparecer el lugar donde Stephen había visto la primera luz del sol.
¡Volvió... Con una sentencia de muerte! Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Tres revólveres cuyas balas llevaban un mensaje de muerte. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Su rivalidad los empujó a una lucha sin cuartel. Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Yve Schell penetró como un huracán en el pequeño despacho que tenía montado para desarrollar sus negocios de préstamos y arriendos; en él se encontraba su hijastro Cy, sentado tras la mesa, con unos papeles delante y en actitud meditabunda.
—Cy—exclamó Yve—, ¿quieres decirme qué es lo que has hecho para que Don Warner no firme esta escritura de préstamo que ya teníamos concertada? Acabo de encontrarle en la calle cuando salía de aquí y al preguntarle si todo había quedado firmado y listo, me contestó casi mordiéndome al hablar, que ni había firmado ni firmaría, aunque se muriese de hambre, pues tú le habías aclarado algunos puntos de la escritura, demostrándole que firmarla sería tanto como entregarme por un puñado de monedas un terreno que vale mil veces más.
Entre los miembros de aquella antigua caravana, que a los primeros rumores llegados a Nueva México sobre el descubrimiento del oro en California, se había formado aprisa, bajo la fiebre de la conquista no existía la férrea armonía que la dura jornada emprendida hubiera exigido.
Y no podía existir, porque, aparte los defectos de la improvisada organización, había mucha dinamita oculta bajo los toldos de las carretas y no precisamente recogida en barriles, sino circulando por la sangre caliente y explosiva de algunos de los componentes.
Sentado bajo el amplio y cómodo porche de su bonito rancho, Serp Aylmer, en mangas de camisa, con la pipa entre los dientes y una botella de whisky introducida en un balde de agua helada recién sacada del pozo, tenía la mirada fija en la llanura como si atisbase ver surgir por ella algo que esperaba y le resultaba harto interesante.
Serp era un hombre que frisaba en los treinta y cinco años, de buena estatura, ni grueso ni delgado, con los músculos muy bien cultivados para mantenerlos en forma y no dejarse dominar por la grasa, tan perjudicial para hombres que por su temperamento y vida demasiado violenta estaban abocados a tener necesidad de apelar a su fuerza y agilidad en más de una ocasión.
Lilly se apretó a la esbelta cintura el cinto de cuero que un día perteneció a su marido y aflojó la tapa de la funda que encerraba el Colt 45 , también propiedad del difunto. Temía que le hiciese falta ponerlo a la luz del sol e, incluso, hacer uso de él, y estaba decidida a no vacilar en accionar el dedo sobre el gatillo.
Lilly era una muchacha que no excedería de los veinticinco años; de una estatura que casi sobrepasaba la normal en una mujer bien proporcionada; aunque, por fortuna para su bonita estampa se había quedado en la altura justa y proporcionada al resto de su persona.
Si TED hubiera sabido que su compañero, Thomas Dunning, iba a caer asesinado aquella misma noche, hubiera tenido buen cuidado de no discutir con él en el "saloon" del poblado. Mas eran ya inútiles todas las reflexiones. Habíanlo detenido acusado de un crimen que no cometió. Sólo le restaba la oportunidad de escapar, y ésta la tuvo aquella misma noche, cuando momentáneamente pudo burlar la vigilancia de los guardianes y huir, huir sin rumbo fijo. Su única obsesión era alejarse de aquella soga que se cernía sobre su cabeza. Y en su loca carrera y acosado como un coyote sarnoso, se refugió en un lugar a donde, de saberlo, jamás se hubiera acercado, porque allí lo esperaban con las uñas bien afiladas. Era nada menos que lo cabaña del padre de su presunta víctima.
Ahora, ante él, como una aparición diabólica y angelical a la voz, se hallaba la figura hechicera de la mujer más hermosa que jamás vieran sus ojos... ¡con un tremendo revólver en su mano derecha!
Trescientos millas de recorrido, entre altos farallones y atravesando profundos abismos, era la distancia que separaba Whasatch de Odgen. Por allí estaba trazado el más peligroso tendido de ferrocarril que existía on el Oeste, y el cual iba a ser, una vez más, mudo testigo de una gran tragedia. Era aquel el único medio de transporte con que contaban los ganaderos paro trasladar sus reses, y un peligroso forajido estaba empeñado en hacer pagar cierta cantidad por cabeza de ganado que cruzara por EL PASO DE LAS ROCOSAS.
Resistirse a aquella pandilla de asesinos era condenar a miles de roses o precipitarse al fondo de los barrancos, cuando el tren de transporte llegara al punto donde minutos antes existía un puente. Y así, uno tras otro, iban encajando duros golpes todos los ganaderos de la región, hasta que se encargó de la investigación a un hombre cuyo primer paso fué arrojar fuera del tren a Sorp "Mono Dura", un forajido sin entrañas que estaba molestando a una preciosa muchacha en la que Key había puesto los ojos desde el primer momento.
Los reclusos retenidos en la prisión de Elk City, en Oklahoma, acababan de dar fin al almuerzo y tras el yantar, habían pasado al gran patio donde gozarían de una hora de asueto.
El día había amanecido bastante agradable. La primavera empezaba a manifestarse un poco tímidamente y por ello, el sol del medio día era gozado con agrado.
Nap Day entró en el patio y huraño como un tigre, enojado, se retiró a uno de los ángulos y sentóse en el suelo. Sus manos bastante finas, rebuscaron en los bolsillos migajas de tabaco con las que liar una sombra de cigarrillo, vicio en él bastante arraigado y al que le costaba mucho esfuerzo tener que renunciar.
Spike Wendayne siguió avanzando lentamente, sobre el lomo de su caballo, bordeando al filo la aristada pared rocosa del Palo Duro, una estrecha pero afilada espina montañosa, que se extendía sin interrupción desde el Este de Canyon, hasta muy poca distancia del poblado de Silverton, siguiendo un trazado diagonal de Oeste a Este, en un recorrido de más de veinte millas.
—¿De verdad te marchas del poblado, Theodore?
—Mañana mismo. En cuanto termine de dejar arregladas mis cosas de aquí.
—Creo que haces mal.
—Es posible, pero no tengo otro remedio.
—¿Por qué razón?
—Si me quedo tendré que matar a Donald o que él me mate a mí y ninguna de ambas cosas me agradan.
La tragedia fue algo de lo más vil y cobarde que imaginarse pueda. Algo que si lo realizó un miedoso, patentizó su miedo hasta lo infinito, y si lo hizo alguien que se tenía por valiente, no hizo sino honor a su creencia. Fue una noche de lluvia fina y persistente, una de las pocas noches primaverales en las que solía llover en aquella parte central de Texas. El agua caía mansa, menuda y la tierra agradecía aquel regalo, después de tantos y tantos días de sequedad y de falta de humedad en el suelo y en la atmósfera.
El amplio salón del local que la Asociación de Ganaderos de la región poseía en Prescott, se hallaba aquella tarde concurrido como pocas veces. Un grave asunto había obligado al presidente a convocar una junta de rancheros, para tratar el espinoso asunto de la conducta, al parecer grave y delictiva, de uno de los asociados.
El asunto había sido llevado al pleno de la junta por un ranchero de Sedona, junto al macizo montañoso de Rock Top.
Habían sido éstos, según todas las pruebas aducidas, Gary Sartain y su hijo Joe. El primero se dedicaba al negocio de cereales y forraje y, al parecer, andaba asociado con Piore en el negocio. Pero, según se dijo, los dos socios no sostenían relaciones muy cordiales por cuestión de intereses y esto había motivado una fuerte controversia, que más tarde pudo decir fue que días atrás lo echó de menos, pero que fueron encontradas en poder de Sartain. Al parecer, éste andaba mal de dinero, debía a su socio ciertas cantidades que no le abonaba y por añadidura, se pudo comprobar que el día que Piore fue encontrado muerto de dos tiros en la espalda, acababa de cobrar dieciocho mil dólares, producto de unas ventas de grano y forraje, dinero que no fue encontrado en las ropas del cadáver y del que no se supo nunca el paradero.
Henry Sherman era un tipo muy original. Estaba rayando en los treinta años, alto, fornido, pero conservando una línea atractiva en su figura. De ojos grandes y grises, de cabello castaño rizado, de mentón pronunciado y enérgico y de músculos flexibles, era lo que se dice un buen tipo, en el que las mujeres se fijaban con insistencia, aunque él no se afectase para aparecer más interesante a sus ojos.
Rollin se había detenido próximo a la entrada a la taberna titulada “El Ancla de Bronce”, y apoyado contra la pared, fumaba de un modo indolente, mientras sus ojos negros-profundos, a ratos de un fulgor metálico, seguían con curiosidad la maniobra ejecutada por los tripulantes de un bonito barco de regular envergadura, que trataba de atracar al malecón.
En Norteamérica, la nación fabulosa y extraordinaria, donde todo lo que resulta exótico y trivial en la vieja Europa, anquilosada en su rancia civilización, es allí normal y corriente, han surgido de golpe y de la nada, ciudades que nadie sospechó que pudiesen florecer con tal pujanza. En cambio, grandes conglomerados que prometieron llegar a ser populosos centros urbanos, murieron aplastados en flor por los caprichos de la suerte, o por la veleidad de los que los levantaron con esfuerzo para después hundirlos indiferentes, como el que por capricho destroza un valioso juguete que ya no le divierte, ansiando otro nuevo que se obstina en construir.
Nathan Flandeau se levantó del asiento en el que había permanecido clavado desde las diez de la noche hasta la salida del sol, y, recogiendo de la mesa el dinero que tenía amontonado, dio por finalizada la partida. Diez horas seguidas sufriendo la tensión de aquella interminable partida de póker, le habían puesto los nervios en tensión y le habían entumecido las articulaciones.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Una abigarrada y extraña muchedumbre se agolpaba apretujándose con furia en la calle principal de Muskogee, en el Estado de Oklahoma, frente al ancho y largo escaparate de la mejor funeraria del poblado. Tras la luna ya empañada por los sucios alientos de los curiosos que se pegaban a ella para mejor ver, se alineaban tres féretros en posición casi vertical, para que los curiosos pudiesen apreciar mejor su macabro contenido. De los tres féretros, dos estaban ocupados por dos extraños cadáveres, en tanto que el del centro se hallaba vacío, quizá en espera del “inquilino” que debía ocuparlo hasta que los gusanos y el tiempo convirtiesen en cenizas sus despojos.
Aquel dilatado trozo de valle próximo al pobre pero valiosísimo cauce del Rabbilt River, al noroeste de Dakota del sur, era propiedad de Big Mowat. Cómo había llegado a ser dueño de tal extensión de terreno era cosa que sólo él sabía y nadie, al parecer, había sentido curiosidad por averiguarlo, pero lo cierto era que la detentaba como propietario y disponía de ella como señor omnipotente.
Los colonos más veteranos asentados en aquel trozo de valle, recordaban éste como un erial, que precisó de muchos esfuerzos y fatigas para fecundarlo y convertirlo en tierra de laboreo.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Clara Stafford se había tomado la molestia de acudir en persona, acompañada de Pat Ivory, su capataz, a la estación. Esperaba la llegada de Upton Cabell, el cual llegaría aquella mañana procedente de Wichita Falls, para ultimar con ella un asunto que para la joven ranchera encerraba una enorme importancia.
Clara era una mujer de treinta años recién cumplidos. Estaba en la plenitud de su juventud, era alta, esbelta, de facciones enérgicas pero atrayentes, y de cuerpo bien modelado, que adquiría prestancia aristocrática cuando andaba.
Entre Ocean Drive y el Lexington Boulevard, justamente al final de la estrecha aguja que formaba la aguda caleta llamada Cayo del Oso, en el borde de la Bahía de Corpus Christy, se erguía una bonita villa de rojo ladrillo, de dos plantas, rodeada por una blanca y alta empalizada y en el centro de un vano, donde los árboles frutales casi ocultaban la traza del edificio.
Este poseía dando cara al mar, un amplio balcón volado muy saliente, descansando en artísticas vigas de oscura madera labrada y sombreado por un gran toldo de lona, que en los días de fuerte sol repelía la lumbrarada de éste y hacía del balcón un lugar encantador, pues desde allí se podía abarcar hasta donde se perdía la mirada, la tersura azul de la bahía y el ir y venir de las gabarras y barcos de carga, que en constante movimiento iban y venían cargando mercancías y ganado, para México o diversos lugares del litoral del Golfo.
—No me explico cómo haya podido hacerlo, Iván. Fíjate bien y comprende. Es cierto que todo el paisaje que abarca desde aquí nuestra mirada, es un denso chaparral, sin apenas un leve claro, y que un hombre escondido en él, es como una serpiente debajo de un peñascal, pero el matorral tiene un término y ese término está rodeado de hombres al acecho para cazarle a la salida.
»Llevamos dos días con dos noches de luna clara sin dejar de vigilar en torno a esa espesura; nuestros compañeros vigilan como lobos para que no se les escape, y nadie ha descubierto nada. De haber escapado, tenía que haber salido a terreno abierto, y le hubiesen descubierto. Sin embargo, nadie dio señales de vida. Tiene que estar ahí dentro, en alguna parte difícil de descubrir, y en algún momento tendrá que dar la cara.
Cuando la compacta masa de astados, a cuyo equipo pertenecía Maurice Nordhoff, dio vista a la tristemente famosa ciudad de Abilene, de la que tanto y tan mal había oído hablar, pareció que le habían quitado del pecho una losa de plomo que pesase mil libras.
La odisea que había sufrido para poder llegar al poblado, meta definida de todos los rebaños que partían de San Antonio de Texas, sólo él la sabía por haberla sufrido y de no guiarle un propósito rectilíneo de llegar allí de la forma que fuese, jamás hubiese tentado la aventura.
Pearl Connelly se vio sorprendida cuando el tablero de la puerta del cuarto que ocupaba en la mísera posada de Tonopah, vibró a la vigorosa llamada de alguien que golpeaba enérgico en la madera. Dudó si abrir o no. Estaba muy cansada del viaje y dado que le habían dicho que no podría tomar la diligencia para Golden hasta el día siguiente, habíase retirado a su dormitorio, dispuesta a aprovechar aquellas horas de intervalo para reponer sus fuerzas.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Sy Niestrun era un tipo tan popular como estrafalario a quien se le conocía en toda la comarca de Rawlins por “El Loco Solitario”.
Cuando el padre de Sy murió dejó a éste y a su hermana Carolina un pequeño rancho que, si no era una maravilla, cuando menos les rendía lo suficiente para vivir con cierta holgura.
Sy era un joven de unos veintisiete años, alto, erguido, de excelente presencia, de tez muy morena, ojos negros y vivos y el pelo brillante y negro como el ala del cuervo. Y en cuanto a prendas personales se le tenía por uno de los hombres más serenos, leales y formales de aquella parte de la región.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
La tarea que Clinton Swanson y Nash Rogers se habían impuesto, siguiendo a caballo el brioso trote de los equinos que arrastraban la diligencia que aquella mañana había partido de Yuma con dirección al norte, era dura y agotadora, pero los dos tenaces jinetes entendían que la fatiga, el esfuerzo y el fiero sudor que brotaba de todos sus poros, bajo la fiera caricia del sol abrasador del mes de agosto, merecía la pena de todo cuanto hubiese que aguantar hasta llegar a su destino, que no era el suyo precisamente, pero que lo hacían de su propiedad, por el beneficio que podía reportarles.
Eran alrededor de las doce de la mañana y a aquella hora en los días de entre semana, eran muy raros los clientes que aparecían ante la barra, por la razón de que el trabajo absorbía el tiempo a los vecinos del poblado.
Sólo al anochecer o en los días de asueto, cuando los peones de granjas y ranchos acudían a distraer su jornada de descanso solía verse bastante concurrido.
Sin embargo, y casi por excepción, había un cliente frente a la barra; con el cuerpo inclinado sobre ella, el codo derecho apoyado en el reborde del mostrador con un vaso de whisky en la mano, fingía mirar al trasluz, aunque en realidad lo que hacía era clavar su ardiente e insultante mirada en el bello rostro de Marguerite Poole, la hija de Danny, el dueño del bar. El cliente era demasiado conocido en el poblado. Se trataba de Raymond Haselton, el capataz del rancho “Lafore” enclavado a unas tres millas del poblado.
El sol de la mañana, ya empezando a alborear, apenas si conseguía filtrar la luminosidad de sus rayos a través del tupido toldo de frondosas y altas ramas que se entrelazaban en las alturas, formando una muralla que desafiaba la fuerza del astro rey.
Sin embargo, en medio de aquella tupida espesura, ahora había un ancho claro en el que el sol vertía la fuerza de su luz, como gozosa de que algo imprevisto le hubiese abierto una siniestra ventana por la que asomarse a las entrañas del bosque, sin obstáculos invencibles que se le opusieran.
Pero aquel amplio boquete no había existido nunca; nació horas antes de una manera siniestra, abierto por el poder destructor de un incendio a saber provocado por quién.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Margaret se mordió los labios hasta hacerse sangre para estrangular en su garganta el grito angustioso que pugnaba por salir al exterior; sabía que si gritaba, Archibal Story, que no estaba muy lejos, acudiría en su auxilio y la tragedia no tendría remedio.
Pero tenía que evitar el abrazo salvaje y codicioso de Horace Fuller, quien la había sorprendido junto al cobertizo donde iba a dar de comer a las gallinas y trataba de arrastrarla hacia la parte trasera, al tiempo que intentaba aferrar su cuello para que no gritase. La lucha era salvaje, la joven sabía sobradamente quién era el menor de los hermanos Fuller—aunque poco tenía que echarse en cara con el resto de la familia—, y estaba segura de que si flaqueaba, aquel malvado llevaría adelante su empeño de mancillar su honestidad, sin pensar en los resultados posteriores.
Lloyd Van Dike frenó su caballo al acercarse a la margen izquierda de río Puerco y, levantando la mano, dijo:
—Rock, creo que no hay dificultad alguna en pasar al otro lado. Aunque el Puerco trae bastante agua, el vado no ofrece dificultades.
Rock, mordiéndose las uñas, replicó:
—¿De verdad que sigues creyendo que ese hatajo que ponen a subasta merece la pena de pujar por él?
—Siempre que no se pase de veinticinco dólares por cabeza, será un negocio no muy grande, pero negocio. Tenemos buenos pastos, y en un par de meses, habrán ganado más de veinte libras; mal vendidos, los pagarían a treinta dólares.
Con la mano izquierda afianzó sobre su ganchudo apéndice los lentes con montura dorada y tosiendo levemente para aclarar la voz, advirtió: —Craig Roulyn, póngase en pie y escuche el fallo del jurado. El acusado, un hombre joven, fuerte, enérgico, de saliente mentón, ojos negros y brillantes y tez morena, vestido como un vulgar vaquero, se puso en pie a la invitación. En sus labios finos se abocetaba una sonrisa humorística, como si en lugar de encontrarse frente a un tribunal que le iba a juzgar y condenar por un delito probado, se encontrase en una fiesta de rancho donde la invitación tuviese por objeto ensalzar algún hecho heroico o invitarle a beber un vaso de whisky.
Cuando aquella tarde oscura y lluviosa, casi próximo el anochecer, Cole Boya vio abrirse ante él la sólida puerta de la pequeña cárcel de Post y cerrarse a su espalda con un tétrico portazo, cuando hubo entrado creyó que el mundo se había hundido sobre su cabeza y por un milagro de equilibrio, había quedado apretando con fiereza las cuatro paredes de aquel lúgubre edificio, amenazando con acabar de desplomarse y aplastarle entre sus escombros. Veinticuatro horas antes, se consideraba un hombre feliz y libre. Su situación económica no había sido nunca muy boyante, pero supo defender bien su vida sin grandes ambiciones y, sobre todo, había gozado de un tesoro inestimable que sólo cuando se pierde se valora justamente: la libertad.
Éste, un hombre ya frisando en los treinta años, de excelente estatura, bien formado de cuerpo, de rostro un poco pálido quizá porque el rubio de sus ensortijados cabellos comía un tanto el color de la piel, se hallaba sentado detrás de su mesa, contando un pequeño puñado de billetes y algunas monedas de plata de a dólar. Estaba haciendo diversos montones con arreglo a una lista que tenía delante de él y cuando acabó de distribuir el dinero, exclamó con voz incolora, en la que no había vibraciones que desentonasen acusando el estado de ánimo del ranchero: —Amigos, ésta es la última nómina que cobráis por conducto mío. Con la liquidación que voy a haceros, os despido de mi servicio, porque como sabéis y ya es del dominio público, el rancho pasa a poder de Edward Heller, a causa de la hipoteca que pesaba sobre mi hacienda y que no he podido rescatar a pesar de los esfuerzos que realicé últimamente para evitar quedarme en la ruina.
Era un momento culminante en el que todos estaban muy lejos de sospechar que el soplo purificador que había de barrer tanta lepra y tanta podredumbre se estaba incubando en un establo y que sería una vaca rebelde a ser ordeñada, la que con una voz inocente habría de cocear a todo un enorme poblado sumiéndole en el fuego, la ruina, la muerte y el pánico. El corazón de Chicago, lo que más tarde sería lo más nuevo, moderno y sorprendente de la época, era entonces el barrio más pobre, más sórdido, más sucio y más canalla del mundo. Los garitos, las casas de mala nota, las tabernas lóbregas, donde se reunía la hez de la ciudad, todo lo que el vicio y la corrupción encierra de pernicioso, estaba allí representado, sin que al parecer existiese fuerza humana que pudiese eliminarlo.
El pariente era Larry Vinant, cuñado de la que fue esposa del ranchero. Se había casado con una hermana de ésta, de cuyo matrimonio sólo tuvo un hijo, Arthur, joven a la sazón, con veinticinco años cumplidos, buen mozo, quizá excesivamente delgado, no mal parecido y hombre que se creía un ser superior, no ocultándolo a los ojos de la gente. En la vida de Meredyth había ciertas páginas demasiado bruscas a tono con su temperamento. Había sido un hombre fogoso, impulsivo, osado y atrevido para todo en la vida. Peleó mucho para subir, ganó dinero, levantó un rancho en fuerza de audacia y operaciones atrevidas y al llegar a los cincuenta y ocho años era un hombre que estaba de vuelta de muchas cosas de la vida.
Zelma, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón vaquero, palpaba los dos puñados de billetes grandes que la loca fortuna le había otorgado en aquella noche memorable para él. Hombre a quien le gustaba tentar la suerte en el tapete verde, nunca había conseguido comprarse un mal sombrero Staton con las ganancias del juego, donde casi siempre se había dejado el sueldo conquistado con duro trabajo en los ranchos donde prestara sus servicios, pero esta vez se había desquitado ampliamente de los golpes que siempre le asestara la loca fortuna. Durante la noche, desde las once que se sentara ante la mesa, a las nueve, que se había levantado, aburrido de aquella atormentadora sesión de juego, había dado un importante pellizco a las ganancias del Casino. Prueba de ello eran aquellos doce mil dólares que atesoraba en sus bolsillos, a cuenta de sesenta, que era el capital que atesoraba cuando se sentó frente al tazón de la ruleta.
Las faenas del pesado rodeo habían concluido felizmente días atrás, el recuento de reses resultó satisfactorio y las nuevas crías, todas gordas y sanas, aumentarían el año próximo los grandes hatajos del propietario; todo estaba en orden y nada hacía adivinar el motivo de aquella llamada. Gus Previn, uno de los peones más díscolos y nerviosos del equipo, mascaba con furia su negra pipa y le decía a Bruce Marten, un californiano calmoso como un lago en verano: —No me explico esta llamada, Bruce; ¿tú qué sospechas? Bruce se rascó la rizada y rubia cabellera y masculló: —A lo mejor es que está harto de ti y piensa despedirte. Puede que pretenda hacerlo delante de todos nosotros para ver la cara de satisfacción que ponemos cuando te diga que recojas el petate y te largues al infierno, si es que te admiten allí.
Estaba harto de galopar por la llanura y los terrenos escabrosos, dejando a su espalda muchas millas que significaban su libertad, al menos de momento, pero una libertad muy en precario, porque sus posibilidades económicas que habían sido pocas en el arranque de la huida, ahora estaban agotadas completamente. Tres dólares de capital en el bolsillo, mucha fatiga en el cuerpo y el ansia de descansar, pero todo esto con la sombra del peligro o quizá de la muerte rozando los cascos de su agotado y cansado caballo. Pero allí, al menos, se acababa la soledad de las duras jornadas, había luz, bullicio, alegría, ambiente de distracción, algo que disipase el aplastamiento de su situación angustiosa y le proporcionase un sedante a su cerebro atormentado de tanto pensar en el porvenir
Ella, con una rodilla apoyada en el asiento, asomaba parte de su bien torneado busto por el hueco, mirando con ansia, pero no sacaba la mano para despedir a nadie. Miraba fijamente y no soltaba el maletín del que parecía no estar dispuesta a desprenderse. Vibraba el último toque de campana y silbaba impaciente la locomotora, cuando la joven, no pudiendo reprimir un ligero grito, se echó hacia atrás con ímpetu y cerró el cristal, volviéndose y mirando con nerviosismo en torno de ella.
LEW Totter, riendo a mandíbula batiente a la puerta del hotel del poblado, seguía con hilarante curiosidad los esfuerzos que Denise Allen realizaba para dominar su jaca, una jaca castaña, de finos remos, de preciosa estampa y nervios sensibles, que caracoleaba peligrosa sin permitir que la preciosa muchacha que la montaba pudiera hacerse con ella y reducirla a la quietud.
El tribunal lo componían seis vecinos del poblado. Todos eran hombres a quienes se les consideraba decentes, honrados y nada partidistas y estaba entre ellos el dueño de la funeraria, el herrero, un mozo de granja, un empleado del Ayuntamiento, un talabartero y un peón de un corral de caballos. Todos se retiraron a una estancia próxima y el público que llenaba la sala se entregó a comentar el suceso y a hacer suposiciones por su cuenta respecto a la sentencia que debía o podía dictar el tribunal.
PATRÓN, Ken Burney, el hijo de Jim Burney, dice que desea hablar con usted. Jake Mansford, el ranchero, quedó tenso al oír el anuncio, había oído hablar algo sobre la vuelta al poblado de Ken, pero lo que menos podía sospechar, era que tratase de entrevistarse con él.
Los pocos clientes que aquella mañana mataban su ocio en la taberna de Jack «El Rojo», en Billings, importante poblado de la parte casi central del Estado de Montana, se sentían un poco sobrecogidos y acobardados, por la actitud de un extraño cliente, que, sentado en un rincón del establecimiento, tenía ante sí una mísera copa de aguardiente. Era un hombre que andaría frisando los veintiocho o los treinta años. En su rostro moreno, casi cetrino, tostado por el sol y el aire, acusaba huellas que lo mismo podían ser de sufrimiento que de hambre. Era un hombre de excelente musculatura y bien conformado esqueleto.
Al término de seis agobiadores años de encierro en la prisión del Estado en Rock Spring, Edmund Naud iba a ser puesto en libertad. Su conducta mansa y sumisa durante aquel largo período, le había valido una rebaja de la mitad en los doce años de prisión que le echaran sobre sus robustas espaldas y, cumplidos éstos, la justicia magnánima, le devolvía la libertad y le reintegraba al seno de la sociedad, aunque esta gracia conseguida por su buen comportamiento no le limpiase de la tara de haber sido condenado por ladrón.
Su acción había sido audaz y espectacular. Tras una laboriosa preparación para no errar en el golpe, pudo reunir todos los difíciles cabos para perpetrar el hecho, pues no era tarea fácil asaltar el Banco de Rawlins, y alzarse con cincuenta mil dólares que en el momento del robo habían quedado depositados en la caja fuerte. Pero Edmund había poseído ingenio y paciencia para organizar el robo.
Kid Corbell había descendido del caballo laxo y sudoroso, para sentarse al pie de un ribazo debajo de un magnífico castaño de frondosas ramas. Era la hora del mediodía, la más dura del verano y el sol caía a plomo encendiendo en oro fundido el paisaje reseco a causa de la falta de lluvia.
De vez en vez, Kid se pasaba la lengua por los resecos labios y se palpaba el bolsillo interior del chaleco, donde en apretados billetes guardaba la bonita fortuna de veinte mil dólares, que de un modo azaroso y no exento de peligro, la fortuna le había ofrecido la noche anterior.
AUGUST Wagenseil, presidente de la prestigiosa empresa “Oklahoma Oil Company”, cuya sede, por razones comerciales, se hallaba establecida en Tulsa, había dado orden de que en tanto él no llamase, no fuese interrumpido para nada.
Tenía una visita muy importante; una visita que podía resolverle muchas dificultades y que precisamente para que el éxito pudiese ser obtenido rápida y rotundamente, debía ser mantenida en secreto.
De los muchos y explosivos acontecimientos que estaban conmoviendo la turbulenta ciudad de Dallas, ninguno tan expresivo y quizá decisivo para la vida del poblado como el que aquella noche se iba a desarrollar en el pequeño despacho del «Club Park», enclavado en el centro de la populosa Lemar Street, a muy escasa distancia del curso del río Trinity, que se deslizaba manso y espejeante al lado oeste de la calzada, y el cual podía ser contemplado desde las amplias ventanas de la sala de juego del club.
El rodeo en el rancho de Fergus Craske había concluido exactamente a las seis y cuarto de la tarde anterior y la agotadora faena, que había durado quince días interminables de esfuerzos y trabajo, no pudo ser más halagüeña en su resultado, pues se habían recogido muchas reses medio perdidas por parajes insospechados, se habían recontado y marcado las crías en un número bastante crecido y el balance arrojaba dos mil reses más de la cuenta, a base de aquel expurgo y aquel aumento de natalidad.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Clarkie, en el Estado de Idaho frente a la parte montañosa de Bitter Root, en cuyas cresterías y sinuosidades rumiaban grandes rebaños de lanudas por ser aquella una parte del Estado más rica en ganado lanar, un viejo se acercó al vagón del que descendía su sobrino Ike Baxter, y extendiéndole sus ya poco enérgicos brazos, le abrazó murmurando:
—Gracias, Ike, por tu visita. Ya creía que nunca más te volvería a ver, y es para mí un consuelo poder verte, aunque sea ésta la última vez que nos encontremos juntos.
Los elementos básicos que sirvieron para la prosperidad y engrandecimiento de los Estados Unidos, sobre todo en la última mitad del pasado siglo, descansaron sobre tres poderosos pilares que lo significaron todo para ese florecimiento colosal de la nación.
Estos tres pilares fueron los astados, las ovejas y el trigo.
La gran demanda de carne para satisfacer a tantos estómagos bien dotados, la necesidad de grandes partidas de lana para las exigencias de las industrias y de los ciudadanos y la apremiante demanda del trigo como indispensable complemento para la alimentación, hicieron que cada uno de los diversos sectores que explotaban estas tres ramas de la producción, se esforzaran en aumentar y expansionar sus rebaños o sus sembrados, sin más cortapisas que las que los imponderables pudiesen oponer a tales ambiciones.
El lugar donde la diligencia había volcado, quedando en una posición extraña a causa de la rotura de su rueda derecha, formaba un amplio descampado en la parte nordeste de Oklahoma.
A la derecha discurría el cauce del Neosho River, que tenía su desagüe más abajo en el Nebraska; a la izquierda corría la divisoria con Kansas, y por debajo cortaba el terreno en sentido horizontal otro afluente del Nebraska. En la parte Norte, el curso del Neosho, irregular e inclinado a su derecha, formaba un arco que casi se unía a la parte más alta de la divisoria de los dos Estados.
Erguida en el caballo, con el sombrero Stanton echado hacia el cuello y sujeto únicamente por la cinta del barboquejo, dando al sol y al aire su bonita y rubia cabellera, Theresa oteaba el paisaje con ansia. Era más de media tarde. Su hermano Edward había ido al poblado antes de la hora del almuerzo y a pesar de que le había sobrado tiempo para ir y volver, Edward no aparecía. Esta prolongada ausencia de su hermano tenía a Theresa sobre ascuas, pues dado lo tremante de la situación entre los suyos y la familia Marshall, estaba temiendo hubiese tenido un mal encuentro con alguno de sus contrarios y el encuentro hubiese terminado a tiros con perjuicio para el joven Edward.
Anochecía. Un viento fino, pero hiriente soplaba de las márgenes del Canadian River y el paisaje, feraz y lujurioso, que se extendía de derecha a izquierda y de arriba abajo en torno al poblado llamado Plemons, afincado en la ubérrima pradera, se estremecía en oleadas suaves, pero crujientes cuando las ráfagas de viento aumentaban de intensidad. Hasta donde abarcaba la mirada en aquel océano de verdura, apenas si se podían distinguir confusamente algunas cabañas perdidas muy lejos, y, casi donde ya la vista no alcanzaba a distinguir los objetos, la situación confusa de un rancho, cuyos pastos se extendían en una gran extensión buscando las márgenes del río.
Los dos jinetes que galopaban como diablos por la abierta llanura del oeste de Colorado, frenaron súbitamente sus caballos y sonrientes, fijaron sus miradas en el tronco de un añoso roble, en donde había clavado algo que oscilaba al ser acariciado por la suave brisa que soplaba aquella mañana primaveral.
El objeto clavado en el árbol era un pasquín y uno de los jinetes estirando su largo brazo, lo aferró por su parte baja, tirando de él y desprendiéndole de su soporte.
—Lo siento, señor Tracy, pero no puedo acceder a lo que me pide. Y con estas tajantes palabras, Sidney Galahat daba por terminada su entrevista con Ray Tracy y su hija Lina, los cuales, agobiados por el peso de su desgracia, miraban al duro ranchero como si éste fuese un monstruo antediluviano, ante el cual el destino les hubiese colocado para luchar con él. Ray era un tipo de baja estatura, encorvado, de piernas estevadas y rostro muy moreno. Su pelo era canoso y rebelde y sus ojos tristes, apagados, faltos casi de luz.
TED Golwing galopaba desesperadamente por las ásperas estribaciones del monte Gerónimo, dejando a su espalda el peligroso vano que se abría desde Flagstaff, en la línea del Sud Ferrocarril, en una distancia de veinte millas que había recorrido pidiendo a su caballo el máximo de velocidad y resistencia. Los cascos del poderoso animal rebotaban sobre el esquisto, levantando chispas al clavarse en ellos fieramente y el jinete, rabioso, seguía espoleando a su pobre montura para alcanzar cuanto antes el intrincado laberinto de cañones y cortadas, donde la cuadrilla de su jefe, el más que popular forajido, Elk, «Mano de Acero», tenía su inexplorable guarida.
El extraño caso que más tarde la gente dió en llamar «El caso de las tres horcas», pero que en su desarrollo fue «El caso de las tres sombras», resultó algo dramático, que tuvo con el alma en un hilo a todos los habitantes de Elk City, en Oklahoma y que sólo fue resuelto de modo trágico, gracias a la valentía, la audacia y la sagacidad de Van Clinton, quien tomó a su cargo el descubrimiento de la infame asociación, a causa de la trágica muerte de su hermano Tony, víctima de «Las tres sombras», por haber intentado también desentrañar el incógnito.
El valle está circundado a la derecha por el río Santa Clara y a la izquierda por el Ash, formando entre ambos un cerrado círculo, que solamente se abre al Norte con salida al Valle Escalante, próximo a la línea del ferrocarril. Los citados ríos van a confluir en el Virgin, que, en un gracioso recodo, se adentra en Utah desde Arizona, para volver a esta región e internarse en Nevada, dejando encerrado en una barrera fluvial los abruptos montes Walley, ingente cordillera recta y prolongada que avanza audazmente hacia el Norte, para morir enlazando con otro ingente monumento granítico llamado Monte Irom. Dentro de ese círculo se asienta Pine, protegido de los vientos del Este por la cordillera, y a todo lo largo del glorioso valle se asientan un buen número de ranchos prósperos y florecientes, que constituyen la mayor riqueza de este bonito rincón del país de los mormones. Pine, en la época en que empieza nuestra historia, contaría con un censo de unos dos mil habitantes, incluyendo en él todos los peones de los distintos ranchos alejados entre sí por un buen puñado de millas, pero adscritos al poblado con todos sus derechos ciudadanos de voz y voto.
La diligencia era un viejo armatoste, alto de caja, duro de armazón, pesado de ruedas, que llevaba rodando más de diez años sin que la casa de Postas se hubiese ocupado una sola vez de dar una mano de pintura a su deslucida armadura, ni en reponer el sucio y desgarrado paño que un día adornara por primera vez sus toscos asientos. Teomey, el mayoral, un tipo gordo y viejo, de arrugada cara tostada por el sol y los fríos, formaba parte integrante del vehículo. Fue el primero que poseyó el honor de conducir los cuatro fogosos caballos del tiro el día que se inauguró el servicio y durante todo aquel tiempo había vivido pegado al pescante, amenazando con no desprenderse de él hasta el día que el vetusto carricoche se deshiciese en una cuesta del camino, acabando así su gloriosa carrera.
Austin, el estratégico y populoso poblado del Estado de Texas, uno de los lugares más concurridos del Suroeste de Norte América, hallábase aquella tarde más animado que nunca. Buen número de vaqueros, conductores de manadas de reses que hacían la llamada ruta de Texas, desde la frontera mexicana a Dallas, habían recalado en el pueblo con la animación y el ansia de divertirse, propia de quien ha pasado muchos días por los valles y cañones pendiente de las reses, sin más distracción que la peligrosa y agotadora que produce la conducción de los hatajos, y un anhelo loco de desquitarse de las fatigas de las rutas, animaba a aquellos hombres broncos y selváticos, que, cuando perdían el freno de sus nervios, eran peor que una «estampida» de los hatajos que conducían.
El panzudo Ellem, con su abultado abdomen, sus piernas terriblemente arqueadas de montar a caballo, sus brazos cortos y musculosos y su apimentonado rostro, en el que el bigote era como un recto y áspero cepillo colocado bajo su nariz, y el pelo un reparto antiestético de vellones rizados de lana, había girado como un sacacorchos sobre el ancho tablón que cruzaba el espacio de lado a lado para evitar que los que tenían que pasar de un extremo al otro de la calle, se enfangasen de barro hasta la rodilla, y luego de iniciar unos movimientos de brazos, cómicos y estrafalarios, había caído de bruces sobre el fango, en el que hundió su abultado rostro como si pretendiese demostrar que era preferible bucear en el barro de la calzada que habitar en aquel poblacho escondido, donde la vida de la gente carecía de todo valor moral y espiritual. Y allí quedó como un objeto inútil y abandonado, con el brazo derecho extendido y en cuya mano aún aprisionaba como un tesoro la dorada manzana que estaba desayunando, cuando recibió al unísono y como si se hubiese tratado de uno solo, los tres proyectiles del 48 con que le obsequiaron los tres hermanos Saff, como prueba de reconocimiento por los «apreciables» servicios que en vida les había prestado.
Sol King, «el Vengador», caminaba al trote lento de su caballo por un paisaje triste y deprimente, que la nieve hacía más angustioso aún. Diciembre se mostraba pleno de rigor. Un viento agudo como un cuchillo venía soplándole de espaldas desde que muchos días atrás dejase el Norte Salt Lake City, para emprender un camino largo y pesado siguiendo paralela la línea del Sud Pacific, y la nieve que había empezado a caer lenta, pero pertinaz, desde que cruzara por los montes Tintic, había alfombrado su camino de manera tozuda, amenazando con no permitirle divisar una brizna de hierba hasta que alcanzase el Llano Escalante, próximo al rincón de Utah donde viera la luz primera. Sol, tras haber resuelto algunos asuntos terribles en diversos lugares del Oeste, sintió un día el aguijón de volver, siquiera fuese para tomarse un descanso, al pequeño y riente pueblo donde había sido tan feliz hasta la muerte de su padre, y sin saber por qué, guiado por un impulso irrefrenable propio de su carácter decidido, tomó el camino más corto desde el Norte de Utah y se dirigió hacia Pine, añorando volver a contemplar unos ojos negros y profundos que un día dejaran huella en su ánimo y que de manera muda, pero elocuente, le hicieron una promesa de amor que estaba seguro de merecer algún día, cuando diese por conclusa la misión que se había impuesto cumpliendo el juramento que hiciese ante la tumba de su padre.
Sol King, «el Vengador», caminaba alegremente por la llanura endurecida por las heladas del mes de enero. Había dejado muy a la espalda Milford, donde resolviera de una manera trágica el misterio de la muerte del ranchero asesinado alevosamente por su sobrino Link, y ahora se aproximaba rápidamente a las tierras que le vieron nacer y donde suponía que alguien se acordaría de él y le estaría esperando con cierto anhelo. El día, aun frío, había sido soportable. El sol lució entre jirones de nubes plomizas, que poco a poco el viento fue barriendo hacia el Norte, y Sol, bien abrigado con su manta de recia lana, recibió con gusto la caricia del aire, cargado de imperceptibles agujas de nieve arrastradas de los montes, que se le clavaban en el atezado rostro. El joven sentía un ansia loca de volver a Pine. Había dejado en él algo que no se apartó de su memoria durante los varios meses que había empleado en recorrer parte del Oeste en busca de aventuras dramáticas y se sentía sin fuerzas para continuarlas, si antes no dejaba reposar su espíritu bajo el fuego de unos ojos negros y expresivos, que se habrían clavado muchas veces en la llanura, con ansia, oteando el camino en una espera infructuosa de su regreso.
Una tibia y soleada mañana de principios de otoño avanzaba por el valle Escalante, camino de Walley Pine, un jinete montado en un precioso caballo bayo, el cual, a juzgar por el polvo que cubría sus flancos y lo que se marcaban en ellos los huesos de las ancas, debía haber realizado una larga y áspera caminata y debía tener sobre sus cascos muchos cientos de millas de recorrido. El jinete, a pesar de que el sol era agradable y la mañana no se manifestaba hostil, viajaba envuelto en su manta de recia lana. Se apretaba ésta al cuerpo con cuidado y las alas de su polvoriento sombrero se inclinaban sobre sus ojos como si tratasen de ocultar su rostro. A pesar de esta precaución, podía apreciarse en la cara del jinete las huellas del sufrimiento. Los ojos le brillaban como si en ellos ardiese el rescoldo de una viva fiebre, tenía los pómulos reciamente marcados, los labios exangües y las orejas traslúcidas. No obstante, se descubría en él la energía y la voluntad para resistir la fatiga del viaje, y cualquiera que se hubiese cruzado con él en el valle, le hubiese reconocido al punto, a pesar de las huellas que una aparente enfermedad o dolencia habían dejado en sus rasgos.
Era alrededor de las dos de la tarde cuando Sol King, «el Vengador», hacía su entrada en Sierra Blanca, un pequeño y lindo pueblo de la frontera de Texas con México, a no muchas millas del famoso río Grande. Sol había caminado muchas millas a lomos de «Stard», para, desde el sudoeste de Utah, atravesar la región del Colorado y, bordeando los montes de San Juan, en Nueva México, alcanzar el curso del gran rio hasta El Paso, la dinámica y turbulenta ciudad divisionaria, donde todos los abigeos, ladrones de caballos, tahúres, indeseables y pistoleros del Oeste se reunían con la mirada fija en el río para pasarlo a nado a la primera señal de alarma que se produjese. En El Paso había podido observar tipos bastante extraños que tentaron sus deseos de echar el ancla allí y esperar a que surgiese algún estruendoso lance en el que intervenir; pero intrigado por el consejo del sheriff de Lund, que le recomendó se diese una vuelta por el famoso pueblo, había dejado setenta millas más atrás El Paso y, siguiendo las estribaciones de la cordillera, había alcanzado, por fin, Sierra Blanca.
En el Oeste había muchos indeseables que enviar al otro mundo como una medida de profilaxis social; pero, entre todos, tres se destacaban por sus actividades peligrosas y por sus depreciaciones condenables. Uno se llamaba Ben Hard («el Cruel»), y operaba en Nevada, en la raya de Utah. Tenía por guarida los montes Calientes, junto al río Mudly, cerca del Colorado, y su hoja de servicios, digna del mejor verdugo, era interminable. El segundo era conocido por Lee Slow («el Torpe»), aunque este apodo debía ser una ironía de sus admiradores, pues, si era tardo para algo, sería para todo menos para disparar su terrible colt. Operaba en las planicies del río Owikee, en Idaho, muy próximo a la divisoria de Utah, y se ignoraba dónde hallaba refugio cuando se veía acosado por los sheriffs y sus ayudantes. Y al tercero se le conocía por el apodo de «el Flaco», pues, realmente, Bob Lank era flaco como un pollino del desierto, pero ágil como una ardilla y escurridizo como una anguila.
En el Oeste había muchos indeseables que enviar al otro mundo como una medida de profilaxis social; pero, entre todos, tres se destacaban por sus actividades peligrosas y por sus depreciaciones condenables. Uno se llamaba Ben Hard («el Cruel»), y operaba en Nevada, en la raya de Utah. Tenía por guarida los montes Calientes, junto al río Mudly, cerca del Colorado, y su hoja de servicios, digna del mejor verdugo, era interminable. El segundo era conocido por Lee Slow («el Torpe»), aunque este apodo debía ser una ironía de sus admiradores, pues, si era tardo para algo, sería para todo menos para disparar su terrible colt. Operaba en las planicies del río Owikee, en Idaho, muy próximo a la divisoria de Utah, y se ignoraba dónde hallaba refugio cuando se veía acosado por los sheriffs y sus ayudantes.
ELKHORN era una localidad situada junto al Little Sandy, entre los montes Atlantic Peak y Tabernacle Butte, y se asentaba en un llano rodeado de abundantes pastos salpicados de granjas y algunos ranchos que se amparaban en las estribaciones de las montañas. Una parte de dichos pastos había sido destinada a las ovejas con gran disgusto de los ganaderos que no podían ver a esta clase de ganado por los destrozos que produce por donde pasa; pero, a pesar de este odio, las ovejas, alejadas de los ranchos, no se mezclaban con éstos y habían sucedido pocos lances desagradables a causa de la rivalidad entre ganaderos y ovejeros. Barnes Parrish tenía su hacienda a milla y media del poblado, próxima al río. Una gran extensión de terreno cercado cobijaba un rebaño bastante crecido y sólo tenía como vecino a Bing, cuyos rediles, abandonados, se mostraban medio derruidos y sin nadie que cuidase de ellos. Las ovejas de Bing habían sido vendidas en pública subasta a raíz de la prisión de su dueño y el terreno, devastado e inculto, se mostraba reseco y amarillento, cubierto a trecho de yuyo y ortigas que crecían a su albedrío.
La situación del rancho «Doble Estrella» era lo más anómala que darse puede. Asentado en lo alto de una extensa meseta, en un cerro de Hanksville, próximo al río Dirty Devil, en Utah, estaba considerado como uno de los mejores ranchos de la región, y en vida, su propietario Adans Evert gozó de fama no sólo de excelente ranchero, sino de hombre probo, honrado y excelente sujeto. Evert fue hasta su muerte un soltero recalcitrante. Se aseguraba que fracasos amorosos en su juventud le llevaron a la misantropía y que renunció de por vida a las mujeres; pero, fuera cual fuere el motivo de su retraimiento amoroso, el caso fue que había llegado a los cincuenta y cuatro años sin pensar en el matrimonio, aunque tuvo excelentes ocasiones de verificar buenas bodas. Evert era un hombre fuerte y robusto, duro como el pedernal, con una salud que amenazaba hacerle centenario; pero un día sufrió, sin saberse cómo, unos ataques terribles de dolores que le privaron hasta del habla y en cuestión de pocas horas pasó a mejor vida.
Sol King, «el Vengador», hallábase casi completamente restablecido de las heridas que sufriese en su última y trágica aventura, luchando con el sanguinario Alexis quien, sin la intervención de «el Jinete Fantasma», acaso hubiese dado fin de la vida del héroe del Oeste. Sol, sentado junto a la veranda del rancho de Magde, fumaba con aire distraído su negra pipa y tumbado en una cómoda hamaca, dejaba vagar sus ojos ardientes y agudos por el glorioso paisaje que se abría ante él. El verano se encontraba ya bastante avanzado y el valle, de un verde pajizo a causa del sol que quemaba la hierba, se extendía hasta donde se perdía la mirada, como una ondulante alfombra que el viento cálido del Sur mecía suavemente. Lejos, envueltas en resplandores dorados, se erguían casi como una línea indefinida las siluetas de los montes Valley hacia el Sur, en tanto que a su derecha refulgía la cinta de plata del río Santa Clara, cortando el valle como una enorme serpiente que tratase de esconderse entre los sembrados.
Sol galopaba por la soleada y polvorienta carretera pidiendo a «Stard» todo cuanto éste podía dar de sí en la carrera. Era aquella la carrera de la muerte, que sería ganada por el que más resistencia tuviese para galopar y quien en el supremo instante manejase con más rapidez y maestría el revólver. Nada le importaba al «Vengador» que sus enemigos fuesen muchos y él uno solo. Lo principal era localizarles, descubrir la guarida de su cruel jefe, que después ya se las ingeniaría él para irlos batiendo uno a uno hasta llegar al salvaje cerebro que había ideado aquella repugnante emboscada. A la hora de galopar como un meteoro fue encontrando a los peones más rezagados. Sus caballos, menos resistentes, iban aflojando el trote, y aunque los jinetes, furiosos, les espoleaban sin piedad, los pobres animales no podían dar más de sí. Sol cruzó como una flecha por entre ellos, dejándoles atrás entre gritos de. salvaje alegría y sombreros que se agitaban en el aire, saludándole con cariño. Todos confiaban en él y el hecho de que se lanzase a semejante pelea en tan críticos momentos denunciaba que estaba dispuesto a no regresar hasta que el último de los forajidos hubiese mordido el polvo con el pecho atravesado a balazos.
Contiene los siguientes relatos:
JERRY EL AHORCADO - Fidel Prado
BALA PERDIDA - F. Mediante
SALLY LA LOBA - M. L. Estefanía
LA BANDA DEL MESTIZO - Nicolás Miranda
IKE Morris desembocó en la plaza Mayor de Pasadena, en California, con andar pesado e indeciso, como si realmente la vida y el tiempo careciesen de gran valor para él. Alto, fibroso, tostado por el sol adusto y pegajoso de los valles mexicanos, con el cabello negro un poco rizado, los ojos profundos y vivaces y los labios finos y un poco exangües, que solían plegarse en un rictus irónico cuando se sentía inclinado a la diversión o a la pelea, llevaba un poco inclinado hacia atrás su amplio sombrero gris de anchas alas para librarse del calor asfixiante que en aquellas horas mediadas del día solía alcanzar hasta los cuarenta y cuatro grados.
Los dos viajeros se habían detenido, cansados y sudorosos, a la fresca orilla del Virgin, el río solitario que, bajando de Utah, raspaba la punta más noroeste de Colorado junto a los montes Hitelefield, y luego discurría hacia el sur por aquella parte árida y despoblada de Nevada para volver a penetrar en Colorado, esta vez poniendo término a su carrera uniendo sus aguas a las rojizas del Colorado.
MARGARET Astor, inclinada ávidamente sobre el lecho de la moribunda Ana Wober, escuchaba, con infinito y doloroso asombro, las apagadas y entrecortadas revelaciones de ésta. De todos los sucesos raros que le habían sucedido en su dinámica existencia, ninguno tan extraño y tan íntimamente cruel como el que ahora vivía. Por un fenómeno inexplicable de la naturaleza, su cerebro parecía, dividido en aquellos momentos, en dos, completamente antagónicos.
LINK Donley, más conocido por Link «el Hurón» a causa de su carácter seco y cortante, permanecía erguido sobre su flaco y largo caballo contemplando, con sus ojos un poco extraviados, el panorama que se extendía a sus pies, abajo del calvero en que se había detenido. El sol le hería de frente, recortando su seca figura y realmente, la silueta de Link era algo notable que justificaba el apodo que la gente del pueblo le había aplicado.
Gregory Manneny atravesó a grandes zancadas el ancho portalón que formaba la calle principal de Mesilla, en el Estado de Nueva York.
Sus largas y fibrosas piernas se asentaban con firmeza sobre el encharcado piso, levantando oleadas de cieno. Había llovido furiosamente durante ocho días, convirtiendo las calles en fangales, pero, a Gregory no le preocupaba mucho el barro, porque estaba acostumbrado a destripar muchos charcos, tanto a pie como a caballo, y porque, en previsión, calzaba unas recias botas de agua, de piso y tacones herrados, y, además, ceñía sus pantorrillas con unos duros leguis de cuero, capaces de repeler toda el agua de un lago.
Carson City empezaba a adquirir un sobrenombre sangriento; el de “Ciudad del crimen”, a causa de que de un modo acelerado, debido a que cada día se cometían más actos delictivos, sin que al parecer existiese Ley ni fuerza humana capaz de atajar aquella ola de riñas, crímenes, atracos, asaltos y homicidios que se desarrollaban en cadena.
Cabía admitir que Carson era una ciudad incontrolada, debido a la afluencia constante de todo el detritus social desparramado hasta entonces por el Oeste.
La noticia había sacudido como la potente explosión de una bomba, a todos los vecinos del pequeño poblado de Altus, en Oklahoma, muy próximo a la divisoria de Texas y a escasa distancia del Red River.
Caryl Montaigne, preso en la cárcel de Elk City, acusado de asesinato en unión de otros dos sujetos, acababa de ser juzgado, y merced a la habilidad del abogado que le defendió y a que las pruebas que le acusaban habían resultado vagas e inconsistentes, el tribunal le había absuelto, cargando las culpas del asesinato a los otros dos encartados.
Mischa Shapley se levantó con violencia del asiento que había ocupado durante bastantes horas, y con el rostro descompuesto, los ojos brillantes y la boca torcida por la rabia, bramó:
—¡Por todos los diablos del infierno, señor Dillon...! ¿Es que tiene usted firmado un pacto con Satanás para ganar siempre?
El llamado Dillon, un ranchero flemático, socarrón, de rostro simpático, pero con rasgos de una dureza que acreditaban en él al hombre acrisolado en el duro ambiente del Oeste, recogió los desparramados naipes con parsimonia, y sin hacer mucho caso del gesto agresivo de su contrincante de juego, repuso calmosamente:
—Espero que no querrás decir que hago trampas.
Cuando Tony Laperet pudo darse cuenta del peligro que corría, ya era tarde para evadirlo. Los dos trozos de calle, el de arriba y el de abajo, por donde podía haber intentado escapar, se hallaban cortados por cuatro revólveres esgrimidos con mano firme. Al propio tiempo, un hombre áspero, de rostro enérgico pero repelente, que acababa de surgir por el vano de entrada a una taberna, avanzaba hacia él sonriendo siniestramente, con la mano apoyada en la cadera junto al mango de su revólver.
El poblado se llamaba Oasis City y estaba enclavado en la parte norte de Nebraska, en el lugar que podía denominarse la región de los ríos, pues escalonados y en sentido horizontal, corrían los cursos del Niobrara, el Snake, el Calamus, el North Loup, el Middle, el Loup Sud, el Dismael y otras corrientes fluviales de menor importancia, pero que signaban aquel terreno con sus cauces más o menos profundos y convertían las tierras en un vergel ideal para los colonos.
Hay que reconocer que las más fantásticas aventuras, las empresas más arriesgadas y peligrosas, y todo aquello que requiere impulso, corazón, desprecio al peligro y a la vida, tiene una raíz profunda y sólida en Norteamérica. Fueron sus valientes hombres los primeros que se lanzaron a abrir camino y colonizar las inmensas regiones ignoradas, cuya sola mención encogía el ánimo; fueren ellos los que, a la hora de construir el más audaz y costoso de los ferrocarriles (el «North Pacific»), lo emprendieron sin miedo, salvando dificultades y obstáculos que han quedado escritos en la historia de esa gran nación con letras de oro, y ellos fueron los que dieron vida al teléfono, los que implantaron el telégrafo — otra labor ingente para ser tendida su línea a través de miles de millas adustas y hostiles, sembradas de enormes vicisitudes—, y ellos han estado siempre en vanguardia de todo aquello que ha significado progreso o bien para la Humanidad.
Horace de Poix alcanzó lo alto del pino sendero por el que avanzaba, y al llegar a su máxima altura, frenó el caballo y echó una mirada hacia abajo. Allí la senda cambiaba su curso en descenso, para ir a morir a un trozo de valle amplio, ubérrimo, cubierto de verde y alta hierba, que se dilataba hasta donde la mirada podía abarcar.
Desde la altura, en plena marcha, con un sol bravío que caía del cielo inundando de fuego todo el paisaje, pudo abarcar en la lejanía el poblado extendido en el valle, sobre un terreno llano en el que las pequeñas casas no sobresalían unas de otras.
Hay veces que es preferible recibir encima de las costillas el peso de una buena piedra caída desde regular altura que una herencia de relativo valor, sobre todo si esta herencia puede resultar más peligrosa que la caída de la piedra sobre nuestras débiles costillas. Algo de esto le sucedió a la bella y dinámica Rosalind Bowles, cuando un día, sintiéndose más que aburrida en la escuela que regentaba en San Andrés, al este del Estado de California, recibió una carta con un membrete impreso, cuyo contenido, tras darla una mala noticia, trataba de endulzarla con otra que podía resultar una compensación para ella.
En el año 1870, lo que se llamó un día La Ciudad de los Llanos y, algo más tarde, Auraria, ya no figuraba en la geografía del Estado de Colorado, había cambiado definitivamente de nombre y ahora era conocida por Denver, nombre que le fue adjudicado en honor del gobernador de Kansas, así apellidado. Desde el año 1865 al 1870, toda aquella parte del territorio había variado fundamentalmente de estructura. El oro descubierto con una prodigalidad fantástica en Golden City, y que más tarde fue descubriéndose a lo largo del territorio en muchas millas a la redonda, había despertado el egoísmo y la ambición de cientos y cientos de aventureros. Julesburg, que se había convertido en un centro vital debido al nuevo ferrocarril llamado Unión Pacific, vertía diariamente en Denver, así como en otros poblados próximos, tales como Black-Hawk y Central City, grandes masas de buscadores, que se repartían por el litoral buscando ansiosamente los ocultos tesoros que escondía la tierra. Pero, aunque tales poblados, así como los arroyos y los montes atraían la atención de los buscadores, Denver era el punto neurálgico de la zona minera, donde lo mismo se podía encontrar una casa de juego en la que ganar o perder minas enteras de oro, que un diluvio de onzas de plomo que acabasen con las ambiciones o las alegrías de los más afortunados en aquella incógnita ruleta de la fortuna.
Dean Harlena y su hijo Burford habían vadeado el Pitt River, que a la sazón llevaba poca corriente, y dejando a su derecha el poblado de Alturas se habían adentrado por el paisaje hosco y quebrado de Sierra Nevada, teniendo siempre a su izquierda la impresionante mole del Monte Shasta, uno de los más imponentes y altos de toda Norteamérica. Dean y su hijo iban buscando un lugar determinado en aquel paisaje maravilloso para contemplarlo, pero duro y agotador para debatirse en él. Alguien les había dicho que en las inmediaciones de un poblado llamado Mac Gavis, se acababa de descubrir oro en cantidad tentadora y ambos se disponían a probar suerte en aquella parte de California. En realidad, no habían tenido necesidad de tentar la aventura si alguien falto de escrúpulos no les hubiese hecho una jugada digna de llevarle a la horca.
Polykarp Beckman penetró lentamente por la polvorienta calzada que dividía el poblado en dos mitades. Un aire seco, violento, arremolinado, que arañaba la tierra y la elevaba hacia lo alto azotando el vientre y los flancos de su caballo con tal fiereza, que el animal relinchaba dolorido, soplaba desde el amanecer y no parecía que fuese a amainar cuando llegase la noche. Allá entre las quebradas, donde sus reses, se esparcían ocupando una amplia extensión de terreno, el huracán se había manifestado con más furia durante las horas plenas del día. Arboles bastante corpulentos habían sido abatidos por las laderas de los riscos y los tejados de la hacienda habían sufrido algunos desperfectos. Cuando descendía hacia el llano camino del poblado, el huracán que soplaba de espaldas empujaba su montura peligrosamente, amenazando con hacerla hocicar cuesta abajo, pero el animal se mantenía firme y Polykarp no parecía conceder mucha importancia a aquella manifestación violenta de la naturaleza.
La tarde se había presentado dura y peligrosa para quienes se aventurasen a caminar por aquella parte de Wyoming, ya bastante alejada hacia el Norte, del nudo ferroviario que cruzaba el Estado de este a oeste. Las nubes se amontonaban atropellándose con violencia, a causa del fuerte ventarrón que soplaba. Llover, apenas si había llovido, al menos en aquel lado, pero, en cambio, el vendaval arreciaba y las copas de los árboles que se desperdigaban por la llanura, se inclinaban al embate furioso del viento, y muchas de sus hojas, a pesar de que aún el verano no estaba vencido, volaban de las ramas, formando círculos extraños y caprichosos según caían cogidas en algunos remolinos del viento.
Patrick Bouck frenó su caballo no obstante caminar a paso lento y, erguido sobre los estribos para mejor abarcar el paisaje, echó un vistazo en torno para hacerse cargo del lugar donde se encontraba. Dos millas más atrás, había descubierto a la derecha de la senda una pancarta con una flecha que decía: A TRINIDAD —Dos millas Patrick estaba seguro de haberlas andado y, sin embargo, aún no había descubierto señales de encontrarse próximo al poblado casi fronterizo. O los medidores habían calculado a ojo la distancia, o alguien se había llevado graciosamente la pancarta más atrás, para gastar una broma a los caminantes.
Corría el verano del año 1860, un verano demasiado cálido, pegajoso y asfixiante, que encendía la sangre y deshidrataba los cuerpos a fuerza de transpirar sudor por todos los poros. En esta fecha, al coronel Len Maxwell, podía considerársele el terrateniente más rico de Norteamérica. Poseía un enorme rancho en la punta sudeste de Kansas, que abarcaba centenares de millas casi imposibles de recorrer a caballo en varios días, y las cabezas de ganado de su propiedad era imposible contarlas. Maxwell, con sus largos cincuenta años sobre sus duras espaldas, resultaba aún un tipo de hombre digno de figurar en vanguardia entre la pléyade de colonizadores que se establecieron a lo largo y a lo ancho de la llamada ruta del Oeste, aquella famosa ruta de caravaneros que partiendo de San Luis o de Independence, atravesaban los Estados de Missouri y Kansas, para penetrar en Nuevo México por las divisorias de Colorado y Oklahoma, poniendo fin a su ruta en Santa Fe, tras un dramático recorrido de más de dos mil millas, luchando fieramente con, las inclemencias del tiempo y la salvaje hostilidad de los indios que infestaban la ruta.
Acababa de salir el sol cuando Jackson Kelly, abandonando su cabaña, salía a sus sembrados y les echaba un amplio vistazo. Del galpón de peones, habían salido ya fuera, un par de ellos, que se desperezaban al sol de la mañana. Hacía calor pese a lo temprano de la hora, y las espigas levemente sacudidas por una suave brisa, se movían rítmicamente como si fuesen un rubio oleaje. El rostro de Jackson estaba tenso. Era un muchacho ya próximo a cumplir los treinta años. De muy buena estatura, escurrido de carnes, pero fuerte y musculoso, sus ojos eran negros, brillantes, su pelo también negro y espeso, y su rostro enérgico y oscuro, debido a la continuada caricia del sol.
El Mississippi es, como todo el mundo sabe, el mayor de los ríos de la América septentrional, y su nombre, aplicado por los indios, quiere decir «Padre de las Aguas». Tiene su origen en un grupo de lagos del norte de Minnesota y pone fin a su curso en el golfo de Méjico, en las costas de Luisiana, con un recorrido total de cuatro mil doscientos kilómetros. Su anchura es varia, pues así como en algunos lugares alcanza casi los cuatro kilómetros, en otros, especialmente cerca de su desembocadura, la anchura media es de un solo kilómetro.
El magnífico caballo que montaba Stuard Adley coronó lo alto de una loma y se detuvo a una leve indicación de su jinete. Este ansiaba gozar desde aquella altura del grandioso panorama que se abría ante sus ojos. Se encontraba a poco menos de dos millas del poblado llamado Plemons casi a caballo sobre el curso del River Canadian y cuanto podía abarcar con su aguda mirada le ofrecía una inmensa y verdegueante pradera cortada por el curso del río. Salpicaban el paisaje cierto número de depresiones que no por estar presentes rompían la belleza del panorama; al contrario, eran como un alivio a aquel gran tapiz de hierba que se dilataba hacia los cuatro puntos cardinales. El pueblo sobre el llano se apiñaba como tratando de protegerse de la invasión de la hierba. Por lo que podía apreciar a simple vista se trataba de un poblado pequeño que no excedería del millar de habitantes a juzgar por el número de casas que formaban el núcleo urbano.
Bobbie Gunn penetró resueltamente en el almacén de pieles propiedad de Frank Gillens, y miró en torno buscando a uno de los dos propietarios, pues Frank explotaba el negocio de las pieles en unión de un socio llamado Chris Drake. Bobbie era un hombre alto, tan alto que debía exceder de los seis pies. Su esqueleto estaba a tono con la longitud de su cuerpo, y pese a esta desmesurada estatura, estaba tan proporcionado, que no daba la sensación de pesar las ciento setenta libras que daba en la báscula. Era muy moreno, debido a que la mayor parte de su vida la pasaba a caballo bajo el zarpazo del sol o la inclemencia del viento, el agua y la nieve. Sus ojos eran negros, grandes, profundos, de un mirar brillante, tan brillante que a quien fuese un poco observador, le bastaba observar el brillo de aquella mirada candente para adivinar que se trataba de un hombre tan duro como el granito.
El hecho en sí carecía de importancia. Que amenazase desplomarse un lienzo de pared, único resto de lo que fue vivienda años atrás, parecía lógico. Aquel lienzo de pared renegrecido, cuarteado por el violento fuego que un anochecer devorara toda la finca, era algo que debió suceder hacía ya muchos años, pero nadie se había decidido a abatir la pared, y menos aún a ocupar el escombrado solar, construyendo una nueva vivienda. Aquel solar, que afeaba la plácida y antañona plaza del poblado, como una profunda mella en la dentadura de un colosal monstruo, poseía una historia; una historia trágica, que aún permanecía fresca en la memoria de todos los vecinos de la misma. Conocían aquel lienzo de adobe y ladrillo con el nombre de “la pared maldita”, y esta maldición que la gente le había aplicado era algo tan supersticioso, que nadie se atrevió a ocupar el solar por miedo a que su historia ejerciese una influencia trágica sobre quien osase profanarlo.
Nelly Scott recibió la carta de su padre a altas horas de la noche, cuando acababa de regresar de una gran fiesta que, organizada por algunos ovejeros de la ciudad, había congregado en el gran salón de uno de los mejores hoteles de Boixe a lo más selecto de las mejores familias de los contornos.
Generalmente, cuando terminaba la faena del esquileo de las ovejas y la lana era vendida, siempre en buenas condiciones, el éxito de su venta solía celebrarse de diversos modos, y uno de ellos consistía en organizar un magnífico baile de sociedad, en el que se reunían las muchachas más bellas y elegantes de los contornos y los muchachos más codiciados por su posición social.
Muchos de los asistentes a la fiesta estaban ya comprometidos en matrimonio y el baile servía únicamente para proporcionar un alegre contacto entre las parejas. Otros, en cambio, aún no se habían decidido a comprometer su libertad y acudían al baile a otear el ambiente y a calibrar los méritos y la posición social de las muchachas aún sin compromiso, por si les interesaba comprometerse con ellas.
Había llovido torrencialmente durante muchos días y las pocas calles de Chichasha, poblado situado en el centro del Estado de Oklahoma, se habían embarrado de tal manera, que era imposible cruzarlas por los medios naturales sin exponerse a hundir los pies y parte de las piernas en el espeso fango que las cubría. En la calle principal, varios comerciantes, temerosos de no poder contar con clientela si el paso hasta sus establecimientos se veía así cortado, habían colocado sendos tablones a lo ancho de la calzada, para que oficiando como estrechos puentes, permitiese a la gente cruzar de uno a otro lado sin peligro de verse aprisionados por el barro.
Las cataratas del cielo se habían desbordado fieramente, y el agua que caía de las nubes, más que lluvia, eran torrentes impetuosos que al batir con furia la corteza de la tierra, abrían hoyos de regular tamaño y formaban pequeñas lagunas y riachuelos, que corrían alocadamente buscando la salida natural hacia cauces más anchos. La senda que conducía desde Kimgusher a Guthrie se había convertido en un río de fluido lodo, que descendía en cuesta, formando enormes charcos y arrastrando la tierra debido al ímpetu de su descenso.
Rod Wood llegó a su modesta cabaña cansado de la ruda tarea de atender su pequeña tierra, único patrimonio que poseía para su sostenimiento. Desde que muriera su padre, había peleado en solitario por defender aquel trozo de parcela, que unas veces parecía ofrecerle una adecuada compensación a sus esfuerzos y otras, a causa de las sequías, los tornados y demás inclemencias de la Naturaleza, se revolvía airada contra él y le negaba el fruto adecuado para mantenerse sin agobios.
La diligencia procedente de Springfield con dirección a Sedalla rodaba a un trote vivo por la llanura, bordeando el Niangua River, a muy escasas millas del poblado llamado Buffalo. En el interior figuraba como viajero destacable Gene Segal, prestigioso colono de los alrededores del citado poblado y hombre muy conocido en toda la región por sus actividades como negociante en toda clase de granos y forraje para el ganado.
Sobre la amplia y reluciente mesa de despacho del gobernador de San Antonio había extendido un gran mapa del Estado, que cubría todo el tablero. Era un mapa moderno, bien señalizado, y capaz por sí solo de orientar al más despistado en conocer y localizar rutas.
Inclinado sobre el mapa se encontraba el gobernador Dick Nabord, un hombre que ya excedía de los cincuenta años, pero que se conservaba fuerte, viril, emprendedor y enérgico.
Había nacido en Texas, amaba su estado con el cariño enfático que todos los tejanos sienten por su patria chica, y era hombre que ansiaba ver libre de elementos perniciosos todo el territorio.
La historia de la colonización o conquista del Oeste americano puede considerarse como una de las más duras y dramáticas de todas las historias de conquistas y descubrimientos.
Sólo hoy, al cabo de un siglo poco más o menos de su iniciación, cuando desde la cima de la civilización y las grandes conquistas de la ciencia nos asomamos a aquellas duras etapas y las contemplamos a través de los datos recogidos por los historiadores, podemos apreciar en toda su magnitud, el esfuerzo tremendo, la voluntad inquebrantable, el valor épico y la resistencia física de aquellos hombres y mujeres que en pos de un relativo bienestar, en el deseo de asentarse en lugares vírgenes sin explotar, donde la vida les fuese más fácil y productiva, corrieron peligros inverosímiles y aguantaron jornadas y contratiempos que pocos hombres desafiarían hoy, aun a base de alcanzar algo más valioso y positivo que lo que aquellos humildes colonos o cazadores conquistaron a fuerza de coraje, de fatigas y de dejarse en las desoladas estepas o los montes hostiles, miembros de sus familias, camaradas queridos, animales utilísimos para su vida y, a veces, todo lo que portaban, cuando no también sus propias vidas.
Lafe Lake, al terminar de descender la pequeña loma que le servía de atajo para salir al camino ahorrándose casi una milla de sendero árido y polvoriento, volvió la cabeza, se despojó del amplio sombrero para secar el sudor que perlaba su morena frente y echó un vistazo a la montaña del Navajo, en cuyas estribaciones se asentaba su pequeño rancho de paredes amarillas, resecas por el sol. A un lado, rompiendo la mancha verde de un extenso prado, bullían varios centenares de puntos blancos que arrasaban el reseco pasto, Era un rebaño de ovejas, que por unos días se veía obligado a dejar en manos de su pequeño equipo, no sin hondo pesar suyo, pues las cosas no estaban para dejar al cuidado de un tercero aquel medrado hatajo que tantos y tantos sinsabores le llevaba costados desde que, por la muerte de su padre, se había visto obligado a hacerse cargo de él. Dejando que su cabalgadura caminase a su albedrío, torció la vista y sus agudos ojos se clavaron en una amplia construcción que, a su derecha, próxima a la «Meseta del Caballo», se extendía olímpicamente con sus amplios barracones, su dilatada empalizada de espino y su vivienda grácil y amplia, denotadora de la omnipotencia de su dueño.
La fina yegua azabache de Margaret Flobert se detuvo mansamente próxima a los surcos que los peones al mando de Shady Le Roy abrían en la tierra para proceder a la sementera.
Margaret, desde lo alto de la yegua, tendió la mirada en torno a la parda tierra buscando en ella algo que deseaba encontrar y cuando lo descubrió en su boca floreció una leve sonrisa que era una provocación.
Margaret era una muchacha de unos veintiséis años, bien proporcionada, de porte atrayente y de ademanes enérgicos.
Suavemente morena, su cutis era terso y sus mejillas sonrosadas. Los labios, bien dibujados, eran como una rosa encarnada partida en dos mitades.
Fue una vulgar casualidad que a Remy Tully se le ocurriese entrar en aquella taberna de «Los Tres Osos», situada en un rincón de la plaza mayor del pueblo de Cascade Springs, en aquella parte del suroeste de Dakota del Norte, muy próximo a las márgenes del río Cheyenne. Decimos que fue una casualidad, porque Remy tenía intención de subir más al Norte, donde le habían asegurado que hallaría algunos buenos ranchos donde encontraría trabajo, y si bien tuvo que cruzar por Cascade como paso obligado, había desdeñado el pueblo por no serle simpático a primera vista. Pero aquella tarde primaveral hacía bastante calor. Había tragado mucho polvo en las sendas y caliginosas desde la divisoria y una sed agotadora le impulsaba a remojar el gaznate antes de continuar la ruta.
El día en que Ralph Shady, acompañado de sus cinco retoños, sintió la curiosidad de hacer una visita a Chisckasha, uno de los poblados más importantes de la zona petrolífera de Oklahoma, no muy lejos de la propia capital del Estado, fue como si Dios hubiese arrojado sobre aquella parte del territorio todas las plagas bíblicas registradas en la historia. Los Shady eran elementos más que suficientes para sustituir con ventaja las más horrendas plagas que podían estallar. Su hoja de servicios en el Oeste de la noción era imposible recogerla detalladamente, pero a través de su fama, se sabían bastantes cosas de la dura familia de los Shady.
Como excelente centro ganadero que era, Valley City en el sudeste de Dakota del Norte había visto pasar por los ranchos de su demarcación y pasear por sus típicas calles a muchos y buenos vaqueros procedentes de todos los estados del Oeste de la nación, pero jamás albergó en su seno a un vaquero más fanfarrón, más presumido y más pagado de su persona y de su sapiencia profesional que Kurt Painton, más conocido por el alias de «Salomón», mote que le habían aplicado sus compañeros debido a sus continuos alardes de sabiduría. Si se tenía en cuenta que Kurt había nacido en Texas, a nadie podía extrañarle aquellas manifestaciones de superioridad de que siempre hacía gala. Hubiera dejado de hacer honor al trozo de tierra donde naciera, si se hubiese mostrado tímido, apocado y nada dispuesto e figurar siempre en primera línea.
Sí, de Montana a California, o de Washington a Texas algún gracioso con no mucho amor a su pellejo quería darse el gusto de ver temblar de miedo durante varios instantes a hombres de los llamados de pelo en pecho, por su valentía muchas veces probada, no tenía más que ponerse a su espalda y gritar de repente con voz de timbro duro: «¡Arriba las manos!». Este grito helaba la sangre en las venas de los más audaces y temerarios porque en cientos de millas cuadradas del Oeste se sabía su trágico y fulgurante resultado si salía de una sola boca: la de Polly Sears, a quien algunos conocían también por «El Rayo».
Un jinete de aspecto vulgar se detuvo al borde de una fina y alta depresión del paisaje, junto a la estrecha senda, y tras asegurarse de que no había ningún ser humano a la vista, silbó de un modo peculiar, esperando. La contestación surgió de la altura del risco en forma análoga y el jinete dio una nueva respuesta con un silbido seco. Poco después, por unos senderos de cabras por los que parecía imposible que nadie pudiese trepar o descender, surgieron dos tipos de mediana edad, de rostro curtido, vestidos vulgarmente. Los dos llevaban a la espalda sendos rifles y a la cintura los Colts del 45. El jinete que había dado la llamada les saludó: —Hola, Black. ¿Qué hay, Cherry?
La cuadrilla de Wade Seatwell se hallaba muy cansada. Llevaba tres, días consumiendo la energía de sus monturas en una retirada cautelosa hacia la divisoria de Colorado y, rendida de aquel esfuerzo agotador, había buscado refugio en un pequeño cañón del aislado Chois-Kay Peak, en las reservas indias, no muy lejos de la frontera. La idea de Wade era trasladar a sus hombres al Estado del Gran Cañón y dar un buen golpe que ya tenía estudiado. Si la cosa salía como la tenía trazada, él y sus cinco hombres podían tomarse un aliviador descanso en algún poblado denso, donde hombres de su catadura no resultasen flores exóticas, cuyo aroma hiriese el fino olfato de algunos sensibles sheriffs.
Todos los asiduos de condición dudosa quefrecuentaban aquella clase de establecimientos, se sonrieron cuando se corrióla voz de que Viola pensaba continuar al frente del garito. Nadie admitía queuna simple mujer poseyera nervio, coraje, valor y condiciones para regentaraquel escabroso negocio, cuando existían tantos elementos peligrosos que ni lospropios hombres a veces eran capaces de mantenerlos a raya. Buenaprueba de ello la tenía en Morton. Nadie puso jamás en duda su valor y suscondiciones para hacer frente a todos los avatares de tan productivo comoinquietante negocio y, sin embargo, había caído con las botas puestas. Si asíhabía sucedido, ¿qué podía hacer ella alfrente del garito si Morton no había podido evitar que le llenasen el cuerpo deplomo por tratar de oponerse a ciertos expolios que su bravura se negaba aaceptar?
La población de Tombstone, en Arizona, simboliza por sí sola todo lo que de violento, cruel, pendenciero, vicioso y duro, tuvo el Oeste durante el medio siglo último en particular.El poblado empezó a florecer a principios de 1879; el primer edificio se irguió en abril de dicho año, y de modo inmediato empezaron a surgir otros y otros a velocidad de vértigo, pues dinero sobraba para aquello y más, y pronto, al término de dos años, el poblado minero con una población densa, bulliciosa y terriblemente peligrosa, contaba con un teatro, un casino, docenas y docenas de bares y tabernas, salas de baile, tiros al blanco para que se ejercitasen los pocos que allí acudían sin un dominio extraordinario de las armas y nada tenía que envidiar a los poblados más populosos y broncos similares a él.Y fue en este bronco lugar, allá por el año 1881, cuando se desarrollaron los acontecimientos que dan motivo a este relato.
La diligencia se hallaba detenida en el polvo de la senda en medio de un sepulcral silencio.El mayoral se esforzaba en detener con la mano derecha el doble tiro de fogosos caballos que pateaban inquietos, ansiosos por continuar galopando como diablos por la polvorienta ruta, mientras su mano izquierda permanecía levantada en alto, sabiendo lo peligroso que podía resultar hacerle descender en algún movimiento sospechoso.La media docena de viajeros que ocupaban el vehículo estaban descendiendo bajo el gesto amenazador del jinete erguido y apuesto, que con el rostro cubierto por una máscara negra esgrimía en sus manos el doble juego de sus negros revólveres de seis tiros.
Definir exactamente el carácter y los encontrados sentimientos de Grant, era poco menos que imposible, porque se daban en él tales paradojas, que hacían dificilísimo catalogarle cumplidamente. Medida por millas, su hacienda podía deslindarse en cuarenta de larga por casi otras tantas de ancha y dentro de aquel terreno donde se hubiesen podido asentar varios poblados de bastantes miles de almas no había otra cosa que lo que él había querido que hubiese para satisfacción y recreo.
Un día, el citado «sheriff» general, luciendo orgullosamente su estrella plateada al pecho y seguido de dos comisarios con iguales atributos en la solapa, se presentó en el poblado, reunió a los vecinos, les asustó un poco leyéndoles determinados artículos de un Código que todos desconocían y les impuso en la necesidad exigida por el Gobierno de nombrar un «sheriff» que le representaría y cuya autoridad nadie podría discutir ni vejar porque se expondrían, según los casos, desde ir a la cárcel por una quincena a ser colgados de una cuerda en la rama más sólida de una encina.
La canción de las hachas había terminado en los bosques de Nap Wilson. Había sonado la trompeta anunciando la hora del mediodía y los taladores de árboles acababan de poner fin a su media jornada.
Morgan Bergen, el capataz, un mocetón alto, duro de carnes, flexible de cintura, con el pelo rubio y ensortijado, la nariz pronunciada, el mentón cuadrado y unos ojos azules intensos, que con el pelo denunciaban su origen irlandés, se echó la pesada hacha al hombro y con los brazos al aire mostrando sus músculos curtidos y la negrura de su piel tostada por el aire y el sol, se encaminó alegremente a su cabaña.
El clima alegre y optimista que había reinado en el rancho de James Loge durante los tres días que durara el intenso y fructífero rodeo celebrado y la franca camaradería que se observó durante la gran comida celebrada en el inmenso patio del rancho después de terminadas las rudas faenas del acoso de las reses, había bajado en muchos grados a medida que se aproximaba la hora de celebrar los festejos organizados por el dueño de la hacienda, para obsequiar, como era costumbre, al centenar largo de invitados que había reunido en torno a las mesas.
Dejando que su cabalgadura caminase a su albedrío, torció la vista y sus agudos ojos se clavaron en una amplia construcción que, a su derecha, próxima a la “Meseta del Caballo”, se extendía olímpicamente con sus amplios barracones, su dilatada empalizada de espino y su vivienda grácil y amplia, denotadora de la omnipotencia de su dueño. Aquel era el rancho “Y Doble”, propiedad de Ted Deninson, su más enconado e irreconciliable enemigo. El terreno que pisaba hasta donde se perdía su vista pertenecía al potentado ganadero, uno de los más rices del Estado de Utah.
Rock se había criado con Lee en aquel bendito valle de los Ojos Negros, cerca del río Hondo, en la parte baja de California; pero, al morir el padre de los Perkis, Rock, de carácter más aventurero y menos apegado a la salvaje poesía de las montañas y los valles, decidió tentar la suerte, marchando, primero, a Los Ángeles, y más tarde, a San Francisco, donde tras rudo bregar logró ser nombrado gerente de una compañía maderera que, al florecer, gracias a la energía de Rock, hizo que éste adquiriese una gran preponderancia en la empresa, alcanzando un sueldo muy digno y un interés en el rendimiento total de las ganancias.
A juzgar por su indumento, debía ser un sempiterno vagabundo de las praderas y los poblados, donde era más fácil y cómodo agenciarse la manutención distrayendo a la gente que doblando su recio espinazo sobre la tierra o con el lazo en la mano. Vestía una camisa bastante decente de llamativos cuadros azules y rojos, un pantalón gris ajustado a las piernas por las altas botas de espuelas de rodela, un chaleco amarillo con una cadena de dudoso metal, atravesada de bolsillo a bolsillo, de la que pendía un arete encerrando en plata un número 13 y un sombrero gris perla algo deslucido, ítem más el consabido pañuelo rojo mal anudado al cuello para enjugar el sudor. Representaba unos veintiocho años y era de facciones correctas, ojos negros bien sombreados, que parecían sonreír al mirar con cierta laxitud e indiferencia; su rostro estaba tostado por el sol, pero se mantenía terso y fresco, y la línea de sus labios curvados era suave y riente, mientras su mentón, un poco cuadrado, se adelantaba como el pico de un buitre, denotando energía, aunque quizá mal aplicada.
Lo mismo para el bien que para el mal, el número 13 había sido decisivo en la vida y muerte de Bob Tait. Nacido un 13 de diciembre, en un rancho de Nuevo México, contaba 13 años cuando su padre pasó a mejor vida y quedó con su hermano Travis bajo la tutela de su tío Sam, el cual asumió la dirección del rancho y trató de que sus dos sobrinos se hiciesen hombres de provecho para, en su día, entregarles la hacienda paterna que debía continuar floreciendo bajo su custodia. Pero Bob era un carácter rebelde a toda disciplina. Desde el primer momento se declaró antagónico con su tío, no admitiendo la férrea disciplina que éste trató de imponerle y justamente el día que cumplía 13 años desapareció del rancho con un caballo, un revólver al cinto y un saco en el que había metido sus más imprescindibles prendas, algunas vituallas y 13 dólares que poseía por todo capital.
¡Ocho años de encierro! Ahora que quedaban muy atrás los muros de aquella cárcel, le parecía mentira que hubiese poseído arrestos para soportarlo. Ocho años eran casi una juventud, sobre todo cuando apenas había nacido a la vida y ya supo de las amarguras de un encierro y de las restricciones de una libertad que era lo más deseable y lo más hermoso que gozara desde que tenía uso de razón. Durante su encierro, las sombras de la cárcel parecían haber ahogado en su memoria las causas que truncaron su libertad de un modo tan trágico y en plena floración; pero ahora, bajo la alegre luz del sol, como si éste desenterrara recuerdos dormidos, volvía a aparecérsele claro, nítido, preciso, todo el cuadro dramático de su desgracia.
Wayne se dio cuenta de ello cuando ya la ciudad se hallaba a la vista. Desde el recodo de la senda que acababa de doblar, distinguía en la tarde brumosa, muerta en luz por los plomizos nubarrones que se corrían hacia el Oeste, el conglomerado de edificios que, en el fondo gris del paisaje que le rodeaba, adquirían un tono opaco y poco alegre, a pesar de su hacinamiento y variedad. La senda, como todo el paisaje, estaba embarrado, el agua había caído con furia durante dos días; también el fornido cuerpo de Wayne acusaba las huellas de los martirizantes chaparrones, pero esto no importaba nada al jinete. Era duro y recio, había soportado toda clase de fatigas en su joven, pero exuberante vida, y no era el agua inofensiva cuando caía disgregada del cielo lo que le podía producir miedo.
El día estaba bochornoso. El sol, como una hoguera de infierno, lucia en un cielo esmeralda, limpio de nubes, y la poca brisa que soplaba del lado de la divisoria, en lugar de portar la caricia del agua, parecía el rescoldo de una lumbrarada. En tanto que el vetusto vehículo había rodado junto a la margen del Colorado, aquella temperatura saturada de fuego había resultado soportable para Wess debido a la caricia mansa del auro del río; pero desde el momento en que dejó a su izquierda el Colorado y derivó hacia el Este, en busca del próximo poblado, el ambiente se había resecado, la atmósfera aparecía más cargada de agobio y de electricidad, y sus pulmones parecían encogerse por la presión de una mano invisible que les impedía absorber el aire preciso para su funcionamiento.
Cajon era un lindo y pintoresco pueblo de la llanura californiana, a muy pocas millas de la costa por el Oeste y a una distancia relativamente corta de San Diego, casi en la frontera mexicana, por el Sur. Pueblo manso y tranquilo, poblado por habitantes de sangre cálida, pero perezosa, vivía una existencia abúlica y suave, que el sedante descanso de una guerra cruenta y muy reciente hacía más tranquila aún. Brindándole espacio dilatado para su expansión, se abría en derredor de él una llanura ubérrima y verdegueante, donde los pastos eran una bendición del cielo, derramada con mano pródiga, y en la que los propietarios de los diseminados ranchos que ocupaban dicha extensión poseían cientos de hectáreas de terreno y necesitaban muchas horas de trotar a caballo para recorrer, en un día, sus propiedades.
Hallaron a Laura Joubert entre las dos camas gemelas de un bungalow junto al Sena. Parte de ella era todavía exquisita. Su cuerpo, por ejemplo, seguía siendo un prodigio de perfección, y aparecía más distinguido que nunca en su vestido de Balenciaga, sus zapatos de modelo exclusivo y un abrigo que había costado las vidas de muchos animalitos. Fuera del bungalow ribereño hallaron las manos del monstruo que la había matado. Sus huellas estaban claras en el volante del coche y en la pistola que había destrozado el precioso semblante femenino. Pronto se conoció toda la verdad. Nunca hallaron al asesino, y, tras algún tiempo, abandonaron la búsqueda. Dijeron: —Huyó. Huyó mucho más lejos de donde nunca podremos alcanzarlo. Sí, este monstruo mató a su esposa y luego hizo algo peor. Richard Belmond se convirtió en traidor a su patria, y ha muerto. Con su muerte, acabó el caso de Belmond, el monstruo y traidor.
Sintió Kit Gilson cómo las piernas le flaqueaban hasta casi derrumbarle a tierra cuando al descender de la diligencia respiró cansado y dolido de la tremenda jornada que había hecho soportar a su delicado cuerpo. Realmente, la imprudencia que había cometido tenía que pagarla más tarde o más temprano. Pese a su aspecto juvenil —no contaría arriba de los veintiocho años—, su rostro demacrado, su afilada nariz, sus labios finos y exangües y el aspecto avejentado que reflejaba su fisonomía, le acusaban como un hombre gastado prematuramente, o víctima de algún mal oculto que iba minando su naturaleza, suave, pero implacablemente. Kit tendió la vista en derredor de él y se sintió oprimido por el paisaje. El pueblo que había elegido al azar, en un ansia infinita de sepultarse y ocultarse donde nadie volviese a saber una palabra de su averiada persona, no podía ser más pobre, más mísero y más vulgar que el que tenía a la vista.
Patrik Miller llenó las grandes copas de whisky por sexta vez y ofreciéndoselas a sus comensales, exclamó: —Beban, señores, podemos y no podemos entendernos en este asunto, pero no quiero que se diga que Patrik Miller, agota la garganta de la gente para vencerlas por cansancio, sin ofrecerle todas las garantías para que desarrollen su elocuencia. Patrik Miller era un ranchero gordo, colorado, fuerte como un toro, de cejas pobladísimas, crespo bigote un tanto canoso y ojos grises de mirar duro. Poseía un rancho a dos millas de El Paso y aunque su hacienda era valiosa y hacía pingües negocios con el ganado, gozando de una gran influencia en la región, se murmuraba que la base de su fortuna no era muy limpia y que en su blasón de ranchero había algunos cuarteles tan oscuros de descifrar, que si alguien hubiese podido limpiarlos quizá encontrase debajo ciertas escenas de abigeo y cuatrería, que deshonrarían su escudo de armas.
Tu no puedes hacer eso con Fred Wellman; sería una canallada Orson. El áspero calificativo vibró como el silbido de un proyectil en los labios plegados con ira de Nelson Brown, el socio de Orson en negocio ganadero. Orson Donlevy sintió un temblor extraño en su rostro al acusar la brusca y brutal opinión de su compañero, pero dominando el pésimo efecto que le había causado, se encogió de hombros, replicando suavemente: —¡Pues he de hacerlo, Nelson, y siento que te contraríe! —Me contraría y me da pena que pienses de esa manera. Fred se comportó generosamente cuando nos establecimos aquí y hace falta tener sangre de coyote para pagarle bien por mal.
Israel Rosse era todo un hombre. No había nadie en Sterling City que así no lo reconociese, fuese amigo o enemigo de Israel, pero todos, aun aquellos pocos que podían considerarse medio amigos suyos —Israel no contaba con amigos de verdad— proclamaban a los cuatro vientos, que todo lo que poseía de hombre lo estropeaba su carácter agrio y seco, su avaricia sin límites, su falta de corazón para los negocios y su desmedido orgullo que le había llevado a límites insospechados. Pero nadie era capaz de acusarle de nada que estuviese al borde de la legalidad. Era duro, pero honrado en sus negocios, no se dejaba despojar de un solo centavo, pero a nadie le hubiese despojado de uno suyo y en cuanto a seriedad, la palabra de Israel poseía más valor y fuerza que la más complicada escritura. Israel era odiado y temido a la par. Nadie hubiese levantado un dedo en su favor de saber que moviéndolo podía contribuir a salvarle la vida, pero nadie se hubiese atrevido a levantar aquel dedo en contra suya, sin sentir el escalofrío de saberse expuesto a tener que habérselas frente a frente con él. El elogio o la censura que la gente lanzaba contra él cuando comentaba sus actos, era una frase muy popular en la región, que servía para retratar la voluntad de sus más destacados nativos. Es «tozudo como un tejano» y, en efecto, lo era hasta el límite, pero con una tozudez razonada y consecuente, que le había servido para elevarse de la nada al pináculo del bienestar y de la fortuna.
La mañana se mostraba, fría y desapacible. Hoscos grupos de nubes plomizas arrastradas por el aire surgían de la parte del Colorado. Debían de llegar cargadas de arena del desierto de California, al otro lado del río, porque las gruesas gotas de agua que caían esporádicamente producían la sensación de encerrar algo contundente que al golpear en las carnes producía raspazos desagradables. El campo, húmedo y brillante, se dilataba casi terso hasta morir en la orilla del río por la izquierda, en tanto que hacia el Norte se confundía con la comba oscura y plomiza del cielo. Las hojas, ya amarillentas, de los árboles, adquirían un tinte de oro viejo brillante por el agua, y el viento, en sus reboleras jugueteaba con las hojas desprendidas, trazando círculos caprichosos con ellas hasta que, cansado del juego, las dejaba caer arrastrándolas por los cenagosos charcos que la lluvia había formado la noche anterior.
Un agrio chirrido, el chirrido de los ásperos ejes sin engrasar, iba denunciando el lento y perezoso paso de la pesada carreta por la dilatada y herbórea extensión que, como un verde y estático mar, se dilataba hasta perderse de vista. Se trataba de una carreta empírica, tosca, desvencijada, formada de carcomidos tablones reforzados con pegotes de claveteada madera para que conservasen la unidad y no se abriese en pedazos. Era larga y ancha, de altas ruedas macizas con llantas de hierro oxidado y ejes primitivos que jamás habían recibido la caricia de la grasa. Un toldo remendadísimo pardo y ajado por el viento, el sol y la lluvia, formaba un voluminoso arco en torno al piso, sujeto por tres curvadas ballestas que armaban la bóveda. De la parte delantera salía recto y rígido un eje labrado en un tronco de árbol, con una especie de T en el remate, al que iban uncidos dos cansinos bueyes que clavaban con paciencia y trabajo sus anchas pezuñas en la hierba para poder hacer hincapié y arrastrar el pesado bagaje que portaban.
Jo Benton se abrió de piernas para obstruir el paso, metió sus dedos pulgares entre las sisas del chaleco, quizá para mejor mostrar las siniestras culatas de sus negros colts del 45 que pendían amenazadores de su cintura, y mascando la boquilla de su pipa, se quedó mirando fijamente al tipo que tenía delante de él. Se trataba de un hombre joven, quizá no excediese de veintitrés años. Era moreno, de estatura bastante desarrollada a pesar de que el doblaje de sus piernas sobre la silla del caballo parecía disimular un tanto su largura, y aunque sus facciones eran corrientes, sin nada destacable en su totalidad, había algo en él que le daba una personalidad vigorosa, sin que lo pudiese precisar si dimanaba de sus ojos negros con chispitas luminosas en el iris, de su mentón un tanto adelantado, o de la sonrisa irónica y leve que apenas plegaba sus delgados labios.
Río Brumoso, no era un caudal de agua tan importante como el que arrastra el Colorado o el Green River, para figurar en los mapas con un rojo trazo indicando su recorrido. Haciéndole un gran honor, se le concedía el nombre de río porque en invierno, cuando las grandes lluvias descendían desde las montañas de la divisoria de Nebraska con Oklahoma, las torrenteras convergían en un profundo corte oscuro y nebuloso y formaban una espesa cinta de agua, que sólo entonces daba al río Brumoso categoría de río. El despeñadero de los «Cóndores» era su verdadero álveo. Allí recogía la poca o mucha linfa que nutría su cauce y lentamente, recorriendo un terreno sinuoso entre barrancos, peñascales y quebradas, se abría paso hasta el llano, para después recorrer pacíficamente unas cuantas millas e ir a fundirse en el Illinois. La única importancia estratégica que como rio poseía, era la de formar una especie de frontera acuática entre Gentry y Siloam Spring, dos pueblos casi limítrofes, a los que les separaba únicamente este modesto rio, no por su cauce, sino porque al deslizarse entre ambos pueblos lo hacía por una profunda cortada, la que sólo se podía salvar mediante un rústico, pero sólido puente tendido con troncos de árboles unidos y entramados, obra de los indígenas de ambos poblados.
La diligencia, procedente de la divisoria de California, se detuvo con un feroz estrépito de ejes mal engrasados y juramentos bien entonados del mayoral. La Casa de Postas se alzaba en un esquinazo de la plaza protegida su entrada por una pequeña marquesina de madera inclinada, que se afianzaba en el vacío por dos recios soportes también de madera. Dewell, el jefe de la Casa de Postas, salió a recibir al pesado vehículo, preguntando: —¿Qué hay, Law? ¿Buen viaje? —No ha sido malo, señor Dewell. Parece que esta vez los salteadores de diligencias tenían mucho que hacer por algún otro lado y ni se molestaron en asomarse al camino para ver lo que traíamos. —Quizá les interesase poco. Los viajes de venida son poco interesantes. Los de regreso a Sacramento tienen más alicientes.
Mike Lovo empujó ásperamente la puerta del almacén de Tony Jake, y con un gesto huraño, penetró avanzando hasta cerca del mostrador, ante el que se quedó plantado con sus poderosas piernas, un poco estevadas, firmes en la apisonada tierra y un rictus de dureza en sus groseros labios que no presagiaba nada bueno. Mike era un tipo alto, tosco de formas, algo así como si le hubiesen tallado de un grueso tronco de árbol a fuerza de desiguales hachazos. Sus piernas eran largas y recias, sus brazos poderosos, rematados por manos anchas y abiertas, en las que se señalaban las venas rugosas como sarmientos bajo la tostada piel. Su pecho poderoso, que se marcaba briosamente bajo la camisa de un color rojizo escandaloso, sobresalía en una curva pronunciada que parecía un desafío de fortaleza, y el cuello, rojizo, venoso, ancho como el de un toro, sostenía como remate una cabeza de tipo irlandés, a la que no le faltaba la aureola rojiza de una cabellera crespa y enmarañada, repartida en rebeldes rizos.
Lennie Randle, con el sombrero en la mano, dejando al descubierto su hermosa cabeza de pelo negro y brillante un poco rizado, su ancho y recio cuello tostado por el sol, y mostrando erguido el busto firme, derecho, bien construido, miraba a Alan Jackson, su patrón, que tras la mesa de su despacho contaba algunos billetes de cinco dólares y le echaba miradas furtivas, como si tratase de leer en sus ojos claros y brillantes algo que le estaba preocupando íntimamente. Jackson era un ranchero de los más destacados de la región de Colorado. Cierto que al morir su padre heredó un rancho bastante aceptable, pero su tesón, su voluntad, su energía y su vista para los negocios, le habían llevado a colocarse a la cabeza de sus compañeros, y su rancho, sus reses, su cuenta corriente con el Banco Ganadero de Denver y su crédito eran algo que se cotizaba muy alto en Colorado.
El tribunal había sido improvisado en el amplio almacén de Carl Harrison, casi a la salida del poblado. Era una construcción de madera larga y destartalada, oliendo a heno húmedo y a grano, de paredes deslucidas, con dos amplias puertas en la fachada y unas altas y enrejadas ventanas construidas sabiamente para que nadie pudiese filtrarse por ellas. El almacén era casi un edificio histórico en Stanley, del Estado de Wyoming. Cuando algún acontecimiento de destacada importancia sacudía la calma de los habitantes del poblado y les obligaba a reunirse, el almacén de Carl era el punto obligado para tales reuniones. Lo mismo daba que se tratara de organizar un baile, un mitin para ensalzar las virtudes del candidato a juez o sheriff, o un tribunal popular para llevar a un hombre a la horca. Allí se daban cita las masas y allí se resolvía la diversión, el tema político o la vida y la muerte de un hombre.
Treinta años recién cumplidos, ciento treinta libras de peso, uno setenta de estatura, un cuerpo duro y flexible, dos puños como mazas de acero, un rostro simpático, unos ojos negros y brillantes, una sonrisa atractiva e irónica, diez años de servicio y seis cicatrices bien repartidas por todo el cuerpo, constituían el activo y el pasivo del sargento Kit Montana, de la división K en los Batidores de Texas. Su amplia hoja de servicios podía haber rebasado con exceso las páginas en blanco que le quedaban para justificar con creces un bien merecido ascenso y ya estaría gozándole, si él hubiese mostrado empeño en que fuesen reconocidos sus servicios y si su capitán, el inflexible Bill London, no hubiese mostrado particular empeño en no perder en su división el hombre más útil, activo, arrojado y listo de cuantos servían a sus órdenes. London, con una franqueza brutal, había dicho muchas veces a su subordinado: —Kit, usted posee un terrible vicio que le resta posibilidades para ascender. Es usted demasiado útil en mi división, para que yo le deje marchar de ella. Sé que no obro con usted lealmente oponiéndome a su ascenso, pero si cree que lesiono con ello sus, legítimos intereses, dígamelo con la misma franqueza y le abonaré de mi bolsillo la diferencia de paga. Es cuanto puedo hacer para compensarle.
Gen Coburn, medio acodado sobre el estaño del mostrado, con los ojos fijos en el vano de la puerta por el que entraba a oleadas la lumbrarada de un sol ardiente propio de Texas en pleno julio, apenas si prestaba oídos a algo que estaba barbotando un individuo de media estatura, cuadrado de cuerpo, estevado de piernas y feo de rostro. Le había echado una mirada de curiosidad cuando entró en la taberna y según su impresión, aquel tipo era el hombre más parecido al mono que había contemplado en sus veintiséis años exuberantes de vida emocionante y andariega. Tenía los ojos redondos y hundidos debajo de una piel rugosa de pobladas cejas, que se unían formando una curva en el centro de la unión. Eran dos ojos pequeños, negros como carbunclos y malignos de luces. Su nariz era ancha y aplastada, los pómulos salientes, la boca hundida hacia dentro y la barbilla saliente. Una cabellera lacia y polvorienta que se escapaba por debajo de su sombrero vaquero, acababa de completar la estampa y Gene se había preguntado qué clase de encantos habría visto su padre en aquel tipo, para sentirse satisfecho de haberle echado al mundo.
Cuando Cherry M. Camerón detuvo su caballo a la puerta de «El cuerno de Oro», aquella taberna grande y espaciosa del poblado ganadero de Anaconda, en el Estado de Montana, no pudo sospechar ni remotamente la extraña aventura de que iba a ser protagonista al dejarse llevar de sus indomables nervios, ni las dramáticas consecuencias que para él iba a tener después aquel acto impulsivo, que como todos los suyos, careció de meditación Debido a que era el atardecer de un sábado, el establecimiento se hallaba concurridísimo. La mayor parte de los clientes, peones de los ranchos de los alrededores del poblado, gozaban del asueto semanal y bebían y discutían con calor, comentando la jornada cotidiana y los acontecimientos más salientes de la semana. A Cherry no le interesaban poco ni mucho los problemas locales. Su estancia en el poblado era accidental. Iba de paso hacia Drumond, donde tenía el proyecto de aceptar trabajo en alguno de los ranchos de aquella localidad, en la que Buttle, su antiguo compañero de equipo, había encontrado un buen empleo y le había animado a trasladarse allí.
Simón Irish, desde la cima de una pequeña duna, vio cómo el viejo y medio desvencijado carricoche avanzaba lentamente arrastrado por dos esqueléticos caballos. Era un paisaje brusco, entregado a la salvaje naturaleza representada por los mezquites, la salvia, algunos cactus ariscos creciendo a capricho en los trozos de terreno arenoso, mientras el suelo, árido y hosco, se mostraba desigual formando pequeños repechos, baches, sendas retorcidas entre plantas parásitas, algo que por estar abandonado de la mano de Dios y de los hombres, parecía un rincón del mundo a miles de millas de la civilización. Y, sin embargo, no muy lejos de allí, se deslizaba rápido y tortuoso el Nueces, el río clásico de los indeseables, que como una barrera de agua y plantas salvajes en celestinaje con un terreno quebrado, servía de refugio a cuantos, teniendo cuentas pendientes con los rurales, buscaban zonas de relativa seguridad para hurtar sus cuellos a la corbata de cáñamo o a las frías rejas de un presidio.
Sín disputa alguna, aquel forastero que tomaba el sol plácidamente a la puerta del llamado Hotel Cimarrón era el ser más estrafalario que los habitantes de Búffalo, el pequeño pueblo situado en la cuenca que encerraba los ríos Cimarrón y Beaver Creeck, habían contemplado en toda su vida. Largo como un abeto, delgado en demasía, de rostro a tono con su estatura, se destacaba más de una cuarta sobre el más alto de los vecinos del poblado. Recostado sobre los soportes del sombrajo que daba penumbra a la puerta del hotel, parecía una carátula allí plantada para llamar la atención, por el dueño del hotel, un texano de aire socarrón y palabra cáustica, que siempre estaba inventando cosas para que los forasteros —muy escasos por cierto— fijasen su atención en el hotel y le hiciesen objeto de su preferencia, en lucha despiadada con el dueño del Atlantic City, otro albergue instalado en la misma calle principal, varias barracas más abajo y que si no era mejor que el Cimarrón Hotel tampoco tenía nada que envidiarle a no ser la cazurrería y carácter jocoso de su propietario. El forastero, no queriendo desentonar con los habitantes del poblado, se había procurado un atuendo a tono con el vestir general, pero un tuerto hubiese adivinado desde el primer momento que aquel atuendo era un disfraz para ocultar su cédula personal, extendida a muchas millas de aquella parte del Oeste. Se componía su vestuario de una camisa azul con cuadros rojizos, dotada de cuatro bolsillos, dos a los lados y otros dos a la altura de los pectorales, que debían constituir su suplemento de maleta porque abultaban en fuerza de introducir en ellos objetos adecuados a la cabida, unos pantalones grises muy ajustados de rodilla para abajo, con refuerzos en la entrepierna, construidos con cueros, lo que parecía denunciarle como un apasionado caballista (el caballo del forastero no le había visto nadie en el pueblo), unas botas de altos leguis muy lustradas, con espuelas de Chihuahua, un cinto mexicano con la funda del revólver flácida y vacía por falta de arma y un precioso sombrero gris-perla, muy alto de copa, sabiamente abollado en su parte delantera y atado a la barbilla por una cinta negra que oficiaba de barboquejo; pero en la forma de calarse aquel genérico adminículo se adivinaba que era la primera vez que se lo había puesto. Como signo destacado de elegancia y más que de elegancia de pedantería, calzaba sus manos con dos guantes de manopla que casi le llegaban a los codos, y era de ver los ridículos esfuerzos que tenía que realizar cada vez que pretendía cargar la negra pipa, o encender un fósforo, o acaso sonarse la nariz sin despojarse de aquellos punteados guantes, que de vez en vez contemplaba con cariño, como si ellos le convirtiesen en el árbitro de la elegancia de Búffalo.
Ames Dunn aceptó el asiento que ceremoniosamente le había ofrecido George McGuire junto a su mesa y después de sentarse un poco de costado para poder contemplar a su gusto a su interlocutor, estiró las largas y musculosas piernas, calzadas con botas de tacón alto y altos leguis, y luego de aflojarse un poco el cinto, con un movimiento brusco que McGuire no acertó a captar por lo veloz, desenfundó el revólver y lo colocó sobre el tablero de la mesa, diciendo risueño: —¡Ajajá! Ahora espero que podamos discutir razonablemente. McGuire tensionó con violencia todos sus músculos y una oleada de sangre cubrió por un momento su rostro frío y sin expresión, pero el arrebato pasó raudamente e inclinándose estiró la mano y también de modo brusco tomó el revólver que descansaba sobre el fondo de un entreabierto cajón y lo colocó a su lado, diciendo: —Yo también espero que nuestra discusión sea razonable.
Free era uno de los innumerables poblados del suroeste de Texas que, hasta aquella fecha, habían pasado desapercibidos en el mapa del dilatado Estado Texano. Nada sobresaliente sucedió en él durante el período turbulento en que los indeseables se corrían hacia aquella parte de la región, tratando de burlar a los rurales y quizá hubiese quedado fuera de la historia a no ser por un hecho trivial que debía hacer célebres a dos de sus vecinos. Free estaba situado en el centro de una elipse imperfecta que formaban por el este, el rio Pecos; por el sur, con tendencia a subir al norte, la línea del Sud Pacific y por el norte, inclinándose hacia el sur para unirse a dicha línea, el K.C. M. & O. que subía hasta Waco. Free quedaba aislado en el centro del vano. Carecía de trazado ferroviario, del que le separaban sesenta millas de una línea a otra, y otras tantas del famoso rio de los cuatreros y pistoleros de Texas.
Cierto que no podía olvidar la grandiosidad del espectáculo que se desplegó ante él cuando desde los altos y rojizos picachos de la ingente cadena del Gran Cañón, contempló fascinado y con síntomas de vértigo el bermejo río deslizándose, bravo e impetuoso, a cientos de pies de profundidad por gargantas y cañones de una majestad impresionante; pero ahora, al recordarlo un poco alejado de su retina, le parecía que aunque grandioso y apocalíptico, aquello era demasiado frío y estatuó comparado con lo que estaba admirando. Cuando tras mil fatigas consiguió dejar a su espalda la ingente mole del Gran Cañón, para enfocar las reservas indias de Hualpai—terreno seco, amarillo, repelente y agotador— se internó por un terreno llano, verdegueante, salpicado de pequeños y umbrosos bosques y cortado por arroyos cristalinos que parecían reptiles de plata buscando su madriguera en la pradera ubérrima que se dilataba como una inmensa sábana de esmeralda, hasta que la silueta de un ingente monte atrajo su atención y decidió coronarlo sólo por el placer de subir de nuevo muy alto, para después experimentar la sensación agradable de descender de las nubes.
Van Champe y Tom Rodney, apoyados en la jamba de la puerta de la taberna titulada El Cimarrón, título sugerí do porque el famoso río cruzaba por el poblado, se enderezaron al unísono abandonando su actitud indolente y abúlica. Acababan de ver avanzar hacia la taberna a Roger Ferguson y el corazón les decía que si Roger pasaba de la puerta iba a haber fuego de revólver en profusión. Dentro del local, bastante cargados de alcohol y siempre dispuestos a la pelea, estaban los hermanos Abraham y Andrew Taft y como entre los hermanos Taft y Ferguson se abría un abismo de odio, difícil de llenar el encuentro en semejantes condiciones podía provocar un día de luto en Togo. No solamente eran peligrosos ambos hermanos, con serlo mucho, sino que Ferguson acaso resultase más duro y violento que ellos. Todos coincidían en afirmar que había nacido con pólvora en lugar de sangre en las venas y esto, en una región tan áspera y bronca como Oklahoma, a los pocos meses de ser repartida la tierra entre los más broncos y audaces de todo el Oeste, significaba mucho.
Pocos minutos había tardado el jurado en deliberar y dictar su fallo. Se condenaba a Zachary Mac Kinley a Grovens Wilkie y a Woodron Coo-lidge a sesenta dólares de multa por cabeza y a ser expulsados del poblado si no justificaban en un plazo de veinticuatro horas que poseían un empleo honrado donde trabajar. La multa se les aplicaba por poseerse indicios de que habían intentado abollar unas reses descarriadas en las cortadas. Caso de no satisfacer los sesenta dólares en el acto, cumplirían un día de cárcel por cada dólar de multa y una vez cumplido el arresto, serían puestos al otro límite del poblado, bajo la amenaza de un año de cárcel si volvían a penetrar en Merwin. Los tres condenados a tan dura pena, se miraron con consternación al oír la sentencia. Ninguno poseía arriba de veinte centavos en el bolsillo y era para ellos muy áspero convertirse en huéspedes de aquel fiero sheriff, que les había detenido apenas pisaron el poblado, conduciéndoles a sus oficinas sin darles tiempo a echar una inquisitiva mirada por los aledaños de Merwin.
Señores, un poco de formalidad! —gritó Stanley Stuart, golpeando con el martillo sobre el cajón que tenía delante a modo de mesa—. Estamos subastando los efectos pertenecientes a nuestro convecino Irving Yauk y yo espero de todos que, en atención a la dramática necesidad que obliga a esta subasta, pujen con formalidad y honradez los efectos que piensen adquirir. Tengan en cuenta, señores, que lo poco que pueda quedarles después de cubrir la deuda, será de lo que dispongan para su vida futura, que no se les presentará muy brillante. Señora Wolfe, ¿no le da a usted vergüenza ofrecer diez centavos por esta cafetera que costó cinco dólares? Vamos, sea un poco más generosa y puje con seriedad. La vieja Wolfe, con voz chillona, gruñó: —¡Pero si la compro sin necesidad, por ayudarles! Yo no necesito la cafetera para nada. —Pues deje que puje otro a ver si le es más necesaria. ¿Hay quien dé más de diez centavos? —Un dólar—gritó una voz de las últimas filas del corro.
Nap Turpin empujó con el codo las puertas movibles del saloon El Infierno y por un momento quedó tenso en la jamba destacando su firme busto a la resplandeciente claridad rojiza de las lámparas que alumbraban profusamente el salón. Tuvo que parpadear un tanto para asimilarle aquel reflejo recio e hiriente, en contraste con la oscuridad que reinaba en la calzada. Acababa de hacer su acostumbrada ronda por el poblado solitario y silencioso en sus calles y callejas y ahora, al penetrar en el turbulento local, el más frecuentado y también el más bronco de Arkalon, casi en la raya de Texas, quedó como deslumbrado. Al poblado, hasta pocos meses atrás, pudo considerársele como una pequeña balsa de aceite. Poseía sus tipos un tanto rudos y peleadores, sus vicios, sus pequeñas pasiones y sus rencillas locales, como todos los pueblos del Oeste; pero de poco tiempo atrás se había convertido en algo demasiado bronco por culpa de aquel maldito traficante, egoísta y acometedor llamado Jeff Morke, que, en su afán de ser el verdadero y omnipotente dueño del poblado y de algo más, había abierto un canal de inmigración de reses, de las que subían a Wichita y al adquirir cientos de astados para un negocio de gran envergadura que estaba iniciando, llevó con el negocio una ola de locura, de vicio y de pelea, encarnada en los rudos peones que conducían hasta allí los hatajos que adquiría y que estaban encerrando Arkalon en un fiero cerco de bramantes y astadas testuces.
¿Cuántas millas llevaba recorridas durante los quince días de ininterrumpido éxodo que arrastraba a sus espaldas? No las podía calcular, pero eran muchas, muchísimas, casi más de las que podía aguantar su envarado cuerpo, pero el instinto de salvación le advertía que su odisea aún no había terminado y que Dios sabía cuánto tiempo debía durar aún esto, en el caso favorable de que no fuese alcanzado o descubierto por algún sheriff, amigo de meter la nariz en los asuntos ajenos.
De vez en vez, un pequeño montículo, la nota aislada de una granja o una casita, los palos del telégrafo que parecían dar vueltas en torno al tren jugando a un corro imaginario, o la movible silueta de un carro cruzando por las estrechas veredas abiertas entre los trigales era cuanto se le ofrecía a sus ojos de viajero cansado y aburrido. No era mucho para quien acababa de cambiar el panorama dinámico y urbano de una gran ciudad, por aquel otro bucólico y campesino, muy interesante para agricultores y ganaderos, pero, aburridísimo, para quien como él no había nacido más que para la vida muelle encerrada dentro de los arrabales de una capital.
La hoguera bien cebada de reseca grama, ardía alegremente retorciéndose en rojizas y amarillentas saetas que se diluían en un humo denso, al pretender ganar la altura. El humo, en brazos de una brisa cálida y pegajosa que solamente la pureza del ambiente hacía agradable, ascendía casi rectamente hasta formar una velada cortina por debajo de las verdes hojas de los enebros, para después irse diluyendo mansamente, hundida en las sombras un poco azuladas de la noche. Olía a tocino frito. Éste chirriaba en la pequeña y ennegrecida sartén puesta a las llamas, mientras Hack Mescall, inclinado sobre la hoguera, cuidaba atentamente de su modesto condumio. El bosque en sombras, casi diluía su atlética silueta. A no ser por el cortante reflejo de las llamas que silueteaban su rostro y parte de su busto, hubiese parecido una sombra buida flotando por la densidad de los enebros y encinas que lujuriosamente se apiñaban como si les faltase espacio donde dilatarse. Un zumbido sordo como el murmullo de una nutrida conversación sostenida en tono pianísimo, zumbaba en torno a la hoguera. Era la brisa montañera rezongando al rozar los espesos ramajes por los que se filtraba suavemente en un aleteo imperceptible. La voz eterna de los bosques cuya conversación era un secreto sólo descifrable para los árboles a quienes iba dedicada.
Si se hubiese producido una pertinaz sequía que durase todo un año, si hubiese estallado una horrible tormenta acompañada de piedra, vertiendo del cielo la devastación durante dos días o hubiese estallado una horrible peste sin medios para combatirla, seguramente que ninguna de estas tremendas calamidades hubiese producido más estragos y sobresaltos en Boquillas, el pequeño poblado del sur de Texas, junto al río Tornillo, casi en la divisoria de Texas, que amenazaba con producir la llegada a él de Helen Brudna, hermana de Alice Brudna, la exmaestra del poblado, que acababa de cesar en su cargo de desasnar traviesas criaturas, para contraer matrimonio con Robert Joy, no mal acomodado granjero y dueño de dos importantes molinos instalados en la orilla del río. Al cesar Alice en sus funciones de maestra y pasar a regentar su hogar, lo hizo con alegría, pero sintiendo un grave disgusto por dejar abandonados de toda enseñanza a aquellos traviesos gorriones, a los que se había acostumbrado y los que le hacían mucha gracia, pese a sus travesuras y a la poca afición que sentían a verse encerrados media docena de horas al día, deletreando los alfabetos colgados de la pared de la pequeña escuela y aprendiendo una geografía complicada que ellos no creían necesitar para alcanzar nidos en los árboles y encontrar las márgenes del río sin necesidad de apelar a ninguna clase de mapas. Pero ella, con paciencia infinita y algunos caramelos repartidos con sabiduría, les había ido encauzando poco a poco, y si bien no acudían a clase por amor al estudio, lo hacían atraídos por las golosinas y porque Alice, con calma infinita y bondad sobrada, sabía granjearse su simpatía y sujetarles medianamente, consiguiendo lo que nadie en su puesto hubiese logrado.
Yuma había estado un tanto apagada desde que las minas de oro de Picacho, al otro lado del río, dejaran de dar el producto exuberante que durante algún tiempo rindieron a los aventureros de todas las castas, pero ahora, con el ferrocarril, la vida áspera volvía a animarla y cada día entraban en el poblado grandes grupos de aventureros, que acudían como las moscas atraídas por el olor de la miel. Para aquella clase de gente, su emplazamiento era ideal. Río arriba, afluían las barcazas, que después de doblar el Golfo, desembarcaban materiales y víveres para el interior de Arizona y California. Por otra parte, la frontera mejicana era un salvoconducto en un bolsillo para poder eludir en muy escaso tiempo cualquier cuenta a rendir ante las autoridades de una y otra zona.
Sami era un chaval de unos quince años, delgado y espigadillo, eterno gorrión de las praderas, que se pasaba la vida recorriendo los contornos de Mohave City, desdeñando olímpicamente los esfuerzos de la señorita Traex, la maestra de escuela. Era una pugna entre ambos, en la que la maestra salía siempre perdiendo, pues no conseguía verle una hora en su clase en toda la semana. Pero, en cambio, se conocía mejor que los lagartos todos los recovecos en veinte millas a la redonda y siempre estaba en todos los sitios donde no hacía falta. Hijo de peón de rancho, llevaba en la sangre, sin darse cuenta de ello, el amor a los astados, y así, cuando se comentaba en todo el pueblo la pugna existente entre ganaderos y ovejeros, sus simpatías estaban del lado de los primeros, y parecía un espía destacado vigilando todos los movimientos que los rebaños de rumiantes hacían desde la salida del sol a la puesta.
Finales del año 1885. Todo el norte de Dakota se hallaba asolado por una de las más terribles sequías que registraba la historia de los Estados Unidos. Ganaderos y agricultores, batidos por la desgracia, veían cómo sus tierras y sus rebaños se agostaban, resecaban, agrietaban o morían víctimas de la más espantosa sed. Arroyos, manantiales y ríos se habían secado hasta los límites; encontrar una gota de agua, aun para las necesidades más primordiales, era un tesoro incitador para los hombres, torvos, huraños, hiperestésicos, deambulaban como sombras, con los ojos fijos en el abrasador cielo, maldiciéndole y escupiéndole cuando la saliva brotaba de sus resecas gargantas. Cualquier incidente, cualquier roce sin importancia, provocaba una discusión, una pelea o una muerte. Se peleaba por nada, por desfogar la rabia y la desesperación y, a veces, cuando un hombre caía abrasado a tiros, como si ya tuviese poco fuego en su sangre, el matador le contemplaba estúpidamente y se preguntaba si no hubiese sido mejor para él ocupar el lugar del muerto, acabando así todos sus tormentos y angustias.
A figura de Geoffrey Happy, uno de los seis tahúres cuyas mesas atraían como el imán a aquellos demonios de mineros del campo de Clinton, en muy escasas semanas se había convertido en el hombre más popular de toda la cuenca aurífera. ¿Existía alguna razón especial para ello? Quizá ninguna destacable, y esto hacía el caso más desconcertante. Happy había llegado al poblado con el garito de Bill Lavery, aquel excepcional hombre alto y fibroso, de ojos hundidos y pelo azafranado, que explotaba el garito más lujoso e importante que rodara por los quebrados terrenos de California y Nevada.
Tienes veinticuatro horas para salir del poblado, Riby—dijo Ralph Hurter balanceando su enorme corpachón con petulancia, mientras su pesado colt, a causa del vaivén, parecía un siniestro péndulo flagelándole las duras caderas—Cuando un hombre quiere presumir de serlo y no sabe, no tiene cabida donde hay hombres de verdad dispuestos a demostrarlo. Supongo que sabrás lo que esto quiere decir. O sales de aquí, o tendrás que oponerte con el revólver en la mano a que te eche a patadas. Son veinticuatro horas las que te doy para pensarlo—y de modo despreciativo, se volvió de espaldas a su rival para dirigirse a la barra del mostrador, donde pidió un whisky. Un silencio oprimente se había impuesto en la taberna durante el breve incidente. Todos tenían sus ojos pendientes más que en Ralph Hurter, que era el que había lanzado la angustiosa amenaza, en Charles Riby, un joven delgado y flexible, de ojos azules, pelo rubio ensortijado y cuerpo demasiado delgado para competir con la maciza humanidad de su retador.
DESDE la ventana del pequeño comedor de su bonita choza, instalada en lo alto de una eminencia en lo que poco antes eran los arrabales de Coolville a muy escasas millas del río Ohio, Bud Andrews, acodado sobre la jamba contemplaba con éxtasis el reducido, pero riente panorama que se desarrollaba por debajo de él. A su lado, Irene, su esposa, se apretaba contra él para ocupar una parte de la estrecha ventana y seguía con mirada complacida y riente la trayectoria de la de su esposo. Irene era una mujer de belleza sencilla, pero espléndida, y frisando en los veintisiete, pero que a simple vista parecía no exceder de los veinticinco.
SIDNEY, sin borrar de sus labios la sardónica sonrisa que adquiriera a la salida del Salem Saloon, se dirigió a la posada del río, un edificio de adobe y ladrillo de dos pisos, próximo al Villamette. Se trataba de una posada bastante tranquila, con ventanas bajas a la parte del río, por su fachada posterior. El enigmático joven había estado horas antes eligiendo habitación. La que más fue de su agrado, la encontró en el primer piso, con una amplia ventana a la parte trasera, a unos dos metros y medio de altura del piso...
UNAS horas durmió Zoltan hasta la caída de la noche. Estaba rendido de un largo viaje sin apenas abandonar la silla más que las horas imprescindibles para el descanso y sentía cierto temor a exhibirse por el poblado; no un temor físico, sino moral. Su padre se lo había advertido, pero no necesitaba que lo hiciera. Sabía la mucha hostilidad que su presencia en el poblado despertaría y retrasaba adrede el momento de ponerla a prueba.
Es curioso observar cómo en todos los pueblos del Oeste, al ser elegidos los vecinos como si respetasen una sagrada tradición que nadie podía romper, lo primero que se cuidaban era de alinear más mal o más bien los edificios a los lados de una ancha vía, que invariablemente cortaba el poblado en dos. Fuera de esta calle, todo lo demás era abigarrado, antiestético, estrecho y casi siempre sucio. Las casas se amontonaban sin orden ni concierto, formaban vanos absurdos, callejas infectas, que las más de las veces sólo servían de vertederos, rincones oscuros y peligrosos, recovecos y ángulos caprichosos, pero la calle principal, que siempre era bautizada con un nombre pomposo, esa debía ser espaciosa, gigantesca y tan larga como espacio habitado reuniese el pueblo.
MORGAN Witney, un cincuentón, gordo como un tonel, de cuello ancho y hundido entre sus amplios hombros, con una cabeza de toro, en la que el pelo cano y rebelde formaba un casco abultado, unas mejillas grasientas, adornadas por unas amplias patillas grises en forma de hacha y un vientre que se desbordaba sobre el borde del tablero de la espejeante mesa del salón de reuniones, extendió el brazo olímpicamente y señalando un mapa del Estado de Idaho que se hallaba extendido sobre la mesa, dijo a sus cinco huéspedes...
Un ranger que se duerme en pleno servicio y se deja desarmar, deshonra nuestra policía montada. Jamás se dio semejante caso y todo hombre afecto a nuestro cuerpo, primero se dejó matar que quitar un solo cartucho. Como le digo, mi deber implacable era ese, pero soy humano y no puedo olvidar que ha prestado usted muy excelentes servicios a la causa de la justicia...
MERY Dunn se afanaba trabajando activamente en el pequeño y tosco horno de yeso que había construido con sus propias manos en el interior de aquella mísera barraca de mal unidas tablas, que formaba su modesto establecimiento en el corazón de la turbulenta ciudad minera de Unionville en Nevada. Era una barraca construida con tablas de cajones de botellas de whisky que había recogido pacientemente en los garitos del poblado, y la cual se elevó gracias a la habilidad y energía de Jules Floyd, quien con bastante maña pudo conseguir levantar aquel modesto cuadrado recubriendo su parte alta con trozos de latas de conservas, para formar un techo que le preservase de la lluvia cuando las nubes derramaban pródigamente su caudal...
PENETRÓ Eric Noame en el pequeño cafetín de la estación y aspiró con alivio el cargado ambiente que producía la estufa al rojo, erguida en el centro del establecimiento. Arrojó con gesto cansado la pala y el azadón, que colgaban sobre sus recios hombros y medio se derrumbó sobre una banqueta. Estaba realmente cansado. La faena en el campo era dura bajo el hielo y el recio viento que soplaba procedente de las llanuras centrales y a pesar de su fortaleza, se sentía vencido por el trabajo y el tiempo...
HALLÁBANSE a caballo sobre lo alto de una dura loma, con el sol hiriéndoles de frente, en aquel atardecer de primavera que era como una caricia a los sentidos. Hasta ellos llegaba el olor acre de las ingentes espigas de hierba, aún verdes, altas y firmes, que al soplo de la brisa formaban suaves y caprichosas oleadas de un mar extraño que no se parecía a nada y que nunca se podía olvidar después de haberlo admirado una sola vez. La pradera se perdía en derredor como algo absorbente que se revelase contra el dominio del hombre. ..
BAJO el verde emparrado del porche que prestaba una grata y fresca sombra, Duff Exway, el más rico y respetado terrateniente de Brownfield y cien millas en derredor, fumaba displicente medio derrumbado en una larga silla de extensión que le ofrecía holgura para estirar su larga y viril silueta, un poco pesada a aquellas horas por el calor del principio de la veraniega tarde y por la laboriosa digestión.
LA tarde de aquel sábado, el patio del rancho B. O. B. propiedad de Ernest Coster, presentaba una extraordinaria animación. Todo el equipo se hallaba presente esperando que terminasen de conferenciar el dueño y Max Jackson, el capataz. Todos habían sido advertidos de que debían esperar órdenes antes de disponerse a gozar del asueto semanal y una viva curiosidad dominaba a todos.
CUARENTA mulos cargados de plata procedentes de las minas de Sierra Madre, próximo a la divisoria, eran el fruto a la audacia y el esfuerzo de la cuadrilla de Tin Harrison, más conocido por Tin «el Escurridizo», a causa de lo mucho que había dado que hacer, tanto a las autoridades norteamericanas como a la policía federal de la raya de Méjico, sin que en muchos años de persecución y celadas hubiesen conseguido echarle mano. El golpe había sido magnífico, aunque costoso en vidas.
CHICKASHA no era un poblado cualquiera del oeste de Oklahoma, sino un poblado de una importancia suma por su situación estratégica digna de ser tenida en cuenta no solamente por ganaderos y petroleros de la región, sino por los elementos de condición dudosa, que atentos al mejor desarrollo de sus sucias actividades, no anidaban nunca en rocas peladas poco productivas y expuestas a infinidad de contratiempos, sino que buscaban los lugares densos, propicios a su negocio, y, sobre todo, aptos para iniciar a tiempo cualquier retirada que les pusiese a cubierto de peligrosos avatares.
CUATRO cadáveres estaban alineados, quizá demasiado simétricamente, en el polvo de la calzada. Los cuatro con los ojos muy abiertos, reflejando en sus vidriosas pupilas no se sabía si la rabia o la sorpresa de haber recibido la muerte sin poder volver su guadaña hacia los que la empujaron hacia ellos y encogidos en posturas semi grotescas, que hacían aún más repelente su contemplación.
LA hacienda de don Pedro Aguirrezábal estaba enclavada en el valle de Independencia, en el nordeste de Nevada, al pie de la áspera y brava serranía del mismo nombre que, como una enorme espina dorsal de un saurio antediluviano, se corría hacia la divisoria de Idaho, lamida en su lado oeste por el rio Owyhee, apreciable caudal de agua que, descendiendo desde las proximidades de Silver City en el estado fronterizo, retorcía su cauce por el sudeste de Oregón y en un giro brusco y caprichoso horadaba las estribaciones de la ingente sierra.
través del gran vano de la puerta que daba entrada al hotel, se distinguía en su mayor parte la amplia plaza inundada de fuerte sol. Aquella plaza y la calle principal eran los dos lugares más destacados de que podían sentirse orgullosos los habitantes de Leedy, en Montana, a la orilla del sucio Missouri. Todo lo demás era un conglomerado de casitas bajas y descuidadas, enclavadas a capricho, formando callejas estrechas y torcidas, calles muertas en su mitad por algún tapial que las cortaba arbitrariamente o barracones aislados que en conjunto formaban el poblado...
EL cuadro que se desarrollaba a los ojos del curioso espectador ajeno a él, era pintoresco y bullicioso hasta marear. Toda la orilla del sucio y poco caudaloso Big Blue, al otro lado de Beatrice, en el sudeste de Nebraska, apareció superpoblada de carros entoldados, carretones de pesadas ruedas recubiertas de llantas de hierro sin engrasar, de carricoches destartalados que amenazaban ruina y se mostraban al parecer incapaces de realizar una caminata de una docena de millas y de otras clases de vehículos más o menos seguros y ligeros, que parecían reunidos allí para dar una sensación variada y extravagante del ingenio de los constructores de toda clase de medios de transporte.
CORNEL Wellman estaba de un humor pésimo aquella tarde. Tomando un breve descanso en la doma de potros del rancho L. Alta, propiedad de Tex Stevens, había hecho una escapada a la cabaña del viejo Barry Litwak para ver a Evelyn, su hija, con la que sostenía relaciones y, como siempre que se presentaba sin previo aviso, la joven no se encontraba en la cabaña.
Su contrincante, Phillis Foster, un individuo seco y tieso, de tez pálida, ojos brillantes, nariz afilada y fino bigote, en el que las hebras de plata predominaban sobre la primitiva negrura del pelo, extendió sus manos finas y bien cuidadas y barrió hacia su pecho el montón de billetes que había servido de apuesta. A simple vista, podía calcularse que el montón de dinero que había acumulado delante de él ascendería a unos veinte mil dólares. Sus cartas estaban boca arriba sobre la mesa. Un póker de ases servido que le valió aquella baza decisiva en la que se cruzaba mucho dinero.
La poca importancia que el poblado tenía se la debía a dos hechos inevitables—al menos uno—: que estaba situado junto al río Nueces o río de los Ladrones, como le llamaban por ser su cauce el alcahuete mejor para los abigeos y por aquel pequeño aparato de telegrafía que para los salteadores era más peligroso que dos docenas de batidores pisándoles los talones. Sin estas dos cosas, al parecer tan vulgares, Beeville no hubiese pasado a la posteridad en la historia de Texas, pero nadie podía cambiar el curso del río, aunque sí podía destruir en cualquier momento aquel demonio de zumbador que corría con más velocidad que los mejores caballos y transmitía las noticias a centenares de millas en cuestión de pocos minutos.
Yoder, un tanto jadeante y arrebolado a pesar del tono tostado de su rostro, se sentía molesto e inquieto. Su última escena con Ana había sido harto edificante para que no pudiese costarle un disgusto serio con el viejo Raymond Maisel su patrón, y padre de la muchacha o con el duro y flexible Gregory Wallace, capataz del equipo, quien a pesar de su carácter hosco y agresivo y de su intolerancia para admitir que nadie osase salirse de la línea recta de sus ideas, sentía un afecto particular por la joven. Pero Yoder no se había sentido capaz de dominar sus salvajes impulsos, mucho más ponderando que su compañero Eric Walworth, el primer peón del rancho, también se sentía inclinado por Ana.
FRISCO era un pequeño y apacible poblado del oeste de Nuevo México, junto al río San Francisco. Un poblado situado en aquella zona, casi vana de vecindad, a unas veinte millas de la divisoria de Arizona y a más de treinta del curso del Gila. Las comunicaciones eran escasas y pesadas. Nadie en Frisco había oído jamás el silbido de un tren, por la razón de que el ferrocarril más próximo moría en Silver City, por el sur, a casi ochenta millas de distancia y el sudferrocarril que corría en muchas ocasiones paralelo al río Grande, se encontraba a doble distancia que el de Silver City.
La Guerra de Secesión había terminado. Tras tres interminables años de lucha entre un sentimentalismo humano y un egoísmo mal entendido, el Norte se había impuesto al Sur aplastándole en sus aspiraciones de eternos esclavistas. Los hombres generosos que entendían que la opresión del hombre contra el hombre, no tenía razón de ser, habían triunfado tras un derroche de sangre y de oro que costaría mucho tiempo y muchos sacrificios enjugar, pero se sentían contentos del triunfo, porque éste les recordaba la iniciación de su propia independencia.
TODA la energía, el tesón, la voluntad, la astucia y el dominio de sus nervios, estaba reflejada en el rostro de Daniel Boone, un rostro terso, curtido por el aire y el sol, de nariz grande y achatada de amplias aletas que parecían hechas para olfatear los peligros, de ojos negros, duros y brillantes, dotados de una luz extraña, de labios sensuales abultados en una boca espaciosa y de mentón casi cuadrado un tanto prominente que se adelantaba sobre él como la boca de un lobo. Su edad justa era la de cuarenta y un años.
El viejo zapatero, que antiguamente fue peón de rancho y más tarde, a causa de un accidente que le dejó medio cojo, se vio obligado a aprender un nuevo oficio, cortó con su aguda navaja un trozo de la apretada pastilla de tabaco de mascar y repuso cachazudo: —Creo que se lo he dicho ya antes, pero si está usted fatigado del viaje y no asimila bien, lo repetiré. Le decía que este pueblo de Santa Cruz es muy tranquilo. Los vecinos que no estamos gordos es porque padecemos del estómago o no asimilamos bien las comidas; pero por lo demás, la tranquilidad es tan absoluta que, merecíamos estar como cerdos de obesos.
INCLINADO sobre el mostrador del almacén de Goliat, en Los Olivos, un pueblo bastante importante próximo a la costa salvaje, se hallaba Sol Holt. La postura de Sol, vista desde fuera, resultaba un poco ridícula, porque para acodar sus brazos en el tablero del mostrador y apoyar en las palmas de sus grandes manos el saliente y firme mentón, se había visto precisado a formar un pronunciado arco con su cuerpo, única forma de adoptar aquella postura contemplativa.
NORMA Groot detuvo con un grito estridente y autoritario el cansino paso de los bueyes de su carreta, la primera de la fila, y saltó a tierra con el rostro tenso y los ojos brillantes. Ante su actitud decidida, los guías de las seis carretas que seguían a la suya se detuvieron también y clavaron en ella sus ojos enrojecidos por el polvo de los caminos y el fiero sol tejano que les venía abrasando hacía muchos días.
EN la noche azul, el panorama caótico del tendido de la línea férrea se difuminaba confusamente al resplandor lunar que surgía tras la mole sombría de los montes lejanos. Todo el aparato bullicioso y atrabiliario de aquel campo ferroviario, en plena vorágine de trabajo, se aplastaba en las sombras difusas, desvaneciéndose como avergonzado del caos y la confusión que reinaba en él.
HUDSON Cox habíase quedado dormido plácidamente en un pequeño vano cubierto de fresca hierba detrás de un montículo que le ocultaba a la vista de cualquier indiscreto, aunque a tales horas de la noche, alumbrado solamente por el puntear de las metálicas estrellas y en aquella parte del Panhandle Texano a bastantes millas de Tascosa, el poblado objeto de su meta, era muy difícil que nadie pudiese importunarle.
La mañana era espléndida. Un sol hermoso y suave caldeaba el ambiente poniendo en él la alegría de su dorada luz en las empolvadas y mal trazadas calles de Chicago, aquel Chicago de principios de 1871, con sus casas bajas, casi todas de madera, sus calles tortuosas y lóbregas, con su podrido corazón repleto de garitos, salones, tugurios y demás lepra que corrompía la ciudad, amenazando con convertirla en el mayor nido de indeseables de todo el Este, recibían el halago del sol, borrando con ello en parte su triste y perniciosa fisonomía.
LAS cuatro carretas hallábanse detenidas en la empírica senda a poca distancia del espeso bosque que se dilataba hacia el Norte hosco y sombrío. Sobre la abrasada hierba, tres cuerpos atravesados a balazos yacían en actitud grotesca en tanto que el resto de los miembros de la caravana parecían deliberar lo que se debía hacer con los caídos.
Rusr Spry, montado en su escuálido caballo tan flaco y derrotado como él, enfiló la áspera senda que a través de las estribaciones del monte Davinson conducía al exótico y atrabiliario poblado de Virginia City, nombre de una atracción extraña para cuantos deambulaban por el Oeste y sentían ansias y sed de aventuras. Spry había sentido muchas veces la tentación de acudir a él, no sólo a extasiarse con la contemplación de aquel nido de serpientes colgado de las asperezas del monte, sino porque su oficio así lo reclamaba, pero su peregrinación inicial a través de California y Nevada y los incidentes que le retuvieron durante algún tiempo en Carson City, se lo habían impedido.
CUANDO aquella enorme masa ondulante de cabezas cornudas, lomos inquietos y torsos peludos se detuvo jadeante en la dilatada pradera frente al bronco y ya famosísimo poblado de Abilene, Kerry Mikardo, que figuraba en el hatajo como uno de tantos peones de él, se limpió el sudor que perlaba su frente, empleando el amplio pañuelo que había sacado del bolsillo y observó que su blancura ya dudosa, había acabado de desaparecer convirtiendo el adminículo en algo repugnante de polvo y humedad.
CUANDO Rufus Henty pasaba casualmente por delante de la puerta del ayuntamiento de Oklahoma, se detuvo con la mirada fija en un pequeño y ligero tílburi, en cuyo pescante se erguía la linda silueta de una joven vestida de color de rosa. Más que una mujercita del Oeste, parecía una muñeca sacada de la portada de algún «magazzine» del Este, producto de la fantasía de un delicado mago del lápiz y el color. Era delicadamente rubia, con unas guedejas peinadas en artísticos bucles que pendían graciosos sobre sus orejas, desbordando su aterciopelado cuello.
EL prólogo de los sangrientos sucesos que habían de desarrollarse dos años más tarde, a muchas millas de distancia, se inició en San Antonio y tuvo por escenario el As de Piqué, de la tumultuosa ciudad. Era la época inicial en que los hatajos emprendían la ruta de Abilene a millares, y los rebaños empezaban a lanzarse a la pradera, al principio de primavera, para estar afluyendo como un río desbordado, hasta que, ya avanzado el otoño, se secaba la hierba, los fríos y las nieves se enseñoreaban del paisaje y la ruta se hacía prácticamente impracticable para hombres y ganado.
Su pasión eran los caballos; su oficio, desbravarlos, y si la Naturaleza y la suerte ponían al alcance de su mano el manantial productor que le brindase la posibilidad de verse un día convertido en dueño de los mejores caballos que pateasen las llanuras y sendas de Oregón, nada le importaba ya lo que quedaba a su espalda, ni lo que le quedaba, frente a él. Haría un paréntesis de equilibrio entre los dos paisajes: el negro a retaguardia, y el incógnito de frente, y afincaría allí hasta que Dios quisiera disponer otra cosa. Después de recorrer durante algunos días una buena parte del repelente paisaje y de añadir la posición del terreno, las posibilidades de salir de él, la más o menos fácil comunicación con algún poblado próximo, del que necesitaría alguna vez no solo para surtirse de lo más necesario, sino como posible mercado para la colocación del ganado, escogió un lugar que a él le pareció ideal para sus proyectos, porque se aproximaba mucho a satisfacer sus necesidades.
La situación había continuado muy tirante en el rancho. Jack trabajaba febrilmente agrandando su hacienda, pero a veces sentía un desaliento enorme, preguntándose para qué trabajaba con tanto ahínco. Su hijo no merecía el esfuerzo y presentía que por el camino que llevaba, cuanto más le dejase, más derrocharía. Y cuando pensaba en Gloria se decía que, aunque no era hija suya, espiritualmente se había portado como tal, y no merecía dejarla en el mayor desamparo cuando él falleciese.
Le gustaba mucho aquello, entendía que había nacido para ganadero y en sus sueños juveniles se veía un día dueño de una gran hacienda, manejando miles de astados, disponiendo de un equipo duro y curtido, que siguiese sus inspiraciones sin vacilar e imponiendo su fuerza y su criterio en una cuenca espaciosa, donde los ranchos salpicasen la pradera y sólo se viesen reses por todas partes. Pronto se había hecho un gran peón y mezclado con el resto del peonaje no sólo llegó a calificarse de excelente vaquero en los pastos, sino que se hizo tan duro y peleador como los demás. Sabía dar y recibir puñetazos y había aprendido el manejo del colt de una manera bastante peligrosa para sus rivales.
EL médico salió de la deteriorada y estrecha choza sudando copiosamente. Allí se moría uno de asfixia y no se explicaba cómo Bing Twain y su padre, el viejo e inválido Jubb, podían soportar sin desintegrarse aquella pesada y asfixiante atmósfera. Bing, un muchachote recio y fornido, a quien ni el ambiente malsano de tan mísera vivienda había podido minar en su recia naturaleza, miró angustiado al doctor, preguntando: —¿Qué tiene usted que decirme, señor Taff?
BUCK Joyce, sentado tras su mesa, en el amplio y bien amueblado despacho de su casa particular en Santa Bárbara, levantó sus lentes con armadura de oro, colocándoselos sobre la frente, como si por ella fuese a ver mejor al médico de la familia, que se hallaba sentado en un sillón a su derecha, y con voz que temblaba, a pesar de su intento de darle firmeza, pudo al fin balbucir: —¿De verdad, doctor, que... está usted seguro de... eso?
DE la noche a la mañana, Hereford se había convertido en un importantísimo poblado, solamente porque a alguien se le ocurrió un día alargar la ruta de los astados y dejar a su espalda Abilene para convertir en un mejor mercado el célebre Dodge City. Este alargamiento llevaba las reses a través de la divisoria de Texas con Kansas, ya que este último Estado se había convertido en un mejor cliente para la adquisición de reses.
EL llamado pomposamente Hotel Imperial de San Francisco en aquella época en que el «rush» del oro se hallaba en pleno estallido, era un gran barracón de madera casi improvisado para no perder el tiempo y ponerlo en explotación. Si bien como comodidad dejaba mucho que desear, precisamente porque su dueño sólo se había preocupado de, que construido sobre la marcha para no perder un día en sacarle el jugo prometedor que la escasez de alojamiento brindaba, era no obstante el mejor de cuantos se abrían de la noche a la mañana, con objeto de acoger de algún modo a los muchos mineros y aventureros o arriesgados hombres de negocios que acudían al improvisado Eldorado en busca de fortuna.
Durante el verano habían hecho acopio de ella y la amplia leñera, un cobertizo amplio recubierto con una recia tejavana de entramado, cobijaba ya cantidad suficiente para el invierno. Pero aunque la noche avanzaba vertiginosamente, aún había resto de luz gris que permitía ver con cierta claridad el terroso patinillo, donde además de la leña apilada en el cobertizo, se amontonaban cajones, barriles, angarillas y algunos útiles en desuso allí almacenados.
El valle de los Vencejos en aquel vano solitario de Dakota del Norte, era en realidad un valle bastante pequeño, próximo a la beneficiosa influencia del río Kenife, pero aunque hubiese sido más grande y dilatado que el desierto de Arizona, hubiese resultado demasiado estrecho para evitar que las familias de los Bowers y Ios Sorreis, no tropezasen. Ambos clanes sabían lo peligroso que era vigilar la supervivencia en aquel verde y al parecer apacible rincón de Dakota, pero ninguno estaba dispuesto a cambiarlo por otro lugar, aunque les hubiese sido ofrecido con dobles ventajas. Era cuestión de amor propio, de vanidad, de prejuicios y de odios sin saciar, los que les clavaba en aquel terreno peligroso. El destino podía pasear la muerte de un extremo al otro del valle y su fina guadaña podía ir sembrando vidas al albur, pero mientras un miembro de cada familia continuase en pie y pudiese empuñar un rifle o un revólver, ninguno se iría.
El sedimento que todas las grandes conmociones nacionales producen, había sembrado el que antes era pacífico poblado, de multitud de nuevas construcciones, de tabernas y garitos en profusión, de casas de mala nota y comercios que florecían al amparo de la línea y sobre todo del campamento minero, aún a las puertas de la ciudad, y todas estas construcciones, estos comercios lícitos o ilícitos, útiles o perniciosos, estaban movidos por la mano, el cerebro, la pasión y la violencia de los hombres.
En el silencio de la noche vibró agudo, penetrante, con la dureza de un pistoletazo repetido varias veces, el ladrido de «Tom», el perro que Leonard Sass soltaba por las noches en los pastos para que vigilase. Poseía más confianza en el tremendo y poderoso mastín, que en la agudeza y práctica de sus peones para olfatear intrusos. Los peones sólo podían descubrirlos por el ruido, si lo producían, pero «Tom» les olfateaba y de nada les servía las precauciones para no denunciarse.
Por tercera vez en sus veintisiete años exuberantes de salud y dinamismo, Morgan Gamet había abandonado su pueblo natal para correr la aventura del oro. Atraído por la leyenda del metal amarillo que había hecho ricos a unos cuantos, pero sin contar a los que había acabado de sumir en la miseria, el vicio o el crimen, Gamet tentó la aventura de nuevo, seguro de que a la tercera iría la vencida; pero tras casi un año de esfuerzos, privaciones, miserias y penalidades, la suerte le había vuelto la espalda otra vez y, un día, como en veces anteriores, sintió la llamada del corazón invitándole al regreso.
Emmett Weather se miró con profunda atención al espejo antes de abandonar su departamento del hotel Taos, en Santa Fe. Quería convencerse de que no había descuidado ningún detalle de su atuendo y de que no haría el ridículo al presentarse en la villa de Dan Claney cuando fuese oficialmente a pedirle la mano de su hija Nesta, de quien se había enamorado perdidamente.
Después de la puesta en marcha del Unión Pacific, Wyoming empezaba a adquirir una gran preponderancia colonizadora. Los un poco medrosos que no se aventuraron a seguir al ferrocarril para poner los cimientos de los nuevos poblados a caballo sobre la línea o próximos a ella, empezaban a lanzarse a las sendas para unirse a los más aventurados y así, las caravanas de colonos, ansiosos de afincar en los nuevos poblados al amparo de la concesión de tierras baratas que colonizar, aumentaban.
El año 1837, en lo que hoy es el Estado de Nuevo Méjico y en un lugar muy aproximado al que en la actualidad ocupa el importante poblado llamado Silver City, existía una colonia compuesta por unos cuatrocientos mejicanos que formaban el poblado Santa Rita del Cobre. El nombre procedía de las ricas minas de dicho metal que se explotaban en aquel lugar, feudo de los feroces apaches, que desde hacía más de treinta años se habían opuesto tenazmente a la explotación de dichas minas.
AQUEL domingo claro y agradable de primavera, las discusiones, en las varias tabernas de Palomas, eran acaloradas y hasta violentas. Palomas era un regular poblado, casi aislado en el suroeste de Arizona, en el inmenso vano de su desierto junto al río Gila. En aquella parte de la orilla norte del río de los Ladrones, como se denominaba al Gila, el único poblado próximo era Agua Caliente. Los demás, había que buscarlos atravesando el río y bajando hasta la línea del ferrocarril a cuyo amparo se habían levantado. Aparte de los pueblos, algunos más bien estaciones de tránsito de la línea, no existían poblados de ninguna especie.
El viejo Sherm Sirley abandonó su cabaña, se atascó bien contra las sienes su desgastado gorro de piel de castor, se levantó el cuello de la recia chaqueta, cuello también de piel, para cubrirse del agudo cierzo de la mañana y procurando no meter mucho ruido con sus enormes botazas de tacones de madera, salió al bosque. Estaba amaneciendo. No se veía aún el sol, pero un débil brillo dorado se filtraba por el espeso follaje de los centenarios árboles de aquella parte de Idaho y metiendo sus callosas manos en los bolsillos del pantalón, echó a andar por el bosque.
Rupert Berke, desde una pequeña eminencia del terreno, seguía con atención el extraño vuelo de aquellas aves. Algo había detrás de aquellos accidentes del terreno que les atraían y Rupert decidió que si un pájaro era curioso, él no tenía por qué ser menos. Lo que llamase la atención a las aves, también podía llamársela a él y sin pensarlo mucho empezó a trepar por los accidentes con ánimo de ganar aquellas alturas y llegar donde las aves carniceras tenían cifrada su atención. Rupert Berke era un muchacho que ya había cumplido los veinticinco años, aunque a veces representaba algo más a causa de la espesura de su cerrada y azulenca barba, que cuando la dejaba crecer más de tres días ponía un duro borrón sobre su rostro. Era delgado, pero ágil, ni guapo ni feo, tenía a su favor la sonrisa un tanto irónica que se dibujaba en sus labios al menor gesto que hacía con ellos. Sus ojos eran negros y brillantes, su cabellera tan espesa como la barba, larga y un poco descuidada y su vestimenta tan vulgar como la del cincuenta por ciento de los hombres del Oeste.
Hubo quien juzgó que acaso fuese el fruto de algunos amoríos ocultos entre una linda mexicana y algún español o hispano californiano de los que habitaban en la baja California. Bien mirado, su temperamento distaba en parte del soñoliento y arrastrante de los mexicanos, pero esto era un misterio que él sólo sabría o acaso él también lo ignoraba. Diego era duro para el trabajo, avispado, eficiente y quizá por esto mismo y porque su temperamento rimase bastante con el áspero y acometedor de su patrón, americano de pura cepa, Diego era considerado en el rancho y tratado de modo diferente al resto de los peones de su misma raza.
Aquella precaución si parecía ridícula y miedosa, no era inútil. La había empleado siempre y en dos ocasiones le salvó la vida, pues si no era cobarde, un hombre sorprendido en pleno sueño, puede ser vencido por el más insignificante enemigo. Y Borden tenía ya muchos, sobre todo aquellos que por su cargo ostentaban una estrella plateada al pecho. Ya habían estado a punto de echarle mano, algunos y sólo un poco de suerte y otro poco de audacia lo había evitado.
Vestía una levita de color gris de amplio vuelo, un chaleco rameado, un pantalón listado de tubo y una camisa blanca con chalina negra en forma de mariposa. Aunque sus ropas no eran completamente nuevas, él sabía conservarlas aparentemente, pues para nadie era un secreto que el negocio no iba muy boyante y que pasaba ciertos apuros para mantenerlo abierto. Ace debió equivocarse cuando estableció el garito en Atoka, aquel pueblo del Sur de Oklahoma, a caballo sobre el curso del Muddy Boggy. Quizá debió influir en él el espejuelo del mucho petróleo que se estaba descubriendo en el incipiente estado y creyó que cuando los descubrimientos llegasen hasta allí, aquello sería una nueva Tulsa, que haría de su garito un gran local muy productivo.
Cuando Gus Tunney captó el galope de algunos caballos próximos a las escarpaduras donde se había detenido con su montura, sujetó el caballo contra la roca para que no se irguiese denunciando su presencia y con el colt entre las manos, sujeto con fiereza, se asomó por el reborde de una mella, mirando ansiosamente el paisaje. Temía que hubiesen localizado sus huellas y le persiguiesen intentando su captura. Llevaba algún tiempo realizando marchas penosas para hurtar el cuerpo a las pesquisas de los sheriffs. Varios días agobiantes de huida, acampando en los lugares más inverosímiles, buscando los refugios más absurdos, solo para poder salir de aquel círculo que a él se le antojaba de hierro, aunque ignoraba cuántos y quiénes le andaban pisando los cascos a su caballo.
Sobre las superficies de las losas había grabadas dos inscripciones que patentizaban los nombres de los muertos, la fecha y hasta el motivo. El jinete que se había detenido al borde del ribazo contemplaba las dos tumbas con profunda atención. Desde la silla, sus ojos agudos y penetrantes estaban descifrando los dos extraños epitafios. El primero, a la izquierda, decía así: «Aquí yace Oscar Maxwell Rigger. Murió asesinado el día 2 de enero de 1880.»
El sol, desmayándose sobre la cúspide de los montes lejanos, dejaba verter sobre ellos un resplandor de incendio que parecía hacer arder las pizarrosas cresterías; los pinos, aferrados a sus laderas, como si temiesen despeñarse hacia el llano, pintaban oroflamas en sus verdes ramas; el cielo, de un azul pálido por Oriente, adquiría matices de tonos cobalto hacia Poniente, y el valle, como una inmensa turquesa, se desperezaba hacia el río que, vestido de plata, susurraba quedamente en su eterno deslizar.
AQUEL pedazo dilatado de tierra llana de la parte casi central de Oregón era tierra de hombres, porque sólo hombres duros, ásperos, vigorosos, curtidos a todas las inclemencias, a todos los avatares y a todas las fatigas corporales y morales, eran los que habían conseguido afincar en ella tras un esfuerzo supremo, que aunque ignorado como otros muchos, podía quedar escrito en las antologías de la colonización.
LOS dos hombres se miraron consternados y rabiosos. Aquella era la tercera tentativa que hacían para penetrar en el valle y las tres veces se habían visto detenidos por rifles amenazadores que, apenas les vislumbraron por los estrechos pasos que conducían al valle, habían tronado contra ellos no alcanzándoles por una verdadera casualidad. Y aquello, para Edmund Torlinson y Matt Benyon era algo incomprensible.
DETUVO Yvone Calvert su preciosa jaca al borde del ribazo y se quedó contemplando la tosca cruz de madera clavada en la tierra. Debajo de aquel símbolo funerario no había nada, pero la cruz señalaba un nombre y una fecha harto elocuente. La cartela grabada a punta de cuchillo en la blanda madera, decía: «Aquí murió Boby Best. 13 de agosto de 1884.»
El caballo de Bat Fears buscó de modo inteligente el mejor sitio para vadear el Río Grande desde la frontera mejicana y luchando con la corriente que era dura a pesar de ser la época de estiaje, consiguió clavar sus cascos en terreno americano. Cuando el animal, resoplando y chorreante de agua se detuvo para respirar con fuerza, Bat, acariciando su noble cuello, murmuró: —Otra vez en Tejas, «Relámpago». Parece que fue ayer cuando cruzamos éste rio con un sheriff y tres comisarios pisándote los cascos. Menos mal que era de noche y, aunque dispararon sobre nosotros, no consiguieron hacer blanco. Tres años se han cumplido y espero que en este tiempo se habrán olvidado de nosotros y de mi hazaña.
Si alguien se tenía en el mundo por hombre pacífico, este hombre era Victory Rogell. Había nacido al parecer sin nervios y su concepto del amor propio era muy extraño; no le importaba dar la razón al contrario, si con ello se evitaba una pelea, porque aseguraba que lo más desagradable que se podía producir era una lucha entre seres racionales.
El viejo Lee Perkis, sentado tras la mesa de su despacho del «Rancho K», acariciado su rostro duro, pero simpático, por las llamas de los leños que crepitaban alegremente en la baja chimenea abierta a su derecha, leía por cuarta vez la carta que su hermano Rock le enviara días antes desde Oakland, donde hacía un buen puñado de años dirigía un negocio maderero que le había facilitado una excelente posición social y económica.
Cuando Michele Homalka detuvo su caballo ante la cerca del rancho B 3, en Arlington, al oeste de Arizona, para solicitar como era tradición, un plato de porotos y avena para su caballo, estaba muy lejos de sospechar que aquella visita iba a complicar su apacible vida de una manera demasiado brusca, y al tiempo, trastocaría el curso de su existencia, derivándola hacia senderos en los que aún no se había detenido a meditar.
HIGHO, era un poblado situado en el centro de un vano entre Par Range a la izquierda, y Medicine Bow Range a la derecha, al Norte del Estado de Colorado, casi rayando con la divisoria de Wyoming, un pueblo que en realidad no tenía más salida libre que dicha divisoria, pues por un capricho de la naturaleza, las montañas lo encerraban en un cuadrilátero que se rompía nada más que en la frontera territorial. Los ferrocarriles no existían en aquella zona cercada por altas montañas y las conducciones de ganado o grano se verificaban por los primitivos medios de arrear el ganado o trasladar el grano con carretas.
A pequeña estación de Pomona, al Sur del Estado de Missouri, estaba pésimamente alumbrada aquella noche de finales de diciembre. Si a la poca luz reinante se unía que hacía un frío cortante, que había estado lloviendo todo el día y que flotaba sobre el concreto del andén una especie de niebla gris y pegajosa que se metía en los huesos, se comprenderá que el andén estuviese desierto, que los empleados buscasen el suave calor de la estufa encendida en la sala de espera y que nadie tuviese interés ni ánimos para pasear fuera de los departamentos de la estación, a aquella hora de la medianoche.
El servicio que le había sido encomendado a Spring Hale no sólo era difícil, sino peligroso y falto de toda ayuda material en los momentos más agobiantes. La compañía peletera de Mandan, en Dakota del Norte, con una sucursal o depósito de pieles en Mandora, junto al cauce del pequeño Missouri, se sentía quebrantada en sus intereses de una manera alarmante.
Un frondoso castaño de gruesas y tupidas ramas, erguido en la cima del pequeño otero, prestaba una sombra agradable en la tarde fieramente calurosa de pleno verano. Teo Stampley, más conocido en lugares lejanos por el sobrenombre de «Manos Rojas», colocó el caballo debajo de las ramas y erguido en la silla miró un poco hacia abajo oteando el paisaje. A no mucha distancia se abría ante él un panorama bastante dilatado, pero exótico. La vega verde, con la nota rubia de bastantes sembrados y con las siluetas inconfundibles de algunos pequeños ranchos o granjas bastantes espaciosas, se extendía a derecha e izquierda frente a él y una calma letal parecía pesar sobre la tersura del paisaje.
TODO el vecindario masculino del poblado de Fierro, en el Estado de Nueva México, se hallaba reunido a la puerta del espacioso barracón que los domingos servía de baile, el resto de la semana de almacén de cereales y bultos para el transporte y los días de elecciones, de colegio electoral. El anuncio que dos días atrás clavara el alcalde en el tablón del Ayuntamiento convocando a los vecinos a una reunión magna para darles cuenta de un asunto de vital importancia para ellos, había surtido efecto y ni uno solo había dejado de acudir.
Fred Cleverland, azuzó un poco su precioso caballo negro y lo puso a la altura de la fina jaca castaña de Dora Murphy, la hija de Boris Murphy, su patrón. Fred era un tipo de hombre joven y no mal parecido. Andaría rondando los treinta años, era de estatura excelente, de airosa y viril presencia, moreno hasta rayar en lo cetrino, con unos ojos negros y grandes muy brillantes y un bigotito bien cuidado, que daba un aspecto más atractivo a su fisonomía. Fred había conquistado el mando del equipo demostrando dureza, sabiduría y condiciones especiales para el cargo y Boris se sentía muy satisfecho de tenerle al frente de sus hombres, aunque a muchos les parecía demasiado joven para un puesto de tal responsabilidad.
La puerta del hotel Texas de Juno, un poblado del Estado texano a caballo sobre el río Devils, se hallaba más concurrida que nunca aquella mañana dominguera del mes de Junio. El motivo estaba justificado, pues sucedía algo insólito y nunca visto que estaba llamando poderosamente la atención de los muchos vecinos que transitaban a aquella hora por la ancha y concurrida calzada.
HARLAN Christie surgió por detrás de una pila de fardos de heno que se amontonaban en un lado del andén en espera de ser embarcados en algún tren de mercancías y atravesó casi corriendo el concreto del húmedo y escurridizo piso, para aferrarse al pasamanos de uno de los vagones del tren que partía en aquel momento para Phoenix. La campana había vibrado por tercera vez, el pito del jefe de estación había dado la señal y la máquina, arrojando chorros de vapor y humo por entre las ruedas, empezaba a ponerse en marcha.
BARRY Heston había pasado dos meses en cama a consecuencia de la impresión que le había causado recibir el más duro golpe moral que un hombre enamorado podía recibir cuando menos podía esperarlo. Pat King, la mujer con quien llevaba en relaciones varios meses y con la que estaba dispuesto a casarse, había desaparecido, del poblado de la noche a la mañana, sin dejar el más leve rastro del lugar donde pensaba vivir de allí en adelante.
VÍCTOR Slocombe, sargento de la policía de Texas, uno de los más calificados valores del Cuerpo por su audacia, su resistencia, su intuición y sus méritos, muchas veces probados, detuvo su brioso y bien cuidado caballo frente al rojizo ribazo que se erguía no mucho más dentro del sendero y se apeó. Avanzando unos pasos con firmeza, buscó entre las jaras algo que sabía que debía encontrar allí y lo encontró.
MATTY Ferms era el hombre tranquilo, bonachón, falto de vibraciones nerviosas por excelencia. Sus veintisiete años habían transcurrido por cauces serenos, suaves, sin grandes complicaciones y a la par, sin grandes ambiciones. Matty parecía sentirse satisfecho con trabajar corno peón en los sembrados de Jesse «el Texano» y no ambicionaba más que mantener su puesto, cobrar su jornal y no verse metido en jaleos y complicaciones que alterasen el ritmo rectilíneo y sereno de su existencia.
SENTADO en el reborde de un pequeño ribazo con la pala, la azada y el rastrillo a sus pies y el mentón apoyado en la palma de su callosa y ruda mano, cuyo codo descansaba en una de sus rodillas, Errol Hunter, parecía ensimismado y muy lejos del duro y aislado lugar en que se encontraba. En su rostro atezado por el sol y la lluvia, un rostro joven, agradable, simpático, pero velado por una tristeza que más se aproximaba al dolor y la desesperación, se observaban las huellas de un íntimo y violento sufrimiento, algo que estaba minando su juventud, sus ánimos, su espíritu fuerte de trabajador del agro, algo que amenazaba con sumirle en la locura o en la muerte.
TODO el enorme vano que se abría al sudeste de Oklahoma teniendo por fronteras acuáticas los ríos Muddy Boggy a la izquierda y Kiamichi a la derecha, era un verdegueante y ubérrimo pastizal para el ganado. El esfuerzo combinado de los varios héroes del reparto territorial de dicho nuevo y último Estado de Norteamérica, había convertido tras ímprobos trabajos aquella tierra rojiza y rebelde en un principio al pasturaje, en un emporio de riqueza para el ganado y eran varios los ranchos que se habían levantado en la comarca incrementando la ganadería en un Estado que, por ser relativamente nuevo cuando se procedió a colonizarlo, precisaba, dado el incremento de población que había adquirido, de la ayuda de la ganadería para atender a la manutención de tantos cientos y cientos de aventureros como se habían establecido en el recién nacido Oklahoma.
TRES siglos y medio hacia atrás, aproximadamente, los conquistadores españoles llevaron a México y Texas entre otras muchas cosas, un par de centenares de astados, que en el transcurso de estas centurias se multiplicaron de una manera asombrosa. Estas reses conocidas más tarde con el calificativo de «cornilargos», fueron el origen del florecimiento ganadero en Texas.
La señora Judy Blair, poseía una modesta cantina en las afueras de Tucker, poblado a caballo sobre la línea férrea que descendiendo de Odgen, cruzaba Utah, casi por su parte media, para después, en un brusco viraje, derivar hacia la divisoria de Colorado. Lo que ahora era cantina, había sido algunos años atrás una pequeña, pero confortable casita, en la que Judy vivió muy feliz con su marido, jefe de la estación ferroviaria del poblado, el cual, una noche tormentosa, cumpliendo su piadoso v humanitario deber de atender a un sinnúmero de heridos y víctimas de un descarrilamiento a dos millas de la estación, murió aplastado por un vagón que en posición de dudoso equilibrio perdió la estabilidad cuando el heroico jefe trataba de extraer del interior a un herido grave, muriendo con el herido aplastado por el vagón.
Dick Quimby no era muy del agrado de determinados elementos de El Paso, la ciudad turbulenta y viciosa de la frontera mexicana, y no lo era porque Dick poseía una odiosa cualidad que chocaba contra el sentir de determinados sujetos; esta cualidad era la de pretender ser decente y fiel cumplidor de su deber, hasta donde podía serlo en un lugar tan bronco como aquel. Y lo curioso era que nadie le podía tachar de perseguir agriamente el juego, aunque sabía que el ciento uno de las cien mesas que se empleaban, para él era una estafa al que se dejaba estafar, ni que se mostrase demasiado exigente con los ligeros de manos a la hora de dirimir diferencias. No, Quimby aceptaba como un mal endémico y de difícil extirpación —al menos para un hombre solo— semejantes lacras, lo que algunos elementos de El Paso no podían tolerar a Quimby; era su excesivo olfato para husmear en determinados negocios bastante peligrosos, que podían poner en peligro la tranquilidad de todo Texas y quién sabía si la de la Confederación. Quimby había sido nombrado sheriff de El Paso por un imperativo irrebatible de las autoridades del Estado.
El equipo en pleno del rancho Bar-O-Bar se había despedido sin que ni un solo peón quedase en la hacienda. Incluso el capataz, que era quien más había aguantado a las órdenes de Max Taylor, se sintió harto de la tacañería y el mal trato que todos recibieran, y en un momento del mal humor colectivo se habían juramentado para pedir su cuenta y dejar al ranchero solo como un aligustre. En el fondo, Max se lo merecía. Hombre que había hecho buenos negocios aquel año, pagaba a su personal de una manera ridícula y en la última venta de ganado, en la que el peonaje había sudado de lo lindo para trasladarlo cien millas desde los pastos al lugar de la entrega, no había tenido un rasgo generoso asignándoles una gratificación por el esfuerzo. Así, cuando a su regreso de la conducción comprobaron que nada tenían que esperar de la generosidad ni siquiera del espíritu de justicia de su patrón, se sintieron tan humillados, que después de un ligero cambio de impresiones acordaron dejarle plantado despidiéndose en masa. Max montó en cólera ante la deserción y les insultó gravemente, pero los peones, sin hacer caso de sus voces y recreándose por adelantado en el grave perjuicio que le iban a causar, recogieron su equipaje y con la paga que acababan de recibir, se trasladaron al poblado a celebrar su emancipación bebiéndose unos vasos de whisky y a trazar planes para su vida futura.
EUGENE Nickson, el viejo y enérgico sheriff de Casita, cruzó su recia figura en el vano de la puerta de la taberna y con un gesto duro, aunque parecía suave y amistoso, detuvo en seco a un individuo que acababa de, desmontar en un empolvado caballo y con voz persuasiva exclamó: —Hola, Eve. —Hola, sheriff —fue la seca respuesta mientras buscaba un hueco por donde pasar sin tener que apelar a violencia para que no le estorbase el avance. Pero el sheriff, que no parecía dispuesto a que siguiese adelante, exclamó: —Llevaba algún tiempo sin ver tu preciosa figura, Estás más guapo y más moreno, y no te cae mal el atuendo de mexicano mixtificado. ¿Dónde escondes tu preciosa persona? —He estado viajando, sheriff, pero le observo demasiado curioso y un poco molesto. ¿Quiere dejarme pasar? —Seguramente, Eve. Este es un establecimiento público abierto a todo el mundo; se despachan bebidas bastante aceptables, aunque a veces se suban a la cabeza tontamente y hasta es un lugar tan bueno como otro cualquiera para reñir. ¿Cuántos años tienes, Eve? El aludido frunció su cetrino entrecejo y mirando torvamente al sheriff, replicó: — ¿Es algo muy importante eso? —Es una simple curiosidad.
El tren de la divisoria llegaría con cuatro horas de retraso, que más bien podrían ser cinco, según les comunicó el jefe de estación del poblado de Republic con perfecta indiferencia, como si la llegada de los convoyes con semejante retraso fuese algo tan normal que no mereciese la pena asombrarse por ello. Dennis Litvak y su hija Ana no se mostraron tan conformes con la noticia como el jefe de estación. Resultaba una incomodidad y un fastidio perder en el poblado cuatro o cinco horas, cuando, sobre todo Dennis, tantas cosas tenía que hacer en muy poco tiempo. Dennis era un ranchero de la enorme cuenca del Omak en el Estado de Wáshington, a muy pocas horas de la frontera de la Columbia inglesa, en el Canadá. La época era precisamente la señalada hacía algunos meses para el gran rodeo que se celebraba anualmente en la cuenca y sus rebaños llevaban varios días moviéndose perezosamente por el terreno en busca del sitio que se le había asignado para la concentración. Pero este acontecimiento, el más grandioso e importante que podía producirse al año en la cuenca, había coincidido con el anuncio de la llegada a Republic de Christian Rock, novio de su hija Ana. Un muchacho muy activo e inteligente, ingeniero destacado que había sido contratado en el Estado fronterizo para tomar parte en el tendido de la línea Gran Trunk Pacific, del Canadá.
HABÍAN quedado bastante atrás los días trágicos de la célebre lucha en el corral OK. Los muertos descansaban tranquilamente para siempre en el celebérrimo cementerio de Tombstone, cuyos primeros monolitos habían sido levantados como un derroche funerario con cuarzo de plata, y la dinámica vida del poblado seguía tan bronca, turbulenta y agria como naciera. Tombstone, por muchos años, debía ser el pueblo bronco por excelencia de todo Arizona.A los que caían y a los que se iban, sustituían otros que en nada tenían que envidiarles, y así, en una loca rueda de caracteres ásperos, los hombres sucedían a los hombres, pero el espíritu era el mismo.
Habíase corrido algunas millas arriba de Carson City el campamento minero. Dayton era casi el lugar intermedio entre Carson y Virginia City, donde el mineral de oro parecía afluir con prodigalidad y los buscadores cortaban la ruta entre ambos poblados interponiendo sus excavaciones que se llevaban a cabo con celeridad de locura. Y el poblado de Dayton había nacido como brotado de la tierra apenas las pepitas de oro se manifestaron en las callosas manos de los rudos mineros, un poblado de chozas mal trabadas para resguardarse del frío y de la lluvia, sin alineación, estética ni aspecto urbano. Algo tan anárquico como anárquico era el ambiente. Pero a prestarle fisonomía de algo específico, habían acudido los agiotistas de las minas. Tahúres y comerciantes, una plaga y una necesidad inherente a todo campamento, sin los cuales los mineros habrían sucumbido envueltos en oro.
Fue a principios del pasado siglo, cuando después de la guerra de independencia todos los súbditos que tras pelear por su libertad quedaron afincados en el territorio libre americano, volvieron sus ojos hacia el Oeste, «La tierra virgen» del interior, acometidos de anhelos expansionistas que durante medio siglo habían de escribir las más heroicas y sangrientas páginas de la historia colonizadora de Norteamérica. La estrecha franja que dominaban a lo largo del Atlántico les sofocaba. Tierra adentro había mucho paisaje libre, salvaje y ubérrimo que conquistar, tierra productiva al esfuerzo del hombre, dominada por los búfalos, los indios y la feracidad del paisaje. Algo grande que haría aún más grande y rica la nación y valientemente, indiferentes a los peligros, a las fatigas, a las privaciones y aun a la incógnita de lo que el destino podía reservarles, desde los montes Apalaches a la costa salvaje del Pacífico, docenas y cientos de cazadores, tramperos y exploradores, se lanzaron por las rutas ignoradas deseosos de aventuras y de conquistas.
La noche era fría y tormentosa. El cielo, cubierto de nubes plomizas desde hacía varios días, había reventado en cataratas de agua que caían sesgadas, batiendo la tierra y ahondándola furiosamente. Los campos acusaban la fiereza del temporal formando grandes lagunas y surcos amplios, que se deslizaban cenagosos, sin rumbo fijo, formando verdaderos lodazales y que ponían en peligro las cosechas. El río White, de ordinario bastante pacífico y pobre de caudal, arrastraba una corriente sucia y pesada que había desbordado sus cauces, extendiéndose por las praderas y sembrados; las sendas eran barrizales donde los caballos pateaban trabajosamente para avanzar y las ruedas de las carretas se hundían hasta los cubos, haciendo casi imposible el rodaje.
El terreno era onduloso, suave; la pradera, exuberante en hierba que crecía pródiga a una altura de más de medio metro, y las espigas, ondulando al viento como un extraño mar de esmeralda, cubrían casi hasta el cubo de las ruedas a las dos carretas que, tiradas perezosamente por dos parejas de bueyes, rodaban lentas hacia el norte, después de haber atravesado el curso del North Fork, al oeste del Estado de Oklahoma. Delante de los dos vehículos, erguido en el caballo como una poderosa estatua de carne bronceada, avanzaba Dick Suift, el jefe de la pequeña caravana. Dick era un hombre extraordinario; fuerte como un toro, alto y recio, de músculos de bronce y de cabeza grande, aunque bien proporcionada, en la que su amplia y rebelde melena negra, un poco rizosa, parecía un casco de guerra sobre aquel cráneo duro de hombre para quien todas las empresas le parecían fáciles ante su solo deseo de llevarlas adelante.
Un jinete a galope desbocado enfocó la senda que se internaba a modo de calle por el poblado de Minera, a no muchas millas de la divisoria de Méjico. El jinete, joven, cetrino, de ojos negros y brillantes, labios abultados, piel tostada y bigote negro recortado, acusaba en sus rasgos su origen mejicano. Si algo le faltaba para denunciar su raza bastaba echar un vistazo a su bolero de terciopelo negro con botones de plata, su pantalón acampanado por el remate de las perneras y sombrero de paja picudo y de ala grande y redonda, con los ribetes vueltos, para comprender que no llevaba en sus venas una sola gota, de sangre americana. Al enfocar la calzada emitió un alarido vibrante y modulado; su vibración alcanzó el poblado de punta a punta y en las chozas de moreno adobe, de un solo piso, que componían el poblado se produjo un revuelo terrible. Era la hora del mediodía, un mediodía caluroso, de sol abrasador; el cielo era de un azul índigo fulgurante y el astro rey abrasaba el polvo diluido de la calzada y quemaba el adobe, transpirando hacia el interior de las casas el calor asfixiante que reinaba fuera. Por ser la hora del mediodía los habitantes del poblado se hallaban sentados a la mesa dispuestos a devorar sus tortillas de fríjoles, los pedazos de torta morena y apurar la amarga tequila. Aquel grito del jinete que avanzaba fue como la campana de la iglesia tocando a rebato para anunciar un incendio.
La larga fila de carretas habíase detenido al pie de las estribaciones de los montes Guadalupe. La tarde estaba cayendo, el ganado sentíase agotadísimo de las largas jornadas tirando millas y millas de los pesados vehículos atestados de fardos de todas clases y los hombres de la conducción también acusaban el cansancio de la marcha. Eran varios días de rudo trabajo y estaban deseando llegar a su destino para tomarse un breve descanso antes de regresar a sus bases. Roy Wilson, el dueño de aquella reata de conducción, iba como casi siempre, al frente de sus carros. Era toda su fortuna levantada a pulso tras mil vicisitudes en su joven vida y tenía que cuidar personalmente de su patrimonio ante el temor de perderlo. Por aquella parte de Texas, próxima a la divisoria con México, el terreno no era muy seguro. Abigeos, salteadores y bandidos de todas clases, pululaban al acecho para la ejecución de sus latrocinios y a veces los cargamentos que Roy acarreaba en sus vehículos valían muchos miles de dólares de los que era el responsable. Había empezado su pequeño negocio con una sola carreta realizando portes pequeños en distancias limitadas. Cuando ganó unos dólares y estudió el negocio, entendió que con una buena reata de vehículos buenos y resistentes, y una dotación de hombres duros, aclimatados a los paisajes de Texas, podría hacer un buen negocio y toda su ambición se cifró en aumentar el número de carromatos para emprender el tráfico en gran escala.
El látigo restalló en el aire como un cohete, y el cuero, ciñéndose a los flancos de los dos poderosos caballos que arrastraban el pesado carromato, dejó la huella de un largo surco sobre la brillante y sudorosa piel de las dos pobres bestias de carga. —¡Tío Tom! —gritó Nelly, entre indignada y dolorida—. ¿Por qué maltrata de esa forma tan cruel a los infelices animales? ¿No ve usted que no pueden correr más?
SAN Francisco, la perla del Pacífico, vibraba de exaltación, de alegría inusitada, de gente atacada de la más alta fiebre; era como una colosal casa de locos, tan grande, que los locos parecían estar sueltos en ella, cuando en realidad estaban encerrados en aquel trozo exótico de la costa salvaje. Eran los exaltados tiempos en que el oro, siendo la palanca del mundo, podía asegurarse que carecía de valor por su abundancia, y, sin embargo, la gente se peleaba y se mataba fríamente por poseerlo y los más osados hombres de los cuatro puntos cardinales, acudían a San Francisco atraídos por su esplendor y por la forma fácil de ganarlo, siempre que se entendiese por fácil poseer un corazón duro, una impetuosidad suicida y una mano ágil y cultivada empuñando el colt.
EL sangriento trozo de carne empezaba a tornarse oscuro sobre las rojizas brasas, y un olor agradable se desprendía de él hiriendo de un modo sensible el olfato de Ike Gould, inclinado sobre la hoguera para cuidar el asado. Su buena suerte le había llevado a aquel lugar abrupto al norte de Togo, no muy lejos del curso del Cimarrón, donde había descubierto una ternera recién muerta y abandonada entre las breñas.
La tarde empezaba a palidecer gradualmente. El oro vivo del sol, que había estado recociendo los agudos ojos de Tin Morgan durante toda la jornada, diluía su detonante brillo, convirtiéndose en un cendal amarillento que hacia el Norte se transformaba de manera insensible en dorado oscuro y, más lejos, en algo de un color indefinido. Morgan detuvo su cansada cabalgadura junto a un pequeño estanque natural de aguas verdinegras, entre las que flotaban muertas e incoloras algunas hojas de cedro arrastradas por el viento, y volvió la cabeza a ambos lados para convencerse de que el hosco paisaje que se venía abriendo ante él durante más de una semana empezaba a variar de manera bastante sensible.
UNOS golpes discretos dados en la puerta del despacho sacaron a Jane Fleet del doloroso ensimismamiento en que se hallaba sumida. Sacudió su negra y brillante cabellera en un gesto de desesperación y exclamó: —Adelante. Un peón quedó en el vano de la puerta en actitud respetuosa. — ¿Qué sucede, Abel?
JUNTO a la mesa, de pie, con las manos apoyadas en el reborde del tablero y teniendo frente a ellos la ruda y dura silueta de Sidney Galahat, Lina Tracy y su padre Ray, miraban anhelantes al ranchero. Éste, con sus ojos grises y duros, les contemplaba fríamente sin que en su áspera mirada se reflejase la más leve señal de emoción ante el relato que Ray le estaba haciendo.
FRANCIS Silverman, el viejo capataz de barbas espesas, ojos dulces de recental y manos renegridas y sarmentosas, en las que las venas eran como ramas secas de vid bajo la piel tostada, extendió el brazo y señalando hacia el Norte con rabia, afirmó: —Mira: ¡la horda! Bastó esta frase bárbara y significativa para que Bem, el peón que le acompañaba, rechinase los dientes y buscase rápidamente en la dirección que su compañero señalaba.
VEINTE años atrás, el poblado de Sheepeater, en Idaho, al pie del ingente monte por donde el río Salmón discurría de Este a Oeste para desaguar en el Snake, no existía. Aquel terreno solamente era un inmenso y salvaje valle, poblado por alimañas, exuberante en pastos o en terreno de labranza, pero aislado de toda comunicación y desolado para habitarlo. Sin embargo, esto no fue obstáculo para que una mañana de un naciente otoño, una pequeña caravana de pioneros procedentes de Dakota, clavasen las ruedas de sus carretas próximos al río y tras una breve consulta entre sus componentes decidiesen afincar definitivamente en aquel lugar. El terreno parecía excelente, existía buena caza para ayudar a su alimentación, tenía el río próximo y, con fe, trabajo, pers
EN el Póker de Ases empezaban a parpadear las lámparas de petróleo que uno de los mozos del garito se entretenía en repasar para que se conservasen vivas durante toda la noche. El día moría lentamente y, no tardando mucho, el local empezaría a verse frecuentado hasta alcanzar la plenitud de su bullicio mediada la noche. —En la pieza acotada al fondo del barracón donde James Thorning, su dueño, había instalado lo que él llamaba su despacho, el tahúr, sentado ante la mesa, distraía el ocio realizando solitarios. Thorning era un tipo de uno
Sí era un buharro el que revoloteaba trasmontando la loma que Bedford tenía frente a él. Aunque algo lejos, se había equivocado en apreciar al pajarraco, pero la forma que tenía de volar formando círculos que se cerraban en espirales, denunciaban a los ojos de Bedford que su vuelo no era normal. Aquella forma de comportarse le denunciaba dispuesto a apoderarse de alguna presa.
ESTABA empezando a anochecer. El cielo perdía el brillo azul del pleno día para adquirir un tinte grisáceo que se acentuaba por minutos en Oriente, mientras en la parte contraria, la rosa de fuego del sol se hundía en la comba de la tierra, entre cendales inflamados de fuego y el oro sangriento de sus rayos al quebrarse casi horizontalmente sobre las estribaciones de los montes Sabsaroka, encendía el roquedal allí donde la lujuria de la vegetación o los bosques trepadores no oponían su tupida masa de verdura, la nota ocre de los troncos o el abigarramiento de las ramas cuajadas de hojas al entrelazarse entre sí.
EL sol batía con fuerza las bermejas aguas del río Colorado. Este río bravío, traicionero, hundido a cientos de yardas en algunos lugares, deslizándose impetuoso otras veces entre enormes roquedales que a modo de jaula le aprisionaban como si pretendiesen domeñar así la fiereza de su brava corriente, y otras, corriendo manso y acariciador, entre bancos de arena, lamiendo amoroso las orillas pletóricas de álamos y sauces verdegueantes, mientras en su implacable correr iba en derechura al mar, para enfrentarse antes de terminar su carrera con las rojizas rampas del silente y angustioso desierto de Arizona.
TIGER Burns, había dormido aquella cruda noche de mediados de otoño en un profundo barranco cubierto de maleza, donde los parásitos apenas si le habían dejado conciliar el sueño con sus picaduras. Llevaba más de un mes perdido por aquella parte del río Pecos, la más bronca y peligrosa de todo Texas, y su anhelo era poder alcanzar la orilla opuesta del río, donde según se decía, hombres duros, sin ley ni miedo alguno, vivían refugiados en sólida camaradería y donde unos a otros se protegían y ayudaban, porque todos se sabían en idénticas condiciones de peligro. Todos habían vadeado el río después de cruzar la raya que separaba el bien del mal y ya no podían retroceder en su camino.
NO era tarea fácil ni mucho menos, la que el capitán de la división H había encomendado al sargento Odety Mclntyre y al cabo Lige Darrack, pertenecientes a los rurales de Texas. Se trataba nada más y nada menos que investigar las causas de la terrible guerra desarrollada en el Panhandle del norte del Estado, entre los propietarios de los ranchos Tascosa Bar y el Cycle 22 que, por su extensión e importancia, ocupaban una gran cantidad de acres de pastos y que en realidad eran los dueños de casi todo aquel saliente de terreno lindando con la divisoria de Nuevo Méjico.
CUANDO Keno Trigg alcanzó a divisar las aguas serenas y azules del lago Utah y detuvo el caballo contemplándolas con emoción, le pareció mentira que hiciese más de dos años que hubiese dejado de admirarlo. Dos años que en la ausencia se le habían hecho interminables y que ahora, frente a las aguas dormidas del lago, recibía la sensación de haberlo contemplado el día anterior.
PHILIP Manderson, sentado tras la mesa de su despacho, con los codos clavados en el tablero y el recio mentón sujeto en las palmas de sus grandes y callosas manos, tenía su mirada fija en un retrato fronterizo, el retrato de una mujer rubia, linda, graciosa de líneas y severa de porte. Era el retrato de su difunta mujer, cuando contaba treinta y dos años y aún era una belleza que podía competir con las más jóvenes y bellas en cuanto atracción femenina.
AQUEL era el único sendero que cubría la ruta de diligencias desde Baker a Pendleton, a través de los montes Azules. No había otro que cruzase la enorme espina dorsal de aquella cadena de montañas ásperas, repelentes, altísimas y escarpadas, que a modo de barrera se extendían desde más allá de la divisoria de Washington hasta casi el centro de Oregón, un poco hacia su parte este.
La culpa de que Josef Lers cortase bruscamente su viaje hacia Anaconda y anclase en Butte, así como de los dramáticos acontecimientos que se produjeron más tarde, la tuvo el cajero del Banco Sindical al devolverle en el cambio de veinte dólares un billete de diez con cierta numeración muy interesante.
BÁRBARA Mitchell estaba furiosa contra ella misma y contra la humanidad en pleno. La vida mansa, amable y sin lagunas que había gozado hasta entonces, se le había torcido de repente hasta crearle una situación embarazosa, que amenazaba con convertirse en algo peligroso si el destino no lo remediaba.
Cuando su padre, un prestigioso ranchero de Weheler, en Dakota del Sur, casi en la divisoria de Nebraska, decidió casarse por segunda vez con Ruth Petersen, Bárbara lo tomó muy a mal. Ruth era una mujer que nunca le había agradado, era mucho más joven que su futuro marido, demasiado frívola para poder compararla con su primera esposa y rodeada de una familia nada recomendable por su carácter y por otras cualidades que los hacían peligrosos.
PUESTO en pie delante de la mesa del director del presidio de Pierre, en Dakota del Sur, Rock Emery parecía una estatua vestida de gris.
El uniforme que le dieran tres años atrás cuando ingresara en la prisión, se le había quedado ancho, pero, aun así, lo sabía llevar con dignidad y empaque.
Rock era ya un hombre que iba a cumplir los veintiséis años. De una estatura media, más bien tirando a alto, debió ser un muchacho fornido y musculoso cuando entró en el penal. Aún conservaba sus fuertes bíceps cultivados en luchas deportivas dentro del recinto, pero la inactividad, las preocupaciones y una alimentación poco fuerte para un hombre de su juventud y energía, le habían restado parte de su natural fortaleza.
EL EMPIRE atracó a uno de los muelles de Nueva Orleans, donde el tráfico de vapores y mercancías era bullicioso y mareante.
El hermoso barco que había realizado una feliz travesía a lo largo del curso del Mississippi, se balanceó gracioso al ser batido por el agua mientras cuarteaba para acercarse de proa al muelle y multitud de ociosos o descargadores siguieron con curiosidad la maniobra de la nave que llegaba cargada de pasajeros.
En cubierta, afianzando sus manos poderosas en el hierro de la barandilla, David Ellington miraba con curiosidad el movimiento reinante en los andenes del muelle.
UNO de los más fabulosos cresos de la ciudad de la plata, hacia el año 1863, era H. W. Mackay. Había aparecido un día inadvertidamente como otros muchos que llegaban a diario y durante un poco tiempo su presencia no se hizo destacar, pero rápidamente su nombre empezó a sonar repetidamente. Zascandileaba mucho por todas las minas más importantes, estaba siempre en primera fila cuando se anunciaba algún nuevo filón y poseía acciones de todo agujero que era abierto en la falda del monte o en sus alrededores.
SI Stella Campbell hubiese medio sospechado el huracán de pasiones, sangre y violencia que iba a encender con su presencia en aquel pueblo aislado, conocido por Kendrick, junto al río Orse Creek, en Colorado, posiblemente, a pesar de su valor y energía, no se hubiese movido de Colorado Spring y hasta hubiese renunciado, sin grandes apuros, al dinero que tenía allí empleado por conducto de su fallecido padre. Pero Stella estaba muy lejos de sospechar toda la pólvora que se almacenaba en Kendrick y en el alma de algunos de sus moradores y cuando dejó arreglado el asunto de la testamentaría del viejo Campbell, decidió ir a resolver por sí misma el asunto de aquellas hipotecas y aquellos préstamos tan pródigamente repartidos por el difunto en el solitario poblado.
Número extraordinario, compuesto de cuatro novelas, que son: 1.ª - Cobardía, original de F. Prado. 2.ª - El sargento McLean por Fidel Prado. 3.ª - El oro fatídico por N. Miranda. 4.ª - Hijo de la ley por H. A. Waytorn.
La muerte había sorprendido a Jones Millard sin poder decir sus últimas palabras. Andaba delicado él, que siempre fue un roble al parecer imposible de abatir y un mal día, al intentar levantarse del lecho, se vio sorprendido por un ataque de hemiplejía que le imposibilitó mover todo un lado y además, le dejó sin hablar. Su sobrina Laura fue la primera en descubrirle caído al pie del lecho, con la boca torcida, el brazo encogido y los ojos inmensamente abiertos, mirando de una manera que la muchacha se sintió sobrecogida de pánico.
El hombre que esgrimía el arma con tanta maestría y tal serenidad, pues no se había alterado un solo músculo de su alargado rostro, era harto conocido en Pasadena por su afición al juego. Era un profesional de los naipes, un hombre que hacía maravillas con ellos entre sus endemoniados dedos y más de uno que había pretendido arruinarle con una baraja en la mano había salido defraudado en su empeño.
LAS pequeñas causas suelen producir a veces grandes efectos, y una causa muy insignificante fue el origen de algo dramático que había de poner en peligro varias vidas, acabando con otras. Rob Kukone, sargento de los rurales de Texas, había conseguido un mes de permiso después de un año de intenso trabajo en la División K, destacada en El Paso. Kukone se distinguió en diversos servicios persiguiendo contrabando de armas a través del río y paso de atajos robados para los rebeldes mexicanos y hasta en cierta ocasión fue alcanzado por un proyectil que le tuvo tres semanas sin poder abandonar el lecho.
La bola roja del sol, se dejó entrever entre un bajo lecho de nubes encendidas en púrpura. Aún no había desmelenado la cabellera de sus dorados rayos y ya se presentía el martirio que iba a derramar sobre la tersa llanura, en cuanto subiese un poco en su carrera y dejase borrado el lecho de nubes de donde se desperezaba jocundo y abrasador.
Apenas la luz solar se derramó por la llanura, Nat Warren, que apenas había dormido, preocupado con la crítica situación, no sólo suya, sino de los supervivientes de la mermada caravana, se sentó en el borde de la desvencijada carreta, con las recias piernas colgando en el vacío y de modo inconsciente llevó la mano al bolsillo, extrajo su negra pipa y quedó vacilando sin saber qué hacer con ella.
LA caravana de carretas—veinte en total—, cargadas de municiones, pertrechos de boca y dinero para la paga de los soldados que combatían a los sudistas, se hallaba detenida en Solomon, junto a la ribera del río Kansas. Durante la madrugada, habían sostenido una ruda lucha con una nutrida guerrilla de sudistas filtrados audazmente en aquella parte de Kansas y tras una hora de intensa lucha, en la que tanto los carreros como el pequeño destacamento militar que los protegía, se había superado en la lucha contra una fuerza bastante más nutrida que la que ellos componían, habían puesto a las atacantes en franca huida.
EXISTEN tres ríos en el Oeste americano cuya historia está marcada y escrita con sangre, sobre todo durante la época que se denominó del salvaje Oeste. Los tres pueden ostentar por separado el título de río de los ladrones, porque los tres cobijaron a lo largo y ancho de su curso las bandas más poderosas, más sangrientas y más temibles de hombres fuera de la Ley.
Milly Kint estaba asomada al ventanal de su habitación en el hotel del poblado Coss, en la parte oeste de Arkansas, no era un lugar muy importante, pero por estar situado en el centro de un dilatado vano falto de comunicaciones ferroviarias, ya que la línea más próxima se encontraba a veinte millas al Sur, era un poblado de paso para alcanzar la línea o dirigirse a Fort Smith, la ciudad más Importante de aquella parte de la región. Y quizá por esta razón, porque solía haber bastante movimiento de forasteros, habían levantado un hotel no muy amplio y confortable, pero que con relación al lugar podía ser considerado de primer orden. No daban mal de comer, había algunas habitaciones, las principales con vistas a la plaza, limpias, aunque reducidas, y se podía pernoctar en ellas sin miedo a ver turbado el sueño por la molestia de los parásitos. Cuando Milly, por razones del gobierno de su rancho, tenía necesidad de bajar al poblado a resolver asuntos que no podía confiar a nadie o no quería confiárselos, paraba un día o dos en el hotel, y luego volvía a su hacienda, a media docena de millas del pueblo.
Cuando Max Owens se dio cuenta de que el final de su vida estaba próximo y de que la grave enfermedad que le había sobrevenido, a causa del golpe brutal que recibiera en el pecho a consecuencia de una caída del caballo no tenía cura, llamó a Mattew Tilden, su capataz, e indicándole que se sentase al borde del lecho, le dijo, entre golpes de tos que amenazaban con ahogarle: —Tilden, entre los pocos hombres dignos de confianza que me han rodeado de mucho tiempo a esta parte, tú has sido el único en quien yo he creído sinceramente, porque me has demostrado en todo momento, incluso en ocasiones en que deliberadamente puse a prueba tu integridad, que eres el único honrado de veras y el que me ha servido con toda lealtad desde que te traje a mi lado.
Todos los deudos, sin excepción, de Arch Michener, estaban de acuerdo en calificarle de la «Calamidad pública número uno» de la familia, y no les faltaba razón para aplicarle tal calificativo.
Desde que Arch tuvo uso de razón y empezó a usar de ella desde muy chico, todos los actos de su dinámica vida sólo fueron eso, una calamidad que revirtió en los suyos, creándoles conflictos y disgustos a mansalva.
Fuerte, poderoso, dotado de un temperamento exaltado e incontrolable, tanto en el colegio como fuera de él, se manifestó como un toro con fiebre en plena libertad.
Corría el año 1887. La llamada ruta del Norte, o ruta de las Diligencias, funcionaba al máximo de su posible rendimiento en un difícil y peligroso recorrido de unos tres mil kilómetros para unir Archison, en la misma divisoria de Kansas, con Missori, con Sacramento, en el Estado de California en la orilla del Pacífico. El hecho de que al Oeste de la nación y, más concretamente al Noroeste, se estuviesen descubriendo excelentes yacimientos auríferos había provocado una fiebre de buscadores de oro en casi todo el continente y los prospectores recorrían millas y millas sin miedo a las distancias con el ansia de descubrir por su cuenta algún rico filón que de la noche a la mañana les transformase de indigentes en millonarios. Las nuevas minas, algunas de gran importancia, exigían técnicos que pusiesen orden en las excavaciones y encauzasen la explotación máxime cuando algunos filones, en lugar de manifestarse a flor de tierra se clavaban en sus entrañas y se precisaban una técnica y una organización que se salía de la vulgar de clavar el pico, recoger la tierra a poca profundidad y lavarla para apartar su contenido en oro.
Erle Treland dejó sobre el tablero de su mesa la carta que el visitante le había entregado, y tras dar una larga chupada a la pipa y contemplar al forastero un momento, como si quisiera leer a través de su frente los pensamientos que le animaban, exclamó: —Bien, señor Ky. Mi amigo King le recomienda a usted con entusiasmo como el hombre que yo puedo necesitar y asegura que hasta hace pocos meses fue usted sargento de los montados de Texas. ¿Por qué dejó tan buen empleo? —No fue por miedo ni porque mi comportamiento me obligase a adelantarme a una medida que los demás podían haber tomado en contra mía. Lo dejé sencillamente, porque la rigidez del servicio y la obligación que me robaba todas las horas del día, eran incompatibles con ciertos asuntos personales que yo tenía necesidad de resolver. —¿Y los resolvió?
Sam Gaspar se levantó a medio vestir al oír golpes contundentes en la puerta de su habitación. Se había acostado al rayar el alba y apenas si llevaba dos horas durmiendo, pero llamadas tan imperiosas a tales horas debían de obedecer a motivos también imperiosos.
Abrió la puerta, no sin antes empuñar el revólver en previsión de que el visitante no fuese de su agrado. Sam sabía que su vida no valía dos centavos desde hacía algún tiempo y no quería dar facilidades a sus enemigos para que le enviasen donde ya algún otro de su famosa patrulla esperaba inmóvil la compañía de algún otro compañero.
Los dos hombres que hablaban así se habían detenido en una zona muy tupida de boscaje, en las inmediaciones del monte, llamado Gila Bend, El monte estaba situado al Norte del curso del río Gila, paralelo a la línea férrea del Sud Pacific y los poblados más próximos a caballo sobre el curso del río, eran Agua Caliente y Palomas.
La situación más angustiosa que Petrus Tydings había sufrido en su joven y dinámica vida la estaba saboreando agriamente en aquellos momentos. Era un instante crucial de su existencia en el que, como el acróbata que se balancea sobre una tirante cuerda manteniendo el equilibrio, lo mismo podía derrumbarse en el lado del mal que caer en el contrario.
Cerca de ocho meses duró la áspera e interminable jornada, camino de Arizona. Fueron casi tres mil millas de rodar por sendas polvorientas, por desfiladeros impresionantes, por praderas resecas o húmedas, según el terreno y los meses del año, dando La cara a los calores abrasadores, a las nieves flagelantes, y a toda clase de inclemencias, que la Naturaleza iba poniendo a su paso, como si tuviese interés en detener su marcha o retrasar su avance. Pero si bien sufrieron las penalidades propias de tales avatares, tuvieron suerte de no verse atacados por los indios. Cierto era que la caravana, en previsión de estas contingencias, la formaban un gran número de carretas y que una masa compacta de caravaneros decididos y valientes podían ser un serio obstáculo a los ataques de los salvajes. Colon, para hacer más ameno y menos pesado el viaje de su esposa, se había dedicado por el camino a relatarle los muchos episodios de sus andanzas por aquellas tierras que iban dejando a su espalda, y, después, los múltiples proyectos que bullían en su cabeza.
Casi de la noche a la mañana, Jelesburg se había convertido en un infierno en el que ni los propios demonios podían considerarse seguros.
La llegada de los raíles del “Unión Pacific”, había sido la causa de aquella atmósfera venenosa y dramática, como lo había sido, pueblo a pueblo, desde que se iniciara el tendido en Omaha, buscando la costa del Pacífico.
Una desvencijada carreta cuyas ruedas faltas de seguridad y de grasa chirriaban agriamente, bamboleando el averiado vehículo, avanzaba por la polvorienta senda bajo la caricia áspera del sol de media tarde.
La carreta iba tirada por dos caballos, que a ciegas se podía afirmar que no eran animales de tiro. Se trataba de dos caballos bastante esbeltos y de finas líneas que nada acostumbrados a verse ligados a un vehículo, manifestaban ostensiblemente su protesta por aquel ultraje a su raza.
Jane salió a la puerta de la cabaña y se desperezó, estirando hacia, arriba sus bonitos brazos. Se, había levantado un tanto soñolienta, debido a que aquella noche, por culpa de su hermano Chester, había dormido la mitad de lo normal. Apenas si hacía un cuarto de hora que había empezado el sol y ya, según costumbre, ella se disponía a sus pequeñas reservas de animales. Dar de comer conejos, cuidar la cabra y poner pienso al caballo. Esta era su labor preliminar día a día, sin que nada variase una costumbre que ya era algo mecánico en ella. Lo había hecho en vida de su madre y cuando ésta falleció, hacía poco más de un año, la costumbre se había convertido en obligación tajante, toda vez que había quedado a su cargo la cabaña y, cuando la necesidad lo requería, el cuidado de su hermano Chester, dos años más joven que ella.
Stanley es un poblado que se extiende en una planicie casi desierta, en la parte media del Oeste de Wyoming. A poca distancia del Green River, al que afluyen diversos pequeños ríos que forman como los ejes de una rueda en torno al poblado, éste casi es un hito en la llanura. Si se exceptúa otra pequeña aldea a unas veinte millas del primero, es preciso recorrer muchas millas a caballo para encontrar algún otro poblado con el que comunicarse.
El sargento Samuel Torphe, de los rurales de Texas, perteneciente a la División D, afincada en El Paso, miró al cielo aún casi negro, y apartó un poco la espesura del matorral en que se había refugiado.
Esperaba impaciente, pero con la calma propia de los hombres adscritos a tan temido y prestigioso cuerpo de seguridad, a que el día empezase a romper. Tenía los minutos contados para ejecutar una extraña maniobra que solamente los iniciados en ella podían entender.
Hal Snopes y Cash Lowel caminaban penosamente a campo traviesa siguiendo la ruta del norte. Llevaban varios días caminando, a salto de mata, desorientados, pero firmes en alejarse todo lo posible de su punto de origen. No era muy agradable para ambos verse cazados y trasladados al poblado, donde una semana antes, a causa del mucho alcohol ingerido, habían provocado una pelea mayúscula en una de las tabernas. Lo de menos para ellos hubiese sido tener que responder de las lesiones o heridas que causaron a tres de sus contrincantes; lo grave para ambos era que, en el calor de la pelea y debido al exceso de bebida, habían confundido al sheriff con uno de sus contrarios y le habían tumbado a puñetazos, saltándole un par de dientes y causándole diversas lesiones cuya importancia desconocían.
En el cuartelillo de la División N de los Rangers en El Paso, reinaba una tensión nerviosa difícil de disimular. Aquella tarde, a las cuatro, iba a ser juzgado por delitos graves el hombre más estimado hasta entonces entre los montados de la División. Se trataba del sargento Stanley Doyle, ranger que llevaba cinco años en la División, habiendo llegado a sargento por méritos propios, realizando difíciles servicios que fueron elogiados por todos sus jefes. Y, pese a esto, según las pruebas aportadas por el cabo Linus Brigger, afecto a sus órdenes, no sólo había quebrado su excelente línea de conducta, sino que había puesto a sus jefes en una situación difícil, al permitir que cierta operación de alijo que había sido descubierta y se iba a interceptar se evadiese de las garras de los Rangers y cruzase el Río Grande sin la menor dificultad.
La pesada de «El. Cuervo» se alzaba a cosa de media milla del poblado de Pass, casi en las márgenes del Río Nueces en Texas. Era un edificio ya vetusto, de paredes medio agrietadas por la fiereza del sol texano y de construcción bastante empírica. Un cuadrilátero uniforme, puerta a la senda, otra posterior más pequeña a la corraliza y dos pisos con ventanas a la fachada principal y algunos en los costados para dar ventilación a las habitaciones. En la entrada, un porche de ladrillo se recubría con algunas enredaderas y a la derecha había un banco de madera ya carcomida, adosado a la pared. Servía para sentarse a tomar el sol los días de primavera o soleados del invierno. El nombre de la posada obedecía al apodo con que era conocido su dueño. Alguien, no se sabía quién, le había aplicado el alias de «El Cuervo», quizá porque tenía la piel casi negra y una nariz extraña que se parecía en cierto modo al pico de dicha ave.
Silver Mann se apeó del renqueante tren que se había detenido unos minutos en la pequeña estación de Félix, al norte de Wyoming, en la línea que procedente de Dakota del Sur atravesaba sesgadamente aquella parte del Estado para ascender hasta Sheridan y perderse en el territorio de Montana.
En el augusto silencio que reinaba en aquellos parajes donde se medio escondía entre tupidas jaras y setos diseminados en derredor de la cabaña de Carolina, ésta, que se encontraba en aquellos momentos repasando algunas prendas interiores pertenecientes a su hermano Algy, volvió la cabeza y prestó atención. Le había parecido captar el galope de un caballo que se acercaba por entre la cortina de arbustos y árboles que tapaban el paisaje. Por un momento pensó si sería Algy, pero denegó con un movimiento de cabeza. Él estaría en aquellos momentos trabajando en los extensos pastos de Hugh Claney, y el poderoso y soberbio dueño y señor de tantas hectáreas de terreno, de tantas reses y de tantas otras cosas difíciles de enumerar, no era hombre que permitiese a sus peones abandonar el trabajo en las horas de faena; tan rígido como egoísta, explotaba a la gente, sin misericordia, y el que no estaba dispuesto a dejarse explotar por él, ya podía emigrar de allí, pues, siendo el amo de cuanto les rodeaba, el que no producía para Hugh no encontraría trabajo, si no era alejándose bastantes millas de sus dominios.
Cuando aquella tarde de principios de setiembre, el alcalde de Medora, en el Sudoeste de Dakota del Norte, verificaba el final del escrutinio y proclamaba sheriff electo del poblado por aplastante mayoría de votos a Salomón Campbell, éste tenso y grave, intuyó que cuando firmase el acto de proclamación, habría firmado con ella su sentencia de muerte. Pero esto era algo que ya no tenía remedio. Él no era hombre que volviese jamás sobre sus pasos y si había aceptado la designación como candidato en un momento de indignación, ahora no tenía otro remedio que pechar con las consecuencias, prenderse la estrella al pecho y tomar las riendas de aquel escabroso cargo, haciendo honor a lo que en un momento de arrebato había dejado salir por su boca. El motivo de su elección llegaba precedido de un suceso trágico, encadenado con otros varios de matiz dramático. El sheriff anterior había muerto acribillado a balazos en una reyerta provocada por los gallitos del poblado, cuando cumpliendo su deber había tratado de detener a Robert Perkins, denunciado por haber atropellado brutalmente a una muchacha de Medora.
Deadwood era un poblado nacido al amparo del hallazgo del oro en las Montañas Negras.
Tras la invasión de los buscadores, que se posesionaron de dichas tierras en oposición a los indios que trataron de defenderlas con uñas y dientes, los mineros terminaron por asentarse en aquel rico terreno y, al amparo del oro que ofrecían las montañas, surgieron algunos poblados más o menos importantes, tales como Octiber Cache, Blue Blanket, Island y Loma de las Praderas, todos los cuales, a excepción de Deadwood, han desaparecido por no tener razón de ser.
La pequeña posada que a la par era también cantina, se alzaba junto a la polvorienta senda, a la entrada del pequeño poblado llamado Olanta, al oeste de Dakota del Norte.
El poblado era pobre, se extendía perezosamente sobre la abrasada llanura al norte del Knife River, junto a un pequeño ramal ferroviario que el «North Pacific» había alargado hacia el interior de aquella parte desértica, más que como negocio, para favorecer en parte a los aislados habitantes de aquella zona falta de comunicaciones y para dar facilidades a algunos rancheros diseminados, para que pudiesen embarcar su ganado y expedirlo a Mandan y Bismarck, las dos ciudades más próximas.
En el porche del rancho «Tres Círculos», Praince Hume, su propietario, estaba sentado a la sombra, teniendo delante de él en una mesita pequeña, una jarra de cerveza muy fría. Hume era un ranchero a quien le habían salido los dientes cuidando reses. Tuvo una juventud bastante azarosa, fue peón en un rancho cuando sólo contaba dieciocho años, y un día, molesto por ciertas represalias que él entendía que eran injustas, mandó al capataz al diablo y pidió su cuenta. El capataz, molesto por los modales de Hume, le dijo que seguramente no habría rancho que le admitiese en un equipo, a menos que fuese para barrer los cobertizos, pues como peón era una nulidad. Hume ante esta tajante opinión, se revolvió como una fiera y encarándose con él, repuso: —Usted podrá opinar respecto a mi eficiencia como peón, de la manera que más le guste, pero por mi parte, tengo derecho a pensar de usted, en el sentido de que como hombre es más nulidad que yo como peón.
Anochecía cuando Fred Hansen con el caballo polvoriento, cansado, tanto o más que él, se detuvo ante el 'Rockey Club” de Leadville, el poblado más importante que se podía encontrar en el centro de Colorado, ubicado en la espina dorsal de las Montañas Rocosas, y, echando pie a tierra, cruzó la falsa acera taconeando con brío y penetró en el local. Este era amplio, bien instalado, con un mostrador corrido a todo lo largo del salón en el lado izquierdo. Había grandes espejos repartidos por las paredes, bastante limpios, e «ilustrados» por un pintor de enorme fantasía, el cual había estampado unas cuantas figuras femeninas en las esquinas de los espejos, muy chillonas de colores y muy faltas de tela para cubrir sus cuerpos. Al fondo se abría una puerta oculta por una cortina de pita, pero no hacía falta ser profeta para adivinar que tras aquella puerta se ocultaba la sala de juego y, detrás de la barra, en sendos anaqueles de cristal, también con espejos en la pared, se alineaban gran cantidad de botellas de diversas marcas y bebidas.
La carta que Louis Cooper tenía entre sus manos, no podía ser más angustiosa ni más preocupante.
La firmaba su hermano Sam, que poseía un extenso bosque en el noroeste del estado de Washington, al pie de los montes Olympic, junto al nacimiento del Quentul River.
La situación del bosque era ideal, pues el curso del río, sobre todo en las épocas de lluvia, le facilitaba el transporte de la madera hasta la desembocadura en el Pacífico.
Cuando Steve Crenna, uno de los agentes federales del Estado de Nevada, llegó a la estación de Jackson City, nadie le hubiese tomado por la personalidad que ostentaba dentro del destacado cuerpo de agentes del Gobierno. Todo lo más que hubiesen supuesto de él, era que se trataba de un peón presumido de algún equipo, o un capataz de paso por el importante poblado. Al menos, su atuendo vulgar y corriente así parecía denunciarlo. Pero esto era una máscara para que nadie se fijase en su persona, al menos mientras él no tuviese interés en lo contrario. Steve se encaminó al Hotel del Río, donde pidió una habitación discreta, haciéndose pasar por un capataz de rancho, con órdenes de esperar en el poblado la llegada de su patrón, el cual estaba realizando la venta de un importante hatajo de ganado.
Devils River era un pequeño poblado situado al oeste de Texas, en un lugar no muy distante de la divisoria con México. Carecía de importancia; su censo vecinal apenas si excedía de un par de cientos de vecinos y si poseía alguna importancia era porque el ferrocarril, procedente de San Antonio con dirección a El Paso, pasaba por su pequeña estación y era la única línea férrea que unía el centro con la divisoria de México. Los viajeros que solían tomar el tren en dicho poblado eran contadísimos. Muchos días no hacía acto de presencia ningún viajero y solamente los trenes de mercancías solían parar el tiempo necesario para descargar los bultos y cajones destinados al suministro de aquella parte de la región. Por esta causa, el personal perteneciente a la estación era escaso. Un jefe de tercera y dos mozos que se relevaban salvo cuando el exceso de mercancías precisaba una mayor atención para su descarga.
El hambre y el frío intenso que hacía en las alturas de los Montes Guadalupe, al noroeste de Texas, habían obligado a Waxey Kesner a abandonar su refugio y a descender al llano, exponiéndose a ser capturado por algún sheriff de los que batían el terreno buscando los dispersos restos de la banda de «Bob, El Guapo», famosa cuadrilla de abigeos que había traído en jaque a las autoridades durante bastante tiempo. Una afortunada operación de los rangers había sorprendido a la cuadrilla conduciendo una valiosa punta de ganado camino del Río Grande y había mantenido con ella un furioso tiroteo. El resultado fue la muerte de Bob y de cinco de sus hombres y la huida del resto de la banda, que se dispersó como mejor pudo eludiendo la intensa búsqueda de las autoridades.
La mañana habíase presentado entoldada y amenazadora. El excesivo calor que reinaba durante aquel agobiador mes de julio en todo Utah, prometía desahogarse en una de las violentas y clásicas tormentas propias del Oeste y los «cow-boys» de todos los ranchos enclavados en la divisoria del Estado con Arizona, se agitaban inquietos de un lado a otro, vigilando el ganado y maldiciendo entre dientes, pues sospechaban que el temporal les iba a proporcionar un trabajo rudo y expuesto.
Babe Thorpe se presentó en Sponako como contratista de obras para ofrecer sus servicios a la Empresa que construía la importante presa sobre el Grand Coulee, obra que debía proporcionar beneficios a toda la región. Pero alguien no parecía dispuesto a permitir que las obras de la presa llegaran a feliz término. El desconocido personaje, utilizando el anónimo, exigió fuertes cantidades en metálico para permitir que los trabajos se desarrollaran normalmente, con volar todo lo construido hasta entonces. El Consejo de Ad ministraaón de la Compañía encargada de los trabajos, se negó a entregar el dinero y la réplica inmediata fueron una serie de sabotajes. hábilmente preparados, que causaron importantes bajas en los obreros, mermando, a la vez. la reserva de materiales de que se disponía. Por eso estaba allí Sabe Thorpe. el falso contratista de obras, agente federal en realidad. cuya presencia había solicitado con carácter particular el director de la Empresa.
Doc Fleming, el sheriff de aquel pequeño poblado llamado Federal, a escasas millas de la divisoria de Colorado, en el Estado de Kansas, tomaba el fresco en mangas de camisa sentado bajo el rameado porche de su bonita casa, en la que tenía instaladas las oficinas de su cargo.
Doc era un hombre cincuentón, de pelo canoso y rebelde, de barba también algo canosa, pero muy tupida sobre la dura piel de su rostro bronceado; era un hombre de anchos hombros, recia humanidad, con poca grasa, aunque sí con bastante peso y como nota característica de su persona y aún de su recia personalidad, mostraba dos detalles sobresalientes: unos ojos negros, brillantes, con reflejos metálicos, y una cicatriz en la mejilla derecha, cicatriz que según había explicado muchas veces se la había marcado el cuchillo de un mejicano en una fiera pelea que tuvo con él en las minas de Picacho, cuando muchos años atrás, trabajó en ellas.
—¿Cuánto has perdido, Chas?
—Lo suficiente para pegarme un tiro.
—No digas tonterías. Si cada vez que yo o éste nos hemos quedado sin un centavo hubiésemos apelado al revólver, ni con las vidas de un gato hubiésemos tenido suficiente.
—Cada uno tiene un modo de ver las cosas.
—Las cosas hay que verlas a la luz de la realidad y no de una manera absurda como tú has querido verlas, Chas. Creo que va siendo hora de que te dejes de fantasías. Boyce sigue necesitando hombres y tú… podrías ganar un buen sueldo a su lado.
—¿Como vosotros?
El día acababa de romper, indeciso, opaco, sombrío, con un cielo plomizo que se oponía tenaz a que la luz de la mañana se esparciera por el valle, en tanto la densa y devastadora cortina de agua que había caído durante toda la noche, producto de una de las escasas tormentas que se desarrollaban en aquella parte del sudeste de Texas, seguía descendiendo implacable, como si todo el agua que estaba destinada al Estado durante el año la hubiesen enviado desde las nubes aquella noche, para desolación y desesperación de muchos habitantes de la comarca.
Aquella mañana hubo mucho movimiento en el Banco rural de Medicine Lodge, poblado del Sur de Kansas junto al rio del mismo nombre y a muy pocas millas de la divisoria con Oklahoma.
Aquel día, era considerado como festivo en el poblado por tradición. Todos los años, desde 1857, se celebraba una gran cabalgata muy pintoresca, en la que figuraban indios de cinco tribus, los cuales, serios y rígidos, acompañados de sus magos y “graciosos” de las tribus, acudían a conmemorar en unión de los hombres blancos, la firma del célebre tratado de paz que el Gobierno de los Estados Unidos firmó con dichas tribus y que había sido respetado lealmente por unos y otros, contribuyendo así no solo a que reinase la paz y el orden entre ambos bandos, sino a que se estableciese una mayor camaradería entre los dos elementos antiguamente antagónicos.
En el interior del vagón hacía un calor asfixiante; un calor producto de una atmósfera harto reseca, que había agudizado su presión con el presagio de una fuerte tormenta que podía ser de agua o de viento, pero que envolvía toda aquella parte del sudoeste de Colorado, desde Durango hasta quizá la misma divisoria de Utah. Violentas ráfagas de aire soplaban mugientes a espaldas del tren, quebrándose en el furgón de cola y golpeando en él fieramente con las enormes oleadas de polvo y tierra que el huracán levantaba al rastrear el reseco piso y lamerle con su potente ímpetu, como si fuese una colosal lima que todo lo fuese devastando a su paso.
Aquella noche “El Filón de Oro” estaba atestado hasta la puerta de un público áspero y vocinglero, que atronaba el local y no dejaba entenderse a nadie.
“El Filón de Oro” era uno de los muchos bares-garitos que habían surgido en Tombstone de la noche a la mañana, al amparo de la explosión, de plata y oro, surgida en aquel hasta muy poco tiempo atrás ignorado lugar del Sudeste de Arizona.
Construido a toda prisa con gruesos tablones de madera a falta de mejor material, era amplísimo, para poder dar cabida a las constantes oleadas de aventureros que llegaban a diario, atraídos por el brillo del codiciado metal, y había sido dividido en tres partes.
Lemmy Ritti se hallaba recostado en el quicio de la puerta de la única y no muy suntuosa posada del poblado de Oroville, en el Noroeste de California, sobre el curso del río Sacramento.
Oroville había sido hasta hacía muy poco tiempo un trozo casi ignorado de tierra en la geografía del Estado, ya que su composición demográfica no excedía de un centenar de vecinos, cuya vida se desarrollaba míseramente; pero un día, en los montes Qunnoy, que se extendían como una larga y estrecha espina de Norte a Sur, alguien había descubierto una veta aurífera y había bastado que se corriese la noticia, para que en muy poco tiempo algunos cientos de buscadores marchasen a aquella parte de California, buscando lo que la cuenca alta del Sacramento aún guardaba celosamente en sus entrañas y no había ofrecido a los codiciosos destripaterrones.
Una chirriante carreta cubierta con gruesas lonas atadas sólidamente, penetraba en la calle principal de Carson City junto con cuatro jinetes que armados hasta los dientes la rodeaban precedidos por otro que iba en vanguardia.
Atados a la trasera de la carreta, marchaban dos caballos más con unos bultos atravesados en las sillas. Los bultos aparecían cubiertos por trozos grandes de arpillera que impedían ver lo que ocultaban, pero, por la forma, parecían dos estrechos y largos sacos colgando por los flancos de las cabalgaduras.
Jason Bloom detuvo su caballo en el centro de la calzada, mitad movido por la curiosidad, mitad porque no le hubiese sido fácil pasar al lado contrario sin obstáculos, ya que la amplia vía se encontraba obstruida por un compacto grupo de hombres y mujeres que se apiñaban frente a un establecimiento situado hacia la mitad de la calle.
Desde lo alto del caballo le fue fácil descubrir la clase de establecimiento que era. Se trataba de la farmacia del poblado y el hecho de que ante ella se aglomerase tanto público, parecía indicar que algo grave había sucedido.
En la indecisa luz del amanecer, dos hombres rifle en mano, con todos sus sentidos alerta y deteniéndose a cada momento para escuchar o aspirar el aire, pues parecían dotados del sentido del olfato para ventear el peligro, registraban con sumo cuidado las estribaciones del monte Surhuarita, en cuyo interior, los indios papago tenían establecido su campamento.
Uno de los rastreadores se llamaba Lafayette Funk y era uno de los cazadores más experimentados, más duchos y más populares de todo el sudeste de Arizona.
Los tres últimos cartuchos del revólver de Leen Morgan vibraron, secos y rápidos, al ser disparados con rabia por el joven, mientras su hermoso ruano, asustado por el incesante tronar del arma de su dueño, hacía poderosos esfuerzos por aumentar la velocidad de sus finas y resistentes patas, que en rápida carrera iban dejando larga distancia entre él y los perseguidores que en vano trotaban a su grupa.
Doan se inclinó sobre su montura para dar un beso a su hija y galopó hasta la puerta de la empalizada, donde ya habían empezado a reunirse los soldados dispuestos por Cherry. Sally los vio formar y hacer los preparativos de marcha con el corazón oprimido. Tenía el presentimiento de que aquellos dos seres tan queridos se hallaban ante un peligro. Cuando Dove tuvo listos a sus hombres dio la orden de partir.
La gran necesidad de Albany por la que clamaban muchos ganaderos y agricultores de aquella parte de Oregón, se había visto por fin convertida en realidad. El Banco Ganadero, precioso edificio de ladrillo rojo con ventanas protegidas por sólidos barrotes y un espacioso hall con pupitres, tinteros, impresos y cuanto requería el negocio, acababa de ser abierto al público. Albany, poblado estratégico a mitad de camino entre Eugene y Salem, podía codearse con los grandes poblados y resolver un sinfín de necesidades que hasta aquel momento si pudieron ser resueltas, lo fueron de una manera poco clara y sufriendo la tiranía de Jacob Irving...
Los dos hermanos espolearon sus caballos y enfilaron la entrada al poblado. A la indecisa luz del crepúsculo descubrían en la llanura los hatajos recién llegados, hoscos y nerviosos, contenidos a duras penas por la legión de peones que estaban deseando deshacerse de ellos para asaltar el poblado y entregarse a la orgía y al desenfreno. Sólo esperaban que quedasen algunos corrales vacíos para encerrar a los astados y recobrar su libertad perdida durante varios meses de cabalgar peligrosamente por la pradera.
AQUELLA tarde del mes de octubre, Angelo Genna, uno de los seis hermanos miembros de la cuadrilla de Al Capone, «Caracortada», como le llamaban los policías por la rojiza señal que marcaba su ancho rostro, se despedía con un fuerte apretón de manos de Frank Río, «Kline», segundo a la sazón de la cuadrilla del célebre «gangster» y uno de los hombres más fríos, crueles y sanguinarios del Chicago maleante.
La momia, una mujer joven, que debió fallecer en plena lozanía, descansaba en el fondo del alto y extraño ataúd labrado en mármol rosado, con magníficas y delicadas incrustaciones de lapislázuli y esmaltados en colores sólidos, que ni la acción de la cámara ni el paso del tiempo habían conseguido apagar en sus brillantes tonos. Del fondo emergía un ligero olor a esencia indefinida; una esencia maravillosa y casi adormecedora, producto de uno de los pequeños recipientes que se habían descubierto dentro del lecho funerario y que el profesor se había atrevido a destapar, solamente por aspirar un momento aquella esencia milenaria, cuyo secreto de composición se había desvanecido en la noche de los siglos.
CHESTER Locke, ante el espejo del pequeño cuarto de baño se afanaba en anudarse la corbata tan bien que llamase la atención por lo perfecto. Como buen policía, era meticuloso en todo, hasta en la elección de tipos femeninos para distraer sus ratos de ocio, y como no le salía a su gusto, gruñó a su compañero Grover Penn, colocado a su espalda...
El ayudante del general Stimson del Ejército inglés, era quien, asomándose a la antesala del despacho del genera había hecho la invitación a un individuo alto y flexible, moreno de rostro, vivo de ojos, simpático de facciones y esbelto de porte. El aludido debía contar unos treinta y dos o treinta y tres años y vestía con modesta elegancia un temo gris bien cortado, unos zapatos color corinto, una blanca camisa de cuello flácido y una corbata gris con un nudo muy bien dibujado.
La mañana había amanecido calurosa y radiante. El sol, como una enorme rosa sangrienta, resbalaba por la cima de las lejanas montañas que marcaban la divisoria, inundando el valle de luz y alegría, al quebrarse sobre la albura de la fachada del pequeño rancho de Edwin Gussel, pintaba sobre el enjalbegado de las paredes reflejos dorados mientras sus rayos como finas e impalpables serpientes de luz, se mecían graciosamente sobre el emparrado que retorcido entre los hierros del porche, amenazaba trepar por la pared para abrazarse a la corrida y amplia galería de madera que cortaba todo el frente de la construcción.
Editada en 1940 por la editorial Zorrilla en la colección Detectives Nº 6. Cuadernillo de 105 páginas en formato 16 X 21 cm. Doble encolumnado y gráficos.
Posteriormente se hizo una reedición en la colección Rodeo Extra de Cies Nº 1, desgraciadamente amputándole más de 12.000 palábras para acondicionarla al formato Rodeo.
El látigo restalló en el aire como un cohete, y el cuero, ciñéndose a los flancos de los dos poderosos caballos que arrastraban el pesado carromato, dejó la huella de un largo surco sobre la brillante y sudorosa piel de las dos pobres bestias de carga.
En 1944, cuando hacía más o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas —que no hay que confundir con el folletín—, resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en «El Dragón de Fuego» y a los pocos meses con «La secta de la muerte». Ambas fueron escritas por el polifacético Fidel Prado Duque (1891-1970). Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no se aconseja su lectura a progres acérrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, esta serie de entregas en particular, puede circunscribirse plenamente dentro del género del «Peligro amarillo», cuya primera referencia puede encontrarse en el excéntrico autor Matthew Phipps Shiel, que en «La emperatriz de la Tierra», publicada de forma seriada presentaba al Dr. Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales.
En 1944, cuando hacía más o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas —que no hay que confundir con el folletín—, resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en «El Dragón de Fuego» y a los pocos meses con «La secta de la muerte». Ambas fueron escritas por el polifaético Fidel Prado Duque (1891-1970). Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no se aconseja su lectura a progres acérrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, esta serie de entregas en particular, puede circunscribirse plenamente dentro del género del «Peligro amarillo», cuya primera referencia puede encontrarse en el excéntrico autor Matthew Phipps Shiel, que en «La emperatriz de la Tierra», publicada de forma seriada presentaba al Dr. Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales.
En 1944, cuando hacía más o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas —que no hay que confundir con el folletín—, resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en «El Dragón de Fuego» y a los pocos meses con «La secta de la muerte».
Ambas fueron escritas por el polifacético Fidel Prado Duque (1891-1970). Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa.
Cargadas de tópicos no se aconseja su lectura a progres acérrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, esta serie de entregas en particular, puede circunscribirse plenamente dentro del género del «Peligro amarillo», cuya primera referencia puede encontrarse en el excéntrico autor Matthew Phipps Shiel, que en «La emperatriz de la Tierra», publicada de forma seriada presentaba al Dr. Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas -que no hay que confundir con el folletín-, resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en «El Dragón de Fuego» y a los pocos meses con «La secta de la muerte»
Ambas fueron escritas por el polifácetico Fidel Prado Duque (1891-1970). Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa.
Cargadas de tópicos no se aconseja su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, esta serie de entregas en particular, puede circunscribirse plenamente dentro del género del «Peligro amarillo», cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en «La emperatriz de la Tierra», publicada de forma seriada presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales.
Cuando las tropas se retiraron a los cuartes, después de abortado el conato de movimiento insurreccional provocado por los adictos a la secta de «El dragón de fuego» y por el ambicioso general que se había vendido a ellos, solamente quedó como hecho patente del suceso una densa columna de humo que se elevaba por encima de los amarillos o azules tejados de la capital, y el resplandor lívido y cárdeno de los incendios, que en la noche lunar adquirían reflejos le fuegos de artificio
El peligro que acababa de surgir a espaldas de los tres audaces aventureros era mucho más terrible que el que hasta aquel momento habían corrido. Solos en el desierto dorado, sin una ruta definida para encontrar algún lugar dónde ampararse, y con el sanguinario Huang y su cruel segundo Ceng detrás de ellos, seguidos de más de cuarenta feroces mogoles, su aventura amenazaba con terminar de una manera trágica y para siempre.
El profesor Karus y el chinito Kao se sintieron aterrados al saberse perseguidos como las fieras con la ayuda de aquellos terribles perros tibetanos, cuyo olfato es maravilloso y cuya ferocidad es conocida en toda Asia.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
En 1944, cuando hacía mas o menos una década de la total desaparición de la novela por entregas, Editorial Bruguera lo resucita, si bien brevemente, tan solo en dos obras: Primero en esta, que ahora os presento, y después en otra titulada 'La secta de la muerte'. Estas novelas por entregas fueron de aventuras exóticas, la primera transcurre en la China milenaria, la segunda en la India misteriosa. Cargadas de tópicos no aconsejo su lectura a progres acerrimos, sino a personas más cultas capaces de situarse en la época y circunstancias en que fueron escritas, ya que esta promera puede circunscribirse plenamente dentro del género del 'Peligro amarillo', cuya primera referencia puede encontrarse en el excentrico autor Matthew Phipps Shiel, que en 'La emperatriz de la Tierra', publicada de forma seriada en la revista 'Short Stories', presentaba al Dr.Yen How, claro precursor de Fu Manchu, Wu Fang y otros malvados orientales. Una vez finalizada su serialización, se prentó en forma de libro con el título de 'El Peligro Amarillo' A diferencia de los autores norteaméricanos, a Fidel Prado le traian al pairo las connotaciones políticas de estas obras, él sólo pretendía crear una novela divertida, pletórica de emociones y peligros, encarnados en hordas de malvados chinos que persiguen y acosan a nuestros héroes para arrebatarles 'el manuscrito del Lama', que conduce a un fabuloso tesoro. La novela se resolvió en tan solo 16 entregas, cantidad exigua para lo que se acostumbraba.
Una amenazadora, multitud, acometida de un nerviosismo impropio de una raza tan flemática como la inglesa, se apiñaba enfebrecida frente a Scotland Yard, amenazando, aquel histórico día del mes de abril, con romper y arrollar el doble cordón de fornidos policías que rodeaban las calles adyacentes, tratando de impedir el acceso a toda persona no invitada expresamente a la emocionante reunión—sin precedentes en la historia de la policía—que se estaba celebrando en aquellos momentos en el salón principal de actos del popular edificio.
El éxito alcanzado por los “rayos azules” de Kaff había provocado entre los habitantes de la isla una alegría tan salvaje, que durante dos días aquello parecía un manicomio suelto. La gente reía y saltaba bulliciosamente, cementando el fulminante aniquilamiento de los dos aparatos de aviación, y todos estaban animados del más contagioso optimismo respecto al resultado final de aquella lucha trágica y desigual, que su jefe había iniciado para batir al viejo mundo desde aquel pequeño pedazo de tierra, perdido en las inmensidades del mar.
Durante lo que restó de día y en las primeras horas de aquella noche angustiosa, la isla parecía atacada de un paroxismo nervioso. Todo el personal que un ella habitaba abandonó sus habituales tareas para dedicarse exclusivamente a preparar la partida del “Esperanza" La pequeña lancha submarina que unía la caleta exterior con el desembarcadero interno, no cesó de hacer viajes al yate, transportando municiones, víveres, pertrechos de guerra y cuanto se estimó preciso para el mayor éxito del viaje.
El “Esperanza” levó anclas, dejando burlados a sus perseguidores en la playa, mientras Grieg, muy preocupado, se preguntaba: —¿Cómo han podido seguir mi pista hasta aquí y averiguar que el yate estaba anclado y oculto en este sitio? Luego de recapacitar un poco, achacó el caso a la casualidad. El robo del automóvil habría puesto en conmoción a la policía de los contornos y aquélla habría seguido la pista al auto, llegando hasta los acantilados incidentalmente, sin saber que el barco estaba allí y sin tener conocimiento de sus planes. Grieg estaba contento.
Los gobiernos coaligados de Europa se apresuraron a hacer un llamamiento a todos los sabios del continente sin distinción de nacionalidades, convocándolos para ocho días después en un enorme local de Madison Square, en el que todo se había habilitado adecuadamente para verificar la memorable asamblea. La comisión pro defensa de Europa, presidida por mister Charles Rogers, ocupó la cabecera de la presidencia, y más de un centenar de sabios, todos ellos destacados en la química, la mecánica, la ingeniería, la física y demás ramas del saber humano, formaban un conjunto abigarrado, donde todas las lenguas vivas del continente tenían su representación.
Durante varios días, una actividad febril reinó en todos los talleres de la isla. Halifax, después del excelente resultado de su ataque a la escuadra, había concebido un proyecto audaz que pensaba ejecutar rápidamente y había exigido de todos sus hombres un esfuerzo supremo para llevarlo a cabo. Los diversos aparatos que habían sufrido averías, fueron reparados con urgencia, y todo el personal hábil se dedicó a la construcción de una docena más, para suplir los perdidos, Halifax tenía el proyecto de lanzar medio centenar de ellos, en un ataque decisivo sobre Europa, y todo lo supeditó a este proyecto.
Cuando los aviones en que abandonaron la isla el capitán Halifax y sus dos compañeros de aventuras se remontaron en el espacio perdiéndose en él, Stella, con el corazón angustiado por negros presentimientos, abandonó la planicie para ascender a la parte alta, seguida de Eslaona. Este también sentía una gran zozobra, pero debido a causas distintas a las que atormentaban a la joven.
La feroz batalla librada en los altos de la isla, y que tan desastroso resultado tuvo para los revoltosos, acabó de enloquecer a éstos, prendiendo en ellos negras ideas de destrucción y muerte. El retorno de los vencidos, así como el macabro espectáculo de ver caer, uno a uno, a los que habían sucumbido en la lucha, destrozándose sus cuerpos contra los cantiles del paredón, fue algo espantoso y todos, perdido el control de sus nervios, aullaban como lobos y recorrían desesperados la explanada sin acertar a tomar resoluciones prácticas.
CUANDO Red Dort recibió de Santa Fe la carta de su padre anunciándole para últimos del mes de abril o primeros de mayo la boda de su hermana Ana con Bud Howe, el hijo de James, el conocido ranchero de Laguna Roja, sintió una gran alegría y se propuso asistir al enlace matrimonial.
Sólo este suceso insólito podía arrancarle de Santa Fe, donde una importante industria ganadera le había llevado tres años antes a dirigir la empresa, en la que había ganado bastantes miles de pesos que en su mayoría fueron a engrosar el patrimonio familiar para mejoras del rancho y una mayor amplitud en la cantidad de ganado de éste.
Victoria Wicks, arrebolada, con los ojos brillantes por la indignación y con rojos labios, ahora pálidos y exangües al contraerse reciamente por una mueca de rabia, se acercó al ventanal que daba a la carretera, y pegando el rostro a los cristales, siguió con mirada dura, preñada de sensaciones infinitas, la marcha del jinete, que, erguido en un brioso «poney», descendía por el camino, espoleando nerviosamente a su cabalgadura y volviendo de vez en vez la cabeza hacia la casita que iba dejando atrás, con un gesto brusco que encerraba más que curiosidad mucho de amenaza reconcentrada.
Margarita, grácil y pizpireta, ascendió de dos en dos los pinos y desgastados escalones de los cinco pisos que separaban el suyo de la portería, y, cuando alcanzó el último rellano, hubo de apoyarse, jadeante y arrebolada, sobre la jamba de la puerta para tomar aliento.
Luego, pulsó nerviosa el timbre que repicoteó sordamente, y esperó.
Momentos después, la puerta giraba en silencio, y una figura voluminosa se boceto en el vano, obstruyéndolo completamente.
La silueta pertenecía a una matrona de unos cincuenta años, de senos ampulosos, vientre abultado, caderas anchísimas y rostro redondo y grasiento, en el que lo más notable de destacar, eran unos ojos grises de mirar dulce y una nariz recta y bien proporcionada.
El casco de su pelo recogido, de forma tirante, hacia la parte posterior de su cráneo aparecía sembrado de gran cantidad de hebras plateadas, que el uso de la brillantina hacía resaltar con nitidez.
BERTRAND Farnegie, alias «el Rata», se paseaba impaciente ante la puerta del Hotel Metropol de Chicago, inquiriendo con aguda mirada a cuantos transitaban junto a él. Eran las diez de la noche y llevaba dos esperando con angustia la llegada de alguien que no debía faltar a la cita, o de lo contrario le habría dejado en una situación que no sabía cómo iba a defender.
CUANDO el expreso de Berna salió aquella noche para la frontera francesa, ninguno de los seis ocupantes que formaban parte de uno de los vagones de primera de dicho tren pudo suponer nunca que una pobre muñeca de trapo, de confección vulgar, mecida amorosamente en su regazo por una niña rubia de unos cinco años iba a ser causa inocente de una serie de episodios dramáticos que más tarde iban a costar unas vidas y exponer otras, aparte del nervioso sobresalto que iba a provocar en algunas cancillerías.
Chascó el clic del teléfono al desconectar la comunicación y, el comandante, arrojando con rabia sobre la mesa el lápiz que tenía en la mano, tomó la pipa, la aferró entre sus recios dientes sin encenderla y con las manos en los bolsillos del pantalón, se entregó a una serie de paseos nerviosos por todo el salón, que hacían recordar al león metido en una inmensa pero cerrada jaula.
SANDY Morgan, el viejo ingeniero ya retirado de sus actividades profesionales después de cincuenta años de no interrumpidos servicios, dedicaba ya los últimos de su sedentaria vida a cuidar de la formación cultural de sus nietos. Su hijo, ingeniero como él, prestaba sus servicios en una de las más importantes centrales eléctricas de la empresa de riegos y electricidad del Tennessee, quizá la más colosal obra de ingeniería de la nación, sólo equiparable por su envergadura con lo que fue el tendido de los carriles del Unión Pacific y por esta causa sus ausencias del hogar eran prolongadas. Sus hijos, Dick y Bob, de quince y trece años res
EL libro contiene diez relatos cortos, escritos por Fidel Prado en 1956, en la colección Galatea, de Editorial Cies. Encuadernación de lujo: Cartoné, 16 X 21,5 cm. Son relatos cortos, variados, con su moraleja final. MUCHOS años ha, tantos, que los ancianos más ancianos de nuestra generación no lograron alcanzarlos, habitaba en Bagdad, capital del Vilayato de Mesopotamia en Persia, un Califa llamado Assan, a quien se le consideraba el hombre más rico y poderoso de toda Asia. Assan, poseía un fantástico palacio en medio del oasis enclavado en una colina, todo él fabricado con bellos y pulidos mármoles, con alminares de oro y unos tan lindos y maravillosos jardines, que al reflejarse sobre el azul cristal de los estanques, parecían haber sido transportados a la tierra desde el Paraíso de Mahoma.
El inspector Joe Graven, de Scotland Yard, trabajaba, silenciosamente inclinado sobre su mesa.
El sol, un sol tibio de un amarillo casi blanco, se filtraba perezosamente por los cristales del amplio balcón del despacho, posando caprichosamente sobre el montón de cuartillas, diarios, revistas y recortes que el popular detective había amontonado desordenadamente sobre el tablero de la mesa para servirse de ellos a la hora de fijar su pensamiento en los apuntes que de modo febril iba plasmando sobre el block de notas en que trabajaba.
Otra aventura de nuestro inspector de policía: Joe Graven.
Esta novela se publicó en la modalidad de «por entregas», en los Nº 190, 191, 192, 193 y 194 de la Novela Aventura.
No existe portada para esta novela. Me he permitido la licencia de crear una; advirtiendo de su apocrificidad, por supuesto.
HORACIO Westley era un anciano notario, que si bien no había adquirido un gran renombre en su profesión, en cambio logró hacerse con una bonita clientela que le permitía vivir con bastante desahogo y hasta sostener en su despacho un ayudante no mal retribuido y un muchacho para abrir y cerrar la puerta a los clientes y llevar cartas o trasladar documentos al Palacio de Justicia, cuando el caso lo requería.
Sobre las diez de la mañana de un hermoso y esplendente día de fines de mayo y apoyado en la graciosa balaustrada del balcón de uno de los más lujosos departamentos del Hotel Ritz de Madrid, un tipo alto, musculoso, de rostro finamente rasurado, de brillante pelo castaño, nariz recta y aguileña y mentón recio y enérgico, paseaba su mirada escrutadora por el paisaje pleno de sol que se extendía ante él...
Envuelto en un llamativo pijama de seda listado en blanco y verde y con la clásica y negra pipa recientemente atenazada entre sus dientes finos y brillantes, el viajero se recreaba bañado en la gloria del sol que entraba a raudales por el vano del balcón.
El señor Jaime Monrrow, de pie frente a la mecanógrafa que seguía silenciosamente con la vista todos sus movimientos, se quedó un momento perplejo sin acertar a dar expresión dialéctica a la frase que pugnaba por acudir a la punta de su lengua y que, sin saber el motivo, habíase borrado bruscamente de su imaginación.
Con el ceño fruncido se quedó contemplando descaradamente el óvalo perfecto y atrayente del rostro de la taquimeca y luego, con la brutalidad característica en él, dijo:
—¿Sabe usted, señorita Leslie, que me voy a ver obligado a prescindir de sus valiosos, pero contraproducentes servicios?
AQUELLA mañana de mediados de abril, el viejo Jim Sinclair se había levantado mucho más temprano que de costumbre. Insensible al lacerante cierzo que reinaba en el dormitorio, se arrojó del lecho, se embutió los anchos y gruesos calzones de pana dorada, metió los pies en unas toscas babuchas fabricadas con piel de cordero, que prestaban a sus extremidades un aspecto elefantíaco y, tomando una gruesa toalla de felpa que pendía fláccidamente de una alcayata, se lanzó en camiseta a través del pasillo, alcanzando la tosca escalera de pino hasta hacer su aparición en el patio del rancho.
Aquella calurosa mañana de mediados de mayo, el “Ferry-bot” que franqueaba por veinte centavos la turbia y tumultuosa corriente de Río Verde en el Estado de Utah, había dejado en la orilla colindante con el pueblo, a un apuesto mozo de unos veinticinco años, cuya montura, de la que no se había querido despegar al atravesar el río, demostraba bien a las claras que tanto ella como su dueño debían haber realizado una larga y fatigosa jornada, pues ambos acusaban las huellas del agobiante polvo del camino y de la marcha agotadora.
Aquella mañana de mediados de marzo, Londres amaneció envuelta en una brumosa y húmeda cortina de niebla que se filtraba en los huesos, obligando a los transeúntes a caminar con más celeridad que de ordinario para no dejarse dominar por el entumecimiento propio de un día tan molesto.
Las bocinas de los autos, las sirenas de los coches de línea y las campanas de los tranvías, que no cesaban de vibrar un instante, avisando a los distraídos transeúntes del peligro de su paso, formaban un concierto estridente que atronaba los oídos y ponía los nervios en tensión.
Acababan de dar las nueve en el reloj de la torre de la abadía, cuando la señora Dumbar, muy arrebujada de su espeso chal de negra lana, se detuvo ante la puerta del número 57 de Fleet Street, traspasando el zaguán, mientras maldecía del tiempo y se sacudía con grandes aspavientos la húmeda capa que la pesada niebla había prendido sobre sus ropas.
Otro complicado caso, que debe resolver nuestro inspector de policía: Joe Graven.
Son cinco las novelas que Dn. Fidel Prado escribió para "La novela Argos" de Editorial Moderna, que tenía su sede en Bilbao. Eran cuadernillos 21 X 15 cm. de 80 páginas.
Con profusión de gráficos interiores y presentación a doble columna.
Se empezó a publicar en 1940 y terminó en 1945. Debieron ser unos 40 números.
Cuando el “Santa Fe Limited» se detuvo en el apeadero de La Castañeda próximo a Las Vegas, resoplando como un enorme cetáceo al que una carrera loca y accidentada agotara sus enormes energías, Jake Sinclair que llevaba ya varias horas sin abandonar la ventanilla de su vagón deleitándose con la contemplación de lugares y paisajes casi borrados del diorama de sus recuerdos, en fuerza de una ausencia prolongada, lanzó un suspiro de honda satisfacción y se apeó diligentemente, ya que el pequeño hato de ropa que portaba no era obstáculo grande que le impidiese la libertad de sus movimientos.
Después de estirar los brazos para desentumecer sus atrofiados músculos y hacer unas cuantas flexiones de piernas con el mismo objeto, se dirigió resueltamente al pequeño despacho donde el jefe del apeadero fumaba flemáticamente:
—¿Me hace usted el favor de decirme cuándo llegará el tren ganadero A 2376, que salió de Chicago hace un montón de días?
Lambeth está situado en la orilla meridional de Támesis, entre Wetminster y Blackfiars y es un lugar bastante concurrido a causa de la proximidad del río, que ha dado margen a que muchas empresas y oficinas comerciales a las que afecta en gran parte el tráfico fluvial, se instalen en dicho sitio para estar más cerca de los muelles y a la vista de cuanto se relaciona con los negocios que tienen por válvula de expansión el famoso río londinense.
En el número 145, se elevaba un edificio de construcción algo anticuada, compuesto de tres pisos todos ellos dedicados a oficinas.
Al sur del Llano Estacado y algo al oeste del río Pecos, cuyas aguas engrosan el sucio cauce del Rio Grande, se extiende una enorme región casi desierta que limita en la parte baja con el gran Río y cuya fertilidad ribereña, es asombrosa.
En un espacio de quinientas millas en línea recta, es atravesada por un ferrocarril y los pocos pueblos o ciudades que toman vida en este punto del Estado de la Estrella Solitaria, lo hacen al amparo de la vía terrea, como temerosos de apartarse de su hipotética protección.
Durante mucho tiempo, la región ha permanecido casi desierta, debido en gran parte a que en ella encontraron seguro refugio todos los proscritos y forajidos de esta parte occidental de Texas, pero el genio audaz y aventurero del colono del Oeste, que nunca reconoció fronteras ni para el bien, ni para el mal, se fue adentrando en el corazón de la llanura, hasta hacerse dueño de la parte que más convino a sus intereses.
La Prensa de Londres es una de las mejor informadas del mundo. Sus redactores, todos ellos hombres dinámicos y atrevidos, que nunca vacilan en el cumplimiento de su deber, lo mismo asisten a un combate en la primera línea de fuego para lograr una información sensacional, que se desplazan al otro extremo del planeta, si allí les aguarda un reportaje o una interviú que sirva para dar al diario que representan el prestigio necesario y mucho más si este reportaje o interviú , sirve a la par para pisarle el terreno a un rival y restarle unos cuantos millares de lectores.
Por ello, no es de extrañar, que noticias y sucesos carentes de interés al parecer para muchos lectores, tengan cabida en las columnas de los grandes diarios londinenses, si con su publicación se ha servido la finalidad de informar a todos los clientes de cuanto sucede en el globo terráqueo, tenga la importancia que tenga. Así, sus redactores no dejan de acudir a las estaciones a enterarse de la llegada de los viajeros de cierta categoría social, para dar la noticia con rapidez, o visitan continuamente ministerios y centros oficiales a la caza del movimiento viajero de cuantos integran dichos departamentos, pues a veces, de un viaje de estos, al parecer inocente, surge con la noticia el verdadero motivo de tal desplazamiento.
La amplia sala del «Molin Rouge», como pomposamente le titulaban sus empresarios en un rojo y luminoso letrero colocado sobre la puerta de entrada, estaba aquella noche atestada de público como nunca.
Un verdadero enjambre humano se hacinaba hasta asfixiarse en torno de los veladores, atrozmente desvencijados por el continuo uso y un humo denso producido por cientos de cigarrillos enrarecía la atmósfera, demostrando con ello que los rótulos colocados en los sitios más visibles de las paredes con el aviso de «Se prohíbe fumar», pertenecían más bien al ornato del local que a otra cosa.
La novela quincenal" de Editora hispano-americana, salía a la venta los días 1 y 15 de cada mes; de ahí su nombre.
Saliero 58 números, en formato 17 X 24,5 cm., de los que Dn. Fidel Prado escribió 8.
Se publicó entre 1940 y 1943.
El original se editó a doble columna y con graficos interiores.
El sargento Will, ayudante del inspector Joe Graven, de Scotland Yard, se aburría enormemente aquella clara y sonriente mañana del mes de mayo.
Con su negra pipa atenazada entre los dientes y las largas y delgadas piernas extendidas sobre el asiento de una silla fronteriza, se distraía contemplando los giros caprichosos que formaba el humo al elevarse lentamente hacia el techo del despacho.
Cansado de aquel infantil espectáculo, alargó un brazo y tomando al azar uno de los diarios que yacían sobre la mesa de su jefe, lo desplegó con gesto aburrido.
Stony Arch, después de alcanzar la cima de un hosco repecho que le privaba de abarcar a su gusto todo el panorama que se abría ante sus ojos, detuvo su fatigado caballo y respirando la fresca brisa del atardecer que se metía en los pulmones cargada de aroma de pinos, paseó su aguda mirada por el dilatado paisaje que a modo de fantástica decoración se perdía en el Oeste infinitamente.
Arch no se cansaba de admirar la ruda y hosca grandeza de aquellas llanuras dilatadas y de aquellos montes abruptos y mareantes, que constituían el fondo de un dilatado campo, que no sabía cuándo ni cómo terminaría de recorrer.
En uno de los arrabales de la parte Oeste de Londres, y casi en un descampado, pues las construcciones más cercanas, se encontraban a unos doscientos metros en derredor, se elevaba una casona destartalada, construida de ladrillo rojo, que la acción del tiempo había descolorido en fuerza de azotar sobre, su fábrica el aire y las lluvias durante años y años.
El viejo caserón constaba de una sola planta habitable, ya que la parte superior poseía únicamente unos desvanes, a los que rara vez ascendía su propietario, y muy pocas veces el viejo matrimonio que le servía.
Este edificio debió ser obra de un arquitecto empírico o poco ingenioso, pues el plano interior era de lo más absurdo que se conocía.
“Cirus Club” es uno de los círculos aristocráticos más conocidos de Londres por su suntuosidad, por la calidad de sus socios, todos ellos gente destacada, comerciantes e industriales en gran escala, hijos de gente adinerada y socios transeúntes, todos los cuales, a más de pagar una fuerte cuota de ingreso y una no despreciable cuota mensual, ayudaban al sostenimiento del carísimo y espléndido club con sus reuniones fastuosas, sus banquetes exuberantes de manjares y licores y, sobre todo, por la gran cantidad de libras que todos los días circulaban por sus salones de juego, donde se tallaba en gran escala, sin miedo a la Policía, porque ésta jamás intervenía en los asuntos internos del club.
El doctor Charteris tardó en comparecer unos diez minutos, durante los cuales Clive, en unión de Norman, se dedicaron a friccionar el corazón del enfermo, tratando de ayudar su latido, que se manifestaba de una debilidad extrema.
Lydia, de pie ante la cama, contemplaba las facciones contraídas y el tinte pálido del rostro de su padrastro, en el cual se dibujaba una mueca dura y expresiva que le causaba miedo.
En cuanto a Mrs. Diana , no había vuelto a comparecer en la alcoba, enojada por la actitud decidida de la muchacha al contrariar sus deseos de prescindir de la ayuda médica del doctor Charteris.
Cuando éste llamó a la puerta, la joven se apresuró a salir a su encuentro, y el doctor, con una gran cartera de cuero debajo del brazo, penetró saludando a la joven de un modo grave y ceremonioso.
Una mañana de principios del mes de abril, cuando los almendros empezaban a florecer y Londres lograba sacudirse durante las horas céntricas del día de la espesa y antipática niebla que te envolvía, encontrábase el inspector Joe Graven en su despacho de Scotland Yard, aburriéndose soberanamente, sin cosa interesante en que poner mano, cuando el ordenanza entró con una tarjeta en la mano diciendo:
—Señor Graven, este caballero dice que necesita verle con urgencia.
Chane Setter contempló con estupor la débil y azulada columna de humo que aún flotaba tenuemente en la boca de sus dos terribles “Colts”, empuñados nerviosamente con ambas manos y luego, como si se resistiese a reconocer la trágica verdad del caso, echó una ojeada a lo largo de la calle, para convencerse de que aquellos dos cuerpos que yacían en mitad de ella, tumbados como dos grotescos peleles, pertenecían a Tom y David Withe, y que éstos habían caído de aquella manera espectacular debido a su fina puntería y a su rapidez en manejar aquellas terribles armas.
Faltaba más de un cuarto de hora para la salida del tren, cuando Nino, que había dejado bien acondicionados los caballos en el vagón furgón, regresó al departamento elegido por Jim y subió a él, pero después de echar un vistazo al interior no se sintió contento. Los viajeros que en él se habían acomodado eran todos hombres, ni unas faldas para distraer el largo viaje se le brindaban, y el inquieto mexicano decidió echar un vistazo a los departamentos contiguos, en busca de uno que le brindase una más grata compañía. Dos vagones, más adelante, se sintió contento. Solamente había en él una pareja de muchachas jóvenes, muy lindas las dos, y a Nino le pareció un plan maravilloso unirse a las viajeras.
Las 'Aventuras de Jim Texas' fueron escritas por Fidel Prado para la editorial Bruguera. Las ilustraciones interiores corrieron a cargo de Cifré, dibujante muy habitual por esta época en este tipo de publicaciones. Son 16 novelas, que forman una aventura completa. El formato es 150X205 mm. con doble columna, letras capitulares (Excepto 1ª novela) y profusión de gráficos; muy del gusto de la época en que fue escrita. Están encuadernadas en un único volumen con tapa dura y por desgracia no traen contraportada. Su precio era de 3 pts. y se puede considerar el formato popular previo al 'bolsilibro' La fecha de aparición es mediados los años 40 del pasado siglo.
Las 'Aventuras de Jim Texas' fueron escritas por Fidel Prado para la editorial Bruguera. Las ilustraciones interiores corrieron a cargo de Cifré, dibujante muy habitual por esta época en este tipo de publicaciones. Son 16 novelas, que forman una aventura completa. El formato es 150X205 mm. con doble columna, letras capitulares (Excepto 1ª novela) y profusión de gráficos; muy del gusto de la época en que fue escrita. Están encuadernadas en un único volumen con tapa dura y por desgracia no traen contraportada. Su precio era de 3 pts. y se puede considerar el formato popular previo al 'bolsilibro' La fecha de aparición es mediados los años 40 del pasado siglo.
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Su idea era despistar a sus enemigos. Mientras estos buscasen la pista del calesín y consiguiesen localizarle, no se lanzarían a meterse por terreno donde un carruaje fuese incapaz de rodar y esto les daría un respiro para distanciarse de ellos. Su estratagema tuvo éxito. Jim y el sheriff despistados, consiguieron localizar al calesín, pero ya ellos más descansados, habían conseguido llegar a Gloverdale, un poblado a veinticinco millas más abajo, por el que pasaba un ramal de ferrocarril que conducía a Santa Rosa.
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Cuando Texas terminó de hablar, Snock exclamó: —Ha sido algo terrible y formidable, Jim. Por algo confiaba yo en ti, más que en un regimiento de artillería. —Bueno; reconozco que la cosa ha salido, en principio, bastante bien; pero he de confesar que tuvimos suerte desde el primer momento. Cuando quisieron darse cuenta, ya estábamos metidos en el corazón de la trama. —Fue una razzia magnífica, Jim. Creo que tardarán en reponerse de este quebranto.
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El simpático y bravo capitán Clark, su asistente indio, tan bravo como su jefe y de una astucia y un ingenio inagotables y la dulce y atrayente Minda, en la lucha abierta no sólo contra el poder de la invencible secta de los “thugs”, sino contra el egoísmo, la ferocidad y el espíritu salvaje del príncipe de Agra, son personajes que quedan mucho tiempo en la imaginación del lector como el producto de una pesadilla vivida a través de las páginas de La Secta de la Muerte.
Toda la historia terrible y misteriosa de la India, recogida fielmente a través de autorizados textos, ha servido al popular autor FIDEL PRADO para componer una obra en la que, episodio tras episodio, van desfilando ante el lector los más exóticos lances, las más extrañas costumbres, las más incomparables prácticas religiosas y el terrible e inhumano culto a la diosa Kali, la diosa de la sangre y el exterminio, que como símbolo de su salvaje divinidad, adorna su cuello con collares de cráneos humanos y su cintura con colgantes de brazos mutilados y necesita de la sangre joven e inocente de una doncella inmolada en su altar, para proteger a sus sectarios.
La colección "Mary-Luz y Clari-Sol", tuvo 4 ejemplares, creo.
La publicó la Editorial Castro en 1939. Eran cuadernillos con las aventuras de las niñas que dan título a la colección. A doble columna y con profusión de gráficos.
Colección de 20 cuadernillos titulada "Max Pogge contra el inspector Graven", editada por Ediciones Marisal.
Fue escrita por Dn. Fidel Prado en el año 1942.
El protagonista por parte de "la justicia" es el inspector Joe Graven. Este policía ya había sido protagonista en otra colección, editada por la editorial Pluma.
Posteriormente, apareció este personaje en novelas sueltas en "Iris", "La novela Argos", "La novela Aventura", "La novela Quincenal", "Servicio Secreto" ... Tratamos de conseguirlas todas.
Aquel anochecer de finales de diciembre, el inspector Graven, de Scotland Yard, se aburría en su despacho sin tener a la vista nada de interés en que ocuparse. Acababa de intervenir con éxito ruidoso en el llamado «suceso de la caja de caudales», cuyo brillante colofón había sido el encarcelamiento del astuto ropavejero Mr. Price, taimado autor del ingenioso crimen, y desde entonces nada había surgido que mereciese la pena de emplear su privilegiado talento.
Aquella mañana del mes de mayo de 1936 los diarios de Londres, sin excepción, publicaron una noticia de gran interés para los joyeros ingleses y para cuantos traficaban en piedras preciosas.
Había gran cantidad de gente en la cantina. Muchos de los espectadores contemplaban la partida, en la que se habían cruzado fuertes sumas de dinero hasta entonces. Sobre la mesa abundaban los billetes y las monedas, de oro principalmente.
El inspector Graven, de Scotland Yard, se aburría grandemente sin ningún asunto interesante que resolver. Londres parecía gozar de un período de paz en lo que a sucesos criminales se refería, y el inspector, todo dinamismo, no se avenía con aquella calma, tan contraria a sus actividades.
Max Pogge era un peligro para la tranquilidad pública y los intereses colectivos. Dotado de talento excepcional, de audacia enorme y de un ingenio fértil, y contando con la ayuda de elementos valiosos, estaba sembrando el terror en la capital londinense, sin que bastasen para atajar el mal aquel plantel de hombres intrépidos y abnegados que en ocasiones diversas habían resuelto problemas muy arduos y habían realizado servicios inestimables.
Graven, mientras preparaba sus maletas, sonrió con ironía al leer el suelto. Ahora, después de haber sido objeto de mil burlas y acres censuras por parte de la prensa, se le reconocían méritos y se lamentaba su baja en la Yard. El hecho le producía indignación, pues demostraba de qué mísero barro estamos hechos los humanos mortales.
El proceso de Max Pogge no terminó el día del juicio con la condena del procesado y de sus cómplices a trabajos forzados. La Prensa, sin otra clase de noticias sensacionales que comentar, se dedicó a exprimir el limón, como se dice en términos periodísticos, y siguió publicando relatos, más o menos fantásticos, todos ellos de sucesos relacionados con Pogge, aunque seguramente algunos se los adjudicaban caprichosamente.
Míster Benson, director de la cárcel de Pentoville, después de leer estupefacto la carta que tenía delante se quitó los lentes, los limpió con sumo cuidado, se restregó los ojos por si un fenómeno visual se los había empañado, se rascó la cabeza con aire perplejo y terminó por tirarse suavemente de su blanca barbita «tic» nervioso, muy propio en él cuando se encontraba ante un conflicto.
El inspector Jergenson se dirigió desde la Presidencia al Hotel Majestic, dispuesto a conocer al misterioso señor Alew. Este se encontraba en sus habitaciones, que eran de las más lujosas y caras del suntuoso hotel. Jergenson se hizo anunciar como enviado del Ministerio de Estado, siendo recibido inmediatamente.
Aquel sábado de principios de septiembre encontrábanse reunidos en una preciosa villa de Coney Island, pasando el fin de semana tres jóvenes de porte elegante y atildado, muy conocidos en el barrio aristocrático por sus magníficos coches «Mercedes» y sobre todo por su carácter atractivo.
El inspector Joe Graven acababa de regresar a Londres muy satisfecho, después de su brillante odisea para detener en Dover a Spargo, el autor del robo de los brillantes de Lady Scoot, cuando le anunciaron la visita del joven reportero Claudio Trent, perteneciente al cuerpo de Redacción del popular diario «The Times».
Graven, decidido a poner de su parte todo lo imaginable, estudió el caso, y sacó una deducción. La Sorel solía lucir el collar en las fiestas de gran gala y en aquellas películas que se prestaban a tales exhibiciones, y cuando no era así depositaba el collar en la caja fuerte del hotel, y ésta era acorazada, de las mejores de Norteamérica. Graven se decidió a vigilar a la artista durante su trabajo en los estudios, sitio el más peligroso de todos.
Aquella noche de finales del mes de abril, el bello teatro de la Opera de Londres resplandecía con las luces y esplendor de la fiesta. Hacía mucho tiempo que al Covent Garden no habían concurrido tantas y tan destacadas personalidades de la aristocracia inglesa, pues no siempre se celebraban funciones tan atractivas como la que el Comité de Damas de Ayuda a la Nación había organizado para reunir fondos con que comprar material de guerra, según el plan de rearme del Reino Unido.
Muellemente tumbado sobre una cómoda butacona y con un excelente habano entre los labios, Pogge se dedicada aquella tarde a estudiar con suma atención el contenido de un libro escrito con caracteres extraños, que le denunciaban a la legua como impreso en países lejanos y exóticos. Antony, que acababa de llegar de la calle, echó un vistazo al libro, y haciendo un gesto dubitativo, indicador de que no confiaba mucho en el estado normal de su amigo, preguntó irónicamente...
Max Pogge, después del último y accidentado robo del preciado talismán de Buda, había desaparecido de Londres, donde todo lo más florido de Scotland Yard, con Graven a la cabeza le buscaba con verdadero ahínco. Pogge, que era un sibarita, al llegar el verano había decidido, como en años anteriores, tomar las aguas para el hígado, del que aseguraba encontrarse bastante mal, aunque poseía unas vísceras envidiables, y, después de dar licencia a sus colaboradores para marchar adonde más les conviniera, decidió, por su parte, dirigirse a la playa del Norte de Escocia, despidiéndose de sus amigos hasta el día 15 de septiembre, fecha en que debían reunirse de nuevo.
Aquella mañana de principios de octubre, Max Pogge se encontraba bastante aburrido. Londres empezaba a cubrirse de su tradicional y molesta bruma, y el famoso estafador, sentado al pie de la chimenea, fumaba sin descanso, y se dedicaba a contemplar el borroso paisaje a través del hermoso ventanal de su segundo piso de Waterloo Street.
Max Pogge se aburría extraordinariamente. Después de los últimos y brillantes golpes que había dado, con singular suerte, ya nada tenía aliciente para él y no encontraba emoción en cuanto le rodeaba.
Un atardecer del mes de septiembre, el transatlántico «Croydon» hacía escala en Dover, después de una feliz travesía desde la India. El barco, cargado de pasaje, dejó en dicho importante puerto más de doscientos pasajeros, que se esparcieron por la ciudad en busca de alojamiento unos y otros haciendo tiempo para tomar el tren que habría de conducirles a diversas localidades del interior, punto final de su viaje.
Max Pogge, el célebre ladrón de alto copete, a quien toda la Policía metropolitana de Londres buscaba con ahínco, se aburría soberanamente a muy poca distancia de Scotland Yard, donde todos los agentes a las órdenes de míster Jergenson se afanaban en encontrar una pista segura que les condujese hasta el celebérrimo estafador, por cuya captura había ofrecido el ministro de Asuntos Interiores cinco mil libras.
INCLINADO violentamente Kid Dixon sobre el duro asiento de su ligera y fina canoa de corteza de abedul, sobrecargada de agua hasta amenazar con hundirse en la turbulenta y fangosa corriente del rio, se irguió un momento con angustia, y echando un profundo vistazo hacia adelante, al amparo de una de las innumerables centellas que surcaban el denso y negro manto del cielo, abarcó ambas orillas.
Si no se había despistado con la terrible tormenta eléctrica que venía persiguiéndole, Colorado abajo, desde que saliera de Pembina con rumbo a la Colonia, debía hallarse muy cerca de Fort Garry; y aunque, por un lado, agradecía la tormenta que podía protegerle para ayudarle a desembarcar sin ser descubierto, por otro, la impresionante oscuridad que reinaba en el río amenazaba con lanzarle de modo inopinado contra las escarpadas y altas orillas, haciendo zozobrar su barca y poniéndole en terrible peligro de perder la vida.
El sargento Elyss, de guardia aquella noche en la Jefatura Superior de Policía, de Nueva York, bostezó ruidosamente, extrajo con pereza el voluminoso reloj que guardaba en el bolsillo del chaleco, oculto debajo de su ceñida guerrera de paño, y tras consultar la hora murmuró:
—¡Peste!,.. Las nueve y cinco y mi compañero Welsh sin venir a relevarme. Sí es extraño en él, que es como un cronómetro.
El cabo, que le hacía compañía en el Departamento de Información, dobló cuidadosamente el periódico que repasaba por enésima vez, y dejándolo doblado sobre sus huesudas rodillas, comentó sarcásticamente:
—¡A ver si no ha podido venir porque mañana tengamos que agregar su nombre a esas preciosas listas que tenemos ahí enfrente!... Cada semana aumentan de volumen de un modo aterrador.
Rawlins era un poblado del sur de Wyoming que empezaba a adquirir una preponderancia nunca soñada merced a la audacia de los ingenieros, que habían concebido la atrevida idea de tender la línea del ferrocarril que debía atravesar el territorio de Este a Oeste.
Hasta aquella fecha en que las brigadas de obreros avanzaron por la pradera con el estruendo de sus barrenos, el crepitar de sus vagonetas, el vocerío de sus gargantas, resecas por el sol y el polvo, y el “mare magnum” que la terrible obra arrastraba consigo, el poblado había resultado un remanso de paz y tranquilidad, asentado sobre la ondulante pradera, teniendo frente a él, como una decoración de ensueño, los mágicos cerros, por donde los aventureros de arrestos habían trazado durante algunos años la ruta de sus largas caravanas, amenazadas de morir arrolladas por el vértigo del ferrocarril.
La cantina que un día fué propiedad de Max Baxter y que al morir éste pasó a manos de su hija Bernardette, estaba situada en el esquinazo de un bajo edificio en una pequeña plaza en el importante poblado de Medford del norte de Oregón. Este poblado, debido a la proximidad a la divisoria de California y quizá aún más debído a que en este último Estado se había intensificado una gran limpia de gente peligrosa por todos conceptos, se había recrecido en poco tiempo, adquiriendo una excelente importancia, pero a la par, había adquirido un carácter bronco y peligroso que amenaba con contaminar al elemento joven y sano de la cuenca.
Aquella tarde dominguera de mediados de julio, la pequeña estación de Villaplana, pintoresco lugarejo con ínfulas de poblado, mecido blandamente por la brisa serrana de los picachos de Gredos, encontrábase concurrida como pocas veces en el año.
Felipe echó un rápido vistazo al modesto equipaje que el mozo acababa de depositar en la redecilla de la litera y, tras asegurarse de que todo estaba en orden, entregó un billete de cinco pesetas al empleado y le despidió con un gesto nervioso. Luego levantó el cristal de la ventanilla y, acodándose en la jamba, paseó su mirada aguda por el andén.
Moría la tarde en una apoteosis de celajes violáceos y rojizos, como si el resplandor de un gran incendio surgiese de las turbias aguas del Sena para elevarse amenazador hacia la grácil silueta de la Torre Eiffel, dispuesto a devorarla con el ansia homicida de su lumbrarada. Desde el inclinado ventanal de aquel tabuco rayano con el cielo, que en el corazón del viejo barrio latino tenían alquilado «El cuarteto de las Bellas Artes», como pomposamente se denominaban ellos mismos, Pepe Ramírez y Carlos Ibarra contemplaban la maravillosa puesta de sol, sin casi atreverse a respirar para no romper su encanto.
Aquella misma noche Eduardo partía para Barcelona, donde pensaba establecerse definitivamente como abogado. Nada le retenía ya en Madrid, ni nadie tenía derecho a mezclarse en su vida para exigirle un cambio de actitud que hubiese sido su ruina física y moral. Fallecida dos años atrás su madre, única parienta allegada que poseía en el mundo, el resto de sus parientes, primos y tíos segundos nada significaban para él y se consideraba más libre que el aire para tomar las decisiones que estimase convenientes, sin tener que dar cuenta a un tercero de ellas.
A Pepe no se le había perdido nada en Zarzalejo. Sabía que era un balneario de moda, algo cursi, al que acudían niñas bien atraídas por el ambiente propicio al flirteo; pero jamás había estado allí ni acertaba a comprender por qué Antonio había elegido tal lugar, cuando no padecía del hígado, afortunadamente para él, y cuando precisamente su plan era marchar a Suiza a pasar el verano, como acostumbraba a hacer todas las temporadas.
El señor Cabarrús, encerrado en su despacho de la gran fábrica de hilaturas «El Airón Blanco», se dedicaba nervioso a ordenar un inmenso montón de papeles que había extraído de su caja fuerte, del clasificador que se erguía junto a su mesa de trabajo y de los cajones de ésta, abiertos y en completo desorden.
Cuando Claudio Robledales penetró cansino y vacilante en el café, dirigiéndose directamente al rincón más apartado del mismo, el camarero de aquel turno—un viejo canoso y gordinflón, que había visto correr un cuarto de siglo por los desvencijados divanes del establecimiento sin que el tapicero pusiese en ellos sus manos piadosas—hizo un gesto de resignación y con paso tan cansino y desmadejado como el del cliente se acercó a éste, preguntando con tono desabrido...
Ernesto Clay se arrojó del lecho, vistióse con un precioso albornoz listado de azul y amarillo y colocándose ante el gran espejo que le ofrecía su biselada luna al otro lado de la estancia, se contempló complacido, pasando sus finos y blancos dedos por los ensortijados mechones de cabello revuelto, para echarlos hacia atrás y poner mejor al descubierto su frente tersa, bajo la cual brillaban alegres y luminosos dos hermosos ojos que eran el tormento de muchas docenas de admiradoras.
Hilary Master, con su impecable uniforme blanco, sus dorados galones en la bocamanga, su gorra de plato y el rostro congestionado por el agobiante calor que reinaba aquella tarde en Koala Paya, penetró en el bar de los plantadores dispuesto a beberse un buen refresco y calmar un poco el sudor que inundaba su cuerpo, antes de hacer la visita oficial al Residente inglés a cuyas órdenes debía ponerse para tomar posesión del mando del pequeño barco, que remontando la corriente del Sanggor debía vigilar el orden en las plantaciones de caucho y velar por la moral, buenas costumbres y tranquilidad de aquel pedazo de dominio que abrasaba el sol malayo.
Don Sebastián Cantillana, simpático sesentón, atildado, tieso, muy pulcro en el vestir y muy cuidadoso de su persona, se paseaba cabizbajo por el suntuoso despacho, donde permanecía encerrado las horas de la mañana, trabajando con ahínco en la resolución de sus negocios que nunca quiso abandonar, a pesar de disfrutar de una posición desahogada que no le exigía el esfuerzo cotidiano para tener asegurado los pocos años que podían quedarle de permanencia en el mundo.
Nunca en su vida habíase sentido Ricardo tan emocionado ni con el espíritu tan impregnado de romanticismo como esta tarde de finales de florido y perfumado mayo, en la que el ambiente, el escenario y la bella y dulce imagen que tenía ante sus ojos, parecían haber sido reunidos por Dios para formar el cuadro poético y armonioso que debería servir de fondo a su tantas veces contenida declaración de amor.
Edith Toler penetró en la plaza de la iglesia, graciosamente montada en su braceante jaca pía y se encaminó directamente hacia el hotel del Valle. Cuando cruzaba por el callejón de los Apaches se había quedado un tanto sorprendida al captar el alegre rasgueo de una guitarra —cosa un tanto desusada en aquel trozo del valle de Wasaton en Utah— y mucho más al percibir la voz viril un poco atenorada de alguien que, con despreocupación, desgranaba una tonada en español acompañada por el ritmo de la guitarra. La joven sintió curiosidad por saber quién era el extraño forastero que así llevaba al corazón del Estado las melodías de la frontera mejicana y cuando, al fin, alcanzó la plaza y se dirigió rectamente hacia el hotel, no tardó en descubrir al alegre cantor.
Jeff Gilson era un impulsivo. Lo fue toda su exuberante e inquieta vida sin que nada ni nadie pudiese domeñar sus tremantes nervios prestos a vibrar por el más insignificante detalle. Desde que acertó a dejar de gatear por los suelos y a mantenerse erguido sobre sus remos posteriores, se dejó llevar siempre del primer impulso sin contrariarlo lo más mínimo y cuantas veces consultó el caso con su conciencia, otras tantas ésta le aseveró que había acertado con ser así, por lo que Jeff se manifestó satisfecho de su vida con todos los quebraderos de cabeza que ser tan impulsivo le proporcionó.
La presente novela podría considerarse de viajes si no fuera porque se trata de una obra de ficción y los personajes no viajan voluntariamente sino forzados por la naturaleza de su trabajo. En cualquier caso, el territorio por el que circulan los protagonistas de ficción es real, al menos durante la época en que fue contemplado. El narrador, neutro y distante, pero al mismo tiempo lo suficientemente cercano, se limita a recoger, como una cámara de vídeo con zoom, todo aquello que su mirada y su oído perciben. No interviene ni juzga, solamente muestra. Por lo demás, muy al estilo de los últimos libros del autor, éste no se cuela en el interior de sus personajes para desvelar sus pensamientos ni su sentir; todo ha de intuirse a través de sus actos y sus palabras, como en la vida misma. El Ruta parte al amanecer de la histórica y monumental ciudad de Sigüenza y concluye su trayecto narrativo a altas horas de la noche del siguiente día en la no menos histórica y monumental ciudad de Alcalá de Henares, habiendo efectuado paradas en todas las estaciones del recorrido. Una novela realista y fascinante, que a nadie puede dejar indiferente.
Deliciosa novela de espionaje ambientada en los años 30. Anterior a la segunda guerra mundial, al estereotipo de James Bond y a los artilugios electrónicos, cuando el espionaje era un 'duelo entre caballeros' y con el sabor y la elegancia de la época. Escrita por uno de los maestros de la narrativa.Secretos internacionales y pasiones secretas están en juego en una guerra de ingenios explosivos entre una agente de espionaje hermosa pero siniestra y el héroe más singular que jamás ha usado una capa o cargado un puñal. Detrás de su indiferencia displicente. Debajo de su afectado hastío, había una astucia insospechada que le permitiría burlar a 'Mystery'
William Solís es un ingeniero civil que se traslada desde Santiago de Veraguas a La Chorrera, Panamá Oeste, a vivir en casa de su padre, unido con una nueva mujer, lo que alterará radicalmente el futuro de la familia. Derroche de traición, amor, sexo, erotismo, pasiones y sorpresas encontrará en esta novela para adultos.
Un accidente casual lanza hacia la Luna a Peter Grossman, reportero gráfico del 'Sunbeam' , quien por un cúmulo de circunstancias , comparte las penalidades y la glorias del grupo de físicos dedicados a la astronáutica. Las divertidas escenas y aventuras que se desarrollan en torno al hallazgo de un meteorito de antimateria entretejidas con los fenómenos de inercia de masas a que da lugar , el salvamento de la tripulación del satélite artificial y el lanzamiento del protagonista en órbita hacia la Luna , desarrolado con rigor de cálculo , cautivan la atención del lector hasta las últimas lineas. Como final, un cuento corto titulado 'El convertidor de magnitud'.
Divulgación, Ciencias sociales, Historia, Idiomas, Otros
Á fin de dar una aproximada idea del escenario en que han surgido ó se han perdurado las «Leyendas» que damos en este librito, lo empezamos con una ligera noticia sobre el territorio de Misiones y la raza Guaraní, desde la época del descubrimiento del rio de la Plata; resúmen de lo escrito anteriormente por los mas distinguidos historiadores. Hemos creído que el conocimiento del lugar de los sucesos contribuirá á ayudarnos, para que las narraciones no sean tomadas como simples cuentos y de ellas resulte alguna enseñanza. Nos apresuramos sin embargo á hacer constar que si este trabajo merece algún elogio, no es á nosotros á quien corresponde recibirlo, pues lo que se ha hecho ha sido simplemente dar forma á la ficción popular, prefiriendo las tradiciones que hemos creído de origen anterior á la conquista española ó las que más nos han llamado la atención.
Divulgación, Ciencias sociales, Historia, Idiomas, Otros
Nuestra simpatía por los asuntos nacionales ó americanos nos hace que presentemos en este librito algunas leyendas, tradiciones y retratos de los indios «Quichuas» que dan idea del grado de civilización á que alcanzaron. En atención á los lectores que estiman los datos históricos hemos tratado de no separarnos de la verdad, aún en el texto de las mismas leyendas. El vocabulario contiene la etimología de algunas palabras indias, usadas en nuestra lengua castellana y que por lo tanto convenía consignar. Si el público encuentra aceptable este pequeño trabajo, se habrán satisfecho plenamente nuestros deseos.
Es la primera vez que aparecen datos nuevos inéditos sobre la revolución Mexicana y sobre Pancho Villa. Es un enjambre de datos inéditos debido a que el autor tuvo el privilegio de tratar a su tio el coronel José Nieto Houston y el cual le heredo sus memorias. Es una novela histórica y su autor fue considerado por Gregorio Marañón como uno de los jóvenes más brillantes que hubiera conocido.
Novela histórica en la que se entremezclan datos auténticos de la revolución jamas publicados antes referentes a un tesoro que efectivamente existió de Francisco Villa.
Es la primera vez que se publica un libro con este tema, las fuentes vienen directamente de un tío bisabuelo del autor, quien es el vencedor de Indio Victorio en el Combate de Tres Castillos, México.
La historia del estado de Chihuahua centrado en Ciudad Juárez donde se refugió Benito Juarez. El Paso del Norte, triunfo de la Revolución Mexicana. Ciudad Juárez es una de las ciudades industriales más importantes de México. Es el pilar en la industria y comercio de México.
El sonido constante de un tren que se desplaza por las vías. Un tren que ha contribuido al progreso pero también a la industrialización del mal: desde el traslado de tropas a los campos…
En un pueblecito de los Cárpatos, se descubre una fosa en una fortaleza romana. ¿Fueron víctimas de un pelotón de fusilamiento comunista? Y, ¿por qué cada noche desaparecen de la tumba huesos de los dedos de la mano? Los lugareños esperan que un equipo de cinco antropólogos forenses, especializados en analizar «desaparecidos» de la Junta argentina, solucione el enigma. Mientras tanto, Petrus, un joven arqueólogo, pasa los días de lluvia escuchando a su tía evocar viejas batallas y a sus amigos cotillear y adivinar el destino en el poso del café: el amor y el dinero aparecen de manera milagrosa; el jefe de policía hace declaraciones a los periódicos; el coronel Spiru, jefe investigador militar, merodea por los alrededores de la fosa y, en las montañas, la mano del destino conduce de nuevo a un humilde sacerdote por los caminos de la historia. «La escritura de Florian es exuberante, circular, iterativa y concentrada. Quien acepte la propuesta del autor obtendrá como compensación una poderosa recompensa sensitiva y una notable cantidad de información sobre el alma rumana, tan tremenda y trágica, tan llamativa».
¿No sabe lo que es dormir una noche entera desde que nació su hijo?¿Le da de comer varias veces porque así se calma?¿Se adormece cuando coge su mano o toca su pelo?¿Aumentan sus niveles de ansiedad a medida que pasan las horas?Un bebé que no duerme ni deja dormir es un tormento en cualquier hogar. Con este libro aprenderá en 10 días, paso a paso, un método innovador, práctico y eficaz para acabar con el desvelo. Evitar los errores más comunes Cómo actuar ante los despertares nocturnos Las siestas y su horario Rutinas divertidas y relajantes El muñeco mágicoLa autora, con formación en Sleep Training, asegura que su hijo aprenderá a dormir solo porque se trata de un acto natural y necesario, y que en dicho aprendizaje no conviene dejarle llorar, sino mantener el contacto físico para que se sienta seguro.
Filón de Alejandría, también llamado «Filón el Judío» (h. 30 a. C.-h. 45 d. C.), fue el principal representante del judaísmo helenístico de su época. Autor prolífico de escritos filosóficos y exegéticos, muchos de los cuales se han conservado, fue un ecléctico más que un pensador sistemático. Concilió la filosofía antigua con la fe cristiana a través del método de la alegoría, que le permitió encontrar muchos rastros del pensamiento antiguo en el Antiguo testamento. Sus escritos suelen distribuirse en tres grupos: tratados sobre la Ley Judía, obras apologéticas y tratados filosóficos. Los escritos de Filón ejercieron una gran influencia entre los primeros cristianos, que incluso le consideraron uno de los suyos. Este volumen reúne dos de sus tratados conservados: «De somniis», que trata varios sueños aparecidos en el libro del Génesis, y «De Iosepho», en el que Filón presenta a José como modelo de político.
Filóstrato probablemente compuso esta Vida entre el 217, año de la muerte de la Emperatriz Julia Domna, quien probablemente le había encargado la obra, y su propia muerte alrededor del 245. La «Vida de Apolonio de Tiana» es presentada por su autor como una verdadera biografía dedicada al filósofo Apolonio de Tiana: Filóstrato dice haber hecho un trabajo de historiador y cita sus fuentes al comienzo de su obra. Sin embargo, muchos episodios de una naturaleza fantástica o incluso maravillosa, parecen ser solo inventos. Además, los procesos narrativos empleados y las vicisitudes de Apolonio son una reminiscencia de las novelas griegas como las de Aquiles Tacio o Heliodoro. Por lo tanto, es posible que Filóstrato hiciera ficción conscientemente, pero escenificó su texto como una verdadera biografía, como era común hacer al comienzo de la ficción en la antigüedad. Por todas estas razones, hoy en día se considera que la «Vida de Apolonio de Tiana» contiene una gran parte de ficción, incluso si sigue siendo utilizable como documento histórico… con mucha distancia. Pierre Grimal incluye este texto en su edición de novelas griegas y latinas en la Biblioteca de la Pléyade. Si la «Vida de Apolonio» está más cerca de la novela, por la naturaleza ficticia de muchas de sus vicisitudes y los procesos narrativos que despliega, no es, sin embargo, una novela griega propiamente dicha, porque no tiene por sujeto una la intriga de amor, sino la vida ascética de un filósofo presentado como un «hombre divino» (theios aner) y un hacedor de milagros. Es una hagiografía pagana elogiando a Apolonio, una historia de viajes por los episodios que establece, y una novela griega por sus procesos (una posible ficción organizada como una historia real) y el sabor del exotismo del que testifica. La «Vida de Apolonio de Tiana» es una de las fuentes más importantes que tenemos sobre el carácter de Apolonio de Tiana y un valioso documento sobre la religiosidad antigua en los primeros siglos de nuestra era.
Biografías de sofistas, escritas con intento retórico por Filóstrato, neosofista griego del siglo III d. de C. Fueron redactadas entre el año 228 y el 238 y dedicadas a Antonio Gordiano, el futuro emperador, mientras era cónsul en África. Las Vidas rememoran a los más célebres sofistas de la época del autor, y ofrecen una completa perspectiva de este movimiento intelectual. Estas biografías ponen de manifiesto el conocimiento no sólo de las vidas y las obras de los personajes tratados, sino de la sociedad en que vivían, y transmiten los gustos de la aristocracia grecoparlante bajo el imperio de Roma. Por ello arroja una luz muy esclarecedora sobre los siglos II y III, y nos permite conocer el movimiento llamado Segunda Sofística, florecimiento cultural y renacimiento de los ideales educativos de la Grecia clásica. Filóstrato, que creó dicha denominación en esta obra, incluye en el concepto a retóricos, maestros y otros profesionales de la palabra, incluso a juristas, pero no a filósofos.
Las Cartas de amor de Filóstrato son una de las colecciones de cartas de amor más importantes de la literatura griega, con el aliciente añadido de ser traducidas por primera vez a la lengua española. El epistolario de Filóstrato es un ejemplo eximio de la prosa de arte del siglo II d. C., que, sin necesidad de grandes alardes retóricos o estilísticos, logra, sin embargo, imprimir cierto marchamo poético a estas breves composiciones en prosa. Es, en efecto, la falta de metro una de las características más significativas de estas reflexiones amorosas que, en el resto de elementos formales y de contenido, rivalizan con sus referentes poéticos más cercanos: la elegía y el epigrama helenísticos y la poesía amatoria de época augústea.
Bajo el nombre de Aristéneto nos ha sido legada una colección de cartas de corte erótico-narrativo datable en los primeros decenios del siglo VI d. C. Las Cartas de Aristéneto son ciertamente un fiel producto de la época y, si bien no hay que esperar de ellas grandes miras literarias, en lo que se refiere a la composición son, no obstante, un alarde de explotación y reelaboración textual del pasado clásico y helenístico-imperial, mientras que, en lo que respecta a los contenidos, son sin duda el último gran sumidero de sedimentación de géneros de composición, tópicos y motivos literarios rastreables en prácticamente todos los géneros poéticos de la literatura grecolatina.
Este volumen reúne varios textos de dos sofistas, Filóstrato y Calístrato. Del primero (que es el nombre de cuatro escritores miembros de una familia de Lemnos que vivieron en los siglos II y III d. C., por lo que a menudo se plantean dudas acerca de a cuál de los cuatro hay que atribuir una obra determinada) tenemos el «Heroico», diálogo entre un comerciante fenicio y un labrador de viñedos acerca de la presencia de los antiguos héroes en el mundo contemporáneo, en el que aparecen los fantasmas de los protagonistas de la guerra de Troya, y que presenta a los héroes como sucesores de los gigantes y como hombres divinos curtidos en el esfuerzo que representan para los humanos paradigmas morales; el «Gimnástico», que subraya el origen heroico del ejercicio físico y de la competición, del espíritu agónico; por último, las «Descripciones de cuadros», dos series de descripciones en prosa de obras pictóricas que el autor dice haber visto, en una temprana muestra de crítica artística. Por su parte, el sofista y retórico Calístrato compone en el último texto de este volumen numerosas descripciones de estatuas, que se suelen publicar junto a las «Descripciones» de Filóstrato (a las que imitan).
¡Porque tú me andas buscando! es el reencuentro con la verdad que está dentro de ti, donde encontrarás la solución a todos tus problemas terrenales. Es el final de la búsqueda donde la luz que se te proporciona te conducirá al verdadero conocimiento que siempre ha estado dentro de ti. ¡Porque tú me andas buscando! es el libro que te llevará de una forma pausada en dirección correcta a donde se encuentra la verdadera felicidad. Se te llevará a la práctica del verdadero perdón. Este perdón te conduce a vivir un sueño feliz dentro de la ilusión de estar en un mundo libre de cualquier tipo de escasez. Te darás cuenta de que tener una conciencia de abundancia donde nada se te puede negar es tu verdadero tesoro. Este libro está diseñado para que hagas contacto con tu Ser Superior, tu Maestro Interno.
En 2018 se cumplen más de 40 años de la muerte de Hannah Arendt, considerada como la filósofa política más importante del siglo xx. Su trayectoria biográfica como discípula de Jaspers y Heidegger, como judía alemana exiliada y finalmente como ciudadana norteamericana marcó la singular evolución de su pensamiento, no clasificable en ninguno de los «ismos» al uso; de ahí su actualidad y el que haya vuelto a aparecer en escena en los últimos años. Este volumen reúne las reflexiones de destacados filósofos, como Hans Jonas, Richard J. Bernstein o Salvador Giner, quienes analizan desde perspectivas muy diversas los temas centrales de la obra de Arendt. De esta manera, su figura se va perfilando como la de una teórica que puede y debe tomar parte en nuestras controversias actuales. Hannah Arendt nunca sintió la tentación de hacer suyas las palabras de Hugo von Hofmannsthal, quien dijo hace un siglo que «es relativamente fácil ganarse las simpatías de la generación a la que se pertenece»: durante su vida su voz fue incómoda y aún hoy sigue siéndolo. Justamente por eso hay que escucharla.
Las reflexiones de Hannah Arendt arrancan de la experiencia del surgimiento de los totalitarismos. Así, su pensamiento parte de la constatación de heterogeneidad entre las viejas herramientas conceptuales y la experiencia política del siglo XX. El choque del pensamiento con la realidad es lo que la empuja forzosamente a buscar nuevas herramientas de comprensión y ello tiene como resultado una obra caracterizada por una feroz independencia intelectual y por su conflictiva relación con la filosofía y la sociología, la historia y la psicología. Sus ejercicios de pensamiento son la muestra de una obstinada y lúcida búsqueda de las formas de pensar y de organizar la política que necesita nuestra época, una vez que el hilo de la tradición se ha roto de modo irreversible. El propósito de Fina Birulés es mostrar que el modo de pensar de Hannah Arendt se concentra más en el proceso de construir que en dar con una construcción acabada, de modo que su legado se nos presenta sin manual de instrucciones, como una herencia sin testamento.
Una explicación de por qué no hay que decir mentiras.
Estrella, una nueva alumna de sexto de primaria, produce ciertas incomodidades debido al cuidado especial que requiere. Pero su reacción ante la noticia de un secuestro conmoverá a sus compañeros de clase, a su familia y a la opinión pública demostrando que, por encima de las diferencias de ideas o capacidades, lo más importante es tener un gran corazón.
David y Blanca oyen extraños ruidos procedentes de un cementerio abandonado. Deciden investigar, y una vez dentro, sufren raras experiencias, ven extrañas figuras y oyen músicas misteriosas…
La abuela Rosa y los gemelos Rita y Ramón, escoltados por su legión de mascotas, se instalan en la Casa del Palomar, una vieja mansión abandonada. En el pueblo ninguna persona se atreve siquiera a mencionar su nombre, pero cambiará la vida de los nuevos inquilinos. ¿Qué encontrarán en su interior? Un libro de misterios y secretos que atrapa desde las primeras páginas.
Francisco Sánchez Loiro acude frecuentemente al despacho del director, y rara vez se trata de visitas de cortesía. Cada vez que escucha su nombre por la megafonía del colegio, se infla de orgullo, aunque sabe que no le espera nada bueno. Pero también sabe que todas las miradas están pendientes de él, y eso le gusta. Fran no tiene miedo a nada, o eso dice. Cuando se entera de que su amigo Cali tiene problemas con las drogas, decide estar cerca de él y ayudarle. Descubre el desconocido mundo de la drogadicción y las dificultades que supone salir de este infierno.
A Ana ya no le gustan los juguetes con los que se divertía hasta ahora. Está creciendo y le parece que no es muy guapa, pero está contenta porque cada día le trae nuevas sorpresas. En un viaje conoce a Abdullah, un chico con el que descubre otras formas de vida y resuelve casos emocionantes y peligrosos. ¡Ay, cuando se lo cuente a mi amiga Eugenia! Fina Rouco nació en La Habana adonde emigraron sus padres y abuelos. Es profesora, y como escritora ha ganado distintos premios de Literatura Infantil.
En 1981, Nuestra Señora se apareció por primera vez a seis niños en el pequeño pueblo de Medjugorje (Bosnia-Herzegovina). Desde entonces, millones de peregrinos han viajado de todas las partes del mundo para rezar en este lugar tan especial. En conversación con el escritor Finbar O’Leary, Vicka, la mayor de los seis videntes, nos habla de su especial relación con la Aparecida y nos transmite muchos de los mensajes que la «Reina de la Paz» le ha dado.
Vicka relata sus propios sufrimientos, físicos y místicos, y las experiencias en las que la Virgen la ha acompañado. Este libro también contiene una entrevista con la madre de Vicka, Zlata, que habla por primera vez sobre su familia, sus oraciones y las apariciones, y recoge el testimonio del hermano menor de Vicka, Franjo, que da cuenta del hallazgo y custodia de los rosarios que Nuestra Señora les legó
Michelle es afortunada por vivir frente al palacio de la Alhambra, en una ciudad tan bella y cosmopolita como Granada. Sin embargo, a sus cuarenta años, atraviesa el momento más crítico de su vida cuando una tormenta de nieve la deja atrapada, en plena época navideña, junto a un grupo de personajes de lo más variopintos; Su difícil divorcio, que amenazaba con hundirla y alejarla de todos sus sueños, termina sanando esa maraña de miedos que arrastró durante demasiado tiempo. Todo ello unido a una experiencia paranormal, cuyo protagonista no es, ni como ella había imaginado, ni tan fácil de aceptar como insiste su destino, hará girar su mundo hasta verse iluminada por un sol hasta ahora desconocido.
1910. Los primeros quince años de Mei Ryu transcurren de manera natural entre los cerezos en flor del Japón más tradicional, hasta que un compendio de desafortunadas desgracias la arrastra, junto a su padre, al corazón de China, donde éste la obligará a vivir en un burdel. Allí trabajará limpiando las habitaciones de lánguidas prostitutas y repugnantes clientes.Mei siente la fuerte necesidad de escapar de ese mundo que tanto detesta, y el día que es violada decide marcharse, teniendo que recurrir a los actos más impuros para conseguir dinero y alas.Cuando cree totalmente perdidas su dignidad y su humanidad, alguien inesperado le ofrece un trabajo honesto y muy especial que podría suponer la salvación. Sin darse cuenta, Mei se hallará frente a lo que nunca habría esperado, el verdadero amor.
Al explorar las respuestas a la pregunta: “¿Por qué Gran Bretaña votó irse?”, O’Toole se encuentra descubriendo cómo mentiras periodísticas triviales se convirtieron en obsesiones nacionales nada triviales; cómo la indiferencia hacia la verdad y el hecho histórico han definido el estilo de toda una élite política; cómo un país colonialista se está redefiniendo como una nación oprimida que requiere liberación. También discute la atracción fatal del fracaso heroico, una vez un culto autocrítico en un imperio de gran éxito que bien podía permitirse el desastre ocasional. Ahora el fracaso ya no es heroico: es solo un fracaso, y sus terribles costos serán asumidos por los partidarios más vulnerables del Brexit y por aquellos que pueden sufrir las consecuencias de una frontera dura en Irlanda.
Cuatro generaciones de mujeres gallegas desde el año 1890 hasta nuestros días, la lucha por la supervivencia, la Guerra Civil, la violencia de genero, la emigración, los amores prohibidos. Una apasionante novela que tiene un mensaje de superación en la vida, hace que levanten la voz y sigan adelante luchando por sus vidas.
Vasia Schumkov es un hombre sencillo con una discapacidad física que lo hace más retraído. A pesar de eso, descubrió la dicha de amar y de ser correspondido. Toca el cielo con las manos y está a punto de casarse con Lisenka. Pero por su sentido de responsabilidad laboral acepta un arduo trabajo para no defraudar a su jefe. Vasia y su amigo Arkadi, dos funcionarios públicos, son retratados por el autor para mostrarnos la vida de personajes simples y el entorno sentimental del hombre humilde pletórico de riqueza al poder experimentar sentimientos alejados de la mezquindad. Vasia es un ser de gran emotividad, la felicidad lo embota hasta el punto de que no puede hacer nada más que disfrutarla. Ni siquiera cumplir con el trabajo encargado. Con este estado, el autor presenta un proceso de enajenación, de sumisión hacia el jefe que lo desdibuja como ser humano y lo lleva a la pérdida de la razón cuando no puede cumplir un nuevo encargo. El reflejo de las turbulentas pasiones del alma de Dostoyevski constituye uno de los pilares de la literatura psicológica de la que esta breve narración es un hermoso ejemplo.
Escrita en 1866, conserva todo su valor. Es una de las más grandes novelas de la literatura universal. Narra la experiencia del joven Rodion Raskolnicov luego de enfermar por el recuerdo de un crimen.
Los sucesivos conflictos que se plantea Raskolnicov hacen de esta novela una historia atrapante y revelan la capacidad de Dostoyevski para adentrarse en los entresijos de la mente humana.
Partiendo de un original titulado «Los borrachos» concebido para tratar el tema del alcoholismo en la familia, «Crimen y castigo» que aquí ofrecemos en una nueva traducción de Fernando Otero Macías fue escrita por Dostoievski en una época de deudas y penurias muy particular: acababa de morir su hermano, tenía que ayudar a mantener a su viuda e hijos, estaba también escribiendo «El jugador», y se vio obligado a recurrir, ante la negativa de otros, al editor de la revista «El Mensajero Ruso», con quien estaba enemistado. Allí la publicó en 1866 y hoy es, incuestionablemente, su obra más conocida. La relegación del alcoholismo a un segundo plano puso, sin embargo, en primera línea a Raskólnikov, uno de los mitos de la literatura del XIX: un joven de veintitrés años, inteligente, cultivado y «extraordinariamente bien parecido», pero andrajoso, dejado, negligente con sus estudios y tristemente alojado en un cuartucho. Desde el principio acaricia el plan de robar y matar a una mezquina usurera, pensando que su despreciable moralidad y el buen servicio que podría dar a los bienes robados justifican el crimen. Una vez cometido, sin embargo, nada sale según lo previsto: el crimen se revela «escasamente monumental», el criminal oscila entre la arrogancia, el cansancio y el delirio, y tal vez no se salve de la investigación policial. ¿Tiene el joven «el talento de pronunciar en su medio una nueva palabra», como a veces pretende, o es «un piojo esteta, y nada más»? En el deambular de Raskólnikov por San Petersburgo, en sus idas y venidas, en sus vueltas y más vueltas, hay un extravío literal& aunque al final revele tener, como la propia novela, un rumbo, una recóndita meta.
Los Cuentos de Fiódor M. Dostoievski (Moscú, 1821-San Petersburgo, 1881) intentan abarcar todo el período de su actividad como escritor, desde sus comienzos literarios en 1845 hasta 1877, año en que comienza a escribir Los hermanos Karamazov. En estos cuentos, no por breves menos geniales que sus novelas, aparecen temas recurrentes en toda su obra: los estafadores estafados en la «Novela en nueve cartas», el delirio de un avaro en «El señor Projarchin», o la generosidad del pueblo ruso en «El ladrón honrado». También en estos relatos su vena satírica y humorística cobra más fuerza. «La mujer ajena y el marido debajo de la cama», «Bobok» o «El cocodrilo» son buen ejemplo de ello. Las historias que se incluyen en este volumen ofrecen al lector una visión amplia de la compleja personalidad artística de este gran escritor ruso, que siempre consideró su deber «rehabilitar al individuo destruido, aplastado por el injusto yugo de las circunstancias, del estancamiento secular y de los prejuicios sociales».
Dostoyevski, además de ser uno de los grandes novelistas de la historia de la literatura, se dedicó durante la mayor parte de su vida al periodismo y fue un activo creador de opinión. Diario de un escritor es, sin duda, uno de sus proyectos mayores y ha terminado convirtiéndose en una suerte de testamento y compendio de todo su pensamiento. Los reportajes, los ensayos y los apuntes críticos que Dostoyevski fue publicando en diferentes revistas constituyen no sólo un recuento de las filias y fobias del autor, sino que se revelan como un documento clave y necesario para la comprensión de la historia más reciente de Rusia, de sus conflictos sociales y políticos, y también en cierta manera una buena panorámica de la literatura rusa escrita por uno de sus nombres claves. Se recopilan revueltas políticas, juicios sumarios y conflictos sociales, pero también reflexiones sobre Pushkin o comentarios sobre Anna Karénina. Diario tiene un sentido eminentemente periodístico, lo cual entorpece su lectura. Sin embargo, como en la mayoría de sus obras, Dostoyevski se expresa con un carácter de profunda humanidad.
Dostoievski, además de ser uno de los grandes novelistas de la historia de la literatura, se dedicó durante la mayor parte de su vida al periodismo y fue un activo creador de opinión. Diario de un escritor es, sin duda, uno de sus proyectos mayores y ha terminado convirtiéndose en una suerte de testamento y compendio de todo su pensamiento. Los reportajes, los ensayos y los apuntes críticos que Dostoievski fue publicando en diferentes revistas constituyen no sólo un recuento de las filias y fobias del autor, sino que se revelan como un documento clave y necesario para la comprensión de la historia más reciente de Rusia, de sus conflictos sociales y políticos, y también en cierta manera una buena panorámica de la literatura rusa escrita por uno de sus nombres claves. De género inclasificable y límites difusos, en sus páginas tiene cabida por igual la actualidad, la crítica literaria y algunas de las más importantes narraciones breves de Dostoievski.
A partir de esta parábola relatada en «Los hermanos Karamazov», que recrea la segunda venida y detención de Jesucristo en época de la Inquisición española, Dostoyevski hace una profunda y delicada reflexión sobre la fe, el sufrimiento, la naturaleza humana y el libre albedrío. Se incluyen también las impactantes páginas escritas por el autor durante su exilio en un campo de prisioneros de Siberia.
El adolescente , novela que tiene como principal protagonista a un joven ruso que admira u odia a su padre según sean las influencias contradictorias que recibe. La vida del adolescente y de un retablo de personajes, maravillosamente caracterizados por Dostoyevski, que bullen en torno a él, va creando un crescendo en la novela, que es lo que mueve al lector a no abandonar la lectura hasta la última página.
Lanarrativa de Fedor Dostoiewski (1821-1881) disfruta de un innegable prestigioen el canon de la literatura mundial. Loshermanos Karamazov, Crimen y castigo, El jugador, Los endemoniados sonnovelas que han impresionado a sus lectores sea cual fuera su nacionalidad, sueducación y su edad. En cambio, las páginas de su Diario de un escritor o las recopilaciones de sus artículos,discursos y conferencias, aún no encuentran la difusión que merecen por laagudeza, la ironía y la certeza de sus juicios y opiniones. Esta selección, El bufón, el burgués y otros ensayos, esuna magnífica oportunidad para descubrir e iniciarse en la creación marginadade una de las figuras más grandes de la literatura universal.
Versión previa de ´Crimen y Castigo´, narrado en primera persona por Raskolnikov. Obra fundamental para comprender el proceso de escritura de Dostoievski.
Publicada en 1846, EL DOBLE constituye un caso sumamente representativo de esa clase de creaciones que, adelantadas a su tiempo, acaban siendo consagradas por la posteridad. En efecto, si en el momento de su publicación críticos y lectores coincidieron en creer que la novela era una mera versión de un tema literario tradicional —el de la persona que trata de salvaguardar su dignidad ante una burocracia avasalladora y despreciativa—, lo cierto es que la genialidad de F. M. DOSTOYEVSKI (1821-1881) le inspiró la combinación del patético personaje de Yakov Petrovich Goliadkin con el tema del desdoblamiento de la personalidad, para, superando la mera tragedia grotesca, extraer de ella posibilidades tan insospechadas como espeluznantes.
Pocas obras literarias han generado tanta controversia como «El doble», sobre todo respecto de cómo decodificarla. A Goliadkin, un retraído y patético funcionario de la burocracia rusa en épocas del zar Nicolás I, se le niega la entrada a la fiesta en honor a la hija de su benefactor de antaño, y a quien él pretendía cortejar. La situación de desprecio que vive lo turba profundamente, y es entonces cuando aparece en su camino ese otro hombre, idéntico a él. ¿Es una alucinación? ¿Hay una conspiración en su contra o todo es producto de su perturbada psiquis? ¿Sufre de paranoia, esquizofrenia o manía de grandeza? ¿O es «El doble» un relato fantástico y hay que hablar de duplicación? Luego de las críticas negativas a la primera edición, y con algunos apremios económicos, Dostoievski decide reescribirla. En 1866 publica una versión modificada, que circuló hasta la actualidad. En esta edición crítica de Alejandro Ariel González se presentan por primera vez las dos versiones, con un estudio preliminar que releva las diferencias entre ambas (la casi desaparición del registro de aventuras, cómico y hasta grotesco, y el aligeramiento del estilo del relato, por ejemplo). Cierran este volumen los borradores para la reescritura que dejó el autor, documento de las nuevas inquietudes ideológicas y artísticas del Dostoievski de comienzos de 1860, y que prefiguraron algunas de las modificaciones realizadas al texto.
Fiódor Dostoyevski (Moscú, 1821-San Petersburgo, 1881) publicó El eterno marido en 1870. No sin cierto humor y originalidad presenta en esta novela la contraposición entre dos caracteres; Trusotsky, el eterno marido, casado en diversas ocasiones y Veltchaninov, en el papel de eterno amante, que siempre dificulta o interfiere los sucesivos matrimonios de su amigo. La novela presenta el conflicto entre estos dos personajes y muestra la compleja relación que existe entre ambos.
«Necesito tratar con buenas personas», dice el joven príncipe Lev Nikoláievich Myshkin al llegar a San Petersburgo, después de pasar cuatro años en un sanatorio suizo tratándose el «mal caduco». Apenas tiene dinero y su única esperanza es una pariente muy remota, Lizaveta Profófievna Yepanchiná, casada con un general retirado y madre de tres hijas. El mismo día de su llegada es un cúmulo de incidencias: desde la acogida —mezcla de curiosidad y suspicacia— que le dispensa su lejana familia hasta una noche de escándalo y humillaciones en casa de una bella mujer de mala reputación, Nastasia Filíppovna, cercada por varios pretendientes. Se encuentra de pronto, en fin, arrojado al acontecer, en medio de «una gente extremadamente rara», como un eremita obligado a socializar. Con su candidez e inconsciente indiscreción, a lo largo de la novela no dejarán de llamarlo «idiota», pero también «artista», «enfermo», «loco», «niño»; y algunos creen que es un tipo astuto que esconde algún as bajo la manga. Él es incapaz de comprender la mentira, el desdén, la bajeza, la «extraña e incesante necesidad de ser y sentirse permanentemente agraviado», el «estado febril» en que él mismo se sumerge a veces. «Estoy de más en la sociedad», llega a pensar, pero la compasión y un impulso de ser de algún modo útil le impiden abandonar, con dramáticas consecuencias. Escrita después de Crimen y castigo y antes de Los demonios , de nuevo en un largo período de penurias, El idiota (1868-1869), que aquí presentamos en una nueva traducción de Fernando Otero Macías, inicia el ciclo final de obras maestras de Dostoievski. Como ellas, ha propiciado múltiples lecturas, pero sigue siendo la más enigmática e imprevisible de todas.
Novela de indudable trasfondo autobiográfico, «El jugador» (1866) refleja los dos grandes impulsos —el juego y la pasión amorosa— que dominaron la vida de Fiódor Dostoyevski (1821-1881). En medio de una galería de personajes desarraigados y trashumantes que deambulan por la ciudad-balneario de Wiesbaden (el «Roulettenburg» de la ficción), la patética figura de Aleksei Ivanovich personifica el goce y la angustia del tipo humano que acaba por canalizar toda su capacidad de protesta en la pasión por el juego como vía de acceso, mediante el dolor y el envilecimiento, a una libertad vorazmente deseada.
«El jugador» es una pieza básica en el edificio de la obra de Dostoyevski, conteniendo absolutamente todas las características de sus novelas más famosas, esto es, morbosidad, dramatismo, tensión casi intolerable, agresividad y revelación punzante y sutil de estados anímicos vividos y superados por el genial escritor. Dos pasiones principales campean en este libro: la del juego, que envenenó a Dostoyevski, hasta pocos años antes de morir, y la de un amor hecho de humillaciones, equívocos, odios y abnegación quijotesca.
Novela de indudable trasfondo autobiográfico, «El jugador» (1866) refleja los dos grandes impulsos, el juego y la pasión amorosa, que dominaron la vida de Fiódor Dostoyevski (1821-1881). En medio de una galería de personajes desarraigados y trashumantes que deambulan por la ciudad-balneario de Wiesbaden (el «Roulettenburg» de la ficción), la patética figura de Aleksei Ivanovich personifica el goce y la angustia del tipo humano que acaba por canalizar toda su capacidad de protesta en la pasión por el juego como vía de acceso, mediante el dolor y el envilecimiento, a una libertad vorazmente deseada.
Con esta obra, Dostoyevski representa la fisiología del avaro. Semion Ivanovich Projarchin es un personaje enigmático. Desde hace tiempo vive hospedado en la pensión de Ustinia Fiodorovna, la patrona, que es la única persona que parece lamentarse por el mísero Projarchin. Los huéspedes de esta pensión (Okeanov, Zinovi Prokofievich, Remniov…) le desprecian, al parecer, por su falta de imaginación. La única persona con la que comparte cierto grado de amistad es con un viejo borrachín, antiguo inquilino de la pensión, pero expulsado hace tiempo de la misma.
El sueño del príncipe es una novela corta escrita en 1859, siete años antes que Crimen y castigo. En ella encontramos muchos de los temas que obsesionaban a Dostoiewski la exploración de la vida rusa y de los motivos ocultos y de las maniobras psicológicas que están tras el comportamiento humano, tratados, en este caso, con un gran sentido del humor. En El sueño del príncipe, una ambiciosa mujer (Marya Aleksandrovna Moskalyova) intenta casar a su hija Zina, de veintitrés años y a la que ya se considera demasiado mayor para estar soltera, con un príncipe al que el autor identifica por la inicial "K", un anciano, familiar lejano, que pasa por el pueblo en el que ellas viven tras haber volcado su carruaje, para que le asistan en su casa. Entre las razones que explican por qué Zina no se ha casado todavía, una de las principales parece ser el siniestro rumor sobre ciertas extrañas relaciones que tuvo hace año y medio con un pobre maestro de escuela del distrito, rumor que aún se oye hoy día. La novela es una farsa que combina lo satírico y lo grotesco, con lo patético y sentimental.
Humillados y Ofendidos, primera gran novela que escribió Dostoyevski, trata un tema de hondo contenido social: el drama del hombre que ha sido injustamente vejado y oprimido... de los seres que sufren y reclaman justicia por las humillaciones y ofensas de que son víctimas. El protagonista de la novela es Vania, un joven escritor que cuenta la historia de estos seres, a quienes él ampara y por quienes intercede. Así, en él se unen los sufrimientos de los personajes: Nikolai Ijmeniev, un honrado propietario campesino que ha sido despojado y arruinado por el príncipe Valkovski; Natascha, su única hija, seducida por Alioscha (hijo de Valkovski); Nelly, una huérfana cuya madre también fue abandonada por el príncipe... Mientras Valkovski es un ser maléfico que manipula las vidas de los demás sin el menor escrúpulo, Vania encarna una ardiente voluntad de procurar la felicidad para todos, aun a costa de la suya propia.
Oscar Wilde destacaba en «Humillados y ofendidos» (1861), la primera novela larga de Fiódor M. Dostoeivski, «la nota de sentimiento personal, la realidad áspera de la experiencia auténtica». El narrador de la novela es, como el propio Dostoievski, un escritor cuya primera obra le ha valido reconocimiento, pero que, poco amigo de la sociedad y de la adulación, parece incapaz de proseguir su carrera. Está enfermo y ha aceptado, además, la pérdida del amor: Natasha, la joven a la que amaba, se ha fugado con Aliosha, hijo del príncipe Válkovski, contra la voluntad de los padres de ambos. El padre de Aliosha, un hombre maquiavélico y cruel, quiere casarlo con una rica heredera, y no permitirá que nadie arruine sus planes; el padre de Natasha, que, por ende, tiene un pleito con el príncipe, cree que su hija ha llevado el oprobio a su familia y la maldice. Un personaje más se une a esta galería de seres proscritos, de «almas nobles» que se alzan en una lucha compleja y de resultado incierto contra la humillación: una niña huérfana a quien el narrador rescata de la explotación de una alcahueta. Nietzsche decía que Dostoievski era «el único psicólogo del que tenía que aprender algo» y en esta novela en una nueva traducción de Fernando Otero y José Ignacio López Fernández asistimos en verdad a un insólito y sorprendente análisis de los recovecos de la bondad y el perdón, de la soberbia y la maldad.
«Imaginen un marido cuya mujer, una suicida que se ha arrojado por la ventana hace sólo unas horas, yace ante él sobre una mesa. Él está conmocionado y no ha tenido tiempo de ordenar sus ideas. Camina de habitación en habitación e intenta dar un sentido a lo que acaba de ocurrir... De ahí que se cuente a sí mismo la historia, intente aclarársela». Así explica Dostoievski su obra en la «Nota del autor» que precede a La dulce, a la que llama relato fantástico. La dulce se basa probablemente en hechos verídicos en que el autor ruso se inspiró para escribir una de sus más inquietantes novelas cortas. Como si de un viaje al pasado se tratara, Dostoievski, a través de las contradicciones, remordimientos y justificaciones en el soliloquio del protagonista «ante un auditorio invisible o una especie de juez», investiga en los recuerdos a la búsqueda de la verdad que se esconde en el alma humana. Relato de Dostoievski publicado en su "Diario de un escritor" que ha sido traducida al castellano como "La tímida", "La dulce" y "La mansa
Un prestamista cuarentón, militar retirado, concierta el matrimonio con una joven huérfana de dieciséis años, para rescatarla de la pobreza. Al empezar el relato, el cadáver de la muchacha lleva tendido seis horas delante del militar. ¿Qué ha pasado? En «La mansa», publicada dentro del «Diario de un escritor» en noviembre de 1876, Dostoievski abre la puerta a la intimidad de una pareja, desvela todo lo que oculta una relación institucionalmente determinada por la economía y la sumisión, y señala, al mismo tiempo, un inesperado camino a la salvación y a la lucidez. Pero ¿qué puede haber al final del camino, cuando el mundo se compone de «hombres solos rodeados de silencio»? Esta «nouvelle» figura sin duda entre las obras maestras de Dostoievski.
En «La patrona», tercera novela de Dostoyevski, asistimos a un conflicto característico de la primera mitad del siglo XIX: la soledad del intelectual urbano, su incapacidad para llevar adelante proyecto alguno, su inutilidad y su dificultad para establecer vínculos con los sectores más carenciados de la población. Estos condicionamientos sociales en una época signada por una gran represión, censura y control ubicaban a los intelectuales rusos en una suerte de «callejón sin salida». Privados de herramientas para incidir de alguna forma en la realidad política o social, los artistas se entregaban a fantasías y ensueños que, de manera falaz, satisfacían sus necesidades espirituales. Es así como, en la literatura, aparece el tipo del «soñador». Fiódor Dostoyevski fue uno de los que más profundamente exploró en aquellos años la psicología y el conflicto de estos personajes.
Relato publicado en 1848. Su acción se desarrolla a lo largo de cuatro noches y una mañana, durante un asombroso fenómeno que suele aparecer en ciudades como San Petersburgo en el solsticio de verano, época en la cual amanece temprano y el sol tarda más en ocultarse. Con esa circunstancia como inspiración, Dostoyevski elaboró una historia de perfil sentimental protagonizada por un solitario joven que, con frecuencia, imagina cómo será su vejez. Este personaje al que los lectores pueden conocer gracias a las descripciones de un narrador sin nombre, solía dar largos paseos por las calles de San Petersburgo. En ese ámbito, este muchacho que nunca había entablado una conversación con alguien del sexo opuesto conoce, en una oportunidad, a Nastenka, una adolescente que consigue cautivarlo. Entre ambos pronto surge un vínculo que los lleva a hablar de sus vidas y genera en el joven soñador una gran admiración que lo lleva a descubrirse como un hombre enamorado de forma platónica, pese a tener en claro que su flamante amiga está a la espera del hombre a quien ama, quien, tras rechazarle la propuesta de casamiento y permanecer ausente durante un año por motivos laborales, ha prometido regresar e ir a su encuentro.
«Imagínense a un marido que tiene ante sí, sobre la mesa, a su esposa, la cual se ha suicidado arrojándose por la ventana. El marido se encuentra aún aturdido, todavía no ha tenido tiempo de concentrarse. Va y viene por las habitaciones de su casa esforzándose por hacerse cargo de lo ocurrido, por “fijar su pensamiento en un punto”. Además, es un hipocondríaco empedernido, de los que hablan consigo mismo. También en ese momento está hablando solo, cuenta lo sucedido, se lo aclara. A pesar de la aparente trabazón de su discurso, se contradice varias veces a sí mismo, tanto por lo que respecta a la lógica como a los sentimientos. Se justifica, la acusa a ella y se sume en explicaciones tangenciales en las que la vulgaridad de ideas y afectos se junta a la hondura de pensamiento. Poco a poco va aclarando lo ocurrido y concentrando “los pensamientos en un punto”. Varios de los recuerdos evocados le llevan por fin a la verdad, la cual, quiera o no, eleva su entendimiento y su corazón. Al final cambia incluso el tono del relato, si se compara con el desorden del comienzo. El desdichado descubre la verdad bastante clara y de perfiles concretos, por lo menos para sí mismo.» Es así como Dostoyevski se dirige a sus lectores para introducirles «La sumisa», publicada en 1876, uno de los últimos relatos surgidos de la pluma del gran escritor ruso, mientras trabajaba en la que sería su última novela «Los hermanos Karamázov». La publicamos ahora en castellano recuperando la espléndida traducción de Juan Luis Abollado.
Dostoievski escribió Los demonios, su novela deliberadamente política, entre 1871 y 1872. Tomaba como punto de partida una noticia aparecida en la Rusia contemporánea: uno de los grupos nihilistas terroristas de la época, «La venganza del pueblo», comandado por un tal Nechaev, asesinaba a uno de sus miembros, acusado de soplón y, muy probablemente, por desobedecer las directivas del líder. Dostoievski, en esta ficción, calificada por la crítica como «el libro de la gran ira», se lanza con toda la vehemencia de la que es capaz a combatir la existencia de estos grupos revolucionarios. Profetiza a su vez sobre las organizaciones del terror que el siglo siguiente conoció en sus más perversas y variadas versiones. En los años ’50, Albert Camus dijo que los argelinos que enfrentaban a los militares franceses le recordaban a los nihilistas de Los demonios. Medio siglo más tarde, cuando cayeron las Torres Gemelas, volvieron a corporizarse los personajes de Dostoievski, esta vez como los terroristas islámicos que se inmolaron dentro de aquellos aviones. Los demonios tiene y seguirá teniendo ese efecto porque retrata como ninguna otra novela lo más electrizante, terrorífico y paradigmático de toda conjura: ese lugar donde la fe se cruza con el fanatismo, los fines se cruzan con los medios y los poseídos se topan con los vulgares mortales. La noticia de que un grupo nihilista de Moscú había asesinado a uno de sus miembros hizo que Dostoievski se sentara a escribir Los demonios, una novela que es un terrible ajuste de cuentas, tanto con los jóvenes que querían hacer la revolución en la Rusia de 1870 como con el pasado como revolucionario del propio Dostoievski, que había sido enviado a Siberia veinte años antes. Máximo Gorki dijo alguna vez: «Los demonios es el más perverso, y el más talentoso, de todos los intentos por difamar el movimiento revolucionario de la década del 70». Es la tercera incursión de Fedor Dostoievski en la novela trágica. Las dos anteriores fueron Crimen y castigo y El idiota. Al poco tiempo su imaginación afiebrada, militante y perseguida por acreedores completaría el conjunto con El adolescente y Los hermanos Karamazov. J. M. Coetzee pone en boca de Dostoievski esta sentencia que bien puede dar una clave para ingresar a sus demonios: «Escribo perversiones de la verdad. Escojo los caminos más tortuosos, me llevo a los niños a los rincones oscuros. Sigo la danza de la pluma. La lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón. La verdad puede llegarnos por caminos tortuosos, llenos de misterio». Algunos dirán que Los demonios es una «novela panfleto», otros la festejarán como una de las más macabras y a la vez sarcásticas invenciones del genio ruso. Nadie puede negarle su vigencia. Juan Forn
El 21 de noviembre de 1869 un estudiante radical de la Escuela de Agricultura de Moscú, Iván I. Ivánov, era asesinado por cinco de sus compañeros, miembros del grupo revolucionario Represalia del Pueblo, que tramaba una revuelta para el 17 de febrero de 1870 (noveno aniversario de la liberación de la servidumbre). Dostoyevski se inspiró en este hecho para Los demonios (1872), tal vez la primera novela sobre una «célula terrorista». Aunque la intencionalidad política es evidente, el caos y la destrucción que recrea surgen de una sátira de costumbres tan hilarante como hiriente que poco a poco se va transformando en una tragedia clásica. En el centro destacan dos personajes de distintas generaciones: el maduro y «muy respetable» Stepán Trofímovich Verjovenski, que, después de una dudosa carrera en el ámbito académico, vive desde hace tiempo de la generosidad —y del amor— de una rica viuda a la que le gusta verse como protectora de las humanidades; y el hijo de ésta y antiguo pupilo de Verjovenski, el joven Nikolái Vsévolodovich Stavroguin, de quien todo el mundo se enamora y cuya vida incoherente y abismal no parece procurarle, sin embargo, ningún placer. Verjovenski dice de sí mismo: (« je suis un vulgar gorrón, et rien de plus »; Stavroguin cree que, si está poseído por algún demonio, será por «un diablejo pequeño, repugnante, escrofuloso, resfriado, de los fracasados». Estos personajes van revelando, entre la brutalidad y la fascinación, las complejas compensaciones que ofrece el «derecho al deshonor» —una de las obsesiones dostoyevskianas— en medio de una trama coral deslumbrante. La nueva traducción de Fernando Otero recupera en su integridad el gran estilo y la fuerza de atracción de esta obra maestra.
Con una traducción impecable directa del ruso, presentamos una nueva edición de la novela emblemática del célebre autor ruso.
Los hijos legítimos de Fiódor Pávlovich Karamázov —un «bufón», un «filisteo», un «déspota», solo en última instancia un padre— se reúnen después de haber sido educados, lejos unos de otros, en distintas partes de Rusia: Dmitri es soldado y —como su padre— puro «ímpetu», bebedor, derrochador, lujurioso; Iván se ha convertido en un escéptico que duda de la ley, de la conciencia y de la fe (el primer existencialista, según Sartre); Aliosha ha abrazado la religión, todo el mundo lo llama «ángel» y vive en un monasterio. Ineluctablemente, la reunión familiar precipita la disolución y la tragedia.
Los hermanos Karamázov (1878-1880) fue la última novela de Dostoievski y sin duda una de esas obras decisivas cuya influencia ha perdurado hasta nuestros días. En ella se encuentra —diría un personaje de Kurt Vonnegut— «todo cuanto hay que saber en la vida»; también —añadiríamos— todo cuanto hay que saber del género narrativo. Con un narrador experto en tender lazos al lector y en crear con él una de las redes más fascinantes y comunicativas de la historia de la literatura, lo que Dostoievski construye no es solo una monumental visión del mundo moral humano (incertidumbre, crimen, perdón) sino un arriesgado y espléndido ensayo sobre la forma de reproducirlo.
El protagonista es el propio autor, Fiódor Dostoievski, que bajo la figura del protagonista, Alexander Petróvich Goriánchikov, nos relata en primera persona su privación de libertad, su convivencia con los demás presos, sus dificultades para adaptarse a su nueva situación. No debemos olvidar que Dostoievski pertenecía a la nobleza rusa, era Teniente de Ingenieros, es decir, una persona acostumbrada al trato con la alta sociedad y no con el pueblo llano, y además se dedicaba a la literatura, por lo que no estaba acostumbrado a los esfuerzos físicos. Son datos más que suficientes para imaginarnos lo que tuvo que suponer para Dostoievski ese radical cambio de vida: nuevas amistades (lo mejorcito de cada casa, como se suele decir), condiciones penosas de salubridad e higiene (las descripciones del autor sobre las condiciones de los barracones donde se alojaban reflejan con detalle esas condiciones), trato inhumano y degradante (se trataba de un sistema penitenciario compatible con la tortura y que despojaba al recluso de cualquier rastro de dignidad humana).
En abril de 1849 Fiódor Dostoievski, con otros veintisiete jóvenes, era detenido y acusado de «crímenes contra la seguridad del Estado»; unos meses después, se le sometía a un simulacro de ejecución, y finalmente a una condena de ocho años de trabajos forzados en Siberia. En 1862 aparecería en forma de libro Memorias de la casa muerta, el recuento autobiográfico de sus experiencias en presidio, presentado, bajo una ficticia primera persona, la del «difunto» Alexánder Petróvich Goriánchikov. Este hombre, noble e instruido, que jamás ha trabajado, se encuentra de pronto privado de libertad, obligado a los esfuerzos más penosos, rapado y encadenado, en compañía de montañeses, bandoleros, asesinos, presos políticos y mendigos.
«Memorias del subsuelo» es una obra contradictoria, no exenta de matices. En forma de diálogo, un hombre sin nombre ni identidad concreta, excepto la de ser un funcionario, como se presenta a sí mismo desde las primeras páginas, va narrando las memorias de su tragedia personal. Dostoievski logra crear con él uno de los mejores y más impactantes antihéroes de su ingente producción novelística, como lo son Raskólnikov o Iván Karamázov, un sujeto retórico de difícil imitación, en el que las raíces eslavófilas y el innegable rechazo a la imposición burocrática se aúnan en todo un tratado. Fiódor M. Dostoievski escribe «Memorias del subsuelo» en un momento social y político bastante complejo, al que se une la delicada situación personal por la que el autor estaba atravesando: su mujer se moría y su tormentosa relación sentimental con una joven le causaba dudas y remordimientos que incidían en una evidente crisis personal. El resultado de esa situación histórica, personal, vital y anímica es una obra que en pocas páginas concentra más contenido filosófico que ninguna otra obra del autor, y en la que se plantean las cuestiones más extremas que un hombre pueda hacer.
Memorias del subsuelo marca la primera aparición explícita del espíritu demoniaco, subversivo, de la obra de Dostoyevski. El hombre anónimo del subsuelo es ese demonio alógico, perturbador, que acompaña e inspira a tantos de sus personajes, conduciéndolos a la ruina.El subsuelo a que aquí alude Dostoyevski debe entenderse en sentido simbólico, como el subsuelo del alma, de la personalidad consciente, la región profunda y tenebrosa donde viven su vida oscura los instintos aherrojados y se elaboran las tragedias; el tártaro de los antiguos mitos, donde habitan sombras ávidas de sangre caliente y humana, las furias y las gorgonas que incuban lo fatal… Todo cuanto escapa al contraste del espíritu.
Niétochka Nezvánova o Nétochka Nezvánova es una obra escrita por el escritor Fiódor Dostoyevski publicada en 1849. La obra nos refiere la niñez (en un primer momento) de Niétochka, con un padre violinista que anda en estado de embriaguez constante, y una madre que pierde su dote casándose con su marido y que muere en la más terrible miseria. A pesar de la actitud de su padre, Niétochka lo quiere y lo va a recordar durante el resto de su historia que continúa tras la muerte de sus dos padres y la adopción en la casa del príncipe y de la tutoría de Alejandra Mijailovna. Con esta última terminará su relato al descubrir una carta que causará problemas con su marido Piotr Alexandrovich.
San Petersburgo, su luz, sus casas y sus avenidas son el escenario de esta apasionada novela. En una de esas «noches blancas» que se dan en la ciudad rusa durante la época del solsticio de verano, un joven solitario e introvertido narra cómo conoce de forma accidental a una muchacha a la orilla del canal. Tras el primer encuentro, la pareja de desconocidos se citará las tres noches siguientes, noches en las que ella, de nombre Nástenka, relatará su triste historia y en las que harán acto de presencia, de forma sutil y envolvente, las grandes pasiones que mueven al ser humano: el amor, la ilusión, la esperanza, el desamor, el desengaño.
Considerada por la crítica como la primera obra maestra de Dostoievski, Crimen y castigo es un profundo análisis psicológico de su protagonista, el joven estudiante Raskólnikov, cuya firme creencia en que los fines humanitarios justifican la maldad le conduce al asesinato de una usurera. Pero, desde que comete el crimen, la culpabilidad será una pesadilla constante con la que el estudiante será incapaz de convivir.La presente edición de una de las obras más importantes de la literatura universal cuenta con la célebre traducción de Rafael Cansinos Assens, revisada y modernizada para la ocasión. Asimismo, viene acompañada de una introducción de David McDuff, traductor y crítico literario especialista en la obra del autor.
La primera novela de Dostoyevski, una espléndida historia de amor llena de patetismo que anuncia todos los temas de su obra posterior. Dostoyevski nos ofrece un soberbio retrato de la vida de la gente humilde de la capital rusa a través de la correspondencia entre el modesto funcionario Makar Alekséievich Dévushkin, ya entrado en años, y su pariente lejana Varvara Alekséievna Dobroselova, una joven huérfana a la que protege y por la que siente un amor presuntamente paternal. Siendo vecinos, apenas se ven para evitar habladurías, por lo que se comunican casi diariamente a través de cartas.
Inicialmente concebida como obra de teatro y finalmente publicada en 1859 en El Mensajero. Si bien es una obra menor, tiene el interés ciertos matices cómicos, no habituales en el autor. Narra la visita de Sergei Alexandrovich a su tío, el coronel y terrateniente Yegor Ilich en Stepanchikovo. Una serie de enredos familiares, con una boda urdida a varias bandas, nos presenta varios personajes característicos del país y de la época; y sobre todo a Fomá Fomich, personaje inmundo y ejemplo de manipulador. Stepanchikovo y sus moradores, publicada en 1859, no es una novela «típica» de Dostoievski. En ella no encontrará el lector un descenso a los infiernos de la psique, pero tampoco una mera comedia de las de tartas a la crema. Es una comedia muy divertida, sin duda, en la que Dostoievski crea uno de los personajes más singulares e inolvidables de la historia: Fomá Fomich, el resentido, tal vez el protagonista más odioso de la literatura mundial (a veces dan ganas de estrangularlo) es un hombre absurdo que se da ínfulas de erudito y pone la vida de los habitantes de Stepanchikovo literalmente patas arriba. La novela empieza cuando el coronel retirado Yégor Ílich invita a su sobrino a Stepanchikovo para que se case con su niñera, de la cual él mismo está enamorado —si bien, por intrigas familiares e intereses económicos, ha de aparentar rechazarla—; pero, sobre todo, para que le dé una mano en los problemas que ha creado su «ilustre» huésped, autoerigido en «señor de la casa». Stepanchikovo y sus moradores es la prueba de que Dostoievski es capaz de reír, y el lector —si consigue dominar sus instintos asesinos—, de reír con él.
Un día el estudiante Raskólnikov llego a la conclusión de que un piojo «inútil y dañino» como la vieja usurera no merecía vivir y que el hombre superior y clarividente, situado por encima del bien y del mal tenía derecho a aplastarla. Pero tras caer el hacha, surgieron las interrogaciones. Con este tema y un aluvión de personajes y materiales policíacos folletinescos, filosóficos y hasta bíblicos, construyó Dostoievsky una apasionante y opresiva novela sinfónica en cuatro movimientos —tentación, caída, castigo y arrepentimiento—, cuya influencia llegaría hasta la filosofía nietzscheana. Por algo dijo Nietzsche que Dostoievski era el único que le había enseñado algo en psicología.
En un contexto histórico posterior a la reforma emancipadora de 1861 en Rusia, y tras beber de más con dos colegas funcionarios, el protagonista, Ivan Ilich Pralinski, expone su deseo de adoptar una filosofía basada en la bondad y el humanismo hacia personas de menor estatus social. Al marcharse de la reunión inicial, Ivan se da cuenta de que su cochero se ha ido a otro lugar por pensar que la reunión demoraría más tiempo, por lo que decide caminar y pasa de casualidad por una casa donde se celebra la fiesta de casamiento de uno de sus subordinados. Resuelve entonces poner su filosofía en práctica y entra en la fiesta.
La obra en prosa El trasgo está considerada como la mejor novela rusa después de las de Dostoievsky. Impregnada de matices simbolistas, la burocracia y la baja nobleza de una pequeña ciudad, esconde el argumento de su literatura satírico-social, donde la bondad y pureza de los individuos quedan absorbidas por el mal, representado por el protagonista Peredonov y su alter ego el demonio. Peredonov es maestro en una pequeña ciudad de provincias. Vive con su amante Varvara, una modistilla que ha de soportar groserías y vejaciones en la esperanza de convertirse en su legítima esposa. Una princesa, cliente de Varvara, promete apoyar el ascenso de Peredonov ante el inspector si se casa con su amante. Varvara le hace recibir una carta falsa de la princesa: el casamiento tiene lugar, pero no así el ascenso. Obsesionado por la espera, Peredonov queda trastornado por una manía persecutoria que le hace ganarse el odio de la escuela donde enseña y de la pequeña ciudad en la que vive. Se cree poseído por el demonio, que se le aparece bajo la forma de una pequeña bestia gris.
Si él hubiera hecho algo horrible, ella lo sabría. ¿O no? Todos sabemos quién es él: el hombre que vimos en la portada de todos los periódicos acusado de un crimen terrible. Pero ¿qué sabemos realmente de ella, de quien le sujeta el brazo en la escalera del juzgado, de la esposa que está a su lado? El marido de Jean Taylor fue acusado y absuelto de un crimen terrible hace años. Cuando él fallece de forma repentina, Jean, la esposa perfecta que siempre le ha apoyado y creído en su inocencia, se convierte en la única persona que conoce la verdad. Pero ¿qué implicaciones tendría aceptar esa verdad? ¿Hasta dónde está dispuesta a llegar para que su vida siga teniendo sentido? Ahora que Jean puede ser ella misma, hay una decisión que tomar: ¿callar, mentir o actuar?
Un escueto párrafo en el periódico anuncia el hallazgo de unos restos antiguos de un bebé en una zona en construcción de Londres. Muy pocos lectores siquiera le echarán un vistazo. Para tres mujeres, sin embargo, la noticia es imposible de ignorar. Para la primera, es el recuerdo de lo peor que le ha pasado en la vida. Para la segunda, la peligrosa posibilidad de que su secreto más oculto sea revelado. Para la tercera, la periodista Kate Waters, la primera pista en una carrera para descubrir la verdad. Secretos guardados durante años, enterrados bajo tierra y en el fondo del corazón, saldrán a la luz para cambiar tres vidas para siempre. Fiona Barton vuelve con su protagonista Kate Waters en un nuevo «thriller» imposible de olvidar.
Cuando dos jóvenes británicas desaparecen en su año sabático en Tailandia, su caso pasa a copar el foco de la atención mediática internacional. La periodista Kate Waters está lista para informar sobre la historia: como siempre, quiere ser la primera en conseguir la exclusiva y descubrir la verdad, y esta vez no será una excepción. Sin embargo, a medida que se van conociendo más detalles de la investigación, Kate no puede dejar de pensar en su propio hijo, a quien no ha visto en dos años.
Elise es una ambiciosa detective; o lo era antes de que el cáncer del que se recupera le hiciese tambalear sus cimientos. Ahora se acaba de mudar a Ebbing, un idílico pueblo en el que no conoce a nadie. Durante su convalecencia, asiste desde su ventana a las tensiones entre los turistas de fin de semana y los lugareños. Elise solo puede adivinar lo que sucede tras las puertas de sus vecinos; sin embargo, Dee, la joven que la ayuda con la limpieza, es una presencia invisible que ve y oye todo. Todo se hace añicos cuando dos adolescentes son hospitalizados y un hombre desaparece. Elise se verá de nuevo en marcha en busca de respuestas, pero la pequeña comunidad cierra filas para guardar bien sus secretos.
Nadie dijo que amar fuera fácil
Lucas Atraeus y Carla Ambrosi habían tenido una tórrida aventura secreta, hasta que sus familias se habían visto unidas por un matrimonio y por los negocios. De repente, la situación se había complicado.
Consumido por el pasado, Lucas no había permitido nunca que su corazón dominase a su cabeza; esa aventura debía terminar. No era fácil despedirse de una pasión tan intensa, sobre todo, después de convertirse en el jefe de Carla. Así que decidió escoger a la esposa adecuada, una con la que no bajase la guardia. Pero en ocasiones, había que dejarse caer en la tentación.
¿Le vencería la tentación?
Lilah Cole había elaborado un plan para encontrar al marido perfecto basándose en una lista de cualidades; su jefe las cumplía todas, pero, desafortunadamente, era su hermano Zane Atraeus quien poblaba sus fantasías.
La prensa empezó a acosarla tras anunciarse su compromiso con el hermano de Zane, y este intervino para protegerla. ¿Cómo conseguiría Lilah resistirse a una tentación que representaba todo lo contrario de lo que se había propuesto en la vida?
Algunos lazos son eternos.
Cuando el multimillonario Gabriel Messena descubrió que su antigua novia, Gemma O’Neill, podría estar a punto de casarse con otro hombre, supo que la deseaba y que utilizaría cualquier excusa para recuperarla. Necesitaba una prometida para hacerse de nuevo con el control del negocio familiar y Gemma sería perfecta para ese papel.
La proposición de Gabriel era exactamente lo que ella necesitaba para recuperar la custodia de su hija. La hija de los dos. Volver a la cama de Gabriel era maravilloso, pero ¿qué ocurriría cuando él descubriese lo que le había ocultado durante seis años?
Se suponía que iba a ser solo una aventura de una noche. Nick Messena había estado con muchas mujeres en los últimos seis años, pero no había conseguido aplacar el deseo que sentía por Elena Lyon. La noche que hicieron el amor, sus familias se vieron envueltas en un escándalo que provocó que Nick se lo replanteara todo. Pensó que no volvería a tenerla… pero un secreto familiar volvió a unirlos. Elena había florecido, convirtiéndose en una mujer espectacular. Nick la deseaba… ¡para otra noche y algunas más!
Iba a hacer lo imposible por casarse con la madre de su hija.Horas antes de anunciar su compromiso con la novia que su padre le había escogido, el jeque Kadin Gabriel ben Kadir se dejó llevar por la tentadora Sarah Duval. Pero esa apasionada noche desencadenó un embarazo y Gabriel juró que formaría parte de la vida de aquella mujer y del bebé. Su plan era reemplazar un matrimonio de conveniencia por otro; se casaría con la cautivadora Sarah, que provocaba en él un deseo ardiente… y mantendría el corazón fuera del trato.Pero Sarah quería un alma gemela. ¿Cómo iba a unirse a un hombre que había jurado no dejarse gobernar por el amor?
Si quería heredar su fortuna, tendría que encontrar marido en menos de tres semanas. Eva Atraeus se tenía que casar, pero todos sus intentos por encontrar esposo se estrellaban contra el muro del administrador de su herencia, Kyle Messena, el hombre que le había partido el corazón en su juventud. Kyle no estaba dispuesto a permitir que Eva acabara con alguien que solo buscaba su dinero. La deseaba demasiado, lo cual no significaba que tuviera intención de enamorarse. La convertiría en su esposa y, cuando ella recibiera su herencia, se divorciarían. Pero cometió un error que lo cambió todo: acostarse con ella.
¿Sobreviviría a la tentación?
Nunca había tenido la menor dificultad en dejar a las mujeres, hasta que conoció a Allegra y, para poder recibir la herencia que le correspondía, le obligaron a vivir con la tentación. Para mantener el control de su empresa, Tobias Hunt debía aceptar las cláusulas del testamento de su abuela, lo que implicaba vivir con la otra heredera… su examante.
Estaba convencido de que podría superar su intensa atracción hacia Allegra Mallory, especialmente después de que ella anunciara que estaba prometida. Pero cuando descubrió que el compromiso era falso, decidió imponer sus propias reglas.
Un breve matrimonio solucionaría todos sus problemas, salvo que la pasión lo convirtiera en algo auténtico.
Casado antes de la medianoche. Esa era la única manera de que el empresario y playboy Damon Wyatt pudiera salvar su imperio. Pero a falta de la novia adecuada, le propuso un matrimonio de conveniencia a la organizadora de bodas Jenna Beaumont, que además era una de sus ex. Si cumplían lo establecido, aquel acuerdo duraría poco. Sin embargo, la irresistible atracción y una fuerte conexión podían acabar con todas y cada una de las reglas de su pacto.
Demasiado enredado en la tentación para poder salir…
A pesar del revuelo mediático generado por su tempestuosa ruptura, la relación de Ben Sabin y Sophie Messena no había terminado.
Por segunda vez, el carismático magnate había abandonado la cama de Sophie tras un entusiasta encuentro. Y, aun sabiendo que no podía estar con ella, no podía dejar de desearla. Creía que tal vez una cita con su hermana gemela anularía ese deseo. Pero Sophie y su hermana se intercambiaron provocando una reacción en cadena de escándalo…
¿Podía seguir deseándola después de nueve años? La mundialmente famosa escritora Jenna Whitmore tenía muchos fans, pero nunca pensó que alguno quisiera hacerle daño. Solo había un hombre al que le podía confiar su vida: el experto en seguridad Marc O´Hal
Sinopsis: Sin posibilidad de negociación. A Constantine Atraeus no le bastaba con tener el control de Perlas Ambrosi si no conseguía que Sienna Ambrosi volviera a ocupar su cama. Sin embargo, Sienna no estaba dispuesta a ceder a las simples promesas ni a los planes de seducción de Constantine; por eso, él tuvo que redactar un contrato legalmente vinculante: le propuso matrimonio. Si Sienna accedía a casarse, podría salvar la empresa familiar que tanto significa para ella, pero le pertenecería para siempre. Se trataba de una unión que valía muchos millones y ese era un precio que Constantine estaba más que dispuesto a pagar. ¿Lo estaría también Sienna?
Arrastrados por el escándalo - Jennifer Hayward
Él siempre anteponía los negocios... pero en aquella ocasión se mezclaron con el placer.
Al tomar las riendas del legendario negocio de su familia, la casa italiana de modas FV, Cristiano Vitale se había jurado a sí mismo que iba a devolverle la gloria que había tenido antaño. Pero para eso necesitaba que la nueva cara de la marca, la supermodelo Jensen Davis, hiciera su trabajo. Y el problema era que Jensen no hacía más que protagonizar un escándalo tras otro, lo cual estaba empezando a afectar a la imagen de la compañía.
Jensen no quería poner en peligro la reputación de FV, ni su propia carrera, pero siempre acababa ocupando los titulares por encubrir a su madre, una actriz en declive, cuyas adicciones trataban de ocultar a toda costa ella y sus hermanas. Y cuando Cristiano se la llevó a su villa en Italia para apartarla del foco mediático, aunque quería concentrarse en el trabajo, se encontró con el corazón dividido entre el deber para con su familia... y lo mucho que deseaba que aquel italiano tan sexy se enamorara de ella.
Doble escándalo - Fiona Brand
Demasiado enredado en la tentación para poder salir…
A pesar del revuelo mediático generado por su tempestuosa ruptura, la relación de Ben Sabin y Sophie Messena no había terminado. Por segunda vez, el carismático magnate había abandonado la cama de Sophie tras un entusiasta encuentro. Y, aun sabiendo que no podía estar con ella, no podía dejar de desearla. Creía que tal vez una cita con su hermana gemela anularía ese deseo. Pero Sophie y su hermana se intercambiaron provocando una reacción en cadena de escándalo…